Por Arturo Muñoz Aranguren

 

La perspectiva de género en el ámbito judicial

 

Tal y como hizo notar George Orwell en un extraordinario ensayo publicado en 1946, el gran enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad. Observaba Orwell con agudeza que “cuando hay una brecha entre los objetivos reales y los declarados, se emplean casi instintivamente palabras largas y modismos desgastados, como un calamar que expulsa tinta para ocultarse” [“Politics and the English Language”, Essays, Penguin, 2000, p. 357].

Es difícil no acordarse de este pasaje al aproximarse a la reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo en torno a la valoración del testimonio de la denunciante de un delito de violencia de género. Vaya por delante que estoy lejos de mantener una postura maximalista, ya sea a favor o en contra, con relación a la procedencia de la utilización de la perspectiva de género en el proceso penal. Se trata de un concepto tan manoseado en las incesantes guerras culturales que cuesta aproximarse a él sin apriorismos. Además, se ha formulado teóricamente de maneras tan diversas que sus contornos han quedado crecientemente desdibujados.

Creo que este enfoque, con algunos matices importantes con respecto a las tesis de sus apologetas más encendidos, puede ser útil para la instrucción de determinadas causas. Es posible que quienes participan en la investigación, ya sean las acusaciones, el juez instructor o la policía, incurran, en algunas ocasiones, en conductas sesgadas por culpa de prejuicios basados en estereotipos de género. Sería el caso, por ejemplo, de cuando se sitúa el foco equivocadamente en la eventual oposición de fuerza o resistencia por parte de la víctima, en vez de en el aspecto nuclear, que es la libre prestación del consentimiento por parte de la mujer (cfr. sentencia del TEDH de 4 de diciembre de 2003, asunto M. C. contra Bulgaria).

La perspectiva de género también puede ayudar al juez a detectar y neutralizar determinados estereotipos sexistas en el momento de dictar sentencia. Lo que cobra especial importancia en el enjuiciamiento de los delitos sexuales, ya que debemos estar en guardia para no aceptar inconscientemente alguno de los denominados “mitos de la violación”. Esos mitos son visiones idealizadas de cómo una genuina víctima debería reaccionar ante una agresión sexual verdadera. Estas falsas “máximas de la experiencia” provocan que de forma inadvertida tendamos a conceder mayor credibilidad a quien se comporta conforme esos patrones de conducta estereotipados [Smith y Skinner, “How rape myths are used and challenged in rape assault trials”, Social & Legal Studies, v. 26, 2017, pp. 441-466]. La perspectiva de género cumpliría así una función tanto epistémica como heurística.

A la crítica más sofisticada opuesta a esta perspectiva (que se trataría de un enfoque contradictorio, pues solo sería razonables aquellas de sus especificaciones que pudieran universalizarse, es decir, precisamente las que trascendieran al género), cabe replicar que en el ámbito de las agresiones sexuales del hombre contra la mujer sí concurre una cierta nota distintiva. Los estereotipos de género suelen funcionar, en este campo, en una sola dirección. Así ocurre, por ejemplo, con los rape myths vinculados a la sexualidad femenina: su vestimenta o su promiscuidad como elementos de minoración de su credibilidad, la supuesta pasividad sexual de la mujer como justificación del consentimiento tácito, etc. No creo que en las agresiones sexuales de un hombre contra otro (o en las muy marginales de una mujer contra otra o contra algún varón) existan, en el imaginario popular, este tipo de presuntas “máximas de la experiencia” sexistas. O, al menos, no serían plenamente coincidentes en su contenido.

