Por Gonzalo Quintero Olivares

 

La derogación del art.315-3º del Código Penal, promovida por el PSOE,  venía anunciada desde hace tiempo, y la aprobación de la medida el pasado día 16 no ha hecho más que confirmarlo. El artículo 315-3 CP permitía castigar a quienes actuando en grupo o individualmente, pero de acuerdo con otros, coaccionen a otras personas a iniciar o continuar una huelga, y, según señalaban los promotores de la reforma, y tenían razón, eso suponía aplicar una forma agravada del delito de coacciones cuando estas se produjeran en el contexto de una situación de huelga, y, evidentemente, se dirigía a los piquetes que intentaran forzar la incorporación a la huelga.

A ese argumento se añadía otro: que con esa amenaza se perseguía un objetivo incompatible con los deberes que tiene un Estado cuando respeta el derecho de huelga, pues esa meta era claramente disuadir a los ciudadanos de ejercer su derecho a la huelga y, en consecuencia, su libertad sindical.

Los dos últimos y respetables argumentos entran ya en la inanidad. Que suponga una amenaza al derecho de huelga prohibir la coacción sobre el que no quiere hacerla es ya gratuito, pero más todavía lo es sostener que la pena que comportaba el desaparecido delito de coacción a la huelga del artículo 315 CP limitaba ese derecho, pero que, en cambio,  la pena, inferior sin duda, del delito común de coacciones no produce ese efecto lesivo para el derecho de huelga.

Un reflexión análoga se puede hacer en relación con la, se supone, “clara relación” entre el castigo de la coacción a la huelga con la libertad sindical, reconocida en el art.28 de la Constitución y desarrollada a través de la Ley de libertad sindical, cuyo art.2-2 reconoce, efectivamente, y como es lógico, el derecho a la huelga, que nada tiene que ver con el tema de la coacción. El citado artículo 315 del CP castiga, adecuadamente, el impedimento del ejercicio del derecho fundamental a la libertad sindical, pero lo sorprendente es que junto con esa protección de la libertad sindical en la llamada coacción de piquetes se castigara y con la misma pena, por cierto, la coacción sobre quien no quiere ejercer el derecho fundamental de huelga.

Antes de proseguir quiero advertir que una de las tradiciones de la ortodoxia izquierdista española es anatemizar a cualquiera que ose cuestionar la noble tarea de cualquier clase de piquete, haga lo que haga. Soy consciente de ello, así como de la necesidad de que las organizaciones sindicales puedan llevar información sobre los motivos y necesidad de una huelga allí donde lo juzguen necesario y apliquen todos los argumentos de persuasión, exceptuando la violencia o la intimidación.

Cuando, hace muchos años,  este delito entró en nuestra legislación penal recibió una justificada severa crítica, que se ha mantenido hasta hoy.  Los penalistas que se ocuparon del problema señalaron tempranamente que el legislador de entonces (el  equivalente artículo 496 del anterior Código se introdujo por la reforma del Código Penal de julio de 1976),  justificó la creación de este delito diciendo que era preciso atajar la agresividad de “grupos organizados que se autodenominan piquetes de extensión de huelga”. Diciendo eso olvidaba algo tan evidente como que un contexto de conflicto como es una huelga hace comprensible la existencia de medios o vías de información, pero, sobre todo, que las relaciones intragrupales se desarrollen en una situación de tensión que impide valorar la coacción con las mismas pautas con las que se haría en un contexto pacífico.

No pasó mucho tiempo hasta que el Tribunal Constitucional, indicando una necesaria interpretación del Código Penal compatible con el carácter fundamental del derecho a la huelga,  sentó que aquel delito debía de interpretarse de manera muy restrictiva, pues cualquier extensión en su aplicación habría de producir consecuencias inadmisibles.

Como era de esperar, ese “equilibrio” interpretativo no fue lo habitual, y tanto organizaciones sindicales como patronales han denunciado la inutilidad de la norma, unos por abuso de represión, otros,  por impunidad tradicional de los piquetes. Es evidente, pues, que se daba un buen motivo para suprimir una norma: no gustaba a nadie, y que, además, resultaba redundante porque ya existía un delito de coacciones. Pero pronto se percibió que con la hoy derogada figura de coacción a la huelga se pretendía ampliar el concepto de intimidación incluyendo la presencial que generaría la “intimidante aparición” del piquete, aunque no hubiera ni violencia ni intimidación efectivamente aplicadas.

