Por Pablo de Lora
A propósito del reproche y condena penal que merecen los comportamientos sexuales, existen básicamente dos modelos que justifican la intervención punitiva del Estado. De acuerdo con el primero – el que llamaré el modelo de la autonomía sexual- el consentimiento de quienes participan en la relación sexual es condición necesaria y suficiente para considerar “irreprochable” la conducta (al menos desde el punto de vista del Derecho). Es decir, el consentimiento opera como una especie de interruptor normativo: lo que en ausencia de consentimiento está prohibido hacer se convierte en algo permitido. Este paradigma tiene varios problemas que están sobre el tapete de la discusión desde hace tiempo en la literatura jurídico-académica y también en la jurisprudencia en muchos países. De una parte, determinar si, para considerar que el interruptor se ha encendido, debe haber un específico tipo de acto de habla, o si basta con la mera aquiescencia, la callada por respuesta afirmativa. En general, tendemos a pensar, en relación a otros comportamientos que afectan a nuestros intereses, que la renuncia al ejercicio de un derecho puede ser tácita: si, desde el porche de mi jardín, veo cómo mi vecino salta el seto y cruza mi finca y le saludo gentil, diríamos que su acción de traspasar mi propiedad ha sido consentida. Muchas feministas han reclamado que, en un contexto de desigualdad estructural entre hombres y mujeres, el consentimiento tácito no basta sino que tiene que ser afirmativo (se trata de la política del sí es sí sobre la que me ocupé hace un tiempo). El problema es que muchas relaciones sexuales no discurren así, mediando la afirmación previa de consentir a todos y cada uno de los actos que concita el sexo entre dos personas adultas, y nadie piensa que se cometan por ello delitos de naturaleza sexual. En el límite, se ha dicho con razón, tendríamos que someter las relaciones sexuales a una suerte de “contractualización”, una perspectiva nada estimulante, la verdad.
El otro escollo del modelo de la autonomía sexual radica en que el consentimiento puede no sólo estar ausente, sino que pudo haberse obtenido engañosa o fraudulentamente, es decir, mediando circunstancias que, de no haberse dado, no habrían propiciado que se accionara el interruptor, por seguir con la imagen. La historia clásica nos brinda un ejemplo muy ilustrativo, una escena pintada por Tiziano, Rembrandt, Botticelli, y otros maestros, y narrada líricamente por Shakespeare en The Rape of Lucrece (1594): ¿fue Lucrecia violada por Lucio Tarquinio quien se hizo pasar por su marido Colatino aprovechándose de la oscuridad de la noche? De haber Lucrecia encendido la vela – más que accionar el interruptor, claro- se habría opuesto al encuentro. Sabbar Kashur, musulmán y casado, no era un judío soltero, como le hizo creer a la mujer judía con la que tuvo relaciones sexuales, de las que en otro caso no habría gozado. La Corte Suprema israelí le condenó por ello finalmente a 18 meses de cárcel. ¿Debemos seguir esa estela?
Muchos piensan – y yo me incluyo- que no, que la relación sexual jurídicamente castigable precisa de algo más que del engaño o el fraude; que lo que está en juego, el bien jurídico protegible en la jerga que acostumbran a usar los penalistas, es la integridad corporal, una integridad corporal sobre la que pierdo el control cuando se ejerce sobre mí violencia o intimidación. En esos casos se produce, de acuerdo con el Código Penal (artículo 178) un delito de agresión sexual (eventualmente violación) que puede acarrear hasta 15 años de prisión. Así y todo, cuando falta el consentimiento – incluyendo la anulación deliberada de las facultades mediante el alcohol u otras sustancias- sin que medie violencia o intimidación, el Código penal vigente también castiga, como un delito de “abuso sexual”, el comportamiento de quien, de ese modo, estaría atentando contra la libertad o indemnidad sexuales del otro.
La sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra de 20 de marzo de 2018, en el caso vulgarmente conocido como “La manada”, se enfrentaba a ese difícil deslinde, entre, por un lado, la apreciación de haber existido o no “violencia o intimidación”, que haría la conducta de los cinco procesados calificable como un delito de violación o agresión sexual agravada, o, haber existido (o no) consentimiento de la víctima, que conllevaría entonces la absolución (o la condena por abuso) por no haber sido la relación sexual jurídico-penalmente reprochable, ni siquiera como un caso de abuso. Y todo ello presidido por el principio de presunción de inocencia, es decir, disipando toda duda razonable sobre los hechos, duda que, de persistir, habría de conducir también a la absolución por aplicación del “in dubio pro reo”.
Si uno lee – aun diagonalmente- los 371 folios de la sentencia percibe inmediatamente un trabajo ímprobo, honesto, de razonamiento jurídico, tanto sobre los hechos – ¿qué es lo que pasó?- como sobre el Derecho – ¿qué calificación jurídica merece lo tenido por ocurrido?-, la prueba de que éste es un caso sobre el que se han vertido todos los recursos propios de un Estado de Derecho (análisis periciales, pruebas testificales, contradicción, inmediación, deliberación, tutela judicial efectiva, al fin).
La cuestión no se reduce a lo que se haya podido filtrar acerca de lo que se ve en cortos fragmentos de un vídeo grabado en condiciones paupérrimas, sino que la narrativa y la formación del juicio sobre lo ocurrido ha de comprender, obviamente, muchos más aspectos – ¿de qué modo se produjo el primer encuentro? ¿Cómo transcurrió el tránsito por las calles de Pamplona? ¿Pudo la denunciante oír a los procesados preguntar en un hotel por una habitación “para follar”? ¿De qué manera cabe interpretar las discrepancias entre su inicial declaración y lo que depone en el juicio oral? ¿Cómo entender el hecho de que son los procesados quienes mencionan en primer lugar la existencia del vídeo cuando son detenidos como un intento de mostrar a la policía que el sexo fue consentido? ¿Qué permiten concluir las imágenes sobre la actitud de la denunciante?- y ese intento de comprensión es lo que hace a conciencia el tribunal – en un análisis por momentos sobrecogedor por lo explícito en la descripción de lo que aconteció en el portal. Las dudas son pues razonables sobre la existencia de intimidación – la violencia parece más fácilmente descartable- pero entonces, como señala el magistrado discrepante, en la medida en que no hubo “contienda” – defensa y contra-defensa – sobre la existencia de un delito de abuso – por ausencia de consentimiento-, sólo cabría absolver, pues, de otro modo, se vulneraría el principio acusatorio. Serán las instancias superiores las que eventualmente resolverán sobre este nada fácil asunto.
El lector habrá advertido que estamos ante un caso complejísimo, lleno de aristas, sometido a una presión social inusitada, que llama al análisis sosegado, y que en absoluto el tribunal, con su fallo, está mandando el mensaje a las mujeres de que deben resistirse heroicamente ante quienes se proponen abusar o agredirlas sexualmente pues de otro modo no serán consideradas como víctimas de una violación. No: el tribunal está aplicando un estándar civilizatorio, las garantías propias de un sistema que asume como más odioso condenar al inocente que absolver al culpable, de acuerdo con la célebre máxima, y que cuando falla no está descreyendo a la denunciante, sino constatando razonadamente la inexistencia de prueba de cargo suficiente para condenar. Un Estado al fin que ha de procurar dar las máximas garantías antes de aplicar toda su fuerza legítima en la forma de una privación de libertad que, en este supuesto, podía llegar hasta los 25 años de cárcel.
A la luz de la abrumadora reacción mediática habida por parte de responsables políticos, líderes de opinión y comentadores diversos – lanzados, apenas se conoció el fallo, a reprobar y condenar una sentencia que no confirmaba su pre-juicio, o el pre-juicio que políticamente convenía, contribuyendo irresponsablemente con ello al ruido y la furia callejera- urge como nunca recordar e insistir en esos principios básicos e irrenunciables que deben presidir la acción punitiva del Estado a través de los órganos judiciales.
La muerte de Lucrecia, Eduardo Rosales, Museo del Prado
Es esa misma sociedad, alarmada de un modo farisaico, la que coopera con su indecente libertinaje moral a situaciones semejantes. Ahora esa sociedad ¿qué quiere?.
