Por Luis Arroyo Jiménez

 

La utilización de algoritmos se está extendiendo de forma considerable tanto en el sector privado como en la actuación de los poderes públicos. En este segundo ámbito se suscitan problemas específicos porque su actuación está sometida a presupuestos normativos cualificados, como los deberes de transparencia y motivación, el derecho de audiencia o los límites del ejercicio de la discrecionalidad, que pueden satisfacerse con más dificultad debido a las características de ciertos tipos de algoritmos.

El reciente artículo de A. Boix en la nueva Revista de Derecho Público: Teoría y Método aborda esta cuestión. La tesis que defiende se concreta en las dos afirmaciones siguientes:

(i) los algoritmos que utilizan las Administraciones públicas para adoptar decisiones son reglamentos porque cumplen una función de regulación de sus actuaciones futuras semejante a la que éstos desempeñan con carácter general; y

(ii) precisamente por ser reglamentos, los algoritmos que utilizan las Administraciones públicas para adoptar decisiones deben quedar sometidos a las garantías tradicionales –todas ellas, aunque con ciertas posibles modulaciones– que nuestro ordenamiento impone a la adopción de ese tipo de norma jurídica.

La argumentación establece pues una vinculación necesaria entre la función que despliegan los algoritmos, su naturaleza o calificación jurídicas y, en fin, el régimen jurídico al que han de quedar sujetos. Esta línea de razonamiento plantea dos dificultades importantes, de orden teórico y metodológico, a las que me referiré sucesivamente.

 

Por qué los algoritmos no son reglamentos

 

Desde una perspectiva teórica, la tesis descansa sobre un presupuesto discutible, como es la afirmación de que son reglamentos los instrumentos cuya función sea programar el comportamiento futuro de las Administraciones públicas. En el lenguaje que manejamos normalmente los juristas (por cierto, no sólo los españoles) los reglamentos se caracterizan por cumplir esa función, pero también por presentar otras dos propiedades. La primera, que se refiere a su objeto, consiste en ejercer tal función a través de determinaciones abstractas. La segunda es de carácter formal y consiste en expresarse a través de un determinado tipo normativo al que las normas secundarias del sistema jurídico, que ordenan el reconocimiento de la validez y de la eficacia de los elementos que lo conforman, reconocen como norma jurídica.

Un reglamento es, por tanto, un tipo característico de norma jurídica que programa el comportamiento de sus destinatarios mediante determinaciones abstractas. Podemos precisar algo más la categoría, pero no es necesario a los efectos que nos ocupan. Baste aquí señalar que si un concreto instrumento cumple esa función institucional pero, o bien lo hace a través de determinaciones concretas, o bien no se expresa a través de un tipo normativo reconocido por el sistema, entonces no será un reglamento. Veamos los dos supuestos.

En ocasiones las Administraciones públicas adoptan decisiones de función reguladora que, sin embargo, no son reglamentos porque tienen un objeto concreto. Un ejemplo de ello son las decisiones administrativas habilitantes de función reguladora: se trata de actos, contratos o convenios administrativos que configuran el estatus jurídico de concretos operadores económicos y que, al hacerlo, cumplen una función de regulación del mercado (Arroyo Jiménez, Libre empresa y títulos habilitantes, CEPC, Madrid, 2004, pp. 504 y ss.). Otro ejemplo son los actos materiales concretos de función reguladora a los que la doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional federal alemán reconoce excepcionalmente la aptitud de crear restricciones sobre las libertades económicas a pesar de no producir efectos jurídicos sobre sus destinatarios, debido precisamente a que desempeñan esa función de regulación sectorial. Todos estos son ejemplos de actos (jurídicamente formalizados unos, de carácter material otros) que, a pesar de desplegar una función reguladora, no son reglamentos porque tienen un objeto concreto.

