Por Jesús Alfaro Águila-Real
A propósito de Goshen, Zohar and Squire, Richard,Principal Costs: A New Theory for Corporate Law and Governance, 2017
Este gráfico lista las fuentes específicas de cada uno de los cuatro tipos de costes de control. Cuando el accionista único se encarga de la gestión de la empresa social, el único coste potencial de control es el coste de incompetencia (arriba a la izquierda). Cuando los inversores forman un grupo, como en el caso de una sociedad de personas o una sociedad cerrada, pueden existir también costes de conflictos entre los principales – entre los dueños – (arriba a la derecha del gráfico). Si los inversores deciden delegar la gestión a un administrador, como ocurre en una fundación o en un trust, se eliminan los costes de ser propietario pero surgen posibles costes de incompetencia y costes de conflictos del agente (abajo a la izquierda y a la derecha). Finalmente, cuando los inversores comparten el control con los gestores, como sucede en la mayor parte de las sociedades anónimas, el ejercicio del control (por parte de los propietarios) puede generar los cuatro tipos de costes de control.
Introducción: ¿una “nueva” teoría del Derecho de Sociedades?
Aunque los autores titulan su trabajo “Principal Costs” y afirman que se trata de una “nueva teoría del Derecho de Sociedades y del gobierno corporativo”, sería quizá preferible titularlo “una descripción más completa de los costes de transacción en el contrato de sociedad”. En efecto, las sesenta páginas del artículo recién publicado por Goshen y Squire en la Columbia Law Review realizan una taxonomía más completa de los costes de transacción que enfrentan los accionistas de una sociedad anónima aunque, como veremos, incorrecta ya que acaban considerando como costes de transacción lo que no son mas que costes derivados de la imperfecta delimitación de los derechos de propiedad y las limitaciones de la racionalidad humana.
Tradicionalmente, se denominan costes de agencia a los que aparecen en la medida en que los accionistas no gestionen la empresa social. Pero ¿y cuándo los accionistas son los gestores como ocurre en todas las sociedades anónimas cerradas, de carácter familiar? En ellas, los costes principales son los derivados de la pluralidad de accionistas, es decir, los costes de coordinación, de acción colectiva y los conflictos de interés entre los distintos accionistas.
¿Y si la sociedad tiene un socio único que, además, es el administrador único? Se supone que, salvo que padezca un trastorno de personalidad múltiple, no hay costes de transacción de los que se preocuparse. Ni costes de acción colectiva, ni costes de agencia, ni costes de coordinación. Los autores, sin embargo, dicen que también en este supuesto hay ‘costes’. Son los ‘costes de incompetencia’, es decir, los costes de tomar decisiones erróneas por limitaciones cognitivas, de carácter o de voluntad.
Nuestra objeción fundamental es que no creemos que los costes de incompetencia sean costes relevantes a los efectos del Derecho de Sociedades y del gobierno corporativo. Son limitaciones de la racionalidad humana de cuya corrección se encarga el mercado.
¿Separación entre propiedad y control o especialización en ser propietario?
Los accionistas – dispersos o concentrados – encargan la gestión de la sociedad anónima a profesionales de la gestión empresarial para obtener, sobre todo, las ventajas de la especialización. Los accionistas no son especialistas en gestión empresarial y los administradores sí lo son. Por tanto, y como ya recordara Arruñada hace muchos años, lo que la sociedad anónima de capital disperso hace no es “separar propiedad y gestión” sino aprovechar las ventajas de la especialización y división del trabajo. Los accionistas se especializan en ser propietarios y designan a expertos en gestión empresarial (rectius, en gestión de patrimonios empresariales) como administradores.
Esto no se explica desde la teoría de la agencia porque la teoría de la agencia no pretende explicar tal situación. El titular contrata a un especialista para gestionar su patrimonio porque, gracias a esa contratación, se obtienen las ventajas de la especialización y la división del trabajo. El titular del patrimonio se “especializa” en ser titular de un patrimonio y el gestor en “gestionar” el patrimonio si hay ganancias de hacerlo porque el gestor no puede o no quiere adquirir dicho patrimonio por razones de límites de riqueza, aversión al riesgo o diversificación. Así lo reconocen los autores cuando dicen que «los inversores contratan a los gestores que pueden llevar el negocio de forma más competente que ellos mismos, incrementando de esa forma el valor del negocio». Y la fuente de tal “competencia” no puede ser otra que la especialización.
