Por Fernando Díez Estella

 

A mediados de este año la Comisión Europea ha lanzado una propuesta de nueva herramienta que contempla la regulación ex ante de las plataformas digitales. Esta propuesta es parte del paquete conocido como “Dar forma al futuro digital de Europa”, publicado en febrero de este año 2020, y que incluye las estrategias de la Comisión en relación a otros temas no menos relevantes, como el tratamiento de los datos personales y la inteligencia artificial. Pese a su interés, excede el ámbito de este breve comentario el análisis de estas estrategias; nos centraremos en cambio en lo relativo a la Estrategia industrial europea, que persigue “garantizar que las empresas europeas sigan estando en condiciones de colmar sus ambiciones y hacer frente a la competencia mundial”.

La regulación de estas plataformas y los servicios digitales que prestan se ha introducido en la UE a través de dos normas recientemente aprobadas: la Directiva 2019/2161 y el Reglamento 2019/1150. Como ha destacado el profesor Winner en este mismo blog hace escasas semanas, hablando de la regulación jurídica de los contratos celebrados a través de plataformas, esas normas tutelan a los consumidores y empresas desde ópticas que no son el derecho de la competencia, sin embargo su punto de partida es el mismo. En efecto, el considerando 2º del Reglamento 2019/1150 hace referencia a la dependencia respecto de las plataformas de las empresas que suministran servicios o productos a través de ellas, y cómo el mayor poder de negociación de aquellas les permitiría imponer sus condiciones a dichas empresas. Así, y haciendo un paralelismo desde el derecho privado con el derecho de la competencia, el Reglamento viene a decir que el titular de la plataforma ostenta una suerte de “posición dominante” y, por tanto hay que prohibirle ciertas prácticas comerciales:

A causa de esa dependencia cada vez mayor, los proveedores de los servicios de intermediación en línea a menudo cuentan con una superior capacidad de negociación, lo que les permite, en efecto, actuar unilateralmente de una manera que puede ser injusta y perjudicar a los intereses legítimos de los usuarios profesionales y, de modo indirecto, también de los consumidores de la Unión”.

La hoja de ruta de este ambicioso proyecto, tras la evaluación inicial de impacto y la publicación de unos “términos de referencia”, pasa por un plazo de consulta pública (abierto hasta el próximo 8 de septiembre de 2020), y culminará en la adopción de un Paquete legislativo de la Ley de Servicios Digitales: un instrumento regulador ex ante de las grandes plataformas digitales -la Comisión habla de plataformas en línea– que supuestamente actúan como “guardianas” (gatekeeper) de los mercados digitales.

Y para darle más emoción, simultáneamente ha lanzado una propuesta para desarrollar un nuevo instrumento para lograr el reforzamiento de la aplicación de las normas de competencia, que “permita abordar problemas estructurales de competencia a los que las actuales normas no llegan”. Como ya se ha puesto de manifiesto por destacados analistas, los interrogantes que esta nueva herramienta de competencia plantea son tremendos: ¿se va a solapar con los arts. 101 y 102 TFUE?; ¿tendrá en cuenta los estándares de prueba ya consolidados por la práctica de las autoridades de competencia y la jurisprudencia?; ¿cómo se va a asegurar la proporcionalidad de la intervención antitrust? En fin, esta otra propuesta está fuera del ámbito de este comentario (aunque, naturalmente, habla también de las plataformas digitales y los efectos de red), pero da una buena pista sobre la mentalidad de la Comisión Europea en estos momentos.

Las posturas acerca del papel que el derecho de la competencia debe jugar en estos nuevos mercados digitales están enfrentadas: para una corriente de opinión, todo funciona perfectamente, y por tanto no hay que acometer ninguna medida especial (distinta del enforcement habitual frente a las prácticas anticompetitivas o el control de concentraciones); para otro sector doctrinal, sin embargo, se precisa una aplicación más “vigorosa” de este derecho y actuar de forma firme y contundente frente a las plataformas digitales.

En el fondo, la pregunta que subyace a todo este debate es: ¿el instrumental económico y el acervo legal y jurisprudencial existente es suficiente para afrontar los problemas de competencia que plantean las plataformas digitales o son un fenómeno tan único en su especie que se requiere de un enfoque totalmente nuevo y distinto?

