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Por Jesús Alfaro

 

Cuando nuestros jueces castigan a los que tienen comportamientos prosociales

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La entrada de Pseudoerasmus sobre el origen de las instituciones prosociales me lleva a realizar unas reflexiones adicionales sobre los dos casos que narramos y analizamos en esta entrada. Se trataba, se recordará, de empleados que robaban en su trabajo y cuyos patronos se encontraban con dificultades para imponer y ejecutar las sanciones debido a las exigencias derivadas de la protección de los derechos fundamentales de los trabajadores. 

En las sentencias del Tribunal Supremo y Constitucional que critico sorprende, en primer lugar, que se conciban las relaciones sociales como esencialmente conflictivas. Sorprende que se vea a los individuos como sujetos racionalmente egoístas que persiguen su propio interés de forma irrestricta. Sorprende que veamos a nuestros congéneres como individuos que se apropiarán de lo que es de otro salvo que las normas jurídicas se apliquen de tal forma que la “recompensa” de su comportamiento oportunista o expropiatorio sea castigado, bien por el que sufre la conducta deshonesta, bien por el Derecho. Esta concepción es la que sirve a los economistas para modelizar el comportamiento de los administradores o socios de control en las sociedades en relación con los accionistas y es la que tienen en la cabeza los que diseñan y aplican el Derecho Laboral en cuanto al comportamiento de los empleadores. Pero no es la que debería servirnos para examinar una relación contractual de larga duración como es el contrato de trabajo.

Los estudiosos de la evolución cultural han detectado que los individuos más morales dentro de un grupo están dispuestos a castigar al gorrón (negándose a intercambiar o a relacionarse con él) aunque imponer el castigo tenga un coste para ellos mismos (pierden la ganancia de intercambiar o relacionarse con el aprovechado u oportunista) y aunque el gorrón no se haya aprovechado de ellos. Basta con que se haya aprovechado de otro miembro del grupo para que surja instintivamente en el sujeto moral el deseo de que la fechoría no quede impune aunque, repito, castigarlo tenga un coste para el sujeto moral que aplica el castigo. Es el llamado “altruistic punishment” “castigo altruista”. Pero estos estudiosos han detectado también que hay Sociedades donde no sólo los gorrones y los oportunistas florecen y se reproducen porque quedan impunes, sino que se castiga a ¡los que cooperan! es decir, a los que tienen comportamientos prosociales. Es lo que se conoce como “castigo antisocial”. En el estudio de  Herrmann, Thöni, & Gächter (2008) se concluye que 

Por ejemplo, aquellos que han sido castigados en el pasado por contribuir poco al esfuerzo común del grupo pueden retorsionar contra los miembros del grupo que sí habían cooperado y lo habían hecho en mayor medida, precisamente porque los que cooperan son los sujetos más dispuestos a castigar (altruistamente) a los aprovechados que cooperan escasamente…

Los autores añaden que la venganza puede ser una explicación del castigo antisocial en la mayor parte de las Sociedades, pero puede haber otras explicaciones. Por ejemplo, algunos castigos antisociales pueden ser eficientes en cuanto que pueden verse como un intento para inducir al que soporta el castigo a que aumente su contribución al proyecto común. En otros casos son una forma de manifestar el desprecio por los que hacen el bien, del mismo modo que se rechazan las ofertas demasiado generosas porque nos parecen sospechosas o, en fin, pueden ser una expresión de lo valioso que es para el sujeto que impone el castigo antisocial el comportamiento conforme con la norma, de tal manera que se castiga a cualquiera que se desvía de la norma aunque la norma imponga un comportamiento supererogatorio por su parte (para las explicaciones macroeconómicas v., aquí baste señalar que, si como hemos dicho en otro lugar, las relaciones intergrupales son de competencia y conquista, habrá muchas conductas de este tipo en el seno de grupos (intragrupo) en los que los niveles de cooperación sean muy bajos. En el largo plazo, estos grupos deberían desaparecer). En este mismo estudio se destaca que las Sociedades en las que hay más “castigo altruista” hay menos castigo antisocial.

