Por Antonio Manuel Peña Freire

 

No es fácil realizar un análisis jurídico de la Proposición de Ley Orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social de Cataluña (Proposición de Ley de Amnistía). Demasiadas circunstancias de la Proposición –que no formara parte de los compromisos electorales del partido que la promueve, cuyo cabeza de lista se había opuesto reiteradamente a la misma antes de las elecciones, que se formule en el contexto de una investidura, que haya sido acordada con un prófugo de la Justicia, que se haya presentado como Proposición de Ley para evitar requerir los informes que hubieran sido precisos de haberse promovido como Proyecto de Ley, que tramite por la vía de urgencia, por solo citar algunas– sugieren que nos hallamos ante un enorme fraude democrático. Estas circunstancias llegan a ser tan insoportables que casi invitan a tirar la toalla y a desistir de un análisis estrictamente jurídico de su contenido. El mismo Preámbulo de la Proposición de Ley de Amnistía, recibido con alborozo por algunos juristas partidarios de la medida, apunta a esa conclusión, pues es una sucesión de errores, tergiversaciones, manipulaciones y quizás incluso engaños, que, en su conjunto, provocaría sonrojo sino fuera escandaloso.

Sin embargo, la gravedad del asunto hace aconsejable armarse de razones frente a la pretensión de aprobar la Ley de Amnistía. Mi intención, en esa línea, es explicar por qué ninguna de las razones que pueden encontrarse en el Preámbulo de la Proposición de Ley de Amnistía ni en las publicaciones, hasta ahora en su mayoría en la prensa, de sus partidarios, me parecen aceptables y por qué la Proposición de Ley de Amnistía, en mi opinión, debería ser rechazada en sede parlamentaria o, en su caso, en el Tribunal Constitucional por ser incompatible con lo que la Constitución establece a propósito del ejercicio del derecho de gracia. No me pronunciaré, por tanto, sobre su oportunidad política o, más bien, sobre su inoportunidad en lo que tiene de dar satisfacción y recompensar a quien, en nombre de una ideología perversa y caduca, ha actuado mal y no solo no se arrepiente de lo que ha hecho, sino que insiste en que volverá a hacerlo. Incentivos para desistir, desde luego, no se le ofrecen; más bien todo lo contrario.

Si nos centramos en la parte jurídica del asunto, encontraremos en el Preámbulo de la Proposición de Ley de Amnistía algunos supuestos argumentos a favor de la constitucionalidad de una ley de amnistía. Se hace referencia a leyes anteriores a la entrada en vigor de la Constitución que incluyen el término “amnistía” en sus textos, como, por ejemplo, el art. 666 LECRIM e incluso a unas pocas disposiciones reglamentarias posteriores a la Constitución que la señalan como causa de extinción de la responsabilidad disciplinaria de unos pocos cuerpos de funcionarios (Reales Decretos 796/2005, 1608/2005, 2003/1986 y 33/1986).

Nada de esto me parece relevante. Salvo algunos casos de derogación expresa y otros de ajuste legislativo, no se produjo una operación de limpieza en profundidad de la literalidad del ordenamiento jurídico para proceder a eliminar disposiciones superfluas o irrelevantes desde el punto de vista constitucional. La persistencia formal, aún hoy en día, de ciertos términos en leyes anteriores a la Constitución no significa que sean constitucionales sus respectivas referencias.

Hay que entender, sin embargo, que esa limpieza sí se produjo en un caso y para el asunto que nos ocupa, pues el Código Penal aprobado en 1995 no contiene referencia alguna a la amnistía entre las causas que eximen de la responsabilidad criminal: no estando permitido por la Constitución amnistiar a nadie, como es mi tesis, no procede mencionar a la amnistía entre las circunstancias que provocan la extinción de esa responsabilidad. Relevante es también que la Proposición de Ley de Amnistía, vía disposición adicional, pretenda restaurar la mención a la amnistía como causa de extinción de la responsabilidad, lo que sugiere una suerte de constitucionalidad sobrevenida y oportunista de la potestad para amnistiar y, de paso, desvirtúa los argumentos de quienes como los autores del Informe elaborado para Sumar a propósito de la Amnistía consideraban irrelevante la ausencia en el aún vigente art. 130 CP. ¿Si la ausencia de mención no demostraba que la amnistía fuera inconstitucional, por qué se pretende ahora incluirla como causa de exención de la responsabilidad criminal?