Porque, como tales, las plataformas no son un fenómeno nuevo (piénsese en un zoco, un mercado medieval o un moderno centro comercial), en cuanto que facilitan la interacción entre oferta y demanda o, en general, entre usuarios. Por su parte, una plataforma digital es -en términos generales- una web, app o cualquier otro tipo de soporte digital en el que uno o más grupos de usuarios interactúan, bien concluyendo transacciones comerciales (Amazon, eBay, Uber, AmEx, etc) o bien simplemente conectando unos con otros compartiendo información u ofreciendo búsquedas (Facebook, Instagram, Google Search, Match.com, etc), que no implican transacciones comerciales directas entre los usuarios. Ambos modelos de negocio son mercados de “dos lados” (two-sided-markets) en los que la plataforma digital es la que hace de punto de encuentro entre los diferentes grupos. Es evidente que una de las grandes diferencias respecto de las plataformas tradicionales es que las digitales pueden crecer de forma prácticamente ilimitada, generando economías de escala, y están siempre accesibles -el espacio virtual es ubicuo- para sus usuarios.

En línea con las más recientes aportaciones doctrinales a este debate, como la del profesor Herbert Hovenkamp (Antitrust and Platform Monopoly, 2020), vamos a sostener aquí que no necesariamente las plataformas digitales son monopolios naturales; que aun considerando que conformen mercados del tipo “winner-take-all” (la propuesta de la Comisión habla siempre de “winner-take-most”, en fin, es lo mismo), las consecuencias desde el punto de vista de política legislativa no son evidentes; que la aplicación de la normativa antitrust es mejor alternativa que la intervención regulatoria; y, finalmente, que estos nuevos mercados no revisten unas características tan distintas que exijan un tratamiento tan especial y único.

Así las cosas, son muchas las dudas que la propuesta de la Comisión suscita, y que trataremos de reflejar en estas líneas; prueba de ello es el intenso debate doctrinal que ha generado en estos pocos meses y el centenar de comentarios que ya se han recibido en Bruselas. El esquema que seguiremos será el siguiente: tras este breve apartado de introducción, vamos a cuestionar el punto de partida de la propuesta de la Comisión: las plataformas digitales son necesariamente monopolios naturales. Seguidamente, se va a discutir cuál es la teoría del daño más apropiada para enjuiciar los abusos de posición dominante en estos nuevos mercados digitales. Se ilustrará con el enfoque con el que de momento se está evaluando la práctica comercial del “auto-favoritismo” (self favoring), prevalente en este nuevo ecosistema digital. En especial se incidirá en el tratamiento que la conducta de Google ha sido objeto en los conocidos asuntos Google Shopping y Google Android. Finalmente se ofrece un apartado de conclusiones.

 

Las plataformas digitales, ¿necesariamente mercados “winner-take-all”?

 

La propuesta de la Comisión Europea de creación de una nueva herramienta regulatoria que contemple obligaciones ex ante para las plataformas digitales, en la medida en que éstas actúan como guardianas de los mercados en los que operan, parte de una premisa que -en nuestra opinión- es más que cuestionable: que dicha plataformas son monopolios naturales, conocidos en la literatura económica como mercados del tipo “winner-take-all”.

Lejos de ser un debate meramente académico, atribuir o no la consideración de monopolio natural a las plataformas digitales es de enorme trascendencia práctica, ya que por evidentes razones de teoría económica si en el mercado en cuestión hay espacio sólo para una empresa, ésta lo sirve de forma eficiente y puede fácilmente evitar la entrada de competidores sin tener ni siquiera que aplicar precios anticompetitivos o llevar a cabo prácticas exclusionarias. El debate entre las distintas escuelas de pensamiento económico antitrust pivota entre acudir a la regulación sectorial (como se hace con los servicios públicos, energía, transporte, telecomunicaciones, etc) para disciplinar ese mercado, o entre simplemente aplicar la normativa de competencia. La postura adoptada por la Comisión es que las plataformas digitales son mercados del tipo “winner-take-all”, y se hace por tanto necesaria la creación de una nueva herramienta de regulación ex ante que sirva para controlar su poder económico.

En nuestra opinión, este tipo de apriorismos categóricos son una manifestación más de que en la política comunitaria de competencia las posiciones ideológicas prevalecen sobre la realidad de los mercados. Por eso hay que repensar no sólo la propuesta de la Comisión, sino sus premisas, los fundamentos intelectuales en los que se apoya, y examinarlos desde una óptica que combine la adecuada evaluación de los hechos (que un mercado sea o no un monopolio natural, o con qué empresa compite otra empresa, es una cuestión fáctica, no jurídica), el razonamiento jurídico y el análisis económico.