Es muy probable que ese fuera en su momento el objetivo del legislador, y, por supuesto,  esa pretensión era y sería hoy inaceptable, pues equivale a castigar como coacción lo que jurídicamente no es coacción.  Ahora bien: también hay que decir que el Tribunal Supremo, en relación con delitos en los que juega un papel determinante la coacción (el uso de violencia física o intimidatoria) como es el caso del delito de robo o el de la violación, ha admitido desde hace tiempo la suficiencia de la intimidación “escénica” o “presencial”, por lo que tampoco sería correcto descartar la “fuerza intimidatoria del grupo”, que puede no hacer necesario el uso efectivo de la fuerza física.

Llegando a este punto creo que se impone una valoración clara y simple: la reforma no supone una carta blanca a los piquetes como ya se ha podido oír o leer en algún medio. Los delitos de coacciones y de amenazas siguen siendo las normas aplicables en caso de aparición de la violencia en un contexto de huelga y ejercida por quienes quieren forzar a otros. Para la situación inversa (intentar impedir con violencia o amenaza el ejercicio del derecho a la huelga) subsiste la aplicabilidad del art.315 nums. 1 y 2 del CP.

Cuestión del todo diferente y a la que nos tiene harto acostumbrados es la usurpación del derecho de huelga. Es necesaria la concreción de quiénes son los destinatarios de estas normas constitucionales, penales y no penales, que son los trabajadores y los patronos, sin que esas condiciones personales consientan ampliaciones ni analogías. Desde la Constitución y el derecho interno hasta las resoluciones supranacionales, especialmente las de la OIT, no admiten duda en relación con ello, y es también esa legislación la que regula, en los países configurados como Estados de Derecho, el ejercicio del derecho a la huelga.

La misma legislación podrá, eventualmente, prohibir huelgas de todos o parte de los funcionarios públicos o prohibir cualquier huelga si está declarado el estado de excepción o alarma. También conviene recordar que la OIT no admite como “huelga que necesariamente se ha de respetaraquella que incluye la violencia.

Para terminar estas notas voy a referirme a ciertos fenómenos conexos, que nada tiene que ver con las huelgas de trabajadores ( únicas huelgas concebibles) En nuestra cotidianeidad están presentes, en primer lugar,  las llamadas huelgas de estudiantes, durante las cuales algunos campus o centros académicos se transforman en territorios exentos de la vigencia del derecho, ante la impotencia o miedo de las autoridades académicas. La mayor parte de las asociaciones de estudiantes (y no entraré en análisis sobre su génesis y objetivos) dan por supuesta la existencia de ese derecho a la huelga, y hasta ha habido algún intento descabellado de encontrar una base normativa a través del derecho de reunión, reconocido en el artículo 46 g) de la Ley 6/2001, de 21 de diciembre, de Universidades,  sin que su ejercicio pueda comportar consecuencias sancionadoras. Derivar de ahí un derecho a la huelga requiere una capacidad de demagogia asimilable a la estulticia del intérprete.

Pero la realidad (comprobada) es que la interpretación, aceptada vergonzosamente, de cuáles son los “derechos” estudiantiles comporta aceptar a veces el control coactivo del seguimiento de una “huelga”, o el impedimento físico, con uso de cadenas si así les place a los mocitos,  del paso a los docentes que quieran acceder a las dependencias académicas. Por supuesto que eso es constitutivo de delito, tanto por parte de los estudiantes como por parte de las autoridades académicas que lo toleran. Pero mejor no adentrarnos en el deprimente bosque de la vigencia real del derecho.

Si, además, se tiene la desgracia de vivir en un territorio enfermo de independentismo, no hay que extrañarse de que la etiqueta “huelga” se administre con profusión para justificar “en ejecución del acuerdo de huelga” el corte de carreteras o autopistas, sin que hasta la fecha se haya producido consecuencia alguna, salvo, por supuesto, la lluvia de injurias y amenazas que se ha descargado ( en el caso catalán, con el habitual beneplácito omisivo de la Generalitat) sobre la autoridad académica que liándose a la cabeza la manta de sus deberes solicitó el auxilio policial.

En suma, bienvenida sea la modificación del Código penal, siempre que no se tome como ilimitada libertad de presión para los piquetes, y, ya que tanto preocupa, y así debe ser, velar por el derecho de huelga, actúese como corresponda. contra quienes lo invaden.


Foto: Miguel Rodrigo