Por Jesús Alfaro Águila-Real
A propósito de Ivó Coca Vila y Marta Pantaleón Díaz, Lo intransferible y lo asegurable en el sistema de responsabilidad de los administradores societarios, ADC, tomo LXXIV, 2021, fasc. I, pp. 113-216
Dicen Ivo Coca y Marta Pantaleón que sí importa quién pague las multas. Que permitir que sea alguien distinto del condenado el que pague una multa impuesta como sanción penal o administrativa importa. ¿Por qué? Si la multa me la ponen a mí, porque he hecho algo típico, antijurídico y culpable en el ejercicio de mi cargo como administrador de una sociedad anónima, es importante que el importe de la multa se pague con cargo a mi patrimonio. Así lo exige la personalidad de las penas y su función social.
En concreto, dicen estos dos jóvenes y muy prometedores estudiosos del Derecho, que las sanciones representan un “mal” que el Estado nos impone para castigarnos por haber cometido un hecho ilícito. El Estado no “gana” nada con la multa. Lo de la “voracidad recaudatoria” es una forma de reprochar al Estado utilizar las sanciones como si fueran impuestos. Y, a partir de esta consideración de las multas como penas y, por comparación con las penas verdaderamente personales (la privación de la libertad deambulatoria, básicamente), nos dicen que
“a través de la multa se pretende afectar negativamente a la capacidad de consumo del sancionado, como manifestación particular de la libertad del ciudadano”.
Es decir, que el “mal” que se le inflige al ciudadano es el de retirarle una parte de su capacidad de consumo. Citan a Zipf, a Gracia y el art. 126 CP que pone el pago de las multas al final del orden de prelación de los pagos y deducen como conclusión que
una multa, sea penal o administrativa, solo puede cumplir su cometido inmediato en la medida en que sea el sujeto responsable quien soporte la pérdida de capacidad de consumo que el Estado pretende lograr a través de su imposición.
De modo que si es un tercero distinto del condenado penal o administrativamente al pago de la multa el que la paga,
se priva a la pena de su finalidad inmediata, del mismo modo que se priva de sentido a la pena privativa de libertad cuando es un tercero no condenado el que ingresa en el centro penitenciario.
Y, añaden, se priva a la pena de su finalidad tanto si el que paga la multa es un tercero (como el pater familias pagaba las deudas del filiusfamilias antes de que sus acreedores se lo llevaran al otro lado del Tíber para descuartizarlo o como el comerciante local pagaba una letra de cambio protestada aceptada por su corresponsal – presente o futuro – en otra plaza comercial europea en el siglo XVIII – pago por intervención– ) como si lo hace una compañía aseguradora en cumplimiento de su obligación de indemnizar derivada de un contrato de seguro que cubriera el pago de multas:
Todo acto de traslación o difusión de la dimensión aflictiva de la multa, sea jurídico o puramente fáctico, es, pues, incompatible con su fin inmediato.
Los autores se dan cuenta de que esto es “poner puertas al campo” pero eso no les arredra: el objetivo del Estado al imponer la sanción – multa debe prevalecer y han de considerarse – esto es lo importante – contrarios al orden público los negocios jurídico-privados dirigidos a trasladar a un tercero el pago efectivo de la multa. Así, serán nulos de pleno derecho por contrarios al orden público (art. 1255 CC) tanto el pacto de indemnidad (un tercero le promete al infractor que si le imponen una multa, él se hará cargo) como el propio contrato de seguro (el contrato de seguro es aquel por el que un riesgo – la imposición de una multa en este caso – se traslada a un tercero – la compañía aseguradora – a cambio del pago de una prima, de manera que es una forma de pacto de indemnidad como lo son, en general, los contratos de seguro de responsabilidad civil, que cubren el riesgo de que surja, con cargo al patrimonio del asegurado, la obligación de pagar una cantidad a un tercero).
