Por Javier Hernández

Se ha abierto el debate acerca del Euribor negativo y  la hipotética obligación de las entidades financieras de tener que pagar intereses a sus deudores. Ya veremos si no acaban los pájaros disparando a las escopetas.  Dejo para otra ocasión el grueso de los argumentos jurídicos sobre de esta cuestión y me centraré aquí exclusivamente, y de forma muy breve, en dos cuestiones y un epílogo que considero claves al respecto.

Interpretación de los contratos

Dice el artículo 1.281 del Código Civil

“Si los términos de un contrato son claros y no dejan duda sobre la intención de los contratantes se estará al sentido literal de sus cláusulas. Si las palabras parecieren contrarias a la intención evidente de los contratantes, prevalecerá ésta sobre aquéllas”.

Los términos del préstamo hipotecario que contraté para comprar mi piso son bastante claros al respecto. Yo, el deudor, tengo que pagar intereses al banco tomando como referencia el Euribor a 12 meses más un margen. Tengo que pagarlos yo, el deudor. No el banco a mí. Podría retorcer las palabras y decir que como el cálculo de los intereses es negativo (cuando el margen ya no pueda absorber la bajada del Euribor), en realidad quien debe pagar es el banco a mí y no yo a él. Semejante interpretación, literal, podría llegar a prosperar en algún juzgado y tribunal español, pues hoy en día ya no podemos descartar casi nada. Pero, ¿qué dice el segundo párrafo del art. 1.281 del CC? ¿Acaso alguien en su sano juicio podría defender que la intención de los contratantes, la del banco y la mía, era que el primero pudiera verse obligado en algún momento de la vida del contrato a remunerarme a mí, como prestatario, por el dinero prestado para comprarme un piso? Siendo el préstamo teóricamente, y como habitualmente es configurado, un contrato de naturaleza real, ¿acaso no es el prestamista el prestador característico, aquél que con su acción inicial —i.e. entrega del dinero— da sentido al negocio jurídico, generando obligaciones esencialmente solo para el prestatario en forma de devolución de lo prestado y pago de una remuneración i.e. intereses, cuando así se hubiera pactado? ¿Soy yo, prestatario, acaso quién asume un riesgo en la operación digno de ser remunerado? Sinceramente, ¿podría alguien llegar tan lejos en la interpretación de un contrato de esta naturaleza sin violentar la más básica —aunque oficiosa— de las herramientas hermenéuticas del Derecho, a saber, el sentido común?

Los contratos son, simple y llanamente, lo que son

De todos es conocida la famosa expresión que repite como un mantra el Tribunal Supremo cuando debe pronunciarse sobre la naturaleza jurídica de un contrato:

Los contratos son lo que son, y no lo que las partes dicen que son”.

Como todos sabemos, en un contrato de préstamo una parte entrega a la otra dinero u otra cosa fungible con condición de devolver otro tanto de la misma especie y calidad (art. 1.740 del CC). Ya sea, además, el préstamo civil o mercantil, en ambos casos pude pactarse que esté o no remunerado. Ambos pactos son escolásticos. Pero lo que nunca será ni puede ser un elemento esencial o natural del préstamo, ya sea en origen o de forma sobrevenida, es una obligación remuneratoria del prestamista al prestatario, so pena de incurrir en una categoría contractual diferente que, según las circunstancias, podrá ser plenamente válida si atendemos al principio de autonomía de la voluntad, pero que difícilmente podría encajar dentro de la etiqueta de préstamo.

Lo anterior está, además, estrechamente conectado con la causa del contrato, pues siendo los préstamos bancarios esencialmente onerosos —i.e. nadie puede razonablemente esperar de una entidad de crédito que preste dinero a título gratuito—, la entidad financiera habría otorgado el préstamo en atención a la “prestación o promesa de una cosa o servicio por la otra parte”, esto es, los intereses (art. 1.274 del CC). ¿Acaso podría mutar la causa del contrato, siquiera de forma sobrevenida, sin que ello afectase a lo pactado? Luego volveré sobre ello.

De aceptarse la obligatoriedad del pago de una remuneración (intereses) de la entidad de crédito al prestatario,  conceptualmente y así a bote pronto, se me ocurre que habríamos mudado nuestro préstamo hipotecario original por una especie de contrato de depósito irregular, en el que el deudor se convertiría en depositario. Y en tales circunstancias, la causa de la remuneración de la entidad de crédito, entiendo, sólo podría encontrar su fundamento en un teórico servicio de custodia de los fondos que, mientras dure el contrato —y salvo nueva orden en sentido contrario del BCE—, el deudor habría de proveer a la entidad de crédito. Y ya puestos a fabular, y dado el carácter accesorio de la garantía hipotecaria, quien sabe si no podríamos incluso defender que el propio deudor es acreedor hipotecario respecto a los intereses negativos, de suerte que el impago de al menos tres cuotas por la entidad de crédito podría habilitarle a ejecutar su propia hipoteca, como habitualmente suele pactarse en el propio título hipotecario (art. 693 LEC). Ciertamente, e ironías aparte, todo esto parece un dislate sin sentido.

Condictio causa data causa non secuta

Quiero pensar que todo esto no es más que un amago de debate. Que no estamos hablando en serio. Que no es más que un ejercicio de derecho-ficción con el que tratar una vez más de resarcirnos de todos nuestros males presentes, cargando contra otros (rectius, las entidades financieras) el resultado de nuestras adversidades. Y mientras escribo estas líneas, pienso en lo peligroso que podría llegar a ser el llevar todo esto hasta el límite. Porque, de prosperar esta teoría, lo que me pide el cuerpo es pensar que lo verdaderamente relevante es la teórica falta sobrevenida de la causa del préstamo. Una hipotética ruptura del sinalagma, del equilibrio económico del contrato, quien sabe si merecedora de la resolución anticipada del mismo a instancia de la entidad de crédito. ¿Acaso no estaríamos ante una condictio causa data causa non secuta del Derecho romano? Y es que, a ver si por pedir que nos paguen unos intereses, cuando ni estaba previsto ni parece lógico que haya lugar a ello, lo que al final conseguimos es que acaben resolviéndonos el contrato y tengamos que devolver de manera anticipada todo lo prestado. Dicho de una forma más prosaica, que vayamos alegremente a por lana, y salgamos trasquilados.