En efecto, la separación proporciona importantes ganancias de eficiencia en la inversión de los recursos económicos en términos de especialización. Aunque suena extraño, los inversores en acciones en un mercado bursátil son “especialistas” en ser titulares de un patrimonio. Se especializan diversificando riesgos. Al adquirir participaciones en empresas distintas (en patrimonios separados entre sí) cuyas actividades están sometidas a niveles de riesgo distintos y no correlacionados, el inversor soporta un riesgo muy inferior al que soportaría si hubiera concentrado la inversión en un solo patrimonio. Esto se traduce, de parte de las empresas, en que éstas obtienen capital a menor coste cuando aumentan el número de accionistas, es decir, ceteris paribus, tener muchos accionistas permite a las empresas financiarse a menor coste. Por su parte, los administradores se especializan en gestionar empresas.
De esta forma, los accionistas tienen, aparentemente, lo mejor de los dos mundos: gestión profesional de su patrimonio y diversificación. La diversificación hace a los que aportan el capital de riesgo idóneos propietarios desde esta perspectiva. Los accionistas no son, sin embargo, buenos vigilantes de la conducta de los gestores lo que, unido al éxito de las compañías manufactureras que son propiedad de fundaciones, esto es, de personas jurídicas que carecen de dueños, parece indicar que tal capacidad de controlar eficazmente a los gestores no resulta decisiva para asignar la propiedad de las empresas a un grupo determinado sobre la base de que son los que están en mejores condiciones para ejercer tal vigilancia de los que gestionan los activos de la sociedad.
Cuando el inversor contrata al especialista para que gestione su inversión, los costes de incompetencia del principal desaparecen y se sustituyen por los costes de vigilar al agente contratado – monitoring costs –. Pero aún así, el principal puede ejercer sus funciones residuales – las de propietario – de forma errónea o ineficiente, estos “costes residuales” (que el agente engañe al principal sobre su capacidad o sobre las razones por las que la empresa pierde dinero o que el principal no aprecie correctamente la “calidad” de la gestión del agente) serían los costes del principal a los que se refieren los autores. Y estos costes son, naturalmente, mayores cuando se multiplica el número de propietarios.
Los beneficios y los costes de la propiedad colectiva y la reducción de los costes a través de la corporación
Obviamente, si los propietarios son muchos, los costes de ser propietario se elevan porque (i) aparecen costes de coordinación para adoptar las decisiones de los propietarios y (ii) se multiplican las posibilidades de que aparezcan conflictos de interés, esto es, conflictos entre propietarios.
No obstante, las economías de escala – en la agregación de capital – y la diversificación de riesgos que la posibilidad de invertir en múltiples empresas proporciona el mercado de capitales hacen que esté justificado incurrir en los costes añadidos derivados de la multiplicidad de propietarios, esto es, que soportemos los costes de la propiedad colectiva en comparación con la propiedad individual. Son estas dos ventajas de tal enormidad que compensa incurrir en los mayores costes de la propiedad colectiva respecto de la propiedad individual. Como veremos más adelante, si la propiedad colectiva se organiza a través de la constitución de una corporación – una sociedad anónima – los beneficios incluyen, además, crear un sujeto de Derecho con “vida eterna” que puede comprometerse a largo plazo con los demás participantes en el proyecto empresarial. Y no sólo los beneficios son enormes. Es que la atribución de personalidad jurídica a la corporación permite reducir los costes de la propiedad colectiva convirtiendo a los co-propietarios en miembros de una corporación que actúa – la corporación sociedad anónima – como si fuera un propietario individual. Pero no ha sido siempre así. Como hemos explicado, el ascenso y dominio de la sociedad anónima ha sido lento porque el entorno institucional no garantizaba a los inversores que no serían expropiados por los insiders. Estos eran, a veces, los administradores y, a veces, otros accionistas que ostentaban participaciones significativas y a menudo el Estado que no respetaba las concesiones que había hecho a las corporaciones.