Una mayor proximidad con los reglamentos presentan los instrumentos de función reguladora cuyas determinaciones tienen un objeto abstracto, pero que no se expresan a través de un tipo normativo reconocido como tal por el sistema jurídico. Encontramos numerosos ejemplos de ello en la enorme variedad de instrumentos de soft law elaborados por las Administraciones públicas. Se trata de instrumentos que programan el futuro comportamiento de sus destinatarios a través de disposiciones generales (o, para ser más precisos, de disposiciones definidas mediante un supuesto de hecho abstracto) y que incluso pueden producir efectos jurídicos de diversa naturaleza. Sin embargo, no son reglamentos (ni ningún otro tipo de norma perteneciente al Derecho objetivo) porque carecen del efecto jurídico característico de las normas jurídicas: operar como presupuesto de validez de otros actos o normas posteriores.

 

Los instrumentos de soft law no se distinguen de los reglamentos ni en su función reguladora ni en la textura lingüística de sus determinaciones, sino más bien en el hecho de que carecen de efectos anulatorios directos (Arroyo Jiménez/Rodríguez de Santiago, European and domestic soft law within Spanish administratve law, 2020). Lo expresa con claridad el art. 6.2 LRJSP (y la regla se encuentra en muchos otros sistemas jurídicos): el

“incumplimiento de las instrucciones u órdenes de servicio (o de cualesquiera otras medidas de soft law, podríamos añadir) no afecta por sí solo a la validez de los actos dictados por los órganos administrativos”.

Su incumplimiento puede generar otros efectos jurídicos distintos (efectos anulatorios indirectos, efectos interpretativos, efectos resarcitorios y efectos sancionadores internos), pero no determina por sí solo la invalidez de los actos en los que se concrete (efectos anulatorios directos). La razón por la que no lo hace es que los instrumentos de soft law no son normas jurídicas y, por lo tanto, no son reglamentos. Por ello no se benefician de su inderogabilidad singular, que es una propiedad de los reglamentos en tanto que normas jurídicas.

En esta circunstancia los algoritmos se asemejan a los instrumentos de soft law. Los algoritmos que utilizan las Administraciones públicas para adoptar sus decisiones no son reglamentos, a pesar de cumplir una función reguladora y de concretarse en disposiciones abstractas, porque no operan por sí solos como presupuestos de validez de los actos dictados por las Administraciones públicas, de tal manera que si éstas se separan de ellos en el futuro, los actos correspondientes no serán necesariamente inválidos porque no habrán incurrido al hacerlo en una infracción del ordenamiento jurídico.

De nuevo, ello no impide que los algoritmos empleados por las Administraciones públicas puedan, según los casos, producir otros efectos jurídicos. Por un lado, es posible que una norma jurídica (esta sí Derecho objetivo) ordene su cumplimiento, o bien imponga una carga de motivación en caso de que la autoridad pretenda separarse de ellos en un caso concreto (por ejemplo, el principio de igualdad). En cualquiera de los dos supuestos los efectos anulatorios serán meramente indirectos, y resultarán de la infracción de esa otra norma. Si se prefiere, la inaplicación del algoritmo en un caso concreto puede formar parte del supuesto de hecho al que esa otra norma vincula como consecuencia jurídica la invalidez del acto administrativo.

Por otro lado, es también posible que la inaplicación del algoritmo en un caso concreto suponga apartarse de una práctica administrativa consistentemente observada en el pasado y que ello determine, no ya la invalidez del acto (por ejemplo, por lesión del principio de igualdad) como en el caso anterior, sino el nacimiento de una pretensión indemnizatoria en virtud del principio de confianza legítima. En definitiva, la consistente utilización del algoritmo puede dar lugar a un supuesto de autovinculación administrativa, en los mismos términos que el precedente o el soft law administrativo.

Finalmente, es posible que la utilización del algoritmo haya sido ordenada por una autoridad jerárquicamente superior, de modo que, al no utilizarlo, el órgano administrativo haya incumplido el principio de jerarquía y su titular pueda ser sancionado disciplinariamente (arts. 6.2 LRJSP y 95.2 EBEP). Nada de ello convierte, sin embargo, en reglamentos a los algoritmos que utilizan las Administraciones para adoptar decisiones.