Está claro que una adecuada regulación beneficia a las empresas, proveedores y consumidores en los mercados digitales, pero tiene que servir para seguir impulsando la innovación y el desarrollo tecnológico, redactarse con claridad y aplicarse de forma consistente, y especialmente, estableciendo un marco legal en el que las conductas sean evaluadas por sus méritos distinguiendo las pro de las anticompetitivas, siendo consciente de que el análisis caso-por-caso (tan necesario ante modelos de negocio innovativos y mercados evolutivos y dinámicos) es más propio del análisis antitrust que de la regulación ex ante.

Conforme a estos principios metodológicos, el prof. Hovenkamp señala una serie de factores que es preciso examinar para determinar si un mercado digital es un monopolio natural duradero, y que vamos a contrastar aquí con la propuesta de la Comisión Europea:

 

1) Falta de competencia efectiva y estable entre las empresas que lo conforman.

 

Aunque es un dato constatable a simple vista en la realidad de los mercados digitales, es sin embargo obviado por la Comisión en su análisis: el hecho de que la mayoría de las plataformas digitales tienen competidores en al menos algunos de los mercados en los que operan.

Un mercado competitivo cambia continuamente, y las cuotas de mercado de las empresas que operan en él van fluctuando constantemente. En los llamados High-tech markets, es relativamente frecuente (cómo no recordar la “guerra” entre los formatos de video analógico Sony Betamax y VHS, o los digitales HD DVD y Blue Ray) que haya un período de tiempo en el que dos o más tecnologías pelean entre ellas, hasta que al final emerge un ganador que se queda con el mercado, estableciéndose como estándar.

Estos mercados (y estamos en la actualidad asistiendo a otras “batallas” de resultado final todavía incierto, como PC v. Mac, iOS v. Android, que en cambio no tienen pinta de saldarse, a corto plazo por lo menos, con un ganador único) están habitualmente caracterizados por las economías de escala, efectos de red y la falta de interoperabilidad. Respecto a las economías de escala, se explican por las ingentes inversiones en I+D que estos mercados exigen, y que se reflejan en el análisis competitivo en los sunk costs, que constituyen una auténtica barrera de salida del mercado. La relevancia de los efectos de red en las plataformas digitales ha sido analizada en este mismo blog (ver aquí) por el profesor Antonio Robles, en relación al control de concentraciones, a él nos remitimos.

Sin embargo, vamos a detenernos con más detalle en la cuestión de la interoperabilidad, ya que es la que impediría que hubiera un único ganador en la batalla de la tecnología, y por tanto encontrarnos ante un monopolio natural. Esto se ve con claridad en el ámbito de la telefonía móvil, en el que los usuarios de un sistema se comunican y comparten archivos con otros usuarios, con independencia del teléfono que tenga el destinatario (hasta el punto de que lo habitual cuando llamamos o enviamos un mensaje a otra persona ni sabemos qué tipo de móvil tiene, ni nos importa). Por tanto, en la medida en que los participantes en un mercado puedan cambiar libremente de estándar, no se configurará como de “winner-take-all”.

Y otra razón para asegurar la estructura competitiva de un mercado es que las características y prestaciones del producto o servicio en cuestión favorezcan o no el “multi-homing”. Lo opuesto tiene lugar cuando los usuarios de una determinada tecnología (el sistema operativo de mi ordenador, por ejemplo) optan por un sistema concreto, que excluye el resto (si tengo instalado Windows, es complicado y no exento de riesgo instalar Linux). Naturalmente, esto ocurre porque el coste marginal de usar dos productos competidores supera el beneficio que obtengo (al contrario de los S.O., la alternancia entre buscadores en internet -Google o Bing- se realiza a coste cero; como el gigante norteamericano ha repetido hasta la saciedad, en ese mercado “competition is a click away”). Parece evidente que usar un único teléfono móvil y dos o más tarjetas de crédito es mucho más eficiente que lo contrario; que es perfectamente compatible y optimizo mi presencia en las redes sociales si tengo a la vez perfil en Facebook y en LinkedIn; y que el coste de cambiar de Uber a Cabify en un momento concreto es mínimo, o incluso, si en ese preciso instante pasa un taxi por la calle, pues cogerlo directamente.

Vemos, por tanto, que no sólo las plataformas digitales compiten entre ellas, sino que también compiten con los operadores tradicionales. Sorprende por ello la reciente sentencia del Tribunal Supremo americano, en el caso AmEx, el primer pronunciamiento en el que se analiza la competencia en estos nuevos mercados, que afirma: “Sólo otra plataforma de dos lados puede competir con una plataforma de dos lados” (Ohio v. Am. Express, Co. [2018], 138 S. Ct. 2274, 2287).