Si queremos llamar a estos costes de la propiedad colectiva “costes de los principales”, no pasa nada. Sólo es imprescindible que no confundamos al lector sobre el significado.
Costes de ser propietarios
Los costes de los principales ocurren cuando los inversores ejercen control y los costes de los agentes ocurren cuando los gerentes ejercen control. Ambos tipos de costes pueden subdividirse en costes de incompetencia, que surgen de errores honestos atribuibles a una falta de experiencia, información o talento, y costes de conflicto, que surgen de los incentivos sesgados producidos por la separación de propiedad y control. Cuando los inversores ejercen control, cometen errores por falta de experiencia, información o talento, generando costes de competencia principal. Para evitar tales costos, delegan el control a los gerentes que esperan que manejen la empresa de forma más competente. Pero la delegación separa la propiedad del control, llevando a los costos de los conflictos de agentes, y también a los costes de conflictos de los principales, en la medida en que los accionistas conservan el poder de exigir la rendición de cuentas – responsabilizar- por parte de los gerentes. Finalmente, los propios gerentes pueden cometer errores honestos, generando costes de competencia de agentes.
Es decir, que así como el que tiene boca se equivoca, el que es propietario de un activo corre el riesgo de equivocarse cuando toma decisiones sobre ese activo. Puede reducir ese riesgo asignando a otro la toma de decisiones cuyas habilidades permiten presumir que tomará las decisiones correctas. Pero entonces aparecen los costes de controlar lo que haga y evitar que nos robe (además de la posibilidad de que él también se equivoque).
Los autores pretenden que la variada estructura de propiedad de las grandes empresas que observamos se explica por los diferentes costes de ser propietario que las distintas empresas soportan. Así, si ser propietario es muy costoso (los propietarios son muy “incompetentes”) los que controlan la compañía emiten acciones sin voto, de manera que agregan capital pero no multiplican el número de propietarios “incompetentes” y eliminan el conflicto entre ellos porque no tienen voz en las decisiones empresariales lo cual, claro, eleva los costes de agencia entre los insiders y esos propietarios incompetentes y sin competencias porque los gestores no pueden ser destituidos si lo hacen mal o se apropian de los bienes sociales. De ahí que observemos este tipo de «arreglos» en empresas tecnológicas. En relación con las nuevas tecnologías cabe esperar que los propietarios sean especialmente incompetentes para adoptar las decisiones que maximizan el valor de la empresa.
En el otro extremo, hay unos pocos accionistas que, desde el consejo de administración, controlan estrechamente lo que hacen los gestores si no son ellos mismos los gestores (sociedades cerradas de carácter familiar, por ejemplo). En estas, los propietarios son “competentes” (si no lo fueran no se habrían dedicado profesionalmente a esa empresa). Y, en la medida en que son pocos, los costes de agencia – conflictos – entre los copropietarios son bajos. Cabe imaginar que estas compañías son especialmente valiosas. Y, efectivamente, lo son: las empresas gestionadas por los fundadores valen más que sus semejantes cuando tienen propietarios dispersos o los hijos – nietos suceden a los fundadores.
Y en el medio, dicen, la sociedad anónima de capital disperso donde los propietarios no toman decisiones – no hay costes de “incompetencia” – y apenas ejercen control, con lo que los costes de ser propietario (y de ser muchísimos propietarios) se mantienen bajos aunque los costes de agencia (de los administradores) se elevan.
¿Hay que preocuparse por los costes de ser propietario en el caso de las acciones pero no en el caso de los demás bienes o derechos?
En lo que sabemos, cuando se analizan económicamente los Derechos Reales, se pone como modelo ideal la propiedad individual de un bien cuyos contornos (la definición del property right) están perfectamente definidos. Si sólo existe propiedad individual y los derechos de propiedad están perfectamente definidos y los bienes son transmisibles en un un mercado competitivo, la eficiencia está garantizada por la mano invisible del mercado: los bienes acabarán en manos de aquellos que les asignen mayor valor.