Incluso algo más: si la ausencia de mención en el Código Penal no es argumento relevante contra la constitucionalidad de la amnistía porque, siendo el Código Penal una ley orgánica, no sería procedente que su texto condicionase a las leyes orgánicas a través de las que se aprueben amnistías, no se entiende por qué son relevantes las menciones en los reales decretos antes citados.

Respecto de la presencia de la mención en el Código anterior en el periodo que va desde el 1978 al 1995 se explica fácilmente por lo comentado a propósito de las leyes preconstitucionales.

Art. 112.3 CP 1973 “La responsabilidad penal se extingue: 3.º Por amnistía, la cual extingue por completo la pena y todos sus efectos”.

Otro argumento, aparentemente más sólido, pero igualmente irrelevante, apunta a que el Tribunal Constitucional en diversas sentencias habría validado la potestad para amnistiar, es decir, que habría reconocido una atribución de la Constitución a las Cortes Generales para autorizar amnistías. Al respecto, es importante señalar que no ha habido ninguna amnistía postconstitucional y que, por tanto, el TC no ha podido pronunciarse sobre la constitucionalidad de ninguna ley postconstitucional de amnistía.

La llamada Amnistía Fiscal de 2012 no es propiamente una amnistía, sino un proceso de regularización fiscal extraordinario, es decir, que no borra ilícitos ni exime de sanciones, por mucho que de hecho supusiera una condonación parcial de la cuantía de las obligaciones tributarias. La denominación, probablemente de origen político o periodístico, no debería interferir en el debate jurídico sobre la amnistía que ahora se tramita. En cualquier caso, la regularización fue declarada inconstitucional y nada en la STC 73/2017 sugiere que hubiera sido constitucional de haberse aprobado por ley.

Sí es verdad que el TC se ha pronunciado sobre la constitucionalidad de algunas leyes que desarrollaban efectos de la amnistía aprobada en octubre del 77 (STC 76/1986) referidos fundamentalmente a cuestiones laborales o prestacionales y también sobre algunos recursos de amparo que cuestionaban la aplicación de algunas determinaciones de la amnistía del 77 que distinguían, por ejemplo, entre personal civil o militar (STC 63/1983). Especialmente llamativo me parece el caso de la STC 147/1987, de la que se seguiría, según el Preámbulo de la Proposición de Ley de Amnistía, que no hay en la Constitución restricción directa a las amnistías. Literalmente señala:

La constitucionalidad de la amnistía fue declarada por el Tribunal Constitucional, en su sentencia 147/1986, de 25 de noviembre, a propósito precisamente de la aplicación de la Ley 46/1977. En este pronunciamiento, se afirma taxativamente que “no hay restricción constitucional directa sobre esta materia”

Siendo bienintencionados, diremos que esa referencia solo puede significar eso si se la presenta descontextualizada. La STC 147/1886 resuelve un recurso referido a la Ley 1/1986 –no a la ley 46/1977 de Amnistía– en la que se declaraban imprescriptibles ciertas acciones dirigidas, fundamentalmente, al restablecimiento de la relación laboral cuando se hubiera visto finalizada por algún hecho amnistiado en 1977. El Tribunal Constitucional dice que sobre el asunto al que se refiere la Ley 1/86 no hay restricción constitucional directa, es decir, el TC dice que sobre la duración de las acciones laborales no hay restricción directa en la Constitución. No se refiere a la amnistía, sino a la duración de los plazos de las acciones laborales. Dejo a criterio del lector el determinar si lo que hace el Preámbulo con esa referencia es un error, una tergiversación o un engaño.

Desde luego tampoco tiene sentido decir que, puesto que el TC no declaró inconstitucional la amnistía del 77, amnistiar es constitucional. La razón es bien sencilla: la Ley de Amnistía no fue recurrida, algo obvio si tenemos en cuenta que es preconstitucional, luego mal podría haber declarado el TC su inconstitucionalidad. Que sea inconstitucional amnistiar después de la Constitución no implica tampoco que sea necesario revertir los efectos de una amnistía preconstitucional, algo que no era ni jurídicamente posible ni tampoco políticamente aconsejable. Deberían ser innecesarias las explicaciones del porqué.