Y serán nulos con independencia de quién pague la prima del contrato de seguro, es decir, tanto si la prima la paga la sociedad anónima como si la paga el administrador. Esto significa que, según Coca/Pantaleón, el pacto de indemnidad o el contrato de seguro son contrarios al orden público con independencia de que el sancionado haya “pagado” al tercero a cambio de que el tercero se haga cargo de la multa. En un pacto de indemnidad, si el administrador social recibe una promesa del accionista único de que le dejará indemne de cualquier sanción y suponiendo que el contrato es oneroso, el accionista único no lo hará gratis et amore; lo hará a cambio de que el administrador social acepte una retribución menor de la que exigiría en caso de que tuviera que hacerse cargo del pago de la multa. Y, en el caso del contrato de seguro, lo mismo. Es de suponer que si el administrador se hace cargo del pago de la prima, exigirá un salario mayor que si es la sociedad anónima la que se hace cargo de ella. También tenemos que suponer que si las partes han llegado al acuerdo de trasladar a la sociedad anónima el pago de la sanción-multa que se pueda imponer personalmente al administrador es porque la sociedad anónima es mejor risk bearer que el administrador. Y, en el caso de que se contrate un seguro, el riesgo de que se imponga una sanción está mejor asignado a la aseguradora que a la sociedad anónima o al administrador.
¿Por qué el pago de la prima o de la contraprestación a cambio de que la compañía asuma el pago de las multas es contrario al orden público?
Los autores dicen que sólo se inflige el “dolor” que se pretende con la imposición de la pena si el destinatario de la misma no puede descontarla anticipadamente:
El menoscabo patrimonial que pueda sufrir quien paga la prima del seguro que cubre su propio riesgo en modo alguno puede operar como un descuento a futuro del dolor penal de la multa: esta solo puede cumplir su finalidad cuando el mensaje censor posterior a la comisión del hecho está acompañado del correspondiente menoscabo de la capacidad de consumo que lo fortalece.
Si lo entiendo bien, se trata de evitar el azar o riesgo moral. Los autores dicen que no, cuando examinan porqué, en su opinión, el art. 19 LCS (que prohíbe asegurar el dolo) debe considerarse dispositivo. Según los autores, los que – como yo – creemos que el art. 19 LCS trata de evitar el riesgo moral, esto es, la causación dolosa del siniestro por parte del que se sabe asegurado, estamos equivocados. Porque lo que el precepto perseguiría es
evitar a toda costa es que una persona firmemente resuelta a la causación de un daño se asegurase frente a la responsabilidad de causarlo, ocultando sus intenciones a la compañía aseguradora, de manera que esta –estimando como meramente probable el acaecimiento de un daño en realidad cierto– le ofreciera cobertura a cambio de una prima muy inferior al importe de la responsabilidad: un auténtico fraude al seguro. Pero, al margen de que esta maniobra podría ser en sí misma constitutiva de un delito de estafa consumado o en grado de tentativa (art. 248 ss. CP), lo cierto es que para impedir sus perniciosos efectos no es necesario prohibir el aseguramiento del dolo; basta con una aplicación rigurosa de lo previsto en los artículos 10-12 LCS.
Yo creo que el art. 19 LCS tiene una finalidad más amplia. No se trata sólo de evitar que se estafe a la compañía de seguros contratando un seguro cuando el tomador se ha formado la voluntad de provocar el siniestro. Eso es lo que ocurre con el suicida que contrata un seguro de vida tras decidir quitarse la vida. O con el que, antes de prenderle fuego al almacén, contrata el seguro de daños. No es sólo eso lo que trata de evitar el art. 19 LCS. Para eso, en efecto, está la estafa de seguro. En la prohibición de asegurar el dolo del art. 19 LCS está también latente la prohibición del art. 1256 CC: el que contrata un seguro que cubre la producción dolosa del siniestro está simplemente dejando el cumplimiento del contrato al arbitrio del asegurado.