Efectivamente, estoy de acuerdo, Álvaro. Quizás habría que condenar al Ayuntamiento de Pamplona por cooperador necesario, al organizar cada año semejante desmadre. O ¿por qué no?… a todos aquellos que fomentan, apoyan, distribuyen o facilitan el «pensamiento pornográfico», que sabemos que es una industria denigrante para -sobre todo- las mujeres, pero para el ser humano en general.
Este grupo de guays pornográficos eligieron un mal momento para darse a conocer. En cambio las 50 sombras de Grey siguen en el candelero.
La diferencia entre sentencia judicial de hecho delictivo real y fantasía literaria..esa diferencia
Si he entendido bien el pensamiento del Profesor Pablo de Lora, en este y anteriores textos, me temo que no le estarán gustando mucho los comentarios que está recibiendo. Si lo he entendido bien, repito, le expreso mi aplauso por la valentía de sus reflexiones y mi general acuerdo con ellas. Con dos matices, que espero comparta:
Es una desgracia que el Magistrado firmante del voto particular no escogiera otra profesión para ganarse la vida.
Y ya más en serio: a la postre, parece bueno que, del mensaje «hija, no te metas en un portal con cinco maromos descontrolados», pasemos al mensaje «hijo, ni se te ocurra meterte en un gangbang, salvo en situaciones en las que no pueda plantearse la más mínima duda sobre el consentimiento de la mujer (y esto último no será posible con una desconocida, salvo en lugares notoriamente destinados al efecto)». Comprendo, sin embargo, la gran dificultad de traducir ese necesario cambio de mensaje a los tipos penales.
Gracias Lucrecia, mi problema con los anteriores comentarios a los que se refiere es que no los entiendo. El suyo también me descoloca, aunque en menor medida… Un saludo y gracias
He mencionado este artículo en mi blog y lo he calificado de excelente. Igual que he calificado de excelente la sentencia. En ningún caso obsta para que discrepe, tanto de algunos aspectos de la sentencia como de algunos aspectos del artículo.
Sobre el artículo, lo explico en mi blog, pero lo digo aquí también.
No veo ningún motivo por el que «someter las relaciones sexuales a una suerte de “contractualización”,» sea una perspectiva nada estimulante. Especialmente con personas poco conocidas o desconocidas.
La civilización es inhumana, sí. Requiere eliminar de nosotros una parte de la bestia.
Gracias por el artículo.
Estimado Javier, gracias por su amable comentario y por mencionar mis reflexiones en su blog. En esto de las relaciones íntimas entre adultos, allá cada cual, no le parece? El problema es obligar a que nos comportemos todos en materia sexual como cuando nos vamos a operar de una hernia y tenemos que firmar el CI. Un saludo cordial
Excelente artículo. Le agradezco el esfuerzo didáctico. Sin embargo su lectura me plantea algunas dudas. En primer lugar ¿por qué se plantea todo el caso desde la perspectiva del concepto de «inversión de la carga de la prueba»?. Es decir, por qué en este caso se «cree» el relato de la parte acusadora obligando a los acusados a demostrar su inocencia en lugar de, como sería lo habitual en un caso penal, requerir de forma inequívoca que sea la acusación quién demuestre de forma fehaciente que hubo culpa en la actuación de los acusados. Siendo esto así, como demuestra el hecho de que la condena se basa, fundamentalmente, en la creencia del tribunal (al menos de los dos jueces que constituyen la mayoría) en el relato de la acusación, ¿en qué lugar queda en este caso la presunción de inocencia?
Y voy más allá, ¿si el tribunal «interpreta» que la voluntad de la acusada estaba anulada por una supuesta situación de prevalimiento, por qué no se entra a analizar si dicha situación de prevalimiento es aprovechada o no de forma consciente por los acusados? Y, finalmente, ¿por qué no puede del mismo modo «interpretarse» que los acusados no son conscientes de tal situación de prevalimiento y actúan en todo momento en el convencimiento de la aceptación tácita de la acusada al constatar sus interacciones previas a los hechos juzgados con los integrantes del grupo acusado?