Aplicado al caso, eso significa que una perfecta definición de los derechos de propiedad más la libertad de transmisión garantizan que los principal costs de los que hablan los autores tenderán a cero porque los bienes cambiarán de manos hasta que lleguen a aquel principal cuyos costes de serlo sean lo más bajos posibles.
Cuando los derechos de propiedad no están bien definidos; cuando se limita la transmisibilidad y cuando la propiedad no es individual sino colectiva, naturalmente, aparecen costes añadidos.
Centrándonos en el caso de la propiedad colectiva, los derivados de los conflictos entre co-propietarios en la adopción de decisiones respecto del activo y los mayores costes de transacción en la toma de decisiones – hay que coordinar a varios individuos – y en la transmisión de la propiedad (hay que poner de acuerdo a todos los co-propietarios). De manera que el mercado de esos activos o bienes no garantiza con la misma eficiencia la minimización de los costes de ser propietario. Como hemos dicho, la genialidad de la corporación aplicada a los negocios – eso es una sociedad anónima – estriba en que el propietario inmediato de los activos es una persona ficta – la sociedad anónima – o sea, es propiedad “individual” y los “copropietarios” – los accionistas – son, a la vez, miembros de la corporación (propietarios mediatos de los activos de la corporación) y propietarios inmediatos de acciones, esto es, propietarios individuales de un activo “la acción” que puede transmitirse en el mercado por su propietario y cuyo contenido económico está perfectamente definido, de manera que no tiene necesidad de coordinarse con los demás “co-propietarios” de la empresa social para transmitir su activo.
La estructura corporativa de la sociedad anónima reduce, pues, los costes de ser propietario al reducir tanto los costes de conflictos entre co-propietarios como los costes de transacción o de transmisión de las acciones. De manera que se puede disfrutar de los efectos benéficos de la existencia de mercados competitivos en reducir la “incompetencia” de los propietarios: aquellos accionistas que puedan ser “propietarios” más eficientes adquirirán las acciones a los accionistas que sean propietarios más incompetentes. Y, en relación con los conflictos entre accionistas, lo mismo. Cuando uno puede “salirse”, votará con los pies, no alzará su voz y si estos conflictos se agudizan, alguien comprará todas las acciones, eliminará la pluralidad de propietarios y reducirá los costes derivados de los conflictos entre los co-propietarios de un mismo activo.
Principal costs y monitoring costs
Los autores, sin embargo, no parecen referirse a esto cuando hablan de “principal costs” sino “a los costes generados cuando los inversores ejercitan el control o exigen responsabilidad y rendición de cuentas a los gestores”. Pero estos costes han sido denominados tradicionalmente “monitoring costs” o costes de vigilancia y forman parte de los costes de agencia desde la formulación de esta doctrina. Es decir, tales costes sólo surgen porque los propietarios delegan en los administradores la gestión y pertenecen al núcleo de la doctrina de los costes de agencia. Pero los autores contestan a esta objeción señalando que los costes de vigilancia se refieren a las inversiones que hacen los propietarios para asegurarse de que los agentes – los administradores sociales – cumplen con sus obligaciones (con sus deberes de diligencia y lealtad). No incluyen las inversiones que hagan los accionistas para influir sobre la estrategia empresarial de la compañía. La estrategia empresarial, en el caso de sociedades anónimas cotizadas, la diseñan y ejecutan los administradores sin influencia alguna por parte de los accionistas. Por tanto, los costes en los que incurran los principales para influir en la política o estrategia de la empresa no estarían incluidos entre los costes de agencia. En la misma línea, los “errores honrados”, esto es, las meteduras de pata no negligentes tampoco están incluidos entre los costes que forman la doctrina de la agencia.
