Por Juan Antonio Lascuraín

Me preguntaba en mi anterior entrada si el vigésimo cumpleaños del Código Penal de 1995 es un cumpleaños feliz. En concreto, si el Código ha envejecido bien en relación con los valores y principios que demarcan su propia eficiencia. Tras múltiples reformas nuestra norma penal básica y cuasiúnica puede ser más o menos eficaz en la protección de nuestras libertades, cosa que desconozco, pero no será finalmente valiosa si su rendimiento lo es a costa de los principios fundamentales de legalidad, proporcionalidad, culpabilidad e igualdad, y humanidad y orientación resocializadora de las penas.

En esa entrada, señalaba que hoy se respeta menos el principio de legalidad penal que hace veinte años, lo que equivale a decir que estamos menos seguros y que nuestras normas son menos de nuestros representantes y más de los jueces. Esa inseguridad, de la mano de la imprecisión de las normas, posibilita, por la propia maleabilidad de la definición del delito y de la pena, reacciones penales desproporcionadas, pues permite que se catalogue como conducta punible lo que quizás por su parva gravedad no debiera serlo.

El desaliento del ejercicio de los derechos fundamentales

Esto es especialmente preocupante cuando el delito no consiste sino en el exceso en el ejercicio de un derecho fundamental. Si el delito parte de tal ejercicio (de la expresión, de la huelga, de la manifestación política), si además la frontera de tal exceso es difusa, y si además al otro lado de la frontera está la cárcel, lo que conseguirá este peligroso cóctel es desalentar el ejercicio de tales derechos: lo que conseguiremos es que la gente, por si las moscas (las moscas de la pena), no ejercite sus derechos (no se exprese, no haga huelgas, no vaya a las manifestaciones). No vaya a ser que pasemos del cielo del ejercicio de un derecho fundamental al infierno de la cárcel.

Esto que les digo no es una ocurrencia mía sino que es doctrina de nuestro Tribunal Constitucional (por todas, SSTC 136/1999, 104/2011) y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (por ejemplo, STEDH de 15 de marzo de 2011, asunto Otegi c. España). Esta doctrina dice que aunque obviamente el legislador puede penar el exceso en el ejercicio de los derechos fundamentales que sea lesivo para otros (piensen en el ejercicio violento del derecho de huelga o en las informaciones periodísticas calumniosas), o bien deberá hacerlo con claridad o bien deberá hacerlo prudentemente cuando sea borrosa la frontera que separe lo lícito de lo ilícito, porque de otro modo lo que conseguirá es el desproporcionado e inconstitucional efecto de disuadir del ejercicio de los derechos fundamentales. Si yo tuviera una finca y deseara que mis invitados pasearan por ella, cosa excelente para su salud y para su sosiego, pero les avisara que hay algunas zonas con arenas movedizas que les podrán tragar para siempre, y les advirtiera además que tales zonas no están claramente señalizadas, lo que harían mis invitados es no pasear. Lo que harán los ciudadanos es no ejercitar sus derechos fundamentales para no sufrir una pena.

Por ponerles un par de ejemplos de este tipo de normas penales brumosas. Constituye delito de desórdenes públicos no ya el alborotar o inducir a los alborotadores, sino que, desde 2015, basta ya con “incitarlos” o con “reforzar su disposición” (art 557.2 CP), o con difundir públicamente mensajes para ello (art. 559 CP). En materia de incitación a la violencia contra ciertos grupos o personas es delito, según el artículo 510 CP (otro fruto amorfo de la reforma de 2015), el fomento indirecto del odio, que a su vez es fomento indirecto de la violencia. Y es delito la facilitación de materiales idóneos para fomentar indirectamente el odio. Y es delito lesionar la dignidad de las personas con acciones de menosprecio por su pertenencia a ciertos colectivos. Y también la mera posesión de material que por su contenido sea idóneo para lo anterior. Lo dejo ahí, en este punto en el que lo líquido empieza a ser gaseoso.

Más desproporciones

Más allá de esto, de la desproporción que supone el desaliento de los derechos fundamentales, ¿tenemos veinte años después normas penales menos proporcionadas, sancionadoras más allá de lo necesario o de lo que demarca el desvalor de la conducta sancionada?

