Por Javier Hernández Hernández

 

¿Cómo ha de abordar un jurista el caso en el que una compañía no cotizada y de tamaño medio busca dar entrada en su capital a un inversor profesional con el objetivo, esencialmente, de que aporte fondos nuevos para financiar su negocio?

Los socios de una compañía que se plantean dar entrada a un nuevo inversor lo hacen movidos por la ausencia de alternativas mejores de financiación para la compañía de carácter bancario. Normalmente, el inversor es más flexible en cuanto a la amortización y en cuanto al plazo de devolución y está dispuesto a asumir el riesgo de la empresa en mayor medida que un banco. A cambio, naturalmente, exige “voz” en las decisiones empresariales y claras vías de “salida”.

En muchos casos, se acude al asesor jurídico como mal necesario, simplemente para completar el «check the box» legal por quienes se ven en la obligación de actuar con una cierta diligencia mínima antes de celebrar una determinada operación. Y para cambiar esta percepción, resulta esencial que los asesores comprendamos de entrada los distintos intereses y objetivos a los que razonablemente cada parte espera dar cobertura, como mínimo, en una determinada operación.

¿Y cuáles son estos principios básicos, principalmente económicos, a los que hacemos referencia y que, en teoría, habrían de ser tenidos en cuenta en una operación de inversión como la expuesta por todas las partes implicadas? Trataremos de exponerlos resumidamente a continuación, principalmente desde el punto de vista del inversor

 

Nada es gratis

 

Si una compañía quiere que un inversor profesional suscriba o asuma capital para financiar su negocio, tendrá que pagar un precio no sólo en forma de parte de los rendimientos de la empresa sino también en forma de parte del control sobre la compañía y sobre las decisiones empresariales para lo cual, habrá de suministrarse la información correspondiente. El precio “político” no suele constituir un fin en sí mismo, sino un instrumento al servicio de la obtención de rendimientos económicos.

 

Precio y riesgo

 

Una compañía puede financiar su negocio, esencialmente, a través de dos vías. Deuda o equity (i.e. participación en su capital social) a las que podrían añadirse algunas formas de financiación colaborativa como el denominado crowdfunding (e.g. modalidad donación/recompensa).  Pues bien, normalmente quien financia vía equity exigirá una mayor rentabilidad para su inversión que quien lo hace vía deuda porque, sencillamente, asume más riesgo por cuanto su remuneración dependerá de la marcha del negocio. La devolución de lo aportado no está nunca asegurada, pues está vinculada a una hipotética liquidación de la sociedad que en la mayoría de los casos no depende del inversor (porque es minoritario y cualquier decisión al respecto suele esta sindicada con el resto de socios) y, sobre el papel, es incierta, dado el carácter indefinido de la práctica totalidad de las sociedades existentes. Su inversión no goza de mayor garantía que la del propio recurso a los activos de la sociedad y, aún así, el recurso a tales activos se encuentra en una posición de subordinación absoluta respecto al resto de acreedores. Además, el inversor rara vez consigue garantías fuera de la sociedad. En la mayoría de los casos, la recuperación de lo invertido dependerá, esencialmente, de la venta de su participación en la sociedad, lo que no es inmediato ni fácil si las acciones de ésta no cotizan en un mercado de valores oficial o alternativo que asegure un mercado líquido a través del cual materializar la desinversión y sus, posibles ganancias.

Por tanto, asumamos de entrada que la remuneración esperada por un inversor en equity será siempre mayor, sobre el papel, que la esperada por un simple acreedor de deuda.

 

El inversor quiere ganar dinero

 

Para el inversor profesional la remuneración sólo puede llegar por dos vías, a saber, dividendos o plusvalía vinculada a la desinversión. La remuneración vía dividendos no es siempre relevante, pues su exigibilidad dependerá de la madurez del negocio en el que se invierta. Si la sociedad es una start-up, por ejemplo, se asume que el beneficio, de haberlo, debe ir destinado principalmente a la reinversión en el propio negocio para que éste escale, motivo por el que es aceptable, de entrada, una renuncia previa al reparto de ganancias, al menos durante un tiempo.

Lo verdaderamente importante para un inversor es asegurarse la plusvalía cuando se produzca su desinversión y, para ello, necesitará disponer de un mecanismo de salida que le permita, una vez completado su horizonte temporal de inversión, poder vender su participación libremente al mayor precio posible. Por eso es básico para un inversor, tratándose de sociedades no cotizadas, poder poner a la venta su participación cumplido cierto plazo de tiempo (e.g. entre 3 y 5 años) y, sobre todo, hacerlo junto con el resto de socios de la compañía.

Es habitual, por tanto, que el inversor suela exigir un drag along (i.e. derecho del inversor a «arrastrar» consigo a los restantes socios en la venta de su participación). De esta forma el inversor busca maximizar el valor de realización de su participación, pues lógicamente alguien dispuesto a invertir en esa compañía dará más valor a la adquisición del 100% del capital (motivado por la venta conjunta de todas las participaciones en ejercicio del drag along) que la venta de sólo un porcentaje minoritario —o incluso de control pero no del 100%— en dicha compañía.