Si es así, parece que los autores están preocupados por un coste específico de ser propietario de acciones de sociedades cotizadas: el derivado del hecho de que, como el que toma las decisiones sobre el activo (los administradores) no es el propietario, las preferencias del propietario – de los accionistas – respecto a la estrategia empresarial pueden no ser tenidas en cuenta, de modo que si los propietarios quieren que sean tenidas en cuenta – quieren ejercer de propietarios – habrán de incurrir en costes. Dicen Goshen y Squire que, para la doctrina mayoritaria,
minimizar los costes de agencia es el único objetivo relevante al dividir los derechos de control. Dicho de otra manera, los esencialistas de la teoría de la agencia asumen efectivamente que la estructura de gobierno que minimiza los costes de agencia también maximiza el valor de la empresa, ignorando así el impacto de la estructura de gobierno sobre los costes de los accionistas (principal costs). Como resultado, abogan sistemáticamente por un Derecho de Sociedades imperativo que aumente el poder de los accionistas para controlar y exigir responsabilidad a los administradores
O sea que si los propietarios – los accionistas – son unos incompetentes, darles más poder frente a los administradores es una mala idea.
El argumento no convence. Si los accionistas se saben incompetentes para gestionar la compañía no serán tan imbéciles como para pretender dictar ellos la estrategia empresarial. Precisamente por esta razón se convirtieron en propietarios y no en administradores. Por tanto, el Derecho de Sociedades no debería preocuparse por impedir que los accionistas puedan interferir en la gestión de la empresa social. Al contrario, deben permitir que los accionistas decidan, si así lo quieren, sobre la gestión empresarial, en la seguridad de que su propio interés les llevará a no hacerlo.
Además, los autores no parecen tener en cuenta que, junto al Derecho de Sociedades – y del Mercado de Valores – hay muchos otros mecanismos institucionales y de mercado que contribuyen a controlar los costes de agencia y los costes de ser propietario. Como hemos expuesto en otros lugares, en realidad, el principal mecanismo de control de los costes de agencia es el mercado de productos donde la empresa objeto de la sociedad anónima (de capital disperso, de capital concentrado, de propietario único, de propiedad familiar, con gestión delegada en expertos o gestión por los propios accionistas) intercambia sus productos o servicios. Si ese mercado es muy competitivo, los mayores costes de su estructura de propiedad se reflejaran en el coste de su producción y la sociedad anónima acabará expulsada del mercado.
Pero, sobre todo, en el caso de lo que los autores llaman principal costs y como hemos expuesto más arriba, el mercado de capitales – la posibilidad de vender las acciones fácilmente si un accionista discrepa de la estrategia empresarial – y la ausencia de preferencias de los accionistas dispersos respecto de tal estrategia permiten garantizar que los principal costs se mantienen bajos.
La incompetencia de los administradores y el Derecho de Sociedades
Como se deduce de lo expuesto hasta aquí, los costes de transacción del contrato de sociedad serían, según los autores, costes de “incompetencia” (de gestores y propietarios) y costes de conflictos (entre gestores y propietarios y entre los propietarios entre sí).
Ya hemos criticado que los costes de “incompetencia” sean costes específicos de la sociedad anónima. Son limitaciones de la racionalidad humana, de modo que no es seguro que tenga sentido su análisis de forma paralela a los costes de transacción en sentido estricto, esto es, a los que surgen al llevar a cabo transacciones entre seres humanos relativas a sus bienes y a sus comportamientos. Si hay costes de “incompetencia” en el caso del propietario individual – Robinson Crusoe – de un bien perfectamente delimitado, esos costes de incompetencia no son costes de transacción y, por ende, no son costes de agencia.
Por tanto, no es que la teoría de la agencia se obsesione exclusivamente con los los costes derivados de los conflictos de interés (entre propietarios entre sí y entre propietarios y agentes), es que la minimización de los costes de incompetencia de propietarios y agentes se remite a los mercados, a la tecnología y al progreso de la Humanidad en general, no al gobierno corporativo ni a las reglas jurídicas sobre responsabilidad de los gestores frente a los accionistas.
Así, en el Derecho norteamericano, prácticamente, no hay duty of care. La concepción de la business judgment rule dominante en el Derecho norteamericano ha conducido a la eliminación del deber de diligencia. Con buen criterio, quizá, porque es el mercado de gestores, la retribución de los administradores y la posibilidad de destitución lo que garantiza que los gestores incompetentes no permanecen mucho tiempo en su puesto. En cuanto a los propietarios incompetentes, es el mercado de capitales y la posibilidad de transmitir libremente las acciones lo que garantiza que los propietarios incompetentes venden sus acciones a propietarios más competentes. No el Derecho de Sociedades. De manera que la pretensión de los autores de la capacidad predictiva de su «teoría» no puede aceptarse. La misma predicción la realiza cualquier otra «teoría» del Derecho de sociedades.