Por tanto, el art. 19 LCS cubre también los casos en los que, durante la vigencia del contrato, el asegurado “cambia de opinión” porque cambian las circunstancias y, con ello, cambia el saldo del cálculo coste-beneficio de provocar dolosamente el siniestro. Recuérdese que, el contrato de seguro no existe si el asegurado no tiene interés en que no se produzca el siniestro (art. 4 LCS) y que el interés consiste, precisamente, en que el asegurado atribuye valor a que no se produzca el siniestro. Si permitimos la cobertura del los siniestros causados por el dolo del asegurado – o del tomador, según el caso – estaríamos destrozando la economía del seguro porque estaríamos eliminando los incentivos del asegurado para no producir el siniestro cuando el cambio en las circunstancias hayan modificado el cálculo que sirvió a la fijación de los términos del contrato. Por ejemplo, la demanda de las mercancías almacenadas ha bajado y la cuantía de la indemnización es superior al valor de mercado actualizado de las mismas. O, en un caso extremo, la que fuera amante esposa ha dejado de querer a su marido con lo que se ha incrementado extraordinariamente su interés en que fallezca para cobrar el seguro. Lo que pretende el art. 19 LCS es evitar esa “revisión” por parte del asegurado. Porque si puede provocar dolosamente el siniestro, la compañía de seguros no puede hacer un cálculo racional de la prima ya que la probabilidad de que se produzca el siniestro cambia y, en consecuencia, el seguro no puede cumplir su función de mejorar la asignación de los riesgos colocándolos a cargo del que está en mejores condiciones de administrarlo.
Además, si hay equivalencia “actuarial” entre la prima y la multa (la prima refleja la probabilidad de que se le imponga al asegurado una multa de una cuantía determinada) y la prima la paga el administrador asegurado y la multa no se ha impuesto por una conducta dolosa (y sobre cuándo es dolosa la conducta véase esta entrada), es indudable que el administrador asegurado paga de su patrimonio la multa que se le ha impuesto. Puesto que el derecho de crédito frente al asegurador forma parte de su patrimonio, de manera que la compañía aseguradora no es un tercero que paga la multa por cuenta del administrador. Es el administrador quien paga con cargo a su patrimonio que incluye su derecho a reclamar a la compañía aseguradora la indemnización. Si decimos que el administrador no puede asegurar el pago de la multa, entonces tampoco pagará prima alguna al asegurador y el valor de la prima quedará en su patrimonio y con cargo a la misma podrá pagar la multa (p. ej., depositándola en un banco y recibiendo el interés correspondiente o utilizándola como garantía para pedir un préstamo con el que pagar la multa). Naturalmente, en caso de comisión dolosa de la infracción, la compañía aseguradora no pagará porque – en la interpretación que hago del art. 19 LCS más abajo – “no debe”. No porque si lo hace se pierda el sentido de la imposición de la multa-pena. Y si la prima la paga la sociedad anónima (tomadora) de la que es administrador el asegurado, la respuesta es idéntica porque, en este caso, el derecho a que la sociedad pague la prima forma parte también del patrimonio del administrador asegurado. El administrador habrá renunciado a una parte de su salario a cambio de la indemnidad. Si hay equivalencia entre las prestaciones, es irrelevante quién pague efectivamente la multa. Tanto si la paga el administrador como si la paga la sociedad anónima, la multa se paga «contra» el patrimonio del administrador.
Así las cosas, la cuestión no es si pueden o no asegurarse las multas o si los pactos de indemnidad frente a multas son contrarios al orden público. A mi juicio, la cuestión es si la conducta sancionada fue dolosa o meramente culposa. Pero si la conducta fue dolosa, entonces el contrato de seguro sería nulo si la cubriera (y ahí, sí, aunque la compañía aseguradora quisiera asegurarlo habría que prohibírselo para evitar la multiplicación de infracciones administrativas y penales castigadas con multa) y también lo sería el pacto de indemnidad que la sociedad anónima hubiera podido haber firmado con el administrador.
¿Puede, no obstante, la compañía aseguradora cubrir el dolo?
La respuesta es afirmativa. El dolo de cualquiera menos de los interesados en cobrar la indemnización (en Double Indemnity, de los hijos del marido pero no el dolo de Fred McMurray o Barbara Stanwick) o, en el seguro de deslealtad de empleados, el dolo de los empleados (que han distraído o malversado fondos de la compañía causando pérdidas a un cliente y, finalmente, a la compañía). El asegurado en este caso es la compañía y el tomador del seguro, también.