Si prescindimos de razones más o menos circunstanciales y vamos a lo que hay en la Constitución sobre amnistías, lo que encontraremos es el art. 62 i), que establece, literalmente, que

“corresponde al Rey: i) El ejercicio del derecho de gracia conforme a la ley, que no podrá autorizar indultos generales”.

Hay quienes consideran que esa disposición de la Constitución no permite la aprobación de leyes de amnistía. Para Gimbernat, (ABC, 24/9/2023).

“si incluso el indulto general está prohibido por la CE, con mayor motivo tiene que estarlo la amnistía, que constituye una medida de gracia mucho más amplia (argumento ‘a minori ad maius’”.

Los partidarios de la amnistía señalan que de la prohibición por la Constitución de los indultos generales se sigue que permite los particulares y también permite las amnistías, por ser esta una manifestación del derecho de gracia cualitativamente distinta a los indultos. Esta afirmación, a falta de más justificación, se da por suficientemente respaldada a partir de una alusión incidental del Tribunal Constitucional al asunto, replicada por el Preámbulo de la Proposición de Ley de Amnistía, en la STC 147/1986 en la que se dice que “es erróneo razonar sobre el indulto y la amnistía como figuras cuya diferencia es meramente cuantitativa, pues se hallan entre sí en una relación de diferenciación cualitativa”. Es también de esta opinión Javier García Roca (El País, 1/12/2023).

(…) una interpretación constitucional adecuada permite concluir que el artículo 62. i] CE no prohíbe la amnistía, pues reconoce el “derecho de gracia” lo que incluye la amnistía, y sólo prohíbe expresamente los “indultos generales”, que es una institución muy distinta. Las prohibiciones deben ser taxativas y no pueden extenderse mediante analogía, cercenando la libertad del legislador democrático.

Es verdad que el TC afirma que entre amnistías e indultos no hay una diferencia meramente cuantitativa. Pero de aquí no se sigue que no haya espacio para un razonamiento en términos a minori ad maius. Para que así fuera, tendríamos, en primer lugar, que conocer cuál es el contenido de la diferencia cualitativa entre amnistías e indultos, algo sobre lo que el TC no nos informa y, después, comprobar que efectivamente el sentido de la diferencia impide cualquier comparación en términos de más o menos. Quienes argumentan a favor de la constitucionalidad de la amnistía, sin embargo, sí presuponen de cosecha propia el primer elemento: la diferencia cualitativa consiste, a su juicio, en que las amnistías las concede el poder legislativo y que lo propio de los indultos es ser concedidos por el ejecutivo, de donde, siempre según su criterio, se sigue que es imposible una comparación entre amnistías e indultos en términos de más o menos.

Sin embargo, Gimbernat, de nuevo, afirma que los indultos generales, de estar permitidos, tendrían que venir autorizados en ley orgánica, lo que desvirtuaría el carácter necesario de esa diferencia orgánica o competencial. Podría pensarse también que esa conclusión presupone implícitamente que la amnistía es más que el indulto, precisamente por venir definida por el hecho de que puede concederla el legislativo que puede más y no quien, como el ejecutivo, puede menos.

Sin embargo, a mi juicio, podría haber otras diferencias entre indultos y amnistías más relevantes incluso que la recién señalada. De otro lado, podría suceder que alguna o algunas de esas diferencias no excluyesen la aplicación del argumento de que quien prohíbe lo más, prohíbe lo menos a amnistías e indultos. Desde un punto de vista general, la razón es sencilla: no cabe excluir la posibilidad de comparar en función de un criterio de valoración a dos magnitudes entre las que hubiera una diferencia cualitativa, porque del hecho de que una cosa sea cualitativamente distinta a otra no se sigue que esas dos cosas sean inconmensurables entre sí, ni que carezca de sentido toda comparación o valoración recíproca.