El Derecho de Sociedades debe ser dispositivo, en general, e imperativo, en particular
¿Y por qué en algunas sociedades anónimas los gestores están blindados desde que salen a bolsa como ocurre cada vez más frecuentemente en Estados Unidos? La respuesta no es un misterio. Son los propietarios los que establecen tal protección para los gestores y tal limitación de los poderes de los propietarios para destituir a los gestores. En la medida en que tal configuración contractual de los poderes de propietarios y agentes esté “contractualizada”, esto es, incorporada al precio de emisión de las acciones, volenti non fit iniuria. No es necesaria ninguna explicación adicional. Los “control hungry managers” no pueden hacerse con el control sin el apoyo de los propietarios y sin convencer a éstos de que financien dicho control, de manera que han de convencerlos de que es mejor para los propietarios que les den barra libre en las decisiones de gestión.
El objetivo de los autores es, sin embargo, examinar qué estructura de gobierno corporativo maximiza el valor de la empresa social porque minimice la suma de los costes de incompetencia y de conflicto de los accionistas y los costes de incompetencia y de conflicto de los agentes.
Y su conclusión es que ninguna es, en abstracto, preferible a las demás. Dependerá, en cada caso concreto, de los costes que sufren los principales – los accionistas – y los agentes – los administradores –. De ahí que lo aconsejable sea dejar libertad a las sociedades anónimas para determinar el nivel de “delegación” de la toma de decisiones en la empresa social y el nivel de rendición de cuentas al que se someten los administradores. Lo que explicaría por qué los estudios empíricos nunca proporcionan respuestas unívocas sobre la bondad o maldad para el valor de las empresas de las distintas formas de configuración del gobierno corporativo.
Por ejemplo,
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¿aumenta el valor de las empresas que los administradores ostenten una participación significativa en el capital social?
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¿valen menos las compañías que tienen acciones sin voto y acciones con voto privilegiado?
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¿valen menos las compañías en las que los administradores están blindados y no pueden ser fácilmente destituidos por los accionistas (cláusulas anti-OPA)?
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¿valen menos las compañías que tienen accionistas de control que las compañías que tienen su accionariado disperso?
La respuesta a todas estas preguntas que nos proporcionan los estudios empíricos han sido siempre ambiguas. Y la ambigüedad se debe, según los autores, a que cada compañía soporta distintos costes de incompetencia de sus principales y de sus agentes y distintos costes de conflictos entre sus propietarios y con sus agentes, de manera que hay que dejar a la competencia en el mercado de los mecanismos de gobierno corporativo la determinación de aquellas estructuras de gobierno que resultan más eficientes – que minimizan todos esos costes – para cada compañía concreta.
Esta conclusión es plenamente compartible pero no se sigue específicamente de su «teoría». Se sigue de cualquier teoría que conciba a la corporación como una propiedad colectiva regulada por un contrato entre los cotitulares residuales que regula, también, el contrato con los que gestionan el patrimonio colectivo con el caveat expresado más arriba acerca de que el Derecho de Sociedades y el gobierno corporativo no tienen nada que decir sobre la incompetencia de los propietarios o de los administradores sociales, de manera que esos costes no pueden verse afectados por la regulación legal.
Pero, con esa salvedad, es una obviedad que el legislador no está en condiciones de establecer las reglas de gobierno corporativo que minimizan los costes de transacción que soportan los accionistas para cualquiera de los tipos reales de sociedades anónimas que existen en una Economía, por lo que el Derecho de Sociedades, en todo lo que se refiere a las reglas corporativas (las reglas que rigen las relaciones entre accionistas y las relaciones de éstos con los administradores) debe ser dispositivo permitiendo que cada grupo de accionistas decida cuales son las reglas que maximizan el valor de sus inversiones. Eso sí, hará bien en considerar que la última palabra respecto de los activos sociales corresponda a los que soportan el riesgo de que se pierda su valor, puesto que esta posición proporciona a los que en ella se encuentran los incentivos adecuados para maximizar el valor. Por eso el Derecho de Sociedades anónimas es Derecho Privado en sentido estricto y el Derecho de Sociedades Anónimas – corporaciones – forma parte de los Derechos reales (propiedad colectiva) y del Derecho de Contratos.
