Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

 

1. Que tan riquísima persona haya celebrado una efeméride redonda constituye un motivo de júbilo. Algo bueno tenía que quedar en esta época en la que el optimismo puede tener mucho de ceguera, cuando no de insensatez.

 

2. Su obra escrita es (o debiera ser) conocida por todos los de nuestro oficio. Hay que citar, entre otras muchas cosas, su libro “El arbitrio judicial”, de 2000, un aldabonazo -una bomba, dicho sea sin ambages- frente al pensamiento jurídico convencional. Y, en otro estilo y con un tono distinto, más ortodoxo si se quiere, o menos heterodoxo, su “Derecho Administrativo sancionador”, ya con incontables ediciones: otras tantas joyas, dicho sea sin exageración.

Pero es que también estamos además ante un historiador de primer orden. De nuevo me ciño a dos cosas: “Los primeros pasos del Estado constitucional”, sobre la regencia de María Cristina (la de Nápoles, o sea, la viuda de Fernando VII, de quien había sido la cuarta de sus mujeres: la madre de Isabel II y Luisa Fernanda, en suma) y el sensacional “La rebelión militar de la Generalitat de Cataluña contra la República”, con objeto en el paripé de Luis Companys el 6 de octubre de 1934. El mejor de los estudios que ha merecido aquella opereta, empleada sea la palabra sin ofender a Jacques Offenbach ni a nuestro Luis Mariano (irundarra de pro de cuyo fallecimiento se cumple por cierto medio siglo). Ni tampoco a la memoria de las casi 100 personas que murieron aquella noche en los rifirrafes.

Y no se olvide que estamos además ante un sociólogo de primer orden y, sin que tal cosa pueda ser separable de ello, un observador agudísimo, y por supuesto pesimista, de las mentalidades: un auténtico reportero, pudiera decirse. Ahí, puesto a seleccionar algo -tarea nada sencilla porque se excluyen cosas importantísimas-, se puede quedar uno con su “España en astillas” o sus libros sobre la corrupción o el desgobierno. Escritos, lo que tiene aún más mérito, hace veinte o treinta años, uno de esos momentos, raros en España pero no inexistentes, en los que estábamos encantados de habernos conocido y de ser como somos. Cuando todo era sólido, como ha dicho con sesgo retrospectivo, y poniéndole ese título irónico, un Antonio Muñoz Molina.

Alejandro, dicho sea para recapitular, ha demostrado que se ríe de las clasificaciones de la literatura por géneros. Salvo novela y poesía (que se sepa), nuestro hombre ha escrito de todo. Y siempre muy bien. Es, sí, un jurista, y de postín, pero esa etiqueta se le quedó corta en seguida. Quizás habría que pensar, por poner referencias recientes, en alguno de los dos Franciscos granadinos, un Ayala o un Murillo, para toparse con quienes se pudiese paragonar. Palabras mayores.

 

3. Pero, como decía Saint-Beuve, una obra literaria no resulta inteligible sin conocer a la persona o, nunca mejor dicho en este caso, al personaje. Un castellano de raza y, en cuanto tal, un hombre de campo (de El Cerrato, nada menos), como Miguel Delibes, por continuar buscando parangones entre lo mejor, entendiendo por tal lo más austero, dicho sea para precisar. Tiene un punto cascarrabias aunque bajo esa apariencia se embosca alguien de educación exquisita e incluso con una envidiable capacidad de contención cuando las circunstancias se alinean en contra y existen razones objetivas para ponerse hecho un basilisco y literalmente destrozar al interlocutor. Se muestra incluso entrañable o al menos, cuando soberanamente lo quiere, resulta capaz de serlo. Y, ya en síntesis, estamos ante un hombre nada convencional. Único, en muy buena medida. Para bien, por si alguna duda quedaba.

 

4. Los juristas, en la que es nuestra jerga cada vez más esotérica, solemos emplear la palabra “personalísimo” para referirnos a lo que resulta intransferible o casi indisociable de alguien, de su ADN, por así llamarle. Pero eso no significa que a Alejandro Nieto no se le puede practicar un test de trazabilidad. Y es que, por muy privativamente suyo que sea todo, lo cierto es que hemos ido a toparnos ante un heredero o, si se quiere, un continuador. Un eslabón -noble, ciertamente- de una saga.

El fundador de tan ilustre estirpe fue Luis Vélez de Guevara (1579-1644), que, siempre por supuesto dentro del barroco y en singular del conceptismo, supo dar hechuras literarias al diablo cojuelo, el que iba levantando los tejados de las casas para ver lo (poco enseñable) que había dentro: un aguafiestas, para entendernos, igual que en nuestra época es Alejandro, el autor de los libros del desgobierno y de la corrupción. Contemporáneo de Vélez de Guevara fue su correligionario Quevedo (1580-1645), que en un momento de desesperación no tuvo más remedio que confesar, con forma de soneto, eso tan desgarrado de “miré los muros de la patria mía, si un tiempo firmes ya desmoronados”. Entre ese llanto y la “España en astillas” de 1993 salta a la vista la línea de continuidad.

También es nuestro hombre tributario de Galdós (1843-1920), que a diario veía cosas que no le gustaban nada y cada vez se reconcomía más ante las dificultades para regenerarlas, palabra por cierto siempre mágica en nuestro país. Lo que nunca llega.

Ni que decir tiene que el cuarto de la lista es Baroja (1872-1956), de quien Alejandro supone la reencarnación y no sólo porque ambos acostumbrasen a llevar boina -Francisco Sosa Wagner lo acaba de recordar en ABC– y a mostrarse a veces muy enojados. El Baroja, por supuesto, no de las novelas, sino el ensayista. Por ejemplo, el de “Las horas solitarias: nota de un aprendiz de psicólogo”, de 1918. O, claro está, el de “Ayer y hoy”, de 1939, sus reflexiones, no precisamente dulces, desde el exilio parisino.

Pero, con ser perceptible en Alejandro la huella de todos ellos (Vélez de Guevara, Quevedo, Galdós y Baroja: a nuestro hombre le ha afluido lo mejor, y eso sin contar a Ayala y a Murillo), a nadie le podrá extrañar que se deba añadir a la lista de antecesores intelectuales (los “acreedores preferentes” de Alejandro) un hombre del cine, Luis García Berlanga, sobre todo el más corrosivo, el de “La Escopeta Nacional” (1978) y “Patrimonio Nacional” (1981): hace por tanto cuarenta años, en los inicios de nuestra vida constitucional, cuando todo era ilusionante en grado sumo y pensábamos que las instituciones en ciernes iban a ser algo más que meras apariencias. Si hay alguien que puede mostrarse vitriólico hasta el despelleje y la carne viva, ese tenía que ser un valenciano, porque nada más kitsch que lo levantino. Un castellano, y además no dedicado al espectáculo, se topa ahí con mucho de lo que acabar aprendiendo. Pero, dicho sea para poner los puntos sobre las íes, también aprender es un arte y hay que saber hacerlo. Las películas de Luis las pudo ver mucha gente y Alejandro sólo tenemos el nuestro. Y a mucha honra.

 

5. Ahora nos anuncia un libro inminente sobre la primera república. Seguro que será buenísimo.

 

6. El autor de estas líneas debe confesar, por si los lectores no lo saben, que le asiste la enorme suerte de que, desde hace muchos años, a Alejandro lo encuentra cerca: a tiro de llamada de teléfono móvil y de conversación entre risas. Pero eso no le quita un ápice de objetividad en los juicios.