Todo lo anterior obliga a dar respuesta a la pregunta por la diferencia o diferencias entre indultos y amnistías. Si atendemos a lo que nos dice la Comisión de Venecia del Consejo de Europa (Opinión 710/2012), veremos, en primer lugar, que las amnistías, generalmente, son impersonales o se conceden a clases de personas y que los indultos afectan a un individuo o grupo de individuos. En segundo lugar, señala la Comisión que los indultos típicamente sirven para eximir del cumplimiento de una sentencia, mientras que las amnistías se podrían conceder incluso antes del inicio de los procedimientos penales y, por último, mientras que la amnistía usualmente es una competencia del legislativo, el indulto correspondería al Jefe del Estado o al Ejecutivo. Además, añade que el componente discrecional en los indultos suele ser amplio, razón por la que normalmente no se permite su recurso ni su revocación y que en el caso de las amnistías tampoco es normalmente permitida su revocación retroactiva, por ser contraria al principio de seguridad jurídica y de no retroactividad de las normas penales. Por último, la Comisión recuerda que hay importantes variaciones en el modo en que estas instituciones se manifiestan allí donde se contemplan y que son frecuentes formas híbridas.

Podría pensarse que lo último es lo único realmente importante, visto que no hay ningún rasgo estable o universal. No obstante, creo que sí es posible distinguir entre indultos y amnistías en un sentido general que trascienda las singularidades nacionales de las normas relativas al derecho de gracia. En un país donde todas las medidas de gracia fueran otorgadas por el mismo órgano, porque así viniese establecido en su constitución, aún podríamos distinguir entre, de un lado, aquellas medidas necesariamente concedidas después de la sentencia condenatoria que declara que se ha cometido un ilícito y ordena la ejecución de una sanción en las que se exime al infractor del cumplimiento total o parcial de la sanción y, de otro lado, las medidas concedidas antes de la sentencia en las que se cancela el deber de declarar oficialmente el ilícito, lo que lógicamente comporta también la extinción de la responsabilidad que hubiera correspondido en caso de su declaración.

Una forma extraña de indulto sería la anticipada, contemplada en el art. 3 Ley del Indulto. En la medida en que se trate de una medida que suspenda definitivamente el enjuiciamiento, la calificación que realmente merecería sería la de amnistía. Sin embargo, si esta singular expresión del derecho de gracia no impidiese la terminación del juicio ni el dictado de la sentencia, por mucho que una hipotética condena ya estuviera indultada, serían propiamente indultos, aunque concedidos anticipadamente. Como se verá, esta lectura permite mantener la idea de que indulto es la remisión de toda o parte de la pena a que hubiese sido condenado y que todavía no hubiese cumplido el delincuente, tal y como reza el art. 4 de esa misma ley. La distinción, tal y como ha sido presentada, late bajo la afirmación, popularizada estos días, de que el indulto perdona la pena la amnistía el delito.

A cada una de esas dos medidas de gracia podríamos llamarlas como quisiéramos. Sugiero llamar indulto a la gracia que presupone la sentencia y exime de la pena y amnistía a la que declara la extinción de la responsabilidad penal en términos más amplios, que implican cancelar los procedimientos penales en los que se investigan hechos aparentemente ilícitos y, por tanto, impiden que se dicte sentencia en la que se declare oficialmente la ilicitud de esos actos y se imponga la pena que legalmente corresponda.

Desde este punto de vista, lo que pretende hacer la Proposición de Ley de Amnistía cuando establece que los órganos judiciales decretarán el sobreseimiento libre en cualquier fase del procedimiento penal (art. 11 PLOA) es propiamente una amnistía, mientras que lo que hace cuando establece que se ordenará la puesta en libertad de las personas que se encuentren en prisión cumpliendo condena por hechos amnistiados (art. 4 Proposición de Ley de Amnistía) es propiamente un indulto (general, por cierto).

Pues bien, lo que sostendré es que, aun siendo decisiones cualitativamente distintas, amnistiar es más que indultar, es decir, que la cancelación del deber de declarar oficialmente que se ha cometido un ilícito es más que la remisión de la pena, conceda quien conceda esas gracias.

Es más, la posibilidad de que en algún país sea constitucional amnistiar precisamente atendiendo al mayor poder de quien es competente para hacerlo precisamente abonaría esta tesis.

Para terminar de comprender esta tesis hay que argumentar a partir de principios constitucionales y ver el modo en que cada una de esas dos medidas de gracia impactan sobre los principios del Estado de derecho

Adicionalmente, habría que no olvidar que, hasta la fecha y según la Constitución, España sigue siéndolo. Y, tristemente, no es baladí recordarlo.

