Por Gabriel Doménech

 

La legislación española consagra desde hace más de cien años el denominado principio de inderogabilidad singular de los reglamentos, que hoy aparece formulado, además en otros preceptos, en el artículo 37.1 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común:

«Las resoluciones administrativas de carácter particular no podrán vulnerar lo establecido en una disposición de carácter general, aunque aquéllas procedan de un órgano de igual o superior jerarquía al que dictó la disposición general».

Este tradicional principio contrasta con la no menos tradicional inexistencia de un principio análogo de inderogabilidad singular de las normas con rango de ley. El legislador siempre ha podido y sigue pudiendo, bajo ciertas condiciones, excepcionar mediante una ley singular lo establecido previamente en una ley general (véase, por todas, la STC 159/2021, de 16 de septiembre, FJ 3).

La justificación de esta inderogabilidad singular y de la llamativa diferencia que aquí existe entre normas legislativas y reglamentarias siempre me ha parecido algo misteriosa e intrigante. Desde que en 1958 García de Enterría publicara su clásico estudio sobre el tema (véase aquí), y gracias a su enorme influencia, la mayoría de la doctrina española ha considerado que el fundamento de esta norma se encuentra en el principio de legalidad, entendido en sentido amplio, como vinculación de la actividad administrativa al Derecho. La Administración, cuando actúa, cuando dicta resoluciones singulares, está sometida a todo el ordenamiento jurídico, del que forman parte sus propios reglamentos, por lo que aquellas no pueden vulnerar lo establecido en estos. En cambio, «el poder legislativo es un poder de pura creación jurídica y en esta función no está nunca predeterminado por sus producciones normativas anteriores: es, en cada momento y en todos ellos, libre, originario, soberano» (García de Enterría y Fernández Rodríguez).

Esta teoría nunca me ha convencido, principalmente porque el legislativo, después de la entrada en vigor de la Constitución de 1978, ha dejado de ser un poder libre, originario y soberano. Y, como todos los poderes públicos, también está sujeto «a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico» (art. 9.3 CE), del que forman parte las leyes. Tanto el legislador como la Administración están sometidos al Derecho, en el que se integran las normas que ambos dictan. No se comprende, por ello, cómo esa sujeción impide a la Administración derogar singularmente sus propias normas y, en cambio, no constituye óbice para que el legislador haga lo mismo con las suyas.

Boquera Oliver ha visto en el principio de igualdad la razón de ser de la inderogabilidad singular de los reglamentos, pero tampoco esta teoría me parece acertada. Dicha inderogabilidad está obviamente conectada con los principios constitucionales de igualdad, seguridad jurídica e interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos. Excepcionar mediante una resolución administrativa, para un caso concreto, lo dispuesto con carácter general y abstracto en un reglamento puede menoscabar ciertamente dichos principios. Ahora bien, no es inexorable que ello ocurra.

Los citados principios constitucionales no bastan por sí solos para justificar dicha norma, ni la diferencia que aquí existe entre leyes y reglamentos. Nótese, en primer lugar, que la inderogabilidad singular de los reglamentos no prohíbe sin más el trato desigual, sino sólo la dispensa singular de un reglamento no prevista por este. En segundo lugar, los mentados principios no prohíben cualquier desigualdad o excepción a la regla general, sino solo aquella carente de razones justificativas suficientes. La norma considerada, en cambio, se aplica de manera prácticamente automática, sin necesidad de analizar si la desigualdad está o no materialmente justificada. En tercer lugar, aquellos principios constitucionales también vinculan al legislador, pero no le impiden necesariamente que excepcione mediante una ley singular lo establecido previamente en una ley abstracta y general. Lo que no quita que el legislador democrático tenga un mayor margen que la Administración para implementar tales principios.

En mi opinión, al margen del soporte (parcial) que los principios de igualdad, interdicción de la arbitrariedad y seguridad jurídica prestan a la inderogabilidad singular de los reglamentos, cabe estimar que esta obedece a una suerte de principio contrarius actus. Habida cuenta de que las normas reglamentarias, de resultas de su alcance general, tienen una mayor trascendencia para los intereses afectados que las resoluciones singulares, el procedimiento que la Administración debe observar para elaborar las primeras es más denso y ofrece mayores garantías de acierto que el previsto por la ley para dictar las segundas. De ahí, también, que las regulaciones establecidas a través de aquel procedimiento no puedan ser alteradas por la Administración si no es a través de un procedimiento que ofrezca al menos las mismas garantías.