Gracias por su tiempo
Estimado Ricardo, sus dudas son muy pertinentes: tanto en lo que hace al difícil equilibrio que hace la mayoría para apreciar prevalimiento y no intimidación, cuanto en el posible error de prohibición en el que pudieran incurrir los condenados. De hecho, el magistrado discrepante hace mucho hincapié en el hecho de que fueron los condenados quienes, inmediatamente tras ser detenidos, pusieron en manos de la policía los vídeos. Menos de acuerdo estoy, en cambio, con su tesis de que se pudiera haber invertido la carga de la prueba. Me parece que no es en absoluto el caso. Gracias por su comentario y lectura. Un saludo
Gracias por su artículo. Siempre es un placer leerle, profesor, incluso en los casos, como este, en en los que discrepo radicalmente de su opinión.
Aún así, reitero, es un gusto conocer su parecer y disfrutar por cómo trata, analiza y explica los temas que aborda.
Por otro lado, comienza su trabajo con: «A propósito del reproche y condena penal que merecen los comportamientos sexuales, existen básicamente dos modelos que justifican la intervención punitiva del Estado. De acuerdo con el primero – el que llamaré el modelo de la autonomía sexual-…»
Me he quedado con las ganas de conocer su explicación sobre el segundo modelo…
Un cordial saludo.
Muchas gracias Javier. El otro modelo, ciertamente, quedaba agazapado, por decirlo así, en la explicación. Es el que llamaríamos «modelo de la integridad corporal», aunque otros autores se han referido a él de modos distintos. La idea central es que lo que la agresión sexual compromete es nuestra «autoposesión», el control que tenemos sobre nuestro propio cuerpo. Ese modelo impide, a diferencia del modelo basado en la autonomía sexual – que hace gravitar todo en torno a la presencia o ausencia del consentimiento incluyendo sus vicios-, que castiguemos como agresión sexual los casos de fraude o engaño. Sólo castigaríamos como agresión sexual aquellos supuestos en los que por violencia o intimidación no he podido gobernar mi cuerpo, por decirlo así. Una analogía puede servir: supongamos que alguien ha sido «engañado» o fraudulentamente llevado a desarrollar una obra ajena, o un servicio. En esos supuestos no queremos decir que esa persona haya resultado esclavizada, a pesar de que su autonomía de la voluntad sí fue quebrada. La esclavitud la reservamos para aquellos casos en los que, con vis irresistible, o muy costosamente resistible, alguien ha trabajado o trabaja para otro «como un esclavo» . Espero haberme hecho entender mejor ahora. Gracias de nuevo Javier.
En un mundo vertiginoso, centrado en la nota rápida [en muchas ocasiones falsa, ya sea por inocencia y candidez o incluso por dolo] la reacción de las personas termina siendo visceral y no racional. Rescato de tu escrito dos cosas, una lo bien que hablas de los magistrados y dos el razonamiento pausado del asunto. En mi país, el poder judicial está tan desacreditado, que aún las buenas sentencias son, generalmente, cuestionadas sin razón. Las propagación de las llamadas «fake news» está provocando daños mayores de los que pudimos prever. Nos guste o no, y bien lo señalas, siempre resulta «más odioso condenar al inocente que absolver al culpable»
Saludos estimado Pablo.
Querido Héctor, un gran abrazo y muchas gracias. Pronto nos vemos!
Querido profesor de Lora, muchas gracias por compartir sus reflexiones sobre este difícil caso. Quería suscitarle una duda a propósito de la diferencia entre captación maliciosa del consentimiento (que generaría un consentimiento viciado, pero consentimiento al fin) y la anulación deliberada del consentimiento (mediante el suministro de sustancias como drogas o alcohol, que anulan la voluntad), entendiendo que la falta de consentimiento es más radical en este segundo caso. ¿Por qué cree que el sistema penal castiga con mayor gravedad la conducta de quien incurre en violencia (o intimidación) directa, que la de aquel que se ahorra tener que incurrir en el empleo de la fuerza física empleando un «anulador» de la voluntad? ¿No cree que debiera merecer mayor reproche, o al menos igual, el comportamiento del abusador «de guante blanco» (por así llamarlo) que el del agresor que somete a la víctima por la fuerza o la amenaza de recibir un mal? ¿O cree que nuestro Código penal realiza un buen balance a la hora de diferenciar entre esos tipos de abuso y los de agresión-violación? En definitiva, ¿sólo la física es violencia?