Definiré el Estado de derecho como un ideal de gobierno referido al modo en que se ha de ejercer el poder que busca proteger a los miembros de una comunidad política del abuso en su ejercicio y que presupone que el derecho, por algunos de sus rasgos más distintivos, es un método apropiado para proveer esa protección.

Sigo aquí a Gerald Postema, Law’s Rule, Oxford University Press, 2023, pp. 53 y ss.

Adicionalmente, la realización de ese ideal exige respetar tres principios:

  • Legalidad: este principio prescribe que quienes ejercen el poder lo hagan en una forma característicamente jurídica: si presuponemos que el derecho previene el abuso del poder, hay que exigir al poder que se exprese en forma jurídica, es decir, que anuncie sus exigencias mediante estándares públicos y anteriores a los hechos que se quieren ordenar y que haga condicional sus reacciones coactivas al incumplimiento de esos estándares, es decir, hay que exigir que se gobierne mediante leyes que establezcan que determinados actos son debidos y que se apliquen cuando se incumplen, señalando a los responsables como autores de un incumplimiento e imponiéndoles la sanción que estuviera establecida.
  • Reflexividad: este principio prescribe que quienes gobiernan está sujetos a derecho, pues no sería posible realizar el ideal del Estado de derecho si pudieran dispensarse del cumplimiento de las normas o dispensar a quienes a ellos convenga para la satisfacción de sus intereses particulares.
  • Exclusividad: de este principio se sigue que quienes gobiernan solo tienen aquellas atribuciones que les hayan sido conferidas por el derecho. El derecho reclama exclusividad sobre cada acto del gobierno, de modo que las instituciones y funcionarios que actúan en su nombre no pueden actuar legítimamente si esa actuación no ha sido legalmente conferida y si no actúan en los términos en que el derecho haya dispuesto.

Por tanto, en un Estado de derecho las autoridades no pueden eximirse del cumplimiento de las normas ni eximir a otros cuando esto sea preciso para satisfacer sus intereses particulares. Solo podrían hacerlo si tuvieran una atribución específica para esos propósitos y en los términos de esa atribución, que, en cualquier caso, siempre sería una excepción a los principios del Estado de derecho.

Son tres las formas de eximirse o de eximir a otros del cumplimiento de las normas. Si pensamos detenidamente en ellas, veremos que es posible graduar el impacto que cada una de esas exenciones, aun siendo cualitativamente distintas, tendrían sobre el Estado de derecho.

Un gobernante podría, por ejemplo, eximir del deber de actuar conforme a las normas otorgando licencias antes de que las acciones hayan tenido lugar. Pensemos en un gobernante que otorgara a alguno de sus agentes licencia para matar. Esta licencia para llevar a cabo actos jurídicamente prohibidos excluiría radicalmente cualquier posibilidad de reproche, sea señalando la ilicitud cometida sea condenando a su responsable para sancionarles en el modo previsto.

Además de James Bond, en la vida real, en el debate jurídico post 11/9, se valoró la posibilidad de que el Presidente de los EEUU estuviera autorizado para autorizar la comisión de actos extralegales ex ante, es decir, a autorizar actuaciones que, en otras circunstancias, serían delictivas. Se propuso que esas licencias solo fuesen susceptibles de revisión política y que quedaran validadas con la reelección electoral. La doctrina dominante en EEUU rechazó esa posibilidad como contraria a la Constitución y al ideal del rule of law. Que ese sea un poder autorizado implícitamente por la Constitución o una atribución naturalmente perteneciente al Presidente a la vista de su condición de defensor del pueblo o del Estado, es un debate importante, pero no es objeto de este artículo. Al respecto, Oren Gross, “Chaos and Rules: Should Responses to Violent Crises Always Be Constitutional?”, The Yale Law Journal, Mar. 2003, 112/5, p. 1011.