 

2) Posición dominante estable y existencia de barreras de entrada:

 

Frente al apriorismo de que las plataformas digitales son mercados de “winner-take-all”, la evidencia empírica y la simple observación de la realidad parece más bien sugerir que son mercados como cualesquiera otros, con sus peculiaridades, claro, pero como el resto de los mercados las tienen también.

Al igual que ocurre en el ámbito del control de concentraciones, la política antitrust que se aplica a las conductas anticompetitivas sólo tiene que “preocuparse” por una posición de dominio si ésta es duradera en el tiempo, y la existencia de barreras de entrada impide que potenciales competidores puedan acceder a dicho mercado y ejercer presión sobre la empresa incumbente para que baje los precios supra competitivos que habitualmente estará imponiendo.

Por ello, ni en Estados Unidos (Sección 2ª de la Sherman Act) ni en la Unión Europea (art. 102 del TFUE) se prohíbe como tal la existencia de una posición dominante, sino el abuso que se haga de ella. Y es preciso recordar también que la intervención antitrust no sale gratis, tiene un coste de enforcement que hay que contrastar con el hipotético coste social del monopolio o la posición dominante, y hacer un ejercicio de economía procesal y calcular si es rentable intervenir, también por el riesgo de incurrir en un error de Tipo 1 (Falso Positivo).

Como demuestra el largo historial de anulación de decisiones de la Comisión Europea por parte del Tribunal General o el Tribunal de Justicia de la UE, la política comunitaria va más bien por la línea intervencionista, mientras que al otro lado del Atlántico, y bajo los postulados de la Escuela de Chicago y un talante algo más liberal respecto al funcionamiento de los mercados, las autoridades de competencia se abstienen de intervenir contra las empresas en situación de dominio salvo en casos muy excepcionales.

La declaración conjunta, durante más de cinco horas, el pasado 29 de julio, de los presidentes ejecutivos de Google, Amazon, Facebook y Apple, ante el subcomité antimonopolio del Congreso de los Estados Unidos (puede verse aquí el vídeo completo de la comparecencia), para declarar sobre las supuestas prácticas anticompetitivas de los grandes gigantes tecnológicos tiene más de persecución política y circo mediático que de imputación jurídica de ningún tipo.

En los mercados, en general, las empresas que hace unos años eran dominantes, hoy han dejado de serlo, o han desaparecido; en los mercados tecnológicos, este “ciclo de vida” es todavía más acelerado, y no hay más que hacer un simple recorrido histórico por las tres o cuatro décadas recientes para comprobar cómo gigantes que parecían indestronables en los sectores del hardware (IBM), telefonía móvil (Nokia), fotografía (Kodak), etc, detentan en la actualidad unas cuotas de mercado marginales.

¿Y es esta historia distinta en el ecosistema digital? Pues la realidad demuestra que no difiere del resto de mercados. Así, el otrora “dominante” navegador de Microsoft, Explorer (hoy Edge) no tiene hoy en día más del 7% del mercado; la red social MySpace, que se lanzó en 2003, y la cual muchos vaticinaron sería un monopolio natural permanente, hoy en día no está ni siquiera entre las diez primeras a nivel mundial; y, qué decir del buscador de internet Alta Vista, líder mundial desde su creación en 1995, que en el año 2000 tenía una cuota de mercado del 17.7% (frente al 7% de Google), adquirida por Yahoo en 2003, y que sencillamente dejó de funcionar como buscador independiente desde el año 2013.

Los motivos por los cuales una empresa pierde su posición dominante / monopolio sobre el mercado son varios, y ciertamente se resisten a una sistematización clara: la expiración de una patente, la intervención de la autoridad antitrust, un cambio tecnológico, una transformación social que cambie las preferencias de los consumidores, etc. Lo que parece evidente es que la durabilidad de la dominancia en las plataformas digitales sea mayor que en el resto de los mercados. También aquí tiene lugar continuamente la salida y entrada de competidores, las cuotas de mercado fluctúan, y las posiciones dominantes… ¡como vienen se van!

 

3) Costes decrecientes y efectos de red:

 

Como explica la teoría económica, si el mercado que estamos examinando es un monopolio natural, y el incumbente está aplicando precios competitivos, no habrá empresa competidora (que tenga su misma estructura de costes y maneje un grado de tecnología similar) que puede hacerle frente con éxito, incluso sin que la empresa dominante incurra en ningún tipo de prácticas exclusionarias.

De ahí que, aún en el caso de un monopolio natural, la empresa dominante puede perfectamente ser desplazada por la irrupción de una tecnología nueva, o un competidor con costes más bajos. Y aquí también reina un equívoco: el pensar que por el hecho de hallarnos ante una plataforma digital todos los productos o servicios que ofrecen son digitales. Hay casos en que sí, en los que todo el output de la plataforma es también digital, como los de Facebook (mensajes, vídeos, fotografías, etc), Spotify (música en streaming, listas de reproducción, podcasts, etc) y Netflix (series, películas, programas, etc). En estos casos, como es sabido, el coste marginal (el de la última unidad producida/vendida) se aproxima a cero.