Alternativamente a este mecanismo de salida, el inversor puede buscar que le concedan el resto de socios una opción de venta (put) de sus participaciones (las del socio), es decir, que el resto de los socios se obliguen a comprar la participación del inversor transcurrido el plazo de permanencia en la compañía acordado. Los socios serán reticentes a conceder esta opción porque su ejecución será a costa de su bolsillo. De ahí  que se prevea, frecuentemente, que las acciones se vendan a la propia sociedad o a un tercero designado por los socios. En el primer caso, se genera autocartera cuya gestión es muy complicada en el caso de las sociedades limitadas dado lo restrictivo de la regulación legal.

El put plantea otros problemas: debe ejercitarse en cierto periodo temporal, su ejercicio no puede quedar abierto en el tiempo, y ha de fijarse el precio al que se venderán las acciones o participaciones. El precio puede ser determinado (fijo) desde el inicio, o determinable al momento de la salida del inversor, en función del valor compañía que determine un tercero (experto que habitualmente suele ser una firma de auditoría distinta al auditor de la compañía —ojo, distinta, o habrá conflicto del auditor—):

 

Si el precio es determinado (fijo)

 

el inversor acaba convirtiéndose en una suerte de inversor financiero puro. Su beneficio por la inversión en la compañía estará protegido de pérdidas de valor de la compañía (si el valor compañía atribuido proporcionalmente al porcentaje de equity que posee el inversor desciende por debajo del precio de compra establecido en el put), pero también estará limitado en cuanto a su valor máximo. A su salida, el inversor ganará X, la diferencia entre lo que aportó por suscribir / asumir el capital y el precio de fijo de compra establecido en el put. No podrá el inversor, por tanto, aprovechar el mayor valor que por encima del precio del put la compañía pudiera haber alcanzado en el mercado al momento de la salida del inversor.

El precio fijo implica que los demás socios deberán pechar con él aunque la compañía no valga nada en el momento de la desinversión. Por tanto, de aceptarse por los demás socios, será raro que éstos estén dispuestos a conceder al inversor mucha “voz” en los asuntos de la compañía.

 

Si el precio de ejercicio del put es determinable

 

estos problemas desaparecen, pero el inversor entonces verá que la obtención de su beneficio (por las plusvalías a su salida) dependerán de que, en algún momento durante el plazo que tendrá para ejercitar el put, el valor de la compañía sea alto, es decir, que la compañía no valga menos que cuando entró a participar en ella.

En definitiva, todas estas cuestiones hacen que el inversor prefiera normalmente, y también a veces los socios, que su mecanismo de salida está basado en la

posibilidad de vender su participación en el futuro a un tercero, cuando el inversor libremente lo decida a partir de cumplido cierto plazo, con derecho de arrastre sobre el resto de socios. 

Para compensar esta exigencia del inversor, el resto de socios tendrán normalmente un derecho de tanteo (al precio que ofrezca el tercero), preferente al derecho de arrastre, para no verse forzados a salir de la compañía cuando el inversor se quiera marchar.

 

El primer paso para ganar dinero es no perderlo

 

Hay inversores e inversores. Algunos tremendamente sofisticados, con departamentos especializados por sectores industriales (e.g. pharma, negocios retail, etc.), que saben exactamente dónde y cuándo invertir y, sobre todo, hacia dónde dirigir a la compañía una vez se ha materializado la inversión. Pero otros inversores, incluso profesionales, no disponen de esos recursos, e invierten en determinadas compañías porque atisban una oportunidad de crecimiento en un negocio y creen posible alcanzar dicha rentabilidad simplemente asegurándose de que el equipo gestor ya existente en la compañía mantiene una línea de actuación similar a la mantenida hasta la fecha.

En cualquier caso, es básico para el inversor que no se pierda valor. Y esto incide sobre dos tipos de activos de la compañía. Los que ya posee al tiempo de la inversión y los que va a obtener a futuro fruto de invertir los fondos nuevos aportados por el inversor. En términos jurídicos, esto se traduce en que (i) el inversor quiere ser indemnizado si la compañía no vale lo que creía que valía al tiempo de la inversión (e.g. contingencias de la compañía) y (ii) la exigencia de control sobre lo que se hace en el futuro con el dinero del inversor y el resto de fondos de la compañía

 

Compensación por contingencias

 

El comprador de la participación en el capital quiere que le indemnicen si lo que compra (el conjunto de activos y pasivos titularidad de la compañía, su negocio, en definitiva) adolece de contingencias o vicios ocultos que el comprador no ha podido valorar (porque son ocultos). Además querrá que le compensen por determinados pasivos que no son ocultos —porque los ha descubierto en el proceso de due diligence legal que realiza antes de invertir—, ya que no se han descontado del precio y si se materializan querrá recibir una compensación adecuada, al menos, en el importe proporcional de su participación en la compañía. Es bastante lógico. Todo el mundo quiere pagar siempre un precio justo por lo que compra.