Dicho lo que antecede, creo que, a la hora dictar sentencia, la utilización indiscriminada de la perspectiva de género por parte del juez es ciertamente problemática. Baste señalar que no todos y cada uno de los principios y categorías procesales y sustantivas resisten, sin merma de su razón de ser, una lectura en clave de género. Desde postulados posmodernos, algunos autores feministas han llegado a afirmar incluso que en la valoración de la prueba no habría “hechos” como tales, sino variables interpretaciones de los mismos [Nicolson, “Gender, epistemology and ethics: feminist perspectives on evidence theory”, en Feminist perspectives on evidence, Cavendish Publishing Limited. 2000, p. 20]. Aserto, por cierto, ampliamente refutado desde el campo de la filosofía de la ciencia (cfr., por todos, Harry G. Frankfurt, Sobre la verdad, Paidós, 2007).

La gravedad del problema de la violencia sexista aconseja evitar la caricaturización de estos excesos y abordar otro tipo de propuestas en apariencia más modestas. Sería el caso de quienes propugnan, por ejemplo, un estándar de valoración de la prueba específico o condicionado por ese enfoque, lo que es, a mi juicio, incompatible con el derecho a la presunción de inocencia, como trataré de justificar a continuación.

 

La doctrina fijada por la sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo nº 282/2018, del 13 de junio, y su progenie

La doctrina jurisprudencial de la que discrepo nace con la sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo nº 282/2018, de 13 de junio (ECLI:ES:TS:2018:2182). Es cierto que ya la precedente sentencia nº 247/2018, de 24 de mayo (ECLI: ES:TS:2018:2003), había apuntado en esa dirección, pero sin la misma intensidad e insistencia.

La STS nº 282/2018 comienza su argumentación reprochando al legislador no haber introducido una previsión en la Ley 4/2015, de 17 de abril, del Estatuto de la Víctima del Delito, “que habilitara una especial y privilegiada posición de la víctima del delito desde el punto de vista del proceso penal”. A continuación, aboga por conceder a la denunciante de este tipo de delitos la condición de “testigo privilegiado”, justificándolo en que conoce los hechos objeto de la acusación “por haberlos vivido en primera persona y ser sujeto pasivo del delito”.

No se trata de un pronunciamiento aislado, pues tras esa resolución se han dictado por la Sala Segunda varias sentencias confirmando esta novedosa doctrina jurisprudencial (SSTS nºs  149/2019, de 19 marzo, ECLI:ES:TS:2019:944; 119/2019, de 6 de marzo, ECLI: ES: TS: 2019: 678; y nº 13/2019, de 17 de enero, ECLI: ES: TS: 2019: 39) y que reproducen de forma literal esas consideraciones fundadas en la aplicación de la “perspectiva de género” en el ámbito de la jurisdicción penal. Tengo la impresión de que, a pesar de la trascendencia procesal de esta mutación jurisprudencial [y de ser inusualmente publicitada a través de una nota de prensa emitida por el CGPJ para la ocasión], esta ha pasado relativamente desapercibida, lo que no me parece una buena noticia. Sobre todo, porque esa construcción argumental del TS se asienta sobre unos presupuestos dogmáticos discutibles.

No solo por incurrir en una petición de principio (hasta que no se dicte sentencia firme condenatoria la denunciante no podrá ser tenida -en su caso- por sujeto pasivo del delito, por lo que concederle anticipadamente la condición de testigo cualificado difícilmente se cohonesta con el principio de presunción de inocencia), sino porque el relajamiento en las exigencias probatorias puede producir un efecto perverso indeseado. Si en los casos de violencia sexista se sobreestima el valor probatorio de la declaración de la (supuesta) víctima, no existirán excesivos incentivos para que la policía, las acusaciones y el juez instructor recaben datos que enriquezcan el cuadro probatorio en su conjunto. Y esas carencias probatorias puedan provocar, paradójicamente, que se incrementen las absoluciones ante la falta de aportación de una corroboración externa a la versión de la denunciante sobre el hecho mismo de la agresión.