Otra forma de eximir del cumplimiento del derecho es cancelando el deber de declarar oficialmente que alguien ha cometido un ilícito. En lugar de permitir actuaciones extralegales a alguien antes de que tengan lugar, se establece, después de llevadas a cabo, que unas acciones aparentemente contrarias al derecho no podrán ser declaradas ilegales, con lo que no procederán las consecuencias que el derecho típicamente asocia a la comisión de infracciones a sus normas. Esto es, con independencia de por quién sea otorgada y de otras condiciones contingentes, lo que sucede cuando se amnistían unos hechos cometidos por alguien. Amnistiar sería, por tanto, dejar sin efecto el deber de declarar oficialmente que se ha cometido un ilícito, es decir, cancelar la posibilidad de declarar que alguien con sus actos incumplió una norma vigente, que, sin embargo, sí que es exigible para otros.

Por último, se puede proceder a la cancelación de las consecuencias que se siguen del incumplimiento oficialmente declarado de una norma. Esto podría ser, con independencia de por quién sea otorgado y de otras circunstancias contingentes, lo que sucede cuando se indulta a alguien. Indultar sería, por tanto, cancelar las consecuencias de la declaración oficial de un ilícito, es decir, eximir a quien ha sido oficialmente declarado como infractor del deber de cumplir con las sanciones asociadas a la infracción cometida.

Tanto amnistías como indultos son, por tanto, excepciones a los principios del Estado de derecho. Son distintas porque hay diferencias en la intensidad con la que cada una de ellas impacta sobre esos principios: la amnistía impacta más severamente sobre ellos que el indulto.

A primera vista, es más perdonar el delito que perdonar solo la pena. Efectivamente, el indulto presupone una declaración oficial relativa a la ilegalidad de un acto cometido por alguien, si bien se exime a quien lo ha cometido de padecer las sanciones que legalmente correspondan. El derecho, con ese pronunciamiento oficial, ha tenido una ocasión para afirmarse: es posible señalar a alguien como infractor y mantener que hizo algo que está mal, aunque no padecerá la sanción que debía haber correspondido, normalmente, por alguna consideración conmiserativa o de justicia. Incluso si el indulto pudiera concederse por motivos puramente discrecionales, esa ocasión para la afirmación del derecho está presente: el indultado es un infractor o delincuente porque así ha sido declarado oficialmente y, precisamente por eso, ha podido ser indultado.

En el caso de la amnistía esa oportunidad para la afirmación oficial del derecho no se da, porque se decreta que actos cuyos responsables pueden estar investigándose, pendientes de juicio o juzgándose, no van a poder ser declarados oficialmente como ilícitos ni, por tanto, sus autores considerados infractores, lo que obviamente excluye de raíz la posibilidad de sancionarles. La amnistía equivale, por tanto, a una exención retroactiva del deber de cumplir con el derecho: lo que estaba y está prohibido para todos no podrá ser declarado ilícito pese a haber sido llevado a cabo por quienes han sido amnistiados. La diferencia de trato entre quienes siguen sujetos a la norma y quienes, pese a haberla incumplido, se han visto exentos de cualquier sanción e incluso de la consideración de que llevaron a cabo algo ilícito, es clamorosa.

Esta dimensión de impacto sobre el Estado de derecho es la que me parece relevante para definir el estatus constitucional de indultos y amnistías. La amnistía tiene un impacto más elevado sobre el Estado de derecho, independientemente tanto de quién la conceda como del número de afectados. Su impacto se sigue de su contenido y no del número de beneficiarios ni de la dignidad de quien la otorga. Dicho claramente: una amnistía personal concedida a un solo individuo impacta más intensamente en el Estado de derecho que un indulto que afectara a miles de presos. El primero no podrá ser juzgado, mientras que todos los segundos lo han sido y solo verán aliviada total o parcialmente su condena.

De lo dicho se sigue un criterio sólido para afirmar que la Constitución no permite ni amnistías y ni indultos generales y que solo permite indultos particulares. El mayor impacto de las amnistías en el Estado de derecho y la propensión del poder al abuso en el caso del segundo, son la justificación de esa opción constituyente.

En cualquier caso, frente a esa tesis, arguyen los partidarios de la Proposición de Ley de Amnistía que lo que el art. 62 CE prohíbe es que la ley autorice al ejecutivo la concesión de indultos generales, pero que nada impide, nuevamente, que la ley conceda amnistías. Se obvia normalmente que, en este caso, la ley también podría conceder indultos generales, porque si la ley puede conceder amnistías, que tienen el impacto elevado, también podría conceder indultos generales que tienen un impacto, por así decirlo, medio. Según este planteamiento, el art. 62 CE debería haber dicho algo así como que “corresponde al Rey el ejercicio del derecho de gracia con arreglo a la ley, que podrá otorgar amnistías y todo tipo de indultos y también autorizar al Gobierno a la concesión de indultos particulares”.

