Por Pablo Salvador Coderch

Peter Hyden Dinklage (1969) es acondroplásico -la forma no letal más común de enanismo- mide 135 centímetros de estatura y es uno de los actores de cine, teatro y televisión más admirados del mundo. Usted le ha visto, seguro, interpretar al inmenso Tyrion Lannister en “Juego de Tronos”, la aclamada serie de HBO basada en la obra de George RR Martin.

La fascinación que muchos experimentamos por Peter Dinklage solo cede ante la que nos suscitan sus padres, Diana, maestra escolar de música, y John Carl, vendedor de seguros retirado. El desempeño excepcional de esta familia nos ha enriquecido a todos, pues ha ensanchado nuestro mundo, engrandeciéndolo, al haber dado entrada en él a alguien diferente quien, por anómalo, no es como la mayoría de nosotros.

Por las mismas  razones nos subyuga Giovanna Vignola, la imbatible Dadina de “La Gran Belleza”, calidoscópica película de Paolo Sorrentino. E igualmente, las “Blancanieves” de Pablo Berger habrían sido impensables sin sus enanos, precisamente de circo -otra anomalía social, inquietantemente detestada por nuestra sedentaria y autocomplaciente cultura urbana-.

Uno de cada 26.000-28.000 nacidos vivos presenta la mutación característica del acondroplásico. En la práctica estándar de la medicina española, la acondroplasia, en embarazos normales, es decir, en aquellos en los cuales no hay razón para esperar que el concebido pueda ser acondroplásico, la mayor parte de los casos se detecta tardíamente, en fases muy avanzadas de la gestación. Ciertamente, se puede diagnosticar antes, pero solo mediante pruebas invasivas cuya práctica malogra más embarazos que aquellos que pueden ser de acondroplásicos, haciendo verdad aquello de que el remedio es peor que la enfermedad.

Traigo a esta página el caso de los acondroplásicos porque el debate actual sobre la modificación de la legislación española sobre el aborto está lastrado por creencias e ideologías abstractas, recitadas en letanías y argumentarios tan predecibles como desoladores. Propongo hacer las cosas al revés: empecemos por los casos concretos y vayamos desde estos hasta las propuestas normativas generales.

La acondroplasia es, por un lado, un caso fácil, pues el acondroplásico no tiene afectación neuronal, es tan inteligente como usted y como yo y, por espabilado, suele ser mucho más listo que ambos. Pero, al mismo tiempo, es un caso complicado, pues ya he dicho que normalmente se detecta tarde y no podemos seguir ocultando que el aborto tardío es una carnicería –y en las fases finales del embarazo, una ejecución: el feticidio por cardiocentesis o cordocentesis, después de la semana 24 de gestación, se practica mediante una inyección de cloruro potásico, una sustancia tradicionalmente usada en la aplicación de la pena capital en algunos estados de los Estados Unidos de América que todavía retienen tamaña salvajada-.

Así y empezando por el principio: nadie niega hoy la libertad de una mujer en edad fértil para decidir sobre la conformación de una familia, sobre la concepción de un hijo, pues maternidad forzosa sería indistinguible de violación. Pero por lo mismo, ya pocos defienden que esta libertad incondicionada de las mujeres el día antes de la concepción haya de desaparecer de golpe el día después, al día siguiente de la concepción misma. Así, el establecimiento de unos plazos en las fases tempranas del embarazo durante los cuales las mujeres pueden decidir sobre su continuación o interrupción. En la Europa de la Unión, el consenso mayoritario de 17 de sus 28 estados miembros, entre los que se encuentran Alemania, Francia e Italia, establece un plazo de 12 semanas. Holanda suma otra más, hasta la 13. España y Rumanía añaden la 14, pero, de momento, solo Suecia llega hasta la 18.

Luego y comenzado por el final: no sé de nadie que, en un debate y con un micrófono en mano, me aguante el tirón, defendiendo impávido la tesis de que las embarazadas han de poder abortar en las fases finales del embarazo –hasta su término- simplemente porque quieren hacerlo así y en ausencia de causas muy justificadas, como la inviabilidad del feto o su enfermedad extremadamente grave e incurable.

Entonces, los problemas están el medio, en el centro: ¿cuál es la decisión razonable de un legislador para el segundo de los tres trimestres del embarazo? Dios lo sabe, pero los hombres y las mujeres que votamos a quienes hacen las leyes de este país podemos esforzarnos, entre todos, en preservar nuestra humanidad. Quienes no somos mujeres pero osamos pedirles un momento de reflexión antes de adoptar decisiones únicas sobre la vida y la muerte, habremos de estar dispuestos a ayudar, a pagar los sobrecostes asociados con la crianza y educación de los seres humanos diferentes, pues no podemos pedir más de aquello que estamos dispuestos a dar. Sin ayudas públicas efectivas, sin compromiso privado de los hombres,  poco se puede hacer.

Ahora bien, la imagen que nos formamos hoy de la normalidad, de todo aquello que nos parece natural, y por tanto deseable, condiciona inexorablemente nuestro futuro, pues lo preconstituye. Y si quienes no se van a ajustar a la pauta –como los acondroplásicos- se consideran anómalos, prescindibles por irregulares, unos seres que pueden ser sistemáticamente descartados por indeseables, entonces no vamos bien. Cuando hoy prefiguramos la humanidad del futuro, quizás no podemos obviar equivocarnos, pero podemos asumir la responsabilidad de paliar las consecuencias de nuestros errores y aprender de los pequeños grandes hombres y mujeres que nos hacen más y mejores seres humanos.