En el caso de un seguro contratado por la compañía para proteger a su administrador, no debería haber inconveniente para asegurar las pérdidas que sufra la compañía como consecuencia de la conducta negligente o dolosa del administrador incluidas las multas que se impongan a la compañía. Lo que prohíbe el art. 19 LCS en este caso es que se contrate un seguro que proteja al administrador de las consecuencias dañinas que resulten para él de su conducta dolosa.
La conclusión es que, la propuesta de Coca/Pantaleón en el sentido de considerar dispositivo el art. 19 LCS sólo puede aceptarse en estos términos limitados.
Pero eso no es lo más interesante, a mi juicio, de su propuesta. Lo más interesante – y lo que da título a esta entrada – es si
¿Puede ser un tercero, incluido el asegurador, el que pague la multa – pena o la multa – sanción administrativa a la que ha sido condenado el administrador social?
El problema con el planteamiento de Coca/Pantaleón lo encuentro en que no tienen en cuenta suficientemente la heterogeneidad de la responsabilidad personal y la responsabilidad patrimonial
Como he explicado en esta entrada, históricamente, la responsabilidad era personal, no patrimonial. El obligado respondía con su cuerpo, con su persona, con su ser. Los acreedores podían tomar posesión del deudor, venderlo como esclavo o descuartizarlo, pero no de sus bienes. Seguramente porque la propiedad individual no se había “inventado” (los bienes eran propiedad del clan o de la banda o de la gens). Ni siquiera existía la idea de deuda dineraria o de conversión en dinero de cualquier obligación (el dinero es una creación reciente en la historia de la humanidad). Cuando alguien causaba un daño a otro, se aplicaba el talión salvo que la paz se alcanzase mediante negociación entre la familia de la víctima y la familia del causante del daño. Y en este marco se entiende la prisión por deudas, que ha de verse, como dicen los penalistas, como una pena (como las multas coercitivas), no como un pago por equivalente. Se aflige un mal al deudor que no paga. Y se espera que su situación induzca a terceros – a sus familiares o amigos – a cumplir por él. Cuando el legislador penal imponía exclusivamente penas personales, la cuestión que plantean Coca/Pantaleón no existía: las penas han de cumplirse por el condenado personalmente. La única forma de trasladar a un tercero el cumplimiento es que el tercero “confiese” el delito, se autoinculpe y el juez le crea.
Hablar de “personalidad de las penas” cuando se trata del pago de multas tiene mucho menos sentido por la naturaleza jurídica de los patrimonios individuales.
Recuérdese que el patrimonio es el conjunto de bienes, derechos, créditos y deudas de un individuo (o de una persona jurídica). Esos bienes, derechos, créditos y deudas están unidos entre sí porque sirven a los fines vitales del titular en el caso de los individuos (art. 10 CE, sirven al libre desarrollo de la personalidad del individuo) o al fin que los socios han acordado perseguir en común (en el caso de los patrimonios sociales) o al fin que el fundador ha decidido promover mediante la asignación de un fondo patrimonial al mismo (en el caso de los patrimonios fundacionales).
Cuando el patrimonio está personificado – está dotado de agencia – es dinámico. Como está personificado (como está dotado de capacidad de obrar porque se ha designado a determinados individuos para que actúen en el tráfico por cuenta y con efectos sobre ese patrimonio), puede adquirir bienes, generar derechos, contraer deudas etc (art. 38 CC) y los bienes y derechos que en cada momento formen el patrimonio servirán de soporte de responsabilidad a las deudas u obligaciones que pesen, en cada momento, sobre el mismo. Por eso decía en la entrada citada que el artículo 1911 CC dice bien cuando dice que el deudor responde con sus “bienes” y no con su patrimonio. Es más, en virtud del principio de subrogación real, el bien adquirido con dinero, derechos o bienes pertenecientes a ese patrimonio sustituirá a éstos en el patrimonio del adquirente y todos los bienes responden de cada nueva deuda u obligación que se contraiga por parte del titular del patrimonio.
En lo que sigue, trataré de demostrar que la tesis de la doctrina penal mayoritaria está equivocada porque tienen una concepción errónea de lo que es un patrimonio y de lo que es la responsabilidad patrimonial. Decir que la finalidad de la pena que consiste en una multa es «retirar al sancionado una parte de su capacidad de consumo» es poco adecuado. Por dos razones.