Obviamente no es esto lo que el auténtico art. 62 CE dice. El art. 62 CE prohíbe expresamente los indultos generales y, además, los prohíbe a la ley. Si la ley no puede autorizar indultos generales, no se explica cómo podría la ley autorizar amnistías, cuyo impacto es mayor que el de cualquier indulto.

Los partidarios de la amnistía, ahora a la defensiva, aún argumentan que, si se quería impedir a la ley la concesión de amnistías, debería haberse dicho expresadamente, como se hizo con los indultos generales. En este caso, la redacción del art. 62 CE debería haber sido la siguiente: “Corresponde al Rey: (i) otorgar indultos particulares con arreglo a la ley, que no podrá autorizar ni amnistías ni indultos generales”.

¿Por qué no dijeron eso quienes aprobaron la Constitución si era eso lo que querían? Hay una explicación, que casi es una razón: las mismas Cortes que aprobaron la Constitución habían aprobado una Ley de Amnistía en octubre de 1977. La Ley de Amnistía era uno de los pilares claves de la Transición Política y la Transición culminó, jurídicamente hablando, con la Constitución misma. No habría sido aconsejable, teniendo en cuenta que la amnistía había sido duramente criticada, fundamentalmente por fuerzas políticas y parlamentaria contrarias a la Constitución, que esta hubiera prohibido expresamente las leyes de amnistía, máxime cuando la ley de amnistía del 77 estaba aún ejecutándose. La Transición y la Constitución misma podrían haberse ido al traste por un pronunciamiento de ese género.

Por cierto, quienes nos oponemos a la Proposición de Ley de Amnistía también podemos preguntar a sus partidarios por qué la Constitución no permitió de modo expreso que se autorizasen leyes de amnistía si efectivamente los constituyentes querían que pudieran concederse. Nada habría sido más conveniente para aplacar las críticas contra la amnistía del 77 que una autorización constitucional expresa a las Cortes para amnistiar, autorización que, sin embargo, no se produjo. Además, no hay que olvidar que esa atribución no se permitió en la Constitución pese a que dos enmiendas – la 504 y la 744– al Anteproyecto de la Constitución la solicitaron, ya que ambas enmiendas fueron rechazadas.

Enmienda 504 de Raúl Morodo Leoncio. Texto propuesto: “Las Cortes Generales, que representarán al pueblo español, ejercen la potestad legislativa, sin perjuicio de lo dispuesto en el título VIII, otorgan amnistías, controla la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuye la Constitución” Enmienda 744 de César Lloréns. Texto propuesto: “Se prohíben los indultos generales. Los individuales serán concedidos por el Rey, previo informe del Tribunal Supremo y del Fiscal del Reino, en los casos y por el procedimiento que las leyes establezcan. Las amnistías solo podrán ser acordadas por el Parlamento”. Sin mucho debate, lo que quizás, nuevamente, abone la tesis de que el constituyente quería prohibir las amnistías, pero no quería decirlo, para no perjudicar a la del 77. Desde luego, lo que no puede sostenerse es que, a falta de razones expresas, son válidas las formuladas en 1931, como señala Javier García Roca en el artículo antes citado.

 

Conclusiones

En definitiva, siendo excepciones a un principio de la constitución institucional, como es el Estado de derecho, ninguna manifestación del derecho de gracia puede considerarse una habilitación tácita del gobernante, quien solo podrá ejercerlo si está jurídicamente habilitado para hacerlo y en las condiciones que jurídicamente se determinen. Lo contrario es una vulneración del principio de exclusividad.

Las referencias a las constituciones de otros países que se encuentran en el Preámbulo de la Proposición de Ley de Amnistía se entienden mejor una vez que se comprende cuáles son los principios constitutivos del Estado de derecho. En países como Italia, Francia, Portugal o Austria, hay una autorización constitucional expresa para conceder amnistías: no se incumple, por tanto, el principio de exclusividad. Sí se incumple el principio de exclusividad en el caso español.