Ello explica por qué la jurisprudencia entiende que no se vulnera dicho principio cuando la Administración modifica a través de una regulación singular suficientemente justificada lo establecido mediante una regulación general previa, cuando ambas tienen el mismo rango y han sido establecidas a través del mismo procedimiento previsto por la ley (STS de 19 de julio de 2017, ES:TS:2017:3079). En palabras de la sentencia del Tribunal Supremo de 1 de diciembre de 2011 (ES:TS:2011:8394):

«puede resultar admisible… la ordenación singular o para un supuesto concreto efectuada por la propia norma [lo que] requerirá de una especial justificación que dote al tratamiento singular o excepcional del necesario elemento de racionalidad y disipe cualquier indicio de arbitrariedad».

En sentido similar, García de Enterría, en su citado trabajo de 1958, señalaba que

«cabe modificar un reglamento sustituyendo sus normas generales por normas singulares para supuestos casuísticos».

Nótese que la «norma singular» que modifica un reglamento para un «supuesto casuístico» es, en realidad, una resolución singular «vestida» de reglamento. Un acto administrativo singular no se convierte en una norma reglamentaria por el mero hecho de haber sido aprobado por el procedimiento de elaboración de los reglamentos, porque lo propio de estos es contener una regulación abstracta y general, «que no se agota con un solo cumplimiento», sino que es susceptible de ser aplicada en un número indefinido de casos (según sostiene el propio García de Enterría). Sin embargo, el hecho de haber sido aprobado a través de ese mismo procedimiento sí permite que dicho acto pueda derogar singularmente lo establecido con carácter general por una norma reglamentaria previa.

Ello explica también por qué el legislador también puede, en principio, dictar leyes singulares: el procedimiento que ha de seguirse para elaborarlas es exactamente el mismo que el establecido para aprobar leyes generales.

Nuestra legislación urbanística contempla desde hace décadas otra regla que no pocos autores y sentencias consideran una manifestación del principio de inderogabilidad singular de los reglamentos (así lo estiman, por ejemplo, las SSTS de 11 de noviembre de 2008, ES:TS:2008:6560, y 1 de diciembre de 2011, ES:TS:2011:8394): «serán nulas de pleno derecho las reservas de dispensación que se contuviesen en los planes u ordenanzas» (art. 46 de la Ley del Suelo de 1956, luego reiterado en otras muchas disposiciones legislativas).

Sin embargo, esta regla presenta dos grandes diferencias con el principio aquí analizado. La primera es que, mientras este limita el poder de dictar resoluciones administrativas singulares (al prohibir que tales decisiones contradigan lo dispuesto en un reglamento), aquella regla limita la potestad de la Administración de dictar disposiciones reglamentarias, al prohibir que en sus preceptos se permita excepcionar en un caso concreto lo dispuesto con carácter general por ellas.

La segunda diferencia es que esta última prohibición no es absoluta. Es perfectamente lícito que una norma reglamentaria contemple la posibilidad de que, en circunstancias excepcionales, definidas con mayor o menor vaguedad por la norma y apreciadas caso por caso por la Administración, se excepcione el régimen reglamentario previsto con carácter general para casos similares, siempre que la excepción cuente con la debida justificación (SSTS de 11 de octubre de 2005, ES:TS:2005:6042, y 1 de diciembre de 2011, ES:TS:2011:8394) y, en particular, siempre que respete los referidos principios de igualdad, interdicción de la arbitrariedad y seguridad jurídica. Lo que aquel precepto legislativo veda no es la posibilidad de que las normas reglamentarias permitan cualquier excepción o dispensa de sus reglas generales, sino sólo la «dispensa no justificada del régimen general» (STS de 1 de diciembre de 2011, ES:TS:2011:8394). Lo que prohíben son las «desigualdades carentes de motivación, coherencia y justificación» (Alegre Ávila y Sánchez Lamelas).


La imagen es un cuadro de Luciano Ventrone