La primera es que, al imponer una multa a alguien se le retira una parte del valor de su patrimonio. Pero el patrimonio de un individuo no está dedicado exclusivamente al consumo. Un individuo puede dedicar los bienes y derechos que forman parte de su patrimonio al ahorro o a la inversión, además de consumirlo. Por lo tanto, retirar a una persona parte de su patrimonio (obligándole a pagar una cantidad de dinero al Estado como sanción por la comisión de un ilícito) no supone necesariamente que se le esté imponiendo una pérdida de su capacidad de consumo. Si yo dispongo de un patrimonio neto de 1000 (bienes y derechos por valor de 1500 y obligaciones por valor de 500) y destino al consumo 200 y al ahorro y la inversión 800, que me impongan una multa de 100 no afecta a mi capacidad de consumo. Puedo seguir gastando 200. Afecta a mi capacidad de ahorro o de inversión.
La segunda es que, precisamente en la expectativa de que surjan obligaciones de pago a cargo de un patrimonio en el futuro, el titular puede tomar decisiones hoy que le protejan frente a la posibilidad de que, surgida la deuda u obligación, se vea obligado a reducir su consumo. Estas medidas pueden consistir en ahorro, aseguramiento o inversión diversificada (las tres son intercambiables aunque no igualmente eficientes asumiendo que el individuo es indiferente al riesgo). O el sancionado puede, simplemente, aumentar el número de horas que trabaja para generar ingresos en la cuantía equivalente a la multa. En este caso, la multa lo que provoca es una reducción del tiempo de ocio del sancionado, no de su capacidad de consumo.
Si a lo anterior añadimos que, como se ha visto más arriba, el seguro o el pacto de indemnidad son negocios onerosos para el administrador – éste ha experimentado un sacrificio patrimonial a cambio de obtener el derecho a la indemnización en el seguro o la garantía en el pacto de indemnidad – se comprenderá que (i) no está en la mano del legislador lograr que la imposición de una multa genere necesariamente una reducción en la capacidad de consumo del sancionado y que (ii) la cobertura o la garantía se han obtenido por el sancionado a costa de un sacrificio patrimonial propio. La celebración de un contrato de seguro o de un pacto de indemnidad no son más que dos medidas específicas de las que dispone el eventualmente sancionado para protegerse frente a la multa perfectamente equivalentes en término de sacrificio patrimonial a cualquier otra como la de ahorrar o invertir. Y si las demás estrategias no están vedadas, tampoco deberían estarlo las de contratar un seguro o la de firmar un pacto de indemnidad.
¿Responsabilidad penal de las personas jurídicas?
Se deriva de todo esto una última lección para aquellos que defienden la asimilación de la responsabilidad penal de las personas jurídicas a la de los individuos. Yo estoy con los que – como Fernando Molina en esta entrada – afirman que hablar de responsabilidad penal de las personas jurídicas es sólo una forma de hablar. Y estoy en desacuerdo con los que dicen – como Lascuraín en esta entrada – que si la responsabilidad penal de las personas jurídicas no encaja en la teoría del delito, peor para la teoría del delito. La responsabilidad penal sólo puede ser personal, porque solo los individuos pueden cometer delitos. Cuando se sustituye por responsabilidad patrimonial, se crea la ilusión de que también las personas jurídicas – que no son más que patrimonios dotados de agencia – pueden cometer delitos y, simétricamente, se crea la ilusión de que las multas y las penas de cárcel – y demás penas de privación de derechos personales – son sanciones homogéneas. Y ni las personas jurídicas son personas ni las multas son penas, aunque, a muchos efectos, haya que equipararlas.