Pero ya son décadas las que llevamos reconociendo que la gente cumple voluntariamente las normas por razones muy distintas a la amenaza de una retorsión por parte del que sufre nuestro oportunismo o nuestro incumplimiento o por parte del Estado a través de los mecanismos represivos de las conductas asociales. Y que la internalización de las reglas morales – de las reglas de la cooperación – es muy profunda aunque variable en las distintas sociedades humanas. Es más, cada vez estamos más convencidos de que las sociedades más exitosas son aquellas que tienen mejores instituciones que les permiten obtener las ventajas de la cooperación entre los individuos, esto es, las economías de escala en la producción y las economías derivadas de la especialización y la división del trabajo en los intercambios.

Si tuviéramos en cuenta la Evolución Cultural, la Psicología diferencial y la Economía al analizar las relaciones laborales o las relaciones entre administradores y socios o entre socios mayoritarios y socios minoritarios, podríamos seguir aplicando el modelo clásico a situaciones en las que tengamos razones para pensar que las partes en conflicto carecen de incentivos para seguir cooperando y, por tanto, persiguen sus intereses “a cara de perro”. En estos casos, cabe barruntar que las constricciones morales tendrán muy poca capacidad para limitar la persecución irrestricta del propio interés. Pero, fuera de estos casos extremos, los costes de agencia pueden ser, ceteris paribus, mucho más bajos en países – piénsese en los nórdicos – en los que existe un elevado grado de cooperación social, que en países que disfrutan de los mismos mecanismos externos de control de los aprovechados y oportunistas (Derecho, normas contables, justicia no corrupta, retribución adecuada de los gestores empresariales, mercado de control societario – OPAs hostiles –, prensa crítica)  pero cuyas relaciones sociales, en general, son menos cooperativas o donde existen niveles elevados de castigo antisocial. 

Pensemos en un caso como el de la cajera pillada por unas cámaras de vigilancia “regalándole” los productos a su novio o ese funcionario de la Universidad de Sevilla que pasaba buena parte de su horario laboral de paseo por la ciudad y fue captado por las cámaras cuando entraba o salía en el edificio universitario. ¿Qué les llevó a ambos a recurrir el despido y llegar hasta el Tribunal Supremo o Constitucional? ¿Qué moralidad tienen internalizada los jueces de la Sala 4ª del Tribunal Supremo o del Tribunal Constitucional? ¿Cómo justifican que, a pesar de la evidente inmoralidad del comportamiento de la cajera y del funcionario, sea su obligación declarar nulo el despido de cualquiera de ellos?

Parece evidente que ni los jueces del Supremo ni los del Constitucional ni la cajera ni el funcionario se sintieron avergonzados moralmente por dictar tal sentencia o por pedir la nulidad del despido en el caso de los empleados. ¿Por qué? ¿Porque son gente indecente?

Obviamente, no.

Los trabajadores carecen de incentivos para comportarse moralmente por las razones que hemos expuesto más arriba: no hay futuras relaciones de cooperación con sus empleadores y pueden actuar “a cara de perro”. Es por esta razón que hay que incrementar la sanción de estos comportamientos mediante su sanción por parte de terceros (castigo altruista) no implicados en la transacción en la que se han comportado indecentemente.

Los jueces justificarán su comportamiento como sigue:

«La ley es la ley. Yo tengo que aplicar el Derecho y el Derecho dice que no se puede probar el incumplimiento de un contrato de trabajo mediante pruebas consistentes en una grabación de video realizada por una cámara de cuya colocación y uso con fines de vigilancia de la conducta de los trabajadores no se había avisado a éstos. Yo no estoy para impartir justicia o garantizar los comportamientos morales. Estoy para aplicar la Ley».

Pero es una justificación inaceptable. Sencillamente, no es posible que la Ley deje sin sanción comportamientos tan claramente indecentes y, no estando en el ámbito del castigo penal (donde la protección de la libertad de los erróneamente acusados exige que dejemos en libertad y sin castigo a muchos que lo merecerían) no hay ningún interés de la Sociedad en su conjunto en que estos comportamientos queden sin consecuencias negativas para sus autores.