Como la Constitución expresamente permite que la ley autorice indultos particulares, estos podrán ser concedidos en los términos que la ley determine. Sin embargo, la ley no puede autorizar ni indultos generales, como hace la Proposición de Ley de Amnistía, ni mucho menos amnistías, como también hace la Proposición de Ley de Amnistía. Lo primero está constitucionalmente prohibido de modo expreso a la ley. Lo segundo es más que lo anterior, con lo que está constitucionalmente prohibido a la ley con más razón. Afirmar que la ley puede autorizar amnistías es, por tanto, atribuir al legislador potestad para hacer algo peor que lo constitucionalmente está prohibido de modo expreso.

Además, supone introducir una incongruencia en la Constitución, salvo que se concluya que la ley puede autorizar indultos generales, lo que está en flagrante contradicción con el tenor del art. 63 CE.

Desde luego no es razonable decir que esta solución cercena la libertad del legislador democrático para solucionar políticamente los conflictos políticos.

Algo así se sigue del Dictamen elaborado para Sumar, donde se señala que existe un conflicto político que hace necesaria una decisión política por la que se acuerde la amnistía y que el Parlamento define la política criminal del Estado. Esto último es cierto, pero referido a la selección de “los bienes penalmente protegidos y los comportamientos penalmente reprensibles, como del tipo y la cuantía de las sanciones penales, o la proporción entre las conductas que pretende evitar y las penas con las que intenta conseguirlo”, no a juzgar ni privar de efectos a las normas en vigor sea parte de esa potestad parlamentaria, por estar atribuida a otro poder del Estado. Tampoco está de más recordar que esa mal llamada libertad la tienen las Cortes “con la excepción que le imponen las pautas elementales que emanan del Texto constitucional” (STC 129/1996).

Nada de eso tiene sentido en un Estado de derecho. El legislador no es libre y mucho menos libre para eximir del cumplimiento de las leyes permitiendo su inaplicación. Tampoco puede la solución de los conflictos políticos ordinariamente llevarse a cabo suspendiendo el derecho, es decir, habilitando al legislador a cancelar la aplicabilidad de las normas promulgadas cuando lo estime políticamente conveniente. En modo alguno puede considerarse que otorgar amnistías es una atribución legislativa ordinaria, vinculada al ejercicio de la potestad legislativa, que puede ser empleada normalmente para resolver conflictos políticos. Esto equivale a una negación frontal del Estado de derecho y a su transformación en un Estado dual donde el gobernante está habilitado para decidir cuando se cumple el derecho y cuando se suspende basándose en consideraciones puramente políticas.

Sobre este asunto Ernst Fraenkel, El Estado dual, Trotta, Madrid, 2022.

Desde luego, nada de eso está en la lógica ni de la Constitución ni del Estado de derecho. La suspensión del ordenamiento jurídico no puede ser considerada una potestad legislativa ordinaria. Solo será constitucional, pese a seguir siendo una excepción al Estado de derecho, cuando esté expresamente prevista y en los términos que se establezca, que deberían, además, ser interpretados en un sentido muy restrictivo.

Quizás lo único bueno de la amnistía es lo que nos enseña: que se puede vulnerar el Estado de derecho sustrayendo a los individuos considerados peligrosos de la jurisdicción de los tribunales ordinarios y también sustrayendo a individuos poderosos de la jurisdicción del derecho mismo, al eximirles de la obligación de cumplir con sus normas, es decir, al permitirles la pertenencia a la comunidad jurídica o la salida de ella a su propio criterio.

David Dyzenhaus, The Long Arc of Legality, Cambridge University Press, Cambridge, 2022, pp. 318 y ss.

Por eso, la afirmación de que el legislador disfruta de una atribución ordinaria para suspender los efectos regulares del derecho es una forma de socavar el Estado del derecho desde dentro: si quienes se suponen sometidos a derecho se declaran competentes para eximir o eximirse de su cumplimiento, el Estado de derecho no equivale a nada, salvo a una útil herramienta en manos del poder para la satisfacción de sus propios fines, exigiendo o eximiendo del cumplimiento de las normas a quien le convenga. El derecho, inicialmente pensado como una herramienta para asegurar que no se abusa del poder, acaba convertido en una herramienta para facilitar su expresión arbitraria. Nada más contrario al ideal del Estado derecho.


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