Es arriesgada una contestación general de algo que solo puede medirse norma por norma. Pero lo que sí puede afirmarse es que tenemos un Código Penal más duro. Como afirma el profesor Gimbernat,

“desde el Código Penal de 1995, si no llevo mal la cuenta, estas últimas reformas hacen el número 30. Y todas ellas han tenido un elemento común: el agravamiento de las penas y la creación de nuevos delitos”.

En este sentido no puede hablarse, como hablaba yo en mi entrada anterior, de “vaivén”, sino más bien de una “vaivá”.

Esta mayor dureza es especialmente visible en la pequeña delincuencia patrimonial. Con algún lenitivo para la mala conciencia del legislador, hoy se tipifica expresamente algo que en 1995 se discutía, que es la conducta de top manta, “la distribución o comercialización ambulante o meramente ocasional” (art. 170.4 CP). Y es posible algo que no lo era hace veinte años: que si se dan ciertas circunstancias el hurto de menos de 400 euros pueda dar lugar a pena de prisión. Y que sea delito cualquier fraude de prestaciones de la Seguridad Social – ese cobro de la pensión del cónyuge fallecido, por ejemplo -, con independencia de su cuantía (art. 307 ter CP). La dureza de este último delito es especialmente llamativa a la vista de que en materia de fraude fiscal y de fraude empresarial a la Seguridad Social hemos pasado en el año 2012 a lo que algún autor llama fidedignamente “Derecho Penal del amigo”. Si usted es un empresario que defrauda a la misma sólo cometerá delito si lo hace en una cuantía superior a 50.000 euros en un periodo de cuatro años – y solo cometerá delito fiscal si defrauda a Hacienda 120.000 euros en un año -. Y no habrá pena si el defraudador paga antes de ser investigado; y la misma podrá ser simbólica si lo hace en los dos meses siguientes a su imputación.

Más delitos

En general tenemos más delitos que hace veinte años. Muchos más desde el año 2007 contra la seguridad vial. Conducir sin permiso o a velocidad excesiva, por ejemplo (art. 379 CP). Muchos más de abuso sexual, con la elevación de la edad de consentimiento sexual de 12 a 16 años (art. 183 CP). No nos hemos privado ni del chusco delito de explotación sexual de animales como una especificación del maltrato animal (art. 337 CP).

Más allá de delitos o de grupos concretos de delitos quiero mencionar algunos

endurecimientos punitivos

que podríamos denominar estructurales. Uno de ellos es el que viene de la mano de la nueva regulación de la libertad condicional. Hasta el año 2015 el tiempo pasado en libertad condicional era cumplimiento irreversible de la pena. Ahora no: ahora la libertad condicional no es una especie de cuarto grado, sino una suspensión de la condena: el tiempo pasado en libertad condicional no cuenta como pena si en ese periodo el sujeto delinque o incumple gravemente las condiciones que se le impusieron (art. 90.6 CP).

Y segundo endurecimiento estructural: los nuevos delitos de organización criminal y de grupos criminales, la expansión del blanqueo y la interpretación judicial de que las ganancias delictivas obviamente no tributadas pueden generar un delito fiscal generan una especie de acumulación o sedimentación de penas. Ahora hay conductas punitivas que vienen con muchas mochilas penales: desde luego las que se cometen en grupo y con finalidad de enriquecimiento. Salvo que lo impida la prohibición de bis in idem, cada vez más arrinconada, el estafador penará por su estafa, por pertenecer a un grupo criminal, por no tributar sus sucias ganancias y por tratar de blanquearlas.

Los cuarenta años, la cadena perpetua

Con todo, el rasgo más llamativo de endurecimiento del Código Penal viene de la mano de la elevación de sus penas máximas. En el año 2003 se da un paso penal sorprendente al elevar la pena máxima de cumplimiento a cuarenta años y al posibilitar que en determinados supuestos sea “íntegra y efectiva”. Más sorprendente aún es la reciente inclusión de la cadena perpetua en el Código Penal. No sé si ambas penas – penazas – vulneran el principio de proporcionalidad, pero sí creo que son contrarias a la prohibición de penas inhumanas y al mandato de resocialización. Si tienen ustedes la paciencia de seguirme lo abordaré en la tercera y creo que última entrada de esta serie.


Foto: JJBOSE