Sin embargo, plataformas digitales como Amazon, Uber o Airbnb ofrecen productos y servicios que ciertamente no son digitales, y encuentran costes variables marginales de variadas magnitudes. En el caso de Amazon, que evidentemente vende mucho contenido puramente digital (música, video, software, ebooks, etc), el núcleo de su facturación es un rango prácticamente infinito de productos físicos. Sobre la regulación de las plataformas se ha manifestó hace años ya el profesor Jesús Alfaro en este blog, y desde luego suscribimos su conclusión de que: “Los mercados de bienes con forma de plataforma no necesitan de especial regulación”.

Si bien es cierto que unos costes marginales decrecientes y la aceptación creciente del producto por parte de los consumidores favorecen el “tamaño”, y puede acabar convirtiendo ese mercado en un monopolio natural, hay que tener en cuenta -y especialmente en el ecosistema digital- la presencia de efectos de red, tanto directos (el valor del bien aumenta a medida que aumenta el número de usuarios del mismo lado de la plataforma) como indirectos (el valor aumenta cuando aumentan los usuarios del otro lado de la plataforma).

Para un amplio sector doctrinal, la presencia e intensidad de estos network effects en los mercados dominados por las plataformas digitales constituye una insuperable barrera de entrada para nuevos competidores. Sin embargo, y como plantea el Informe sobre las Plataformas Digitales de 2019 del Stigler Center de la Universidad de Chicago, este tipo de externalidades negativas sobre la competencia son fácilmente superables a través del establecimiento de estándares, o sencillamente obligando a la interoperabilidad.

La plataforma, como punto de conexión entre esos dos grupos distintos pero interdependientes, tiene que optimizar la combinación entre participación y precio, para maximizar su beneficio. Como se ha puesto de manifiesto en un elevado número de publicaciones, esta interdependencia debe tenerse en cuenta a la hora de definir el mercado relevante, evaluar el poder de mercado, y acreditar la existencia de prácticas restrictivas de la competencia. Así, por ejemplo, si Uber sube las tarifas que paga conseguirá más conductores, pero será un desincentivo para los usuarios; si baja las tarifas, ocurrirá el fenómeno opuesto. Por eso, una plataforma digital de dos lados, del tipo que se califica como “transaccional”, no es necesariamente un monopolio natural, compite con otras plataformas digitales (en el ejemplo anterior, con Cabify) y con los operadores tradicionales del mercado (los taxis).

Por eso, insistimos una vez más, es tan sorprendente el reciente dictum del Supremo americano en el caso AmEx, de que las plataformas de dos lados no compiten con los operadores tradicionales. Como si a Uber no le hicieran competencia los taxis, o alguien que use tarjeta de crédito (el caso decidido en EE.UU. afectaba a la competencia entre American Express con Visa y Master Card) para sus transacciones no hiciera también pagos en metálico de vez en cuando.

Compiten -esta es la esencia en la definición del mercado relevante- siempre que una tenga la capacidad de forzar a que la otra baje sus precios hasta un nivel cercano a sus costes. Y, atendiendo a la demanda, compiten en la medida en que los usuarios vean sus servicios como sustituibles. Si, como hemos visto, en el ecosistema digital los consumidores suelen hacer multi-homing, y se asegura un cierto nivel de portabilidad de los datos, es imposible a priori establecer qué plataforma va a dominar el mercado en el equilibrio en el largo plazo, ni mucho menos vaticinar cuánto va a durar su posición dominante.

 

4) Diferenciación de producto

 

Aún en el caso de que estemos ante costes decrecientes y presencia de efectos de red significativos, la diferenciación de producto llevaría a la competencia entre plataformas, lo que impediría hablar de mercado “winner-take-all”.

En efecto, mientras que la empresa incumbente en un monopolio natural puede expulsar a un rival del mercado simplemente aplicando un precio competitivo, para un producto similar al monopolizado, si el entrante ofrece un producto o servicio lo suficientemente distinto, se enfrenta a una curva de demanda distinta, lo que hace que haya espacio en el mercado para una nueva empresa competidora.

