Por Jesús Barquín Sanz

 

Es bien conocido que una amplia mayoría del Congreso ha aprobado la tramitación de una proposición de ley sobre la eutanasia. Lo que quizás no todos tengan tan claro es que el objeto de este embrión de ley orgánica no es propiamente despenalizar la eutanasia, sino regular el procedimiento, requisitos, garantías, órganos y competencias que permitirán acceder en España a la prestación por profesionales sanitarios de ayuda para morir. En una disposición final, casi incidental, modifica el Código Penal para declarar literalmente que «no es punible la conducta del médico o médica que con actos necesarios y directos causare o cooperare a la muerte de una persona, cuando esta sufra una enfermedad grave e incurable o enfermedad grave, crónica e invalidante, en los términos establecidos en la normativa sanitaria». Hasta aquí todo aparentemente correcto, ¿o no? Pues no: hay a mi juicio algunos motivos por los que la valoración desde una perspectiva penal de esta proposición de ley, tal y como viene redactada inicialmente, debe ser negativa.

Para comenzar, se aprecia un notorio contraste entre la precisión técnica con que en general está redactada la proposición de ley en sí, desde la Exposición de motivos hasta sus últimas disposiciones (detrás de ello está sin duda la mano de una persona o un equipo solvente, lo cual es una excelente noticia), y el desaliño de la disposición destinada a modificar el Código Penal, que pareciera haberse añadido de manera apresurada o, cuando menos, indolente. Más allá de la torpe redacción («una enfermedad grave e incurable o enfermedad grave, crónica e invalidante»), esta cláusula incurre en la incomprensible omisión de limitar la despenalización a la estricta conducta del médico. Una lectura literal da a entender que no quedarían exentos de pena los demás profesionales sanitarios (e incluso no sanitarios: personal administrativo) que interviniesen en la prestación de ayuda para morir conforme a lo establecido en la ley. Esto es absurdo y, por lo tanto, de estar vigente habría de ser corregido vía interpretación sistemática. En la ley propiamente dicha hay numerosas referencias, según los matices del contexto, al «médico o médica», a «los y las profesionales de enfermería» y a «los profesionales sanitarios» (en este caso, curiosamente siempre expresado tan solo en género masculino). Parece claro que la referencia de la cláusula despenalizadora al «médico o médica» deberá ser sustituida por una mención más amplia, cuando menos al «profesional sanitario». Incluso, más allá, lo acertado sería cambiarla simplemente por «la persona», puesto que la remisión final a la «normativa sanitaria» ya delimita suficientemente los hechos en el marco del procedimiento establecido por la ley para acceder a la prestación de ayuda para morir. Así se blindaría de paso la participación activa que pudieran tener en dicho procedimiento familiares y otras personas cercanas al fallecido o colaboradoras altruistas.

Lo anterior es un tecnicismo probablemente menor y es de esperar que se subsane en la tramitación de la proposición de ley. Aun así, no conviene perder de vista que en los asuntos penales, como en tantos otros, el diablo suele estar en los detalles. Si en algo conviene hilar fino, es en la redacción del Código Penal, por más que esta sea una batalla en la que en ocasiones le vienen a uno ganas de darse definitivamente por vencido.

Lo más gordo del asunto tiene que ver con la confianza del legislador en los taumatúrgicos efectos de esta futura ley, que vendría a borrar de un plumazo las situaciones en las que una persona se pueda ver compelida a colaborar en la muerte de otra por compasión o por solidaridad fuera del contexto de la asistencia sanitaria. Desde la perspectiva de la ley, a partir de su entrada en vigor ya no será necesario prever una atenuación por cooperar en la muerte voluntaria de una persona que sufre; en consecuencia, deroga la rebaja en hasta dos grados de la pena que establece el vigente art. 143.4 CP. Si esta proposición de ley es aprobada en sus actuales términos, futuras conductas similares a la de don Ángel Hernández cuando ayudó a morir a su esposa o a la de la amiga que ayudó a morir a don Ramón Sampedro dejarán de tener el amparo de una sustancial rebaja de la pena. Esta atenuación, en la práctica, favorece que estos hechos no sean apenas perseguidos por el sistema de justicia penal (hay poquísimas condenas en las últimas décadas y, cuando las hay, suelen ser simbólicas y no conllevan consecuencias punitivas reales para el condenado).

Es ilusoria la idea de que, una vez regulado el derecho a acceder a la prestación sanitaria de ayuda para morir, desaparecerá para todo el mundo la necesidad de cooperar en la muerte de otro fuera del control del sistema. El mundo real no cambia de un plumazo porque una ley lo diga. Seguirá habiendo personas (afortunadamente muchas menos que antes y, por eso, sin duda esta proposición de ley debe salir adelante con las deseables correcciones) que, ya sea por desconocimiento, por situación de marginalidad o desamparo, por desconfianza o por desesperación incluso irracional, realicen estas conductas al margen del procedimiento y de las garantías establecidas por la ley. Suprimir para tales casos la rebaja de las penas es no solo desafortunado, sino más aún: una decisión cruel. De hecho, sigo sosteniendo que, desde ya y sin necesidad de normativa sanitaria adicional, deberían despenalizarse los supuestos eutanásicos de cooperación no ejecutiva en el suicidio de otra persona, como sucede, con matices, en los ordenamientos de Alemania y de algunos estados de los EE. UU. Pero lo que me parece del todo inaceptable es que una proposición de ley pensada para dar un tratamiento jurídico y sanitario más humano a los supuestos de eutanasia acabe teniendo como efecto colateral la agravación de la respuesta penal a un número de casos que, se quiera o no se quiera reconocer, seguirán ocurriendo fuera de los márgenes del sistema de salud.


[*] Este artículo fue publicado originalmente como columna de opinión en el diario Ideal de Granada el 23 de febrero de 2020

Foto: Miguel Rodrigo, Berlín