La razón es obvia y es la misma que justifica la propia existencia del derecho supletorio. El Derecho supletorio reproduce los “arreglos” que son eficientes – que minimizan los costes de transacción – en la mayoría de los casos. Si sólo lo hacen en un conjunto minoritario de los casos, el legislador tendrá incentivos para cambiarlo y sustituir la regla supletoria por la que reproduzca la que se daría la mayoría de los particulares que se enfrentaran a una situación que encaje en el supuesto de hecho de la norma correspondiente.
Por las mismas razones y para evitar que los costes que sufren los propietarios dispersos para coordinar su actuación y las asimetrías de información con los insiders, resultan deseables elevados niveles de estandarización en las reglas de gobierno corporativo para reducir los costes de transacción que soportan los propietarios. Por tanto, simétricamente los insiders que pretendan apartarse de las estructuras estándar deben soportar la carga de informar a los inversores sobre su bondad.
En este sentido, y en el ámbito del Derecho de Sociedades anónimas, la regla “una acción, un voto”; la destitución ad nutum de los administradores por los accionistas; la regla de la mayoría; la libre transmisibilidad de las acciones; el reparto regular de dividendos; la distribución de competencias entre la junta y los administradores reservando a los primeros el establecimiento y la modificación de las reglas del juego y a los segundos las decisiones de gestión de la empresa y de la estrategia empresarial… son reglas de gobierno corporativo eficientes porque minimizan los costes de transacción a los que se enfrentan típicamente los accionistas – los inversores – que son miembros de una corporación como es una sociedad anónima. Lo que no quiere decir, naturalmente, que cualquier otra configuración alternativa del gobierno de la corporación no pueda ser más eficiente – reducir los costes de transacción en mayor medida – en un caso concreto. Por lo tanto, el legislador debe otorgar el máximo de libertad de configuración estatutaria teniendo en cuenta el riesgo de que se adopten configuraciones ineficientes porque los que tienen que decidir sufran problemas de acción colectiva o asimetría informativa.
Esto es lo que ocurre cuando las estructuras inusuales de gobierno corporativo (eliminación de deberes fiduciarios de los administradores, blindajes de los administradores a través de staggered boards o poison pills, existencia de acciones privilegiadas en voto o en dividendos, emisión de acciones sin voto etc) se incorporan con ocasión de la salida a bolsa de la sociedad. En tal caso, los accionistas pueden “preciar” esas estructuras y decidir sobre su bondad. Y el mercado hacer el resto. De ahí que, en tales casos, no debiera haber objeciones a la validez de cualquier configuración del gobierno corporativo. Más dudas se producen en el caso de que tales modificaciones se introduzcan por los administradores (en el caso del derecho norteamericano) o por una mayoría de los accionistas, esto es, sin el consentimiento de todos.
Naturalmente, por último, con los límites propios de la libertad contractual: prohibición de engaño y fraude y prohibición de aquellas reglas – estructuras de gobierno – que deban considerarse leoninas o, sobre todo, que supongan dejar la validez o el cumplimiento del contrato al arbitrio de una de las partes. Estos límites justifican por qué se prohíbe la exclusión de responsabilidad por infracción del deber de lealtad de los administradores y por qué este es imperativo pero puede dispensarse en cada caso o de los socios de control. Fuera de este núcleo de normas imperativas que, ni siquiera, son específicas del Derecho de Sociedades, no cabe duda de la bondad de permitir la experimentación y el juego de la selección “natural” de las estructuras de gobierno más eficientes por el mercado de productos y los mercados “auxiliares” (mercado de capitales, mercado de trabajo de gestores, mercado laboral, mercado de materias primas, etc).
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