Como en el resto de las características de los monopolios naturales que hemos examinado anteriormente, también en este caso la historia empresarial ofrece innumerables ejemplos (tanto en el ámbito digital como en el físico, del “brick-and-mortar”) de irrupciones en mercados monopolizados: el transporte ferroviario de mercancías cedió terreno ante los camiones que cubrían larga distancia; el reinado de la telefonía analógica sucumbió ante la tecnología wireless; el imperio de MySpace fue desplazado por Facebook sencillamente ofertando por ésta una serie de prestaciones nuevas en redes sociales de la que aquella carecía. Y lo mismo ocurre en cualquier tipo de plataforma, desde las puramente digitales (citas en internet) hasta las analógicas (las revistas y publicaciones, que no dejan de ser un mercado de dos lados, el de los lectores y el de los anunciantes, distintos, pero interdependientes). Si hay diferenciación de producto, no hay base alguna para afirmar que son monopolios naturales.

Posiblemente el ámbito en el que menos se ha conseguido este fenómeno económico es en el de las búsquedas en internet. Aunque son diferentes algoritmos, y hay variaciones entre los formatos, la manera de presentar resultados, y el tipo de información que ofrecen, no parece que se vaya a equilibrar la competencia en este mercado. Los datos de búsquedas en 2020 cifran en 92% la cuota de mercado de Google, 2.5% la de Bing, y ningún otro operador tiene más de un 2%. ¿Cómo es posible semejante preponderancia de una sola empresa?

Naturalmente, para la Comisión Europea, la explicación es evidente: Google falsea sus búsquedas para favorecer sus propios servicios, y esto justificó la sanción en 2017 en el asunto Google Search (Shopping). Hay una cosa, sin embargo, que la multa de más de 2.400 millones de euros no explica; si el coste para los consumidores (switching costs) de cambiar de buscador es prácticamente cero, ¿por qué no se cambiaban a otras alternativas? Porque al sentirse “engañados” por el falseamiento en las búsquedas, ¿no sería esa la reacción lógica? Como es sabido, una de las funciones esenciales de una plataforma digital es minimizar los costes de búsqueda de los consumidores, a través del almacenamiento de datos y el empleo de algoritmos, y de ahí el inmenso valor económico que tiene la clasificación de resultados de búsqueda, y cómo se presenten. Pues, precisamente por eso, en nuestra humilde opinión la explicación más plausible de la apabullante cuota de mercado de Google es sencillamente que es el buscador que prefieren los consumidores, porque lo perciben como el mejor del mercado by far.

 

En búsqueda de una teoría del daño: el (contra)ejemplo del “self-favoring

 

Como es sabido, un elemento esencial de la aplicación de la prohibición contra el abuso de dominio, contenida en el art. 102 TFUE, es la teoría del daño: una conducta que lleve a cabo una empresa dominante no puede considerarse anticompetitiva si no se constata un perjuicio para sus competidores (abusos exclusionarios) o los consumidores (abusos explotativos). En este sentido, la práctica del auto-favoritismo es sin duda la gran protagonista de la aplicación de las normas de competencia a las plataformas digitales. De esto ya se han hecho recientes aportaciones doctrinales (ver aquí) y a ellas nos remitimos para un estudio en profundidad. En este apartado lo que haremos simplemente será una somera caracterización y un análisis crítico de su aplicación en los casos Google Shopping y Google Android.

Señalaba con acierto el profesor C. BERGQVIST en Promarket, la publicación on-line del Stigler Center, el pasado 20 de agosto, con el sugerente encabezamiento de Self-Favoring in the Digital Economy and the Role of Antitrust:

Aún a riesgo de simplificar en exceso, es difícil sustraerse a la percepción de que la economía digital es muy propensa al auto-favoritismo”.

En efecto, ninguna de las comparecientes el pasado mes de julio ante el Congreso de los EE.UU. y reunidas bajo el acrónimo GAFA se ha librado, en los últimos años, de acusaciones de incurrir en prácticas supuestamente anticompetitivas de auto-favoritismo en la Unión Europea (ver los recientes expedientes incoados contra  Amazon y Apple, que se añaden a los ya “clásicos” asuntos Facebook y Google). La cuestión no es tanto si tiene lugar o no esa conducta, sino si es sancionable desde un punto de vista antitrust, y en qué medida va en detrimento de los consumidores.

Y, una vez más, en los diferentes enfoques que a este respecto han seguido las autoridades de competencia europeas y estadounidenses, se refleja con nitidez el “gap transatlántico” que existe actualmente en la regulación de los mercados en la era digital. Mientras que en Europa estamos embarcados en una combinación de intervenciones regulatorias (la propuesta que estamos examinando aquí es buena muestra de ello) y expedientes sancionadores antitrust, en Estados Unidos se limitan a estos últimos, y en circunstancias muy excepcionales. En términos más generales, bien puede decirse que el discurso en Europa se construye sobre la doble premisa de que los gigantes tecnológicos se lucran injustificadamente a costa de los intereses de los consumidores, y de que el derecho de la competencia puede intervenir en cualquier momento, fácilmente y sin coste alguno.