Por lo demás, la citada STS nº 282/2018, de 13 de junio, no explica en qué se traduciría exactamente esa condición de “testigo cualificado” que atribuye a la denunciante. En un obiter dictum innecesario –en el caso sometido a su consideración había prueba de cargo más que suficiente para condenar al acusado-, la Sala Segunda dice lo que sigue:

“Y esto es relevante cuando estamos tratando de la declaración de la víctima en el proceso penal, y, sobre todo, en casos de crímenes de género en los que las víctimas se enfrentan a un episodio realmente dramático, cual es comprobar que su pareja, o ex pareja, como aquí ocurre, toma la decisión de acabar con su vida, por lo que la versión que puede ofrecer del episodio vivido es de gran relevancia, pero no como mero testigo visual, sino como un testigo privilegiado, cuya declaración es valorada por el Tribunal bajo los principios ya expuestos en orden a apreciar su credibilidad, persistencia y verosimilitud de la versión que ofrece en las distintas fases en las que ha expuesto cómo ocurrieron unos hechos que, en casos como el que aquí consta en los hechos probados, se le quedan grabados a la víctima en su visualización de una escena de una gravedad tal, en la que la víctima es consciente de que la verdadera intención del agresor, que es su pareja, o ex pareja, (sic) ha tomado la decisión de acabar con su vida”.

Sin embargo, a continuación la propia STS parece cuestionar este estatus privilegiado, pues

“ello, sin embargo, no quiere decir que la credibilidad de las víctimas sea distinta del resto de los testigos, en cuanto al valor de su declaración, y otorgar una especie de presunción de veracidad siempre y en cualquier caso, pero sí puede apreciarse y observarse por el Tribunal con mayor precisión la forma de narrar el acaecimiento de un hecho por haberlo vivido en primera persona y ser sujeto pasivo del delito, para lo que se prestará especial atención en la forma de cómo cuenta la experiencia vivida, sus gestos, y, sobre todo, tener en cuenta si puede existir algún tipo de enemistad en su declaración”.

A renglón seguido, se retoma la idea inicial -la supravaloración del testimonio- en estos términos:

“Por ello, se trata de llevar a cabo la valoración de la declaración de la víctima, sujeto pasivo de un delito, en una posición cualificada como testigo que no solo «ha visto» un hecho, sino que «lo ha sufrido», para lo cual el Tribunal valorará su declaración a la hora de percibir cómo cuenta el suceso vivido en primera persona, sus gestos, sus respuestas y su firmeza a la hora de atender el interrogatorio en el plenario con respecto a su posición como un testigo cualificado que es, al mismo tiempo, la víctima del delito”.

En fin, con todas las cautelas que impone una doctrina tan opaca, parece que el TS apunta veladamente a que, ante casos de violencia de género, el juzgador deberá otorgar una preeminencia valorativa a la declaración testifical de la denunciante (“privilegiada” y “cualificada”), debiendo fijar su atención a la hora de otorgarle credibilidad, en particular, en el componente gestual y verbal de esa deposición. A pesar de sus constantes requiebros retóricos -la tinta del calamar-, el TS solo puede estar queriendo expresar un enunciado: la declaración testifical de las denunciantes de delitos de violencia de género debe ser ponderada, en línea de principio (pero no “siempre y en cualquier caso”), con un plus de verosimilitud intrínseca. Dicho sea con las palabras de la Sala Segunda:

“en su categorización probatoria está en un grado mayor que el mero testigo ajeno y externo al hecho, como mero perceptor visual de lo que ha ocurrido”.

La aludida petitio principii es algo más que un error lógico-formal. Esa predisposición favorable a la versión de la denunciante -ya se interprete como una creencia prevalente de partida en su testimonio o como una suerte de prueba legal negativa que impediría al acusado enervarla a través de otros medios probatorios menos “cualificados”- no es compatible con el derecho a la presunción de inocencia. Porque este es precisamente uno de los pocos principios –en este caso, de naturaleza procesal y constitucional- que no admite rebaja conceptual alguna. El Tribunal Constitucional ha dicho  que   “sirve  de  base  a  todo  el  procedimiento  criminal  y  condiciona  su  estructura,  constituyendo  uno  de  los  principios   cardinales   del   Derecho   Penal   contemporáneo,   en   sus   facetas   sustantiva  y  formal” (STC  111/1999). La presunción de inocencia actuaría “como límite a la potestad legislativa y como criterio condicionador de las interpretaciones de las normas vigentes” (STC  109/1986) respecto de todo el proceso penal.

