Por Juan Antonio Lascuraín

 

La palabra “amnistía” me evoca mi adolescencia en un país ilusionado: “¡Amnistía y libertad!”. Años después, ya en la Facultad de Derecho, el recuerdo es de un debate tan interesante como – pensábamos entonces – solo académico, estéril en la práctica: ¿cabe la amnistía en la Constitución? Y es que al fin y al cabo, cupiera o no, nadie pensaba que después de la generosa amnistía de 1977 hubiera ya lugar en el Estado democrático a un recurso tan contundente y casi siempre transicional como es el de la amnesia penal: el olvido de concretos delitos que en general se siguen considerando delitos.

Pues mire usted por dónde aquí estamos ahora unos cuantos lustros después con el debate sobre la amnistía resucitado y popularizado. No se habla de otra cosa en los últimos meses. No, claro, porque a los españoles nos haya dado una repentina fiebre por la reflexión constitucional, ni porque tras la condena hace cuatro años de los líderes independentistas catalanes se hubiera disparado un imparable runrún por el olvido penal, sino porque la aritmética parlamentaria ha colocado en la agenda política una propuesta de amnistía: la que tendría por objeto los delitos cometidos en torno al sedicente y, a decir del Tribunal Supremo, entonces sedicioso referéndum de 2017 en Cataluña. De la promesa de su aprobación ha dependido la formación del actual Gobierno y la pervivencia del actual Parlamento. No es una especulación: así lo han afirmado los líderes de los grupos parlamentarios concernidos.

La pregunta es en realidad tres preguntas. La primera es si nuestra Ley Fundamental permite las leyes de amnistía. La otras dos son si, en caso afirmativo, la concreta ley de amnistía que se propone es constitucional y, de serlo, si es políticamente justificable. Para que se apruebe una ley de amnistía haría falta que la amnistía quepa en nuestro sistema; además, en caso afirmativo, que la concreta ley que se apruebe se ajuste a la Constitución; y además, en caso afirmativo, que tal ley constitucionalmente aceptable sea buena para la sociedad española. Necesitamos tres síes, sin que el segundo arrastre el tercero, como a veces se ha tratado interesadamente de hacer ver (por ejemplo, con la despenalización de ciertos abortos consentidos por la gestante o con la prisión permanente revisable): una ley puede ser constitucional, posible, y ser una mala ley, que empeora el mundo, incluso mucho. Como advierte el Tribunal Constitucional, la desestimación de un recurso de inconstitucionalidad de una ley no supone juicio alguno acerca “de su conveniencia, de sus efectos, de su calidad o perfectibilidad o de su relación con otras alternativas posibles” (STC 55/1996).

 

¿Cabe la amnistía en la Constitución?

Vamos con la primera respuesta, muy controvertida entre los especialistas y que los mejores argumentos inclinan hacia el sí: creo que no está constitucionalmente prohibida toda amnistía. Es cierto que el artículo 62 i de la Constitución prohíbe los indultos generales, pero esta expresa abolición, inexistente para la amnistía – figura omnipresente en tiempos constituyentes y que por ello tuvo que estar en la cabeza de los parlamentarios -, más bien nos está alertando sobre la posibilidad de esta, que no es un plus sino un aliud, otra cosa, en relación con el indulto. El Constituyente desconfía expresamente del poder de gracia en manos del Ejecutivo pero nada dice de tal poder en manos nada menos que del legislador democrático, “un poder potencialmente ilimitado (dentro de la Constitución)” (STC 35/1982). Más bien lo que hace es presuponer que “la prerrogativa de gracia” es una posible competencia legislativa cuando la excluye, junto con otras, de la iniciativa popular (art. 87.3 CE). Resulta obvio que no habría que excluirla si fuera inexistente y resulta probable que no se está refiriendo solo a algo tan restringido como posibles modificaciones de la ley de indulto. En fin: ¿acaso hubiera sido inconstitucional aprobar en 1979 una nueva ley de amnistía si hipotéticamente la de 1977 hubiera sido, como lo fue la de 1976, excesivamente timorata para la concordia pretendida por el nuevo Estado?