Las personas jurídicas son patrimonios y las multas son sanciones patrimoniales. Y del mismo modo que no hay que aplicar a las personas jurídicas el Derecho de la Persona, probablemente, no hay que aplicar a las multas las reglas aplicables a las penas personales. Eso explicaría, pero no me atrevo más que a sugerirlo, por qué una buena parte de la doctrina rechaza la unidad entre el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador. Lo verdaderamente específico del Derecho Penal es que sólo a su través pueden imponerse sanciones personales, esto es, que afecten a la persona de un individuo y no solo a su patrimonio. Por eso hay que rodearlo de especiales garantías. Si no, los criterios para distinguir Derecho Penal y Derecho Administrativo Sancionador devienen formales y, en consecuencia, poco persuasivos.
Foto: Miguel Rodrigo
Manejar la teoría económica del seguro es, creo modestamente, condición necesaria para entender con exactitud el problema.
La prohibición de aseguramiento del dolo no existe solo para el seguro de responsabilidad civil, sino que se origina en el seguro de daños propios, como el seguro contra incendios. El papel de esta prohibición, como es bien conocido en la teoría del seguro, es el de evitar dos consecuencias perjudiciales para el bienestar derivadas de la diferencia de información entre asegurador y asegurado en relación con los comportamientos o la tipología de asegurados que influyen sobre la producción del siniestro. Sirve como instrumento de control de incentivos perversos ligados, de un lado, al riesgo moral: la cobertura de los siniestros intencionados obra del asegurado aumenta la probabilidad de que el asegurado cause voluntariamente el siniestro; de otro, a la selección adversa: si quedaran cubiertos por las pólizas de seguro los siniestros causados voluntariamente, dado que el asegurador no puede distinguir ex ante entre asegurados más y menos propensos a causar voluntariamente el siniestro, subiría el precio de las primas -pues la cobertura de los daños dolosos supone costes adicionales para los aseguradores-, subida que afectaría en principio a todos los asegurados. Esto expulsaría del mercado asegurador a los mejores riesgos (esto es, aquellos asegurados menos susceptibles de producir daños dolosos).
Desde luego, la no cobertura aseguradora de los daños producidos voluntariamente por el asegurado no es el único medio de reducir esos problemas de riesgo moral y selección adversa. Por ejemplo, ya el propio Código Penal castiga con penas privativas de libertad (art. 357) a quien incendia bienes propios con ánimo de perjudicar o defraudar a un tercero (como el asegurador). Asimismo, los mecanismos generales que los aseguradores emplean con carácter general para reducir asimetrías de información (deducibles, franquicias, uso del historial de siniestralidad para determinar primas) pueden operar también aquí. Pero parece claro que, al menos en lo que es el núcleo central e indiscutible de la causación intencional del evento dañoso -más sobre esto en unos párrafos- que la inasegurabilidad supone una medida útil, si no imprescindible.
En el seguro de responsabilidad civil (que es un seguro de daños, aunque aquí el interés del asegurado es la protección de su patrimonio frente a eventuales responsabilidades ante terceros), el fundamento para excluir el aseguramiento de los daños causados dolosamente a otros terceros es similar.
Más aún, la exclusión de cobertura de los daños intencionadamente producidos (en el seguro de responsabilidad civil y en los demás), se ha demostrado que resulta beneficiosa ex ante para asegurador y asegurado (véase, Steven Shavell, On the Social Function and Regulation of Liability Insurance, 25 Geneva Papers on Risk and Insurance (2000), p. 166) En efecto, la cobertura de los siniestros dolosos resulta costosa para las Compañías de seguros, de modo que una póliza que ofrezca tal cobertura tendrá una prima más alta que otra póliza que excluya la cobertura del daño intencionalmente producido. Sin embargo, desde el punto de vista del asegurado, la primera póliza no es más ventajosa (no le quita más riesgo al asegurado, que es de lo que se trata en el contrato de seguro: trasladar el riesgo de quien es averso al riesgo a quien es neutral al riesgo) que la segunda, pues el asegurado puede evitar el siniestro simplemente no provocando voluntariamente el evento dañoso, que es algo que, por hipótesis, está dentro de su ámbito de control (si no es así parecería que no puede hablarse propiamente de intencionalidad). Por tanto, el asegurado prefiere una póliza más barata, pero que le permite trasladar la misma porción de riesgo sobre la Compañía de seguros. La exclusión de la asegurabilidad del dolo en el seguro de la responsabilidad civil es, pues, una solución que ex ante beneficia tanto a la Compañía aseguradora como al propio asegurado.