Por eso, el derecho a la presunción de inocencia en su vertiente de regla de juicio impide ontológicamente otorgar ab initio una preeminencia probatoria -sea de la intensidad que sea- a una determinada prueba de cargo, en perjuicio del acusado. Porque en tal caso el punto de partida del juicio oral habría dejado ya de ser una presunción incondicionada favorable al reo, para pasar a serlo una nebulosa de indicaciones contrapuestas. Esto no quiere decir que el tribunal, una vez practicada toda la prueba, no pueda otorgar mayor peso probatorio a un medio probatorio en concreto, incluida la declaración testifical de la denunciante.

El “privilegio” epistemológico del testimonio del denominado testigo-víctima por el que abogan estas SSTS tiene necesariamente un reverso: la correlativa degradación del estatus jurídico-procesal del acusado.

 

Razones para la alarma

Citaba a Orwell al principio de esta entrada en la medida en que no creo que sea casual que estas sentencias estén llenas de extensas frases subordinadas, circunloquios y contradicciones: creo que ese divorcio entre lo pretendido y lo expresamente enunciado podría cabalmente explicarlo.

Que esta confusa doctrina jurisprudencial no es inocua se aprecia con claridad -es un ejemplo escogido entre varias resoluciones del mismo tenor- en la Sentencia núm. 114/2019, de 11 junio, de Audiencia Provincial de Ciudad Real (Sección 2ª) que, previa cita de las referidas sentencias del TS, adopta de forma acrítica esta supravaloración del testimonio de la denunciante de maltrato (sustentado, por cierto, en ese caso, en una corroboración periférica muy débil) para fundar una condena.

Desde el plano axiológico, no se atisba a comprender por qué razón la declaración testifical de la (supuesta) víctima de este tipo de delitos merecía un tratamiento probatorio privilegiado sobre los denunciantes de otros tipos delictivos diversos que también ostenten la condición de testigos directos -y sujetos pasivos- de los hechos objeto de la acusación. ¿Acaso el padre que presencia cómo su hijo intenta supuestamente quitarle la vida merece, en abstracto, menor credibilidad de partida?

Por lo que se refiere a la epistemología, no hay base empírica o científica alguna que avale un tratamiento valorativo diferenciado. La verosimilitud concreta de un determinado testimonio vendrá dada por una serie compleja de factores -de los que aquí no puedo ocuparme- pero no, desde luego, por la naturaleza del delito que se esté investigando. No es más probable que la testigo diga la verdad por el solo hecho de ser denunciante de un delito de violencia de género. Tengo reservas epistémicas para aceptar este tipo de conjeturas. De hecho, precisamente por su relación con los hechos investigados se ha tratado tradicionalmente con especial prevención el testimonio de quien dice ser sujeto pasivo de un delito, sea el que fuere (una interesantísima muestra de las dificultades que entraña su valoración en los denominados “delitos clandestinos” se encuentra en la STS nº 687/2019, de 3 de marzo, y en el voto particular que la acompaña). El denunciante puede decir o no la verdad, naturalmente, pero su testimonio también podría verse afectado por la subjetividad provocada por su proximidad a los hechos investigados.

No existe un modelo ideal de víctima/denunciante de violencia sexista sub specie aeternitatis. Lo dejó escrito Ferrajoli en las luminosas páginas de Derecho y razón:

“En realidad, puesto que lo desmiente la experiencia, es falsa cualquier generalización sobre la fiabilidad de un tipo de prueba o conjunto de pruebas”.