A la posibilidad constitucional de una ley de amnistía se ha opuesto el argumento de que la falta de persecución o de sanción de ciertos delitos que lo son en virtud de normas penales que no se cuestionan chocaría con la reserva constitucional de jurisdicción del poder judicial, pues “corresponde exclusivamente a los juzgados y tribunales” juzgar y hacer ejecutar lo juzgado (art. 117.3 CE). La dúplica a esta objeción repara en que la jurisdicción, ese decir y aplicar el Derecho, tiene, claro, su espacio lógico en el Derecho, en la ley. Con alguna excepción, en nuestro ordenamiento constitucional solo los jueces dicen lo que dice la ley (la interpretan), y la aplican, y velan por tal aplicación, y tal cosa no se la puede atribuir por ley el Parlamento ni puede el Parlamento atribuírsela al Gobierno. Pero, aunque la frontera con la reserva de jurisdicción pueda tendencialmente terminar siendo muy fina, no es eso lo que hace una ley de amnistía, sino recortar el ámbito objetivo de la ley penal, tal como hacen por ejemplo los enunciados sobre prescripción penal o los que delimitan el alcance de las leyes penales en función del lugar donde se cometan los delitos (territorialidad) o, en caso de extraterritorialidad, de la nacionalidad de los sujetos que los cometen o del tipo de delitos de que se trate. La ley de amnistía no enjuicia y absuelve a los sujetos que cometieron determinados delitos, definidos normalmente además por el tiempo y por la finalidad que se extrae de su realización, sino que simplemente excluye la aplicación de la ley a los mismos: delimita el área de la ley, siquiera de un modo bastante singular. La composición final de la misma sería algo así como “el que cometa el delito A será penado con la pena B, salvo que el delito se haya cometido en el momento X y en las circunstancias Z”. Que una ley así sea constitucionalmente aceptable tiene que ver, como después se verá, con sus costes en términos de igualdad y de desprotección, pero no con una invasión de la potestad jurisdiccional.

 

¿Es inconstitucional esta ley de amnistía?

Que quepa una ley de amnistía en nuestra Constitución no implica obviamente que quepa la que ahora se propone. Para esta concreta legitimación será necesario que los severos costes constitucionales de esta futura ley, que son costes de toda ley de amnistía y que hacen de la misma un recurso anómalo y difícilmente justificable, se vean compensados por los beneficios constitucionales que se espera razonablemente de la norma.

El precio de una amnistía en términos de valores y bienes constitucionales es difícilmente exagerable si se tiene en cuenta algo en lo que me parece que merece la pena insistir: amnistiar no es derogar una norma penal porque carezca de sentido, sino inaplicarla a ciertos casos aunque sigamos creyendo en ella. Se trataría de no castigar ciertas malversaciones de dinero público, ciertas desobediencias o ciertos desórdenes públicos graves, a pesar de que como sociedad seguimos creyendo en la protección penal del patrimonio público frente a los desmanes de sus administradores, de la efectividad de las decisiones de las autoridades democráticas o de la paz pública frente a acciones colectivas que comporten violencia o intimidación en las personas o fuerza en las cosas. La amnistía no supone perdón alguno para malversadores, desobedientes o alteradores que cometieron sus conductas delictivas fuera de los límites temporales y materiales que establezca la ley de amnistía.

Me he ceñido a los tres delitos que más notoriamente van a ser objeto de amnistía, aunque la ley se refiere también expresa o implícitamente a la prevaricación, a la usurpación de funciones públicas, a los atentados a la autoridad, a la resistencia a la autoridad, a las lesiones que no sean muy graves, a los ultrajes a España, y a las injurias a las autoridades o a las instituciones públicas. En todo caso, sean más o menos los delitos amnistiados, el lector habrá adivinado ya que la primera víctima de la amnistía será el derecho a la igualdad de los ciudadanos ante la ley (art. 14 CE) (¿por qué mi malversación sí se castiga?), que no en vano está en el frontispicio de la declaración constitucional de los derechos fundamentales. Está después obviamente la protección de los esenciales bienes individuales y colectivos que protegen las normas penales al final inaplicadas, que no para otra cosa están tan antipáticas normas, dedicadas al amargo recurso de encerrar a los ciudadanos y ciudadanas que realizan conductas gravemente lesivas. La disuasión de las mismas queda inevitablemente tocada si los delitos no se detectan, o no se sancionan, o la pena no se cumple. Congelar la efectividad de un norma penal no es cualquier cosa: no lo es para los caudales públicos, para el ordenamiento democrático, para la paz pública, para la integridad física. Y queda en fin el derecho a la tutela judicial efectiva de las potenciales víctimas del delito (art. 24.1 CE), cuando estas existen, que comprende la legítima expectativa de que el posible delito se persiga y se haga con la seriedad propia de un procedimiento penal. Ello vale tanto para el manifestante golpeado por la policía como para el agente de policía apedreado por el manifestante.