No quisiera trazar un símil inapropiado, pero ¿no hay alguna similitud con el tema del uso de la «violencia» en el otro gran caso del que se discute tanto últimamente (la necesaria para cualificar un delito como de rebelión)? ¿No cabe considerar que existe también una clase de «violencia» penalmente relevante cuando alguien, sin necesidad de enarbolar armas de fuego o sacar tanquetas a las calles toma decisiones aprovechando su posición de dirigente político que tiene a su mando 15.000 agentes de policía? ¿No es violento que el presidente legítimo de un gobierno tome «desde dentro» decisiones que exceden de sus atribuciones constitucionales, aprovechando que, puesto que él mismo controla los resortes del poder policial (fuerza institucionalizada), no tiene necesidad de actuar «desde fuera»? Disculpe si el paralelismo le parece patatero (que lo es), pero no quería perder la oportunidad de conocer su opinión, también sobre este segundo tema. Gracias.
Estimado Hucbaldo, no, no, de patatero nada… Suscita usted de manera muy inteligente una discusión de lo más relevante e interesante y la analogía es en buena medida pertinente. A bote pronto se me ocurre que precisamente porque el consentimiento no ha sido totalmente anulado en el caso que usted felizmente llama «guante blanco», el sufrimiento de la víctima que se ve obligada a tener relaciones sexuales con violencia es mucho mayor, y eso permitiría justificar el mayor castigo. Tanto el rebelde de guante blanco como el violador de guante blanco obtienen un objetivo semejante, pero a costa, creo, de menos disvalor por el menor sufrimiento. En cuanto a la cuestión genérica de la violencia y sus concepciones admisibles, daría parara mucho, para otra ocasión si no le importa. Un saludo cordial
Muchas gracias por su apreciación. Pues sí que me agradaría que dedicase usted un post a tratar sobre las diversas concepciones de violencia (en particular aplicándolo al llamado ‘procés’), le tomo la palabra.
Sobre la reflexión que añade en su respuesta (mayor sufrimiento de la víctima justifica mayor penalidad), le agrego yo esta otra: ese mayor sufrimiento ‘in situ’ que (en efecto) padece la víctima de la violación puede ser equivalente al sufrimiento en diferido que tenga la víctima de un abuso, quien constata cómo alguien se ha aprovechado de la situación de inferioridad en que se hallaba (sueño profundo, letargia, ebriedad) para acceder sexualmente a ella. Esta «experiencia» puede traducirse en una sensación de zozobra y de vulnerabilidad más profunda y que, a la larga, haga padecer a esa víctima mucho más (si es que tuviéramos un «sufrímetro») que a la víctima de una violación. Como usted dice, hay muchos tipos de violencia y muchos tipos también de padecimiento/sufrimiento.
Y aunque sea irme de nuevo al otro tema que le suscitaba, le hago un último apunte para cuando vaya usted a reflexionar sobre ello: ¿qué causa más sufrimiento (léase aquí «alarma social», dado el tipo de delito): una asonada clásica cometida por un advenedizo que quiere socavar el orden establecido, o una maniobra florentinamente orquestada con apariencia de legalidad por quienes ostentan legítimamente el poder constituido? A mí en particular me genera más intranquilidad lo segundo.
Gracias de nuevo por su tiempo y amabilidad.