Es sabido que los Estados democráticos herederos de la tradición ilustrada configuran el proceso penal no tanto como un vehículo para castigar al culpable, sino como un sofisticado mecanismo de protección del inocente. No hay problema conceptual alguno en concebir el procedimiento penal de forma estructuralmente asimétrica, como un instrumento diseñado para domeñar los “poderes salvajes” -por seguir con la terminología del profesor florentino- del Estado, inevitablemente tendentes al exceso. Pero siempre con la condición de que esa asimetría juegue a favor del acusado y no al revés.

Todo ese complejo -y delicado- andamiaje procesal se sostiene sobre un eje que no admite modulaciones:  la presunción de inocencia. No puede darse por sentado -aunque sea de forma provisoria- aquello que precisamente se tiene que probar en el seno del proceso penal, por muy odioso que sea el presunto delito que se investiga. Como en la escalera de Wittgenstein: uno tiene que subir hasta la azotea del juicio oral antes poder desprenderse -si es el caso- de la presunción de inocencia del acusado. El orden no puede invertirse. Cualquier entendimiento distinto de los roles de los intervinientes en la causa lesiona irremediablemente el art. 24.2 CE.

 

La minusvaloración de la presunción de inocencia

La excusa para sortear esta garantía estructural del proceso penal no pueden ser las dificultades objetivas de probar la comisión de determinados delitos (porque, por ejemplo, suelan perpetrarse de forma habitual en la intimidad, como ocurre no solo con la violencia de género, sino también con los abusos sexuales a menores). Ese es el precio que debemos pagar, gustosamente, para no castigar a personas inocentes, aun cuando, por desgracia, ello implique la imposibilidad de condenar a algunos verdaderos culpables.

Y digo esto porque detrás de esta tendencia jurisprudencial a la hipervaloración de la declaración testifical de la denunciante bien pudiera estar el temor a que un número significativo de conductas delictivas quedara impune, ante la inexistencia de otra prueba de cargo que el testimonio incriminador de aquella. Esta implícita minusvaloración de la presunción de inocencia ante determinados tipos delictivos clandestinos se aprecia bien en la STS nº 332/2019, de 27 de junio:

“En este caso la argumentación del Tribunal en cuanto a la valoración de la prueba es correcta y explicativa sobre el proceso llevado a cabo por el Tribunal para enervar la presunción de inocencia, en base no solo a la declaración de la víctima, que en estos casos es relevante y determinante en casos de delitos sexuales cometidos con menores y la gravedad que ello supone para el desarrollo de su personalidad. Debe valorarse en estos casos, también, el perjuicio grave en el desarrollo futuro del menor de edad, como concepto a tener en cuenta en delitos de esta naturaleza perpetrados sin testigos y en un ambiente tan hostil para ellos como suponen los ataques sexuales cometidos por familiares, o de su entorno, como puede ser en este caso quien asumía la condición de responsable familiar, lo que lleva consigo un ataque a su personalidad y a su desarrollo futuro que debe tenerse en cuenta en estos casos por la gravedad intrínseca que determina el ataque sexual de un adulto a un menor para el que esos hechos suponen un tremendo shock que influirá en su desarrollo y en sus relaciones personales, provocando, además, una barrera difícil de superar en atención al negativo impacto emocional que le provocan estos hechos que no comprende y que le causarán una «servidumbre psicológica» que está en contra de los principios protectores que rodean toda la legislación del menor, cuyo interés debe ser tutelado por afectar, también, a su propio desarrollo sexual y visualizar estos hechos como algo negativo en su futuro”.

Concedo que la Sala Segunda no llega a sostener de forma explícita que deban relajarse las exigencias probatorias ante estos delitos. Pero introducir en el razonamiento probatorio ese tipo de reflexiones sobre el impacto de esos ilícitos penales en sus potenciales víctimas no deja de mandar un mensaje implícito perturbador. El Derecho Procesal no puede ser nunca el cauce para añadir un plus de desvalor aflictivo a determinadas conductas, por muy execrables que nos parezcan. Para eso está el Derecho Penal, donde el legislador debe aquilatar las penas en función, precisamente, de la gravedad del injusto (y, al menos idealmente, guiado por el principio de la proporcionalidad).