 

Por qué no es necesario que lo sean

 

Desde una perspectiva metodológica, la tesis presenta una cierta inconsistencia: por un lado, en ella subyace la idea (a mi juicio plenamente acertada) de que es la función de los instrumentos jurídico-administrativos la que determina más intensamente su régimen jurídico; por otro lado, sin embargo, el autor siente la necesidad de interponer entre aquella y éste la perspectiva de su naturaleza y calificación formales. Parece como si no bastara constatar la función reguladora de los algoritmos para llegar a la conclusión de que deben quedar sujetos a un régimen jurídico adecuado a esa tarea, y fuera preciso aplicarles antes la etiqueta o concepto tradicionalmente utilizado para racionalizar jurídicamente a los instrumentos que han venido cumpliendo dicha función en el pasado.

Sin embargo, no hay tal necesidad. Hace ya décadas que Villar Palasí observó la (relativa) intercambiabilidad funcional de las técnicas de intervención administrativa (Villar Palasí, La intervención administrativa en la industria, IEP, Madrid, 1964, pp. 92 y ss.): instrumentos o tipos de actuación conceptualmente diferentes pueden cumplir la misma función institucional, es decir, pueden utilizarse para perseguir la misma finalidad. Así, antes se ha demostrado que para programar el comportamiento futuro de los sujetos que desarrollan una actividad la Administración puede utilizar formas jurídicas muy diversas: reglamentos, actos, contratos, convenios, actos materiales y medidas no vinculantes.

Pero es que, además, el hecho de que instrumentos y técnicas de actuación administrativa conceptualmente diferentes cumplan una misma función determina que su régimen jurídico tienda a aproximarse (Arroyo Jiménez, Libre empresa y títulos habilitantes, CEPC, Madrid, 2004, pp. 435 y ss., y 570 y ss.). El motivo reside en que el régimen jurídico al que está sometida cada técnica de actuación jurídico-administrativa no depende sólo (ni siquiera principalmente) de su concreta ubicación en un sistema conceptual (por ejemplo, en el de las formas jurídicas a través de las que se expresan las potestades administrativas: norma acto, contrato, etc.), sino sobre todo de su función institucional, es decir, de aquello para lo que va a ser utilizada por las Administraciones públicas (programación, selección, control, etc.).

En definitiva, para justificar que la utilización de algoritmos por las Administraciones públicas en la adopción de decisiones administrativas tiene que estar sometida a ciertas garantías, tradicionalmente asociadas a los reglamentos, no hace falta decir que los algoritmos son reglamentos, sino que basta constatar que su utilización por las Administraciones públicas cumple la misma función que en el caso de los reglamentos justifica su sometimiento a ese régimen jurídico. Se logra así, en fin, el mismo resultado, sin necesidad de deformar una categoría como la del reglamento, cuyo régimen jurídico no sólo resulta de su función (reguladora), sino también del modo concreto en el que la despliega (carácter vinculante y determinaciones abstractas). Más aún, por este camino se evita aplicar en bloque el régimen jurídico de los reglamentos a la decisión de utilizar un algoritmo para adoptar decisiones administrativas, un resultado éste que el propio A. Boix reconoce excesivo por cuanto que admite la necesidad de adaptar o reelaborar ese régimen.

 

Conclusión

 

Es cierto, en fin, que el Derecho debe extender ciertas garantías jurídicas propias del Estado democrático de Derecho (transparencia y publicidad, explicabilidad, participación, estabilización, etc.) a las decisiones administrativas adoptadas mediante la utilización de ciertos algoritmos. Y esa labor debe realizarse simultáneamente en los planos de la dogmática jurídico-administrativa y de la reforma del Derecho administrativo. Sin embargo, para ello no es necesario ni sistemáticamente adecuado sostener que los algoritmos son reglamentos.


Foto: Miguel Rodrigo. Berlín