Estimado Hucbaldo, me va a acabar convenciendo usted!! Fíjese que apunta usted a algo muy interesante: la humillación de la finura – ese guante blanco frente a la fuerza bruta- como algo más agraviante que la violencia/intimidación. Pero déjeme que le contrarreste con el daño que supone verse in situ, conscientemente, como un instrumento de la satisfacción del deseo ajeno. La violación bajo violencia o intimidación me parece a mí que se puede asemejar mucho a la tortura, cuya especial reprochabilidad moral y jurídica radica en que la víctima sufre en su lucha contra sí misma. .. ¿Qué le parece? Saludos y gracias por sus aportaciones
Me halaga mucho profesor, qué cosas tiene. Pero es al revés: usted me ha convencido de que, en la clase de delito del que hablamos (…que no del que hablará usted próximamente…), el forzamiento físico añade un plus de ultraje que justifica ese reproche penal cualificado. Dicho lo cual, considero un pequeño triunfo dialéctico que en su última respuesta haya usted tenido que precisar «la violación bajo violencia o intimidación…».
Gracias otra vez y no haga más caso de este comentarista ocasional y petardo. Saludos.
Profesor Pablo de Lora, he de agradecerle este magnífico análisis que ha realizado pues me ha liberado de un peso muy grande. Soy estudiante de último año del Grado en Derecho por la UMA y tras la lectura de la sentencia me he visto completamente aislado intelectualmente por defender la labor de los magistrados y criticar la Ley ya que al igual que mi compañero Hucbaldo no comparto la dicotomía entre Agresión/Abuso.
No obstante le traslado una pregunta, pero antes, le pongo en contexto; Cuando uno de los acusados facilita al resto, la entrada al edificio donde posteriormente se llevará a cabo el hecho enjuiciado, la sentencia describe como la víctima siente (al subir las escaleras) la presencia de dos de los acusados subiendo detrás suya que sin ofrecer una resistencia violenta, parece por lo descrito que si impiden, de una forma pasivo-agrisva, sin empujar, guiando parece ser los pasos de la propia víctima. Es ahí cuando al verse en el zulo descrito en la sentencia cuando la víctima se bloquea y parece desaparecer de ella cuaquier ápice de conciencia.
Ahora bien, teniendo en cuenta la tasa de alcohol que llevaba, cabría entender; ¿Que la víctima, cayera presa de un miedo insuperable que le impidiera tomar el control y negarse a participar en lo que posteriormente aconteció? ¿Que dicha situación de bloqueo fue provocada por una distorsión cognitiva (emanada de la tasa de alcohol antes mencionada) y por ese «acompañamiento» por parte de los acusados?. En los Fundamentos de Derecho se utiliza como analogía el uso de un arma de fuego, «No hace falta que te apunten continuadamente, tan solo con que saquen el arma y te den a entender que pasará si no haces lo que quiere el agresor ya encaja en el 178» (resumen con mis palabras). ¿Que ocurre si ese arma es falsa?¿Encajaría entonces en el 180 porqué la víctima no supo diferenciar un arma real? Y ahora en aplicación al caso; ¿Y si fue suficiente ese «acompañamiento» para la víctima, la cual se encontraba en un estado cognitivo alterado, para creer ésta que no podía hacer otra cosa que dejarse hacer, para así sufrir lo menor posible? Estado, cabe recalcar, provocado por ella misma.
Como ve son muchas preguntas, que entiendo serán normales al analizar un caso tan complejo. Sin más, gracias de antemano y un cordial saludo.
Hola, gracias por el artículo. No tengo formación en derecho y me ha parecido muy interesante el principio acusatorio. Pero si lo he entendido bien no creo que se pueda aplicar a este caso. Comprendo que si a una persona se le acusa de atracar un banco, no se le pueda condenar por haber robado un coche en la huida, pues es algo de lo que no habría tenido oportunidad de defenderse. Pero, en este caso, cuando se habla de abuso y de violación no se está aludiendo a dos hechos diferentes, si no que se trata de dos maneras distintas de calificar un mismo hecho. Por lo tanto no me cabría en la cabeza que se absolviera a los acusados en base a ese principio. No sé si me estoy perdiendo algo.
Pues lo de firmar ante notario el consentimiento de las relaciones sexuales no está tan lejos como pensáis:
http://ecodiario.eleconomista.es/espana/noticias/9224924/06/18/Iglesias-propone-que-solo-un-si-explicito-pueda-considerarse-consentimiento.html
Agarraos, que vienen curvas!