Por César Martínez Sánchez

Tengo que confesar que me ha costado mucho decidir si en el título de esta entrada debía hacer alusión al refrán anglosajón “the devil is in the detail”, o bien optaba por el dicho, cuyo origen desconozco pero que aparentemente me resulta más castizo, “el infierno está lleno de buenas intenciones”. En todo caso, tenía que advertir al lector de que la regla de gasto puede ser una buena idea que, si no se diseña y aplica correctamente, puede deparar malos resultados.

No es nada novedosa la pretensión de limitar la evolución del gasto público por medio del establecimiento de un porcentaje máximo de incremento, normalmente relacionado con la previsión de crecimiento de la economía. De hecho, existen experiencias de este tipo al menos desde 1985 y se ha sostenido que hay evidencia empírica que demuestra que estas reglas de gasto producen un mayor cumplimiento de los objetivos de estabilidad presupuestaria (Cordes, T.; Kinda, T.; Muthoora, P. y Weber, A. (2015): “Expenditure Rules: Effective Tools for Sound Fiscal Policy?”, IMF Working Paper 15/29). La finalidad de esta regla contracíclica es contener el gasto en los momentos de expansión económica, de suerte que se generen superávits que sirvan para amortizar anticipadamente deuda o, en su caso, generar ahorros a los que pueda acudirse cuando se invierta el ciclo. En este sentido, resulta una medida de prudencia financiera bastante intuitiva, que de hecho aplican muchas familias sin seguramente reparar en ello (ante un ingreso extraordinario, el ciudadano diligente tiende a “quitarse hipoteca” o simplemente a ahorrarlo en una cuenta separada).

Pues bien, al calor de las reformas que, tras la Gran Recesión, endurecieron la disciplina presupuestaria en la Unión Europea, se introdujo en 2011 –dentro del paquete de reglamentos denominado “Six Pack”– el valor de referencia para el gasto (“expenditure benchmark”), que indica la tasa de crecimiento del gasto público a la que tienen que aproximarse los Estados. Como elocuentemente ha apuntado la AIReF, a diferencia de la regla de gasto española a la que ahora me referiré, esta referencia (obsérvese que se denomina “benchmark” y no “rule”) no es un objetivo en sí mismo, sino que se trata de un indicador del Objetivo a Medio Plazo de cada Estado (MTO por sus siglas en inglés) medido en términos de saldo estructural. Al no ser un objetivo, “su incumplimiento no tiene consecuencias sancionadoras, que sólo se desencadenan si hay una desviación en el MTO”.

Por el contrario, en España el legislador decidió instituir una regla de gasto nacional mucho más exigente (al menos en su formulación), al establecer en el art. 12. 1 de la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, que

“[l]a variación del gasto computable de la Administración Central, de las Comunidades Autónomas y de las Corporaciones Locales, no podrá superar la tasa de referencia de crecimiento del Producto Interior Bruto de medio plazo de la economía española”.

Esta tasa de referencia la fija el Ministerio de Economía siguiendo la metodología de la Comisión Europea, teniendo en cuenta los cinco ejercicios precedentes y la previsión para el presente y los cuatro futuros. Esto explica que, por ejemplo, para 2018 la regla de gasto se haya fijado en el 2,4%, mientras que la previsión del Gobierno de crecimiento del PIB es del 2,7%.

Si se produce el incumplimiento de esta regla, se establece como consecuencia automática la formulación de un Plan Económico-Financiero, que ha de ser aprobado en el caso de las Corporaciones Locales por el órgano que ostente la tutela financiera (Ministerio de Hacienda o comunidad autónoma, si así lo establece su respectivo estatuto). Aquí es donde aparecen los dos principales problemas: uno de regulación y otro, consecuencia en buena de medida de lo anterior, de aplicación. El problema regulatorio es doble: por un lado, se da igual trato a las Administraciones que cumplen los objetivos de deuda pública y estabilidad y a las que no, lo que es incongruente con la sostenibilidad financiera que se dice perseguir; y, por otro lado, no se ha producido un desarrollo legal o reglamentario que se refiera a cómo se ha de calcular la regla de gasto (cuál ha de ser la base de cálculo, qué significa exactamente “cambios normativos que supongan aumentos permanentes de la recaudación”, qué ajustes se han de llevar a cabo, etc.). Esto genera una inapropiada inseguridad jurídica, que otorga un margen de discrecionalidad demasiado amplio a la Administración tutelante, lo que puede deparar, llevado al extremo, en arbitrariedad. En efecto, existe un problema real en la aplicación de esta regla, ya que se están adoptando criterios diferentes para su cálculo, tal y como ha puesto de manifiesto la AIReF recientemente.

Fijémonos ahora en algunos datos relativos al cumplimiento efectivo de esta regla de gasto, tan estricta en apariencia. Atendamos a los últimos tres años, en los que parece que la recuperación económica permite a las Administraciones incrementar su gasto público (esta limitación en tiempos de crisis no es relevante). Teniendo en cuenta que la regla de gasto española, a diferencia de la referencia de gasto europea, no se aplica a la Seguridad Social, observamos que la Administración Central incumplió la regla de gasto en 2015, 2016 y es muy posible que también lo haga en 2018. Por su parte, las Comunidades Autónomas en su conjunto incumplieron la regla de gasto en 2015 y 2017 (en este último año, sin ser la más incumplidora, la Comunidad Autónoma de Madrid la duplicó). Por último, las Corporaciones Locales, que tan injustamente son en ocasiones tachadas de despilfarradoras, solo incumplieron la regla de gasto en 2015 y por muy poco margen (cuatro décimas). Esto es, atendiendo a los últimos tres años, se puede concluir que esta regla está siendo cumplida, en general, por las Corporaciones Locales e incumplida por las Comunidades Autónomas y el Estado.

Una entrada en un blog, si quiere ser leída, ha de ser breve, por lo que concluyo con dos propuestas de mejora: una referida a la regulación y otra atinente a su aplicación. Es necesario que la regla de gasto, como ya sugirió la última Comisión de Expertos sea flexibilizada, de suerte que se permita un mayor incremento de gasto a aquellas Administraciones que, de forma recurrente, cumplen con sus objetivos de estabilidad y deuda pública. Igualmente, es urgente que se lleve a cabo un desarrollo legal y reglamentario que aclare suficientemente el modo en que se ha de calcular la regla de gasto, dotando a esta norma de la seguridad jurídica que requiere una medida de estas características. Por último, entiendo que la supervisión del cumplimiento de esta norma presupuestaria no se debe atribuir a las Administraciones tutelantes, sino a los órganos de fiscalización externa, de forma que se asegure una aplicación de la norma que sea lo más rigurosa e imparcial que resulte posible.

Como decía al principio, la regla de gasto puede ser una idea muy bienintencionada pero, si no se define y aplica correctamente, puede convertirse en un instrumento muy peligroso en el que prevalezcan intereses espurios. Entiéndame quien pueda, yo me entiendo.


Foto: Botticelli, El mapa del infierno