Lo anterior no depende de que la consecuencia monetaria del evento dañoso se califique jurídicamente de indemnización de daños y perjuicios (contractual o extracontractual), sanción pecuniaria administrativa o multa penal. Desde la perspectiva del asegurado (en los seguros D&O el tomador con frecuencia no es el administrador o directivo, sino la sociedad, pero esta complejidad adicional no altera esencialmente las cosas), el riesgo frente al que se trata de proteger es una pérdida patrimonial de un cierto importe, sea cual sea la naturaleza jurídica del instrumento -técnicamente civil, administrativo o penal- a través del que se produce esa pérdida en el patrimonio.
Como dice Tom Baker (uno de los dos reporters del Restatement of the Law: Liability Insurance), en un trabajo dedicado específicamente a esta cuestión: “Instead, I suggest simply that the criminal status or label does not create or exacerbate the moral hazard and, all other things being equal, the potential for criminal liability actually reduces that problem. Of course, all other things often are not equal. But the higher degree of moral hazard that might be created by providing liability insurance for such crime-torts results from the intentional nature of the harm, not the criminal status of the offense.” (Liability Insurance at the Tort-Crime Boundary (2008)).
Lo anterior supone que la delimitación ex post de los comportamientos que intencionadamente conducen al evento dañoso frente a los imprudentes o descuidados, aunque lo sean en grado extremo, que aumentan su probabilidad, puede hacerse con precisión y sin errores significativos. Si existe una no despreciable probabilidad de que una conducta negligente sea confundida ex post con una conducta dolosa, sí habrá un riesgo añadido para el potencial causante derivado de aceptar una póliza con exclusión de cobertura por dolo y si puede tener sentido -económico y jurídico- que se demande y se ofrezca cobertura mediante el seguro de responsabilidad civil frente al riesgo de ser hallado responsable de un daño que, aunque no fuera deliberado en su producción por el agente asegurado, pueda llegar a ser confundido con una conducta dañosa intencional. Los inciertos perfiles -en la práctica al menos, y hablando en relación con el plano civil, no me aventuro a opinar sobre el terreno penal- de la culpa con representación y el dolo eventual aconsejan ser prudentes en esta materia. No podemos suponer que los tribunales, incluso con su mejor intención, son capaces de deslindar siempre, con precisión y sin sesgos, el dolo de la culpa, sobre todo cuando se trata de conductas que suceden en el seno de organizaciones complejas y que requieren decisiones sobre riesgos no siempre fácilmente identificables en el corto plazo.
Cosa distinta es si la exclusión de cobertura de los daños intencionadamente causados por el asegurado se deba oponer al tercero perjudicado que reclama al asegurador al amparo de la acción directa ex art. 76 LCS o si, al contrario, este ha de responder, a salvo del regreso frente al tomador del seguro que contrató con la exclusión de cobertura y frente al asegurado doloso. Como es sabido, a excepción de la utilización del vehículo a motor para la comisión de un delito doloso contra las personas o los bienes (aquí el legislador ha hablado: art. 1.6 2º inciso TRLRCSCVM), prevalece en el TS la segunda tesis. Perdón por la autocita, pero esta cuestión ya ha sido ampliamente tratada: Fernando Gómez Pomar y Begoña Arquillo Colet, “Daños dolosos y seguro”, en Libro homenaje al profesor Manuel Albaladejo García , Vol. 1, 2004, p. 2083; Fernando Gómez Pomar y Sergi Morales García, “Responsabilidad civil derivada de delito, en Ignacio Ayala e Íñigo Ortiz de Urbina (coord.), Memento Práctico Penal Económico y de la Empresa (2016), p. 274.
Las sanciones administrativas también pueden ser estrictamente personales (con el límite de la privación de libertad para la Administración civil): amonestaciones públicas, separación del servicio, inhabilitaciones, suspensiones y prohibiciones de realizar actividades. La LMV, por ejemplo, está repleta de ellas.
Qué interesante artículo Jesús. Ayudaremos a difundir tan importantes argumentos.