Una cuestión distinta es que, con el Código Penal español vigente en la mano, tras sus innumerables reformas, sea sensato abogar por una mayor exasperación de las penas. Lo dudo. En cualquier caso, para combatir esta lacra no deben recortarse las garantías procesales del acusado. En rigor, y retomando el análisis de esta bienintencionada jurisprudencia, a la hora de valorar si el cuadro probatorio es suficientemente sólido para enervar la presunción de inocencia no solo no debería tomarse en cuenta por el juzgador la gravedad de los delitos objeto de acusación o las consecuencias que provocan en sus víctimas. Debería serle indiferente.

Lo ha explicado muy bien la excelente sentencia del Tribunal Supremo, Sala Segunda, nº 172/2020, de 10 de junio:

“Pero ni la gravedad del hecho, ni la duración de las penas asociadas a estos comportamientos permiten, desde luego, rebajar el estándar de garantías exigible, siempre y en todo caso, en la jurisdicción penal. El derecho a la presunción de inocencia no conoce modulaciones en su vigencia en función de la naturaleza del hecho que está siendo objeto de investigación y de enjuiciamiento. Quien se enfrenta al ius puniendi del Estado como hipotético responsable de una agresión sexual tiene necesariamente que gozar del mismo marco de garantías con el que cuenta cualquier otro ciudadano que, para responder de otros delitos, se convierte en destinatario de una acusación penal”.

Por lo demás, como la propia STS nº 282/2018 reconoce, el legislador tuvo la oportunidad, apenas tres años antes, de modificar el estatus probatorio de la declaración del denunciante por medio de la Ley 4/2015, de 17 de abril, del Estatuto de la Víctima del Delito. Y no lo hizo. La lección a extraer de esta decisión del Parlamento es exactamente la contraria a la que propugna esa resolución. No se trata de enmendar la labor del Poder Legislativo, sino de respetar su voluntad. Que en el derecho comparado no se contemplen precedentes de la figura procesal del “testigo privilegiado”  también debería ser motivo de reflexión.

 

Otra vez, la mística de la inmediación

Resuena también en estas sentencias de la Sala Segunda el eco de la llamada “mística de la inmediación judicial”. Se trata de la equivocada creencia de que los jueces y jurados serán en gran medida capaces, presenciando personalmente la deposición del acusado y de los testigos en el plenario, de saber si dicen o no la verdad. La sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid de 10 de enero de 2006 (Sección 4ª) es un ejemplo arquetípico de este entendimiento iluminista (el adjetivo es de Perfecto Andrés Ibañez) del ejercicio de la función jurisdiccional (se trataba de evaluar la verosimilitud de las palabras de un menor que había sido sometido a una presunta -y salvaje- agresión sexual por otros dos adolescentes varones). Al tribunal le resulta convincente su declaración -al igual que al juez a quo– por ser “aun en los momentos más delicados, tranquila, clara, tajante, sin atisbos de dudas ni contradicciones relevantes”.

Lo cierto es que la psicología del testimonio viene alertando desde hace años que el grado de acierto de los jueces en este campo es muy reducido, ligeramente superior al que resultaría de lanzar una moneda al aire (Arce y Fariña, “Psicología del testimonio: evaluación de la credibilidad y de la huella psíquica en el contexto penal”Cuadernos de Derecho Judicial, v. 7, 2005).