Obsérvese que, a diferencia del castigo penal, no hay ningún riesgo para otros trabajadores por el hecho de que se admita la prueba consistente en unas grabaciones de unas cámaras situadas en un espacio de acceso público (que era el caso tanto de la cajera como del funcionario sevillano, otra cosa sería que las imágenes inculpadoras se hubieran grabado por unas cámaras instaladas en los vestuarios o en cualquier otro ámbito donde el trabajador tuviera una “expectativa justificada de intimidad”). Por tanto, la coartada de los jueces del Supremo y del Constitucional no les salva.

¿Se imaginan que el legislador hubiera dictado una norma que reprodujera el fallo y la motivación de la sentencia? La norma diría

“Serán ilícitas y provocarán la nulidad del despido disciplinario las pruebas del incumplimiento de su contrato laboral por los trabajadores que consistan en imágenes captadas lícitamente pero con una finalidad distinta de la de probar tales incumplimientos”

¿Alguien cree que el legislador podría poner en vigor una norma semejante?

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¿Por qué se ha consolidado, pues, semejante doctrina legal?

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Porque la pre-concepción de las relaciones laborales de la Sala 4ª y del Tribunal Constitucional es la basada en el conflicto y en presumir comportamientos irrestrictamente egoístas por parte de los empleadores.

Los jueces de la Sala 4ª y del Constitucional, a partir de la idea abstracta e irrefutable de la necesidad de proteger a los trabajadores en las relaciones de trabajo, convierten al contrato de trabajo en un instrumento de reducción del conflicto en lugar de un instrumento que articula la cooperación y conciben a las partes del mismo como sujetos oportunistas que aprovecharán la primera ocasión – el empleador – para expropiar al trabajador o incumplir sus obligaciones. De manera que, no existiendo límites internos (morales) a lo “que es capaz de hacer” el empleador en la persecución irrestricta y desconsiderada de su propio interés, hay que maximizar los límites externos. Es decir, si los empleadores son sujetos incapaces de comportamientos morales, que sólo persiguen maximizar su beneficio, los mecanismos externos deben aplicarse lo más extensa e intensamente posible. Con la misma desconfianza que analizamos la intervención penal de los poderes públicos en la vida de los ciudadanos, analizamos la conducta del empleador cuando reacciona frente a un real o supuesto incumplimiento del contrato de trabajo por parte del trabajador.

Al “castigar” a la empresa en la que trabajaba la cajera y a la Universidad de Sevilla, el Tribunal Supremo ha impuesto un “castigo antisocial”. Ha castigado a quienes tratan de reducir la presencia y los beneficios de los gorrones y aprovechados. Ha castigado a los que invierten tiempo y dinero en imponer un castigo altruista (porque todas las empresas se beneficiaran del despido de ladrones y escaqueadores). Los gorrones y los aprovechados sonreirán porque, cual virus, se habrán extendido por el cuerpo social.

La única interpretación de las sentencias que comentamos que podría llevarnos a concluir que mejoran el bienestar social – descartado que puedan contribuir a evitar la obtención ilícita de pruebas – es que nuestros jueces quieren someter a los empresarios al comportamiento más exquisito posible – obligarles a aumentar su contribución a la Sociedad – sometiéndoles a unos estándares de conducta disparatadamente exigentes. Eso parece indicar el hecho de que, según el TC y el TS habría bastado con que la empresa o la Universidad de Sevilla hubiera avisado a los trabajadores de que podían grabarse sus imágenes por esas cámaras y que podían ser utilizadas para probar incumplimientos por su parte.

Ya se pueden imaginar que una Sociedad que gestiona de esta forma las relaciones laborales es una Sociedad definitivamente más pobre y triste. Eso sí, los abogados y los jueces de lo laboral serán más en número y más influyentes que en una Sociedad donde se tenga una concepción de las relaciones laborales más semejante a las demás relaciones sociales voluntarias. Lo más triste no es que los aprovechados y gorrones queden sin castigo. Lo más triste es que los que tratan de asegurar el carácter cooperativo de las relaciones también son castigados por su buena acción. Y la culpa la tenemos los profesores de Derecho que explicamos las relaciones laborales como si estuviéramos en Egipto en la época de los faraones o en la Inglaterra de Dickens en lugar de un mundo de relaciones voluntarias entre sujetos morales.


Foto: Miguel Rodrigo Moralejo