Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

 

La Constitución dedica un precepto, el Art. 154, al Delegado a nombrar por el Gobierno en cada Comunidad Autónoma. Encargado de dos cosas: a) Dirigir la Administración que le vaya quedando al Estado en ese territorio; y b) Coordinarla “cuando proceda, con la administración propia de la Comunidad”. Al modo de la dualidad de poder del Protectorado en Marruecos: junto al jalifa (con perdón, pero así se llamaba el jefe tribal) estaba el Alto Comisario de España. Todo un baranda. No había quien le tosiera.

La Ley 40/2015, de 1 de octubre, de régimen jurídico del sector público, dispensa a ese cargo la atención que merece su significado. El art. 73 enumera sus muchísimas competencias, que, por razones sistemáticas, se agrupan en el apartado 1 en cinco epígrafes: a) Dirección y Coordinación de la Administración General del Estado y sus organismos públicos; b) Información de la acción del Gobierno e información a los ciudadanos; c) Coordinación y colaboración con otras Administraciones Públicas; d) Control de legalidad; y e) Políticas públicas. Por si fuera poco, el apartado 2, considerando a los tales Delegados como verdaderos superhombres, añade que “ejercerán la potestad sancionadora, expropiatoria y cualesquiera otras que les confieran las normas o les sean desconcentradas o delegadas”. Una carga de trabajo verdaderamente abrumadora. Nunca un coche oficial estuvo tan justificado.

La realidad es muy otra y mucho menos brillante porque el puesto se las trae -hay jalifas que no ayudan nada- y los partidos eligen para ese cargo a los militantes más sumisos, de esos que, a fuer de genuflexos, se prestan a cualquier cosa con tal de mantenerse en el machito, aunque tengan que soportar más broncas que el mismísimo Rafael Gómez Ortega, Gallito. El típico pringado, de esos que diríanse nacidos, por ejemplo, para autorizar manifestaciones si el jefe se lo pide -basta incluso con que se lo susurre- aun cuando las evidencias de salud pública se acumulen en contra. Ese tipo de gudaris no resultan infrecuentes en la vida política, pero los hay que se muestran particularmente prestos a inmolarse por la causa del correspondiente partido. Como los jemeres rojos: gente recia hasta el último suspiro.

El legislador, que tan dispendioso se mostró a la hora de llenar la agenda de estos individuos, cometió sin embargo un lapsus lamentable al olvidarse de dotarlos de lo que más necesitan, más incluso que el coche oficial: el aforamiento. Y es que ese silencio normativo los deja, en cuanto las cosas vienen mal dadas, a los pies de los caballos. Para decirlo con las palabras literales de la propia Constitución en el art. 24, a los pies del juez ordinario predeterminado por la ley, que pueda terminar siendo peor que una banda de caballos cimarrones.

La Constitución, a la hora de definir el estatuto procesal de las personas, incurrió en una de sus contradicciones. Como si quisiera obedecer al tiempo al ejército cristino de Espartero y al carlista de Zumalacárregui. De un lado se mostró judicialista hasta el extremo -el permiso de Su Señoría se necesita para cualquier actuación policial y a los órganos de lo contencioso se les dotó de una cláusula general de poderes-, pero por otra parte, y presa del miedo ante la criatura que él mismo había diseñado, se ocupó de que las personas de los políticos quedaran a resguardo y por eso los aforó. No sólo los Ministros (art. 102), sino también los Diputados y Senadores (art. 71): les dotó de lo que de hecho constituye un verdadero blindaje. La quintaesencia misma del régimen partitocrático.

No haber extendido ese manto protector a los Delegados del Gobierno constituye un auténtico error de calibración de las cosas. Los parlamentarios disponen de unas funciones que en realidad son muy poco relevantes y por tanto su capacidad de delinquir resulta pequeña: la protección se revela innecesaria. Y quienes por el contrario deberían estar a resguardo, los Delegados del Gobierno, que son los que soportan el verdadero trajín    -lo suyo es vivir en una trinchera: porque lo han querido, sin duda, pero al cabo una trinchera-, se encuentran, ay, desguarnecidos frente al poder judicial. Como si fueran un ciudadano del común. Cualquier juez de instrucción (y sólo en Madrid hay más de medio centenar) le puede dar un soponcio el día menos esperado.

Estamos, en suma, ante un puesto diseñado por la Constitución y el Derecho Administrativo de manera asimétrica o desequilibrada. Habría sido de desear menos coche oficial y más aforamiento, que es lo que a esa gente la hace falta de verdad.

Cuando se pisa como cosa habitual un campo de minas, lo natural es que alguna vez acabe estallando. Y el legislador que diseñó la figura del Delegado del Gobierno se detuvo en el oropel pero se dejó el trabajo a medias, al no prestarle la coraza que otros cargos (que no la necesitan) sí tienen. Y luego pasa lo que pasa.


Foto: Miguel Rodrigo Moralejo