Pensamos que ambos puntos de partida son erróneos, y si le añadimos el apriorismo de que las plataformas digitales son monopolios naturales y la secular cultura europea del intervencionismo de los mercados, el resultado es la propuesta de herramienta de regulación ex ante de la Comisión y los más de 8.000 millones de euros de sanción que acumula Google tras las decisiones de 2017, 2018 y 2019. ¿Es esta la forma de construir un mercado europeo digital? ¿Así es como vamos a crear en el viejo -nunca mejor dicho- continente un entramado industrial tecnológico capaz de competir con las empresas norteamericanas o asiáticas? Como señalaba la revista The Economist en un artículo del año pasado (“Europe takes on the tech giants”, March 23rd – 29th 2019, págs. 19 y ss.), tras analizar precisamente todos los asuntos que estamos comentando aquí, de las 20 mejores compañías del mundo en el ámbito digital, 15 son americanas, y sin embargo sólo una europea. Y concluía su análisis del ámbito digital, con la dura frase de que, para muchos, Europa es vista como “un yermo para el emprendimiento empresarial y la cuna espiritual de la burocracia”.

La reciente propuesta de la Comisión tiene como precedente inmediato el conocido informe Competition Policy for the Digital Era, hecho público en abril de 2019, y que aboga por un “endurecimiento” en la aplicación de las normas de Competencia en el ámbito digital, y cuando éstas sean insuficientes, por una mayor regulación sectorial. Una de las premisas que nos parece más objetable del Informe es la contenida en este Capítulo 2, cuando al caracterizar estos mercados afirma que “la experiencia señala que los grandes operadores digitales ya instalados son muy difíciles de desplazar”. Como venimos señalando en este comentario, lo que la experiencia señala es precisamente lo contrario. No es suficiente que se concluya la frase anterior con el caveat: “aunque hay poca evidencia empírica del coste en eficiencias que supone esta dificultad”. Porque de esta premisa se sigue la siguiente conclusión, que es -una vez más, en nuestra opinión- aterradora para el desarrollo de los mercados digitales en Europa:

Desde la óptica de la política de competencia, hay una razonable preocupación de que las empresas digitales dominantes tienen fuertes incentivos para incurrir en conductas anticompetitivas. Todos estos factores tienen un enorme peso en el modo en que la competencia tiene lugar en la economía digital; requieren una vigorosa aplicación de la normativa de competencia y justifican los ajustes en la forma en que este derecho se aplica”.

La valoración que un amplio sector doctrinal hace tanto el Informe de 2019 como la propuesta de 2020, es que la Comisión tendría que adoptar un enfoque más prudente en la aplicación del derecho de la competencia los mercados digitales, y antes de lanzarse a reformar la normativa, plantearse por qué y cómo.

En ambos casos se echa de menos algo de lo que también adolecen las dos decisiones sancionadoras contra Google que vamos a analizar a continuación: una teoría del daño sólida y fundamentada en datos y hechos. Así lo expresa con rotundidad la profesora Pinar Akman (ver aquí y aquí) en su valoración de estos pronunciamientos de la Comisión Europea. Elevar la práctica del auto-favoritismo a la categoría de infracción antitrust -de abuso de posición dominante, contraria al art. 102 TFUE- requiere algo más que la firme convicción de Bruselas de que hay que pararle los pies al gigante norteamericano.

En el caso Google Shopping la DG COMP entendió que se falseaban los resultados de búsquedas para dar ventajas injustificadas a sus propios servicios de comparadores de precios en las compras, y eso le valió en el 2017 una sanción de más de 2.400 millones de euros. Cuesta entender qué teoría del daño esgrime la Comisión para justificar la sanción: más que de auto-favoritismo hablaba de sesgos en las búsquedas y discriminación a los competidores, pero a la vez no se rechaza la libertad de la empresa de configurar así los resultados. Además, y dado que nadie está obligado a usar el buscador de Google, y que es gratuito para los usuarios, su modelo de negocio precisamente se apoya en monetizar las búsquedas a través de sus otros servicios; ¿tiene que convertirse en un modelo no rentable por la obligación impuesta de asegurar la “neutralidad” absoluta en los resultados? Esto explica que la FTC (Federal Trade Commission) norteamericana decidiera en 2013 no continuar con el expediente sancionador incoado a Google, y justifica también gran parte del recurso que Google ha planteado ante el Tribunal General contra la decisión de la Comisión.