En la amnistía, en toda amnistía, habitan la desigualdad, la inseguridad jurídica y la desprotección de la sociedad. Son graves costes constitucionales que desde luego no niegan siempre su legitimidad, como nos enseña la historia reciente de España o de Sudáfrica, pero la limitan sobremanera. Una ley de amnistía solo es democráticamente justificable si es necesaria para alcanzar beneficios sociales que sean aún más drásticos que sus elevados costes y que resulten seguramente alcanzables en su virtud. Para realizar esta ponderación, para cerciorarnos de que el negocio es constitucionalmente ventajoso, no sobrará desde luego ni la concurrencia de consenso social (tras una masiva reclamación social, la Ley 46/1977, la gran amnistía de la transición, fue aprobada por el noventa y tres por ciento de los parlamentarios) ni el descarte de todo asomo de autoamnistía.

Este juicio de proporcionalidad podrá depararnos dos resultados negativos para la ley: que la ley sea mala o que la ley sea pésima, inconstitucional.

El primero será el juicio político que harán los parlamentarios y los ciudadanos y que orientará su voto. El juicio de constitucionalidad le corresponde al Tribunal Constitucional y tendrá varias perspectivas, varios preceptos de la Ley Fundamental que podrían quedar quebrantados. Quizás su primera evaluación lo será por la falta de protección penal de los bienes a los que atacan los delitos amnistiados. Piénsese por ejemplo en la Hacienda Pública o en la integridad física, por citar dos bienes de indudable raigambre constitucional. El problema de esta perspectiva para expulsar la ley del ordenamiento es un problema al que se enfrentan las despenalizaciones y que creo que en este caso resulta insalvable: ni existe un agobiante principio de proporcionalidad inverso que obligue a penar cuando ello sea socialmente ventajoso, ni, salvo excepciones en las que el Estado tiene una posición de garantía, la desprotección penal equivale a la vulneración del bien desprotegido.

Una segunda perspectiva constitucional sería la de la vulneración de la tutela judicial efectiva de las víctimas del delito en los casos en los que las mismas existan. Lo que procedería aquí es la ponderación relativa a si la limitación de ese derecho, que no lo es por cierto a la pena ajena, queda justificada por la preservación de otros bienes constitucionales, lo que no sucederá si resulta claramente negativo el juicio de proporcionalidad al respecto. Si la finalidad de la amnistía no es loable, o no es conseguible con la ley, o es conseguible con un patente menor coste constitucional, o es notorio el desfase en moneda de valores constitucionales entre lo que ganamos y lo que perdemos con la ley.

No es muy distinta la perspectiva de constitucionalidad que me parece más incisiva, que es la de la igualdad de los ciudadanos ante la ley (pero bastante menos incisiva que la del mandato de no discriminación: de diferenciación por las razones odiosas que menciona el artículo 14 CE). Se trata al final de analizar si el coste de la diferenciación debe ceder por razones de proporcionalidad al fin constitucional al que la diferenciación sirve. A esta peculiar ponderación responde el canon que utiliza el Tribunal Constitucional para analizar las muchas leyes que diferencian entre ciudadanos (unos pagan más impuestos que otros; se subvenciona unas actividades empresariales y no otras; se pena más la malversación de funcionarios que la administración desleal de particulares, por poner algunos ejemplos). Entiende sensatamente la jurisprudencia constitucional que el mandato del artículo 14 CE no es tanto un “no diferencies” como un “diferencia solo cuando sea razonable”. Y esa razonabilidad se cifra en una triple exigencia:

“las diferenciaciones normativas habrán de mostrar, en primer lugar, un fin discernible y legítimo, tendrán que articularse, además, en términos no inconsistentes con tal finalidad y deberán, por último, no incurrir en desproporciones manifiestas a la hora de atribuir a los diferentes grupos y categorías derechos, obligaciones o cualesquiera otras situaciones jurídicas subjetivas” (STC 222/1992, de 11 de diciembre).

En relación con la restricción de la tutela judicial efectiva, y en relación con los dos primeros requisitos de la legitimación constitucional de la diferenciación normativa (fin legítimo y adecuación de la diferenciación para conseguirlo) me parece que, tratándose de una ponderación considerablemente abstracta, y ante la ponderación positiva realizada ya por el legislador democrático, va a resultar difícil que el Tribunal Constitucional la corrija a la vista de su deferente doctrina sobre la aplicación del principio de proporcionalidad al legislador penal, incluso cuando penaliza y lo que está en juego es el derecho a la libertad. Mayor es el interrogante que suscita la tercera exigencia del principio de igualdad, la de las consecuencias de la diferenciación, pues lo que hace la amnistía en última instancia, en algunos de los casos (cuando está en juego la prisión), es nada menos que diferenciar en la libertad: que unos vayan a la cárcel y otros no. Debe apuntarse en todo caso que también el Tribunal Constitucional vinculó este escalón de análisis con la finalidad de la desigualación en el cuestionamiento de las normas penales de violencia de género:

Este análisis de ausencia de desproporción habrá de tomar en cuenta así tanto la razón de la diferencia como la cuantificación de la misma: habrá de constatar la diferencia de trato que resulta de la norma cuestionada y relacionarla con la finalidad que persigue. El baremo de esta relación de proporcionalidad ha de ser de `contenido mínimo´, en atención de nuevo a la exclusiva potestad legislativa en la definición de los delitos y en la asignación de penas, y en convergencia con el baremo propio de la proporcionalidad de las penas (STC 161/1997, de 2 de octubre, FJ 12). Solo concurrirá una desproporción constitucionalmente reprochable ex principio de igualdad entre las consecuencias de los supuestos diferenciados cuando quepa apreciar entre ellos un `desequilibrio patente y excesivo o irrazonable … a partir de las pautas axiológicas constitucionalmente indiscutibles y de su concreción en la propia actividad legislativa´ (SSTC 55/1996, de 28 de marzo, FJ 9; 161/1997, FJ 12; 136/1999, de 20 de julio, FJ 23)” (STC 59/2008, de 14 de mayo, FJ 10).

 

¿Es constitucional pero mala?

Pero, como señalaba, la crítica a una ley no termina con su constitucionalidad, que solo dice que la norma no es horrible, insoportable para nuestros valores. Con las leyes tratamos de organizar la vida social. Las calificamos de buenas, regulares o malas según nos guste más o menos su objetivo y según las veamos capaces de conseguirlo. Ese es nuestro análisis político de las subidas o bajadas de impuestos, de las reformas laborales que flexibilizan o dificultan el despido, o de las normas que redefinen los delitos sexuales y rebajan sus penas. El debate de la constitucionalidad es un debate previo y distinto; si se quiere, más grueso: es el de si una ley es peor que mala. Si vale la famosa asimilación de leyes y salchichas que popularizó Churchill — es mejor que los ciudadanos no sepan cómo se hacen unas y otras—, se trata en él si la ley está podrida: si por atentar contra nuestras convicciones básicas de justicia debe tildarse de inconstitucional y tirarse a la basura, ser expulsada del ordenamiento jurídico. Es muy importante distinguir entre aquel listón de la inconveniencia de una ley — empeora la vida social, o no la mejora, o la mejora menos que otra ley alternativa— y este baremo de la insoportabilidad, el único que maneja el Tribunal Constitucional. Lo advirtió desde sus primeras sentencias: “en un plano hay que situar las decisiones políticas y el enjuiciamiento político que tales decisiones merezcan, y en otro plano distinto la calificación de inconstitucionalidad” (STC 11/1981). Y ello supone, conviene reiterarlo, y conviene reiterar su subrayado en la jurisprudencia constitucional, que la constitucionalidad de una ley no dice que la ley sea oportuna, o buena, o mejor que su inexistencia. Solo afirma su posibilidad en el amplio marco constitucional.

Regreso a la propuesta de ley de amnistía: quiero decir con lo anterior que el debate sobre su constitucionalidad es un debate sobre su posible pesimidad y que el mismo no debe ocultar en su caso (si es constitucional) la discusión siguiente y quizás principal, que es la discusión política sobre su conveniencia, sobre su bondad o su maldad. Y en ese debate la actual propuesta aporta muy poco para un combate para el que ya de antemano, en cuanto ley de excepcionalidad penal (“a vosotros, que hicisteis algo muy grave y que me sigue pareciendo muy grave, no os peno”), tiene todas las de perder. La búsqueda de la concordia como fin aparece severamente lastrada por la falta de consenso; por las anteriores declaraciones antiamnistía de los propios proponentes, incluso en la campaña electoral previa; por la relevante intervención ben su aprobación de parlamentarios favorecidos directa o indirectamente por la propia amnistía; por el rechazo de una parte significativa de la sociedad. Todo ello alimenta razonablemente el juicio de que el beneficio es pobre y dudoso, sin que desde luego lo sean los costes que para la organización social supone la ley que se propone: frente a la desigualdad y la desprotección que comporta toda amnistía y que siempre ha hecho harto difícil su plausibilidad democrática, hasta hacerla casi identificable con contextos transicionales. Aquí también nos echa una mano la historia: la historia de su excepcionalidad.


[*] Una primera versión de este artículo se publicó en El Mundo el día 27 de octubre de 2023 con el título ¨¿Amnistía? Sí, pero no”.

Juan Genovés, Amnistía