La mencionada STS nº 282/2018, del 13 de junio, alude una y otra vez a la necesidad de interpretar la gestualidad de la denunciante durante su declaración en el juicio oral.  No me importa insistir en que la hermenéutica de los gestos, inflexiones vocales, reacciones físicas, etc., es una labor de extraordinaria complejidad técnica. Extraer conclusiones sobre la veracidad o falsedad del contenido de una declaración con base en este tipo de datos entraña un altísimo riesgo de error, incluso cuando ese análisis lo realizan especialistas en la materia (entre los que no se encuentren, por cierto, jueces y jurados, aunque aquellos acrisolen años de experiencia forense). Sus virtudes epistémicas tienden a sobreestimarse sistemáticamente y no es infrecuente que el juzgador, orillando una valoración racionalista de la prueba, caiga en la tentación de dejarse llevar por su intuición. Así lo advierte, con precisión de cirujano, la ya citada STS de 10 de junio de 2020:

“En la imputación jurisdiccional de un hecho criminal no valen, desde luego, las intuiciones valorativas ni en la proclamación de presentimientos percibidos como reales. Lo contrario supondría alejar al proceso penal y, de modo especial, las técnicas de valoración probatoria, de su verdadero fundamento racional. En definitiva, la afirmación del juicio de autoría no puede hacerse depender de una persuasión interior, de una convicción marcadamente subjetiva y, como tal, ajena al contenido objetivo de las pruebas. Esta Sala, en fin, solo puede avalar un modelo racional de conocimiento y valoración probatoria en el que no tienen cabida las proclamaciones puramente intuitivas y, como tales, basadas en percepciones íntimas no enlazadas con el resultado objetivo de la actividad probatoria desplegada por las partes”.

 

Coda: dos culturas jurisdiccionales opuestas

Soy plenamente consciente del titánico esfuerzo de la Sala Segunda por resolver, cada año, cientos de recursos de casación. Pretender que un tribunal con tal carga de trabajo y no demasiados medios pueda conformar un cuerpo de doctrina siempre coherente y homogéneo sería una quimera. Pienso también que es muy fácil, para quienes no se encuentran en su piel, demorarse en el estudio de alguna de sus resoluciones para, con todo el tiempo del mundo, espigar sus eventuales deficiencias y deleitarse en la tarea.

Nada más lejos de mi intención con estas líneas que incurrir en esa suerte de “toreo de salón” jurídico. Pero creo que les será más útil a sus magistrados -y más estimulante intelectualmente- una reflexión crítica sobre el sentido de un determinado corpus jurisprudencial, que un comentario de sentencia cortesanamente elogioso.

No se trata de obstaculizar de forma gratuita la represión penal de delitos tan graves como los vinculados a la violencia machista -ni de negar a las denunciantes las obligaciones asistenciales de la Administración desde el mismo momento en que se formula la denuncia-, sino de garantizar que se respeta, también en estos casos, el haz de garantías procesales mínimo del que debe gozar todo acusado. Garantías que precisamente otorgan legitimidad racional -y democrática- a una eventual sentencia condenatoria. Puede que, parafraseando el título del libro de Pablo de Lora, lo sexual sea jurídico. Pero no debería ser antijurídico.

En último término, esta jurisprudencia sobre la valoración del testimonio de las denunciantes del delito de violencia de género, que no es ni mucho menos uniforme en la Sala de lo Penal del TS (salvo error por mi parte, todas las resoluciones que abogan por conceder ese privilegio probatorio a la declaración de la denunciante, con excepción de la STS nº 149/2019, han sido redactadas por un mismo ponente), pone de manifiesto que actualmente coexisten entre sus magistrados dos visiones contrapuestas de la valoración probatoria. Una, de corte emotivista, que sigue otorgando primacía a las intuiciones del juez y al (limitado) rendimiento probatorio de la inmediación. Otra, de naturaleza racionalista, que aboga por un entendimiento en clave objetiva de la valoración de las pruebas y mira con un saludable escepticismo toda percepción íntima del juez que no pueda compartir intersubjetivamente (vid., STS nº 172/2020).

En el libre mercado de las ideas jurídicas (por decirlo à la Holmes), no tengo dudas sobre cuál de estas dos visiones acabará por imponerse.


Foto: Manuel María de Miguel