En el caso Google Android la DG COMP impuso la multa más alta en la historia de la aplicación del derecho de la competencia en Europa, más de 4.300 millones de euros, por las condiciones de licencia del sistema operativo de smartphones Android, que incluye la preinstalación de algunas App (como Google Search o Google Chrome), lo que supuestamente confería a la empresa norteamericana una ventaja anticompetitiva sobre sus rivales. En este expediente, y a diferencia del anterior, la teoría del daño sí parece más sólida (una empresa en situación de dominio que hace “bundling” de sus productos para excluir a los de sus competidores y paga a sus clientes para que impidan el acceso a competidores igualmente eficientes), lo que no queda claro es si los hechos del caso y el análisis económico del mercado relevante justifican su aplicación. En efecto, independientemente de que se trate de auto-favoritismo, o la práctica abusiva de ventas vinculadas (tie-in), o un abuso en mercados conexos (monopoly leveraging) las premisas que la Comisión se apoya suscitan serios interrogantes: sobre la importancia que atribuye a las app móviles en el tráfico en internet; el que Apple no sea considerado competidor en ese segmento; o la no evaluación de la sustituibilidad de la oferta además de la de demanda. Por no hablar de la pregunta clave: si Android es gratuito, de código abierto, y las App se pueden desinstalar sin coste alguno, ¿en qué se beneficiarían los consumidores restringiendo su desarrollo? De ahí que la decisión de 2018, en el asunto Google Android, haya sido también muy discutida, y naturalmente que la empresa norteamericana también la haya recurrido ante el Tribunal General.

¿Es, entonces, aplicable la teoría del daño clásica de las conductas exclusionarias a ese “trato auto-preferencial” que describe el Informe de 2019 en su capítulo 4? Hemos de agradecer que la Comisión Europea, el año pasado, al anunciar la tercera gran multa a Google en el asunto Ad Sense (en este caso “sólo” fueron 1.500 millones de euros) nos recuerde que el artículo 102 TFUE no impone una prohibición per se de este tipo de conducta, y que para constatar la infracción se requiere un estudio caso por caso y sujeta a un análisis de efectos. Con todo, y pese a estas bienintencionadas declaraciones de la Comisaria Vestager, parece que hará falta un pronunciamiento del TJUE -como el de 2017 del caso INTEL– para que la Comisión reconsidere este tratamiento de las prácticas comerciales de empresas líderes en los mercados de alta tecnología.

 

Conclusiones

 

Con carácter general, podemos terminar este comentario destacando la enorme trascendencia de estas dos propuestas de la Comisión Europea, la nueva herramienta de competencia y la regulación ex ante de las plataformas digitales, y cuyo resultado futuro va sin duda a reconfigurar no sólo la normativa de competencia, sino la totalidad de los mercados digitales en la UE. Hay en este momento más interrogantes que respuestas (sobre si son herramientas complementarias o sustitutivas, sobre qué es más eficaz para corregir los abusos de las empresas dominantes, sobre la capacidad de las autoridades para “prevenir” conductas de las empresas, sobre la implementación práctica de la regulación en los Estados miembros, sobre el impacto de esta normativa en la innovación tecnológica, etc), y el debate está abierto.

Más en particular, abogamos por una labor de análisis más fáctica y legal y económicamente fundamentada en lo que al tratamiento antitrust de las plataformas digitales se refiere: no todas son iguales, no todas necesariamente se configuran como mercados “winner-take-all”, no todas exhiben los mismos efectos de red ni las mismas barreras de entrada. Esto contribuirá que se evite el “excepcionalismo” que habitualmente rodea a los mercados de dos o más lados: son mercados, igual que el resto, con sus peculiaridades, claro, pero no esencialmente distintos.

Finalmente, no se pretende aquí afirmar categóricamente que la práctica del auto-favoritismo no sea anticompetitiva, y que el derecho de la competencia no tenga por tanto que examinarla y sancionarla. Pero sí hay que señalar que también puede ser procompetitiva. Por eso su valoración antitrust ha de hacerse con cautela, examinando los hechos, y evaluando los riesgos de la intervención contra una empresa que desarrolla innovadores productos y servicios de carácter tecnológico de los que los consumidores se benefician y aprecian. Desde luego que nos parece que el enfoque seguido por las autoridades norteamericanas (en particular la FTC) en los expedientes contra Google es más adecuado que la cruzada emprendida por la Comisión Europea contra ésta y prácticamente todas las demás plataformas digitales.


Foto: Manuel María de Miguel