El inversor que suscribe o asume acciones o participaciones de una compañía está en una situación similar, pero por la estructura de la operación, formalizada a través de un aumento de capital, se encuentra a menudo con el problema de no poder exigir a su contraparte (la sociedad que aumenta capital) una compensación por las posibles contingencias existentes. El estricto régimen legal existente en España en torno a la prohibición de asistencia financiera que pesa sobre las sociedades capitalistas (i.e. una compañía no puede soportar coste alguno que coadyuve a la adquisición de sus propias acciones / participaciones) genera, a priori, inconvenientes para que la sociedad pueda comprometerse a compensar al inversor por las contingencias de la compañía. Serán los propios socios quienes garanticen.

Esto genera una paradoja curiosa.

 

Cuanto menor es la cuantía de la inversión, más difícil es resolver el problema

 

¿Por qué? Porque muchas compañías presentan un grado muy deficiente de cumplimiento normativo en determinadas áreas de su actividad. Por ejemplo, en materia de protección de datos. Analizadas las potenciales contingencias en el proceso de due diligence a menudo resulta que el coste potencial de las contingencias supera el importe de la inversión cuando éste no es muy elevado. Pensemos en starts-up, por ejemplo, donde no es infrecuente encontrarse con inversiones en torno a los 150.000 euros. ¿Cómo va  garantizarse al inversor una compensación superior —o inferior pero muy cercano— al importe de la inversión? Ningún vendedor, en su sano juicio, estará dispuesto a vender su participación en una compañía por un precio X, y asumir al mismo tiempo una obligación de indemnizar al comprador, por contingencias de la compañía vendida, que sean superiores al precio recibido. Para eso, mejor no vender… En resumen, debe afirmarse que el importe del precio que recibe el vendedor siempre actúa como techo máximo (y lo normal es pactar uno menor) de la posible indemnización a la que estará obligado el vendedor frente al comprador.

En el ámbito de una inversión vía aumento de capital, el citado techo máximo suele ser incluso menor que el del importe de la inversión (precio). Por la propia estructura de la operación. El mayor valor que reciben los socios existentes en la compañía (quienes deberán garantizar la compensación al inversor según lo apuntado) por la aportación de fondos del inversor, no es igual al importe de dichos fondos, pues los socios se diluyen con la entrada del inversor. Si los socios se quedan, por ejemplo, con un 70% de la compañía tras la entrada del socio, el mayor valor creado en la compañía por la simple aportación de fondos del inversor sólo beneficia a los socios existentes en un 70%. Por ello, los socios difícilmente querrán asumir una obligación de compensación al inversor por contingencias superior al 70% del importe de los fondos aportados.

Quedémonos, no obstante, con la idea básica de que es lógico que el inversor pida garantías que le aseguren que está «pagando» su precio justo por el valor de los activos (y pasivos) presentes de la compañía. Lo que valen.

 

El precio «político» a pagar por la inversión

 

Para que el inversor pueda asegurar su beneficio, querrá tener algún control sobre la actividad de la compañía, sobre la gestión del negocio. Y sobre todo, sobre el destino de los fondos que aporta, para evitar que se desvíen por los socios de control.

La mayor o menor intensidad de ese control dependerá de factores como el porcentaje de participación del inversor en la compañía —lo que va asociado a la correlación económica entre el importe de los fondos nuevos aportados y el valor compañía pre-money (i.e. antes de la inversión)—, o el destino de los fondos aportados por el inversor, pues no es lo mismo que se utilicen para una inversión concreta (un activo necesario para el desarrollo del negocio ya identificado previamente), que para dar cumplimento a un plan de inversiones más o menos difuso, sin identificación concreta de las necesidades específicas de inversión que requiere la compañía.

Las facultades de control se traducen normalmente en el suministro de información, acceso al órgano de administración o sindicación del voto para la adopción de ciertos acuerdos en sede de junta y consejo, no sólo sobre cuestiones que podríamos denominar técnicas (acuerdos anti-dilución de la participación del inversor) sino también sobre cuestiones que afectan a la gestión del negocio (aprobación del plan de negocio, presupuesto anual, etc).

 

Seguridad jurídica

 

Para que el inversor pueda estar razonablemente tranquilo respecto de la inversión realizada debe tener seguridad jurídica, en sentido amplio, por relación al marco económico (de país) y jurídico en el que se lleva a cabo la inversión y en sentido estricto: asegurarse que la propiedad de las acciones o participaciones no será discutida por nadie.

Dejando al margen las cuestiones más evidentes tales como la válida existencia de la compañía, la legalidad del aumento de capital sobre el que se estructura su inversión, etc., el inversor quiere habitualmente adquirir la propiedad de las acciones o participaciones y rechazará estructuras de base meramente obligacional o contractual. Por eso no será receptivo a forma de inversión articuladas a través, por ejemplo, de cuentas en participación, contratos de joint ventures sin base societaria, o incluso mecanismos de inversión más sofisticados en forma de equity swaps, participaciones económicas en la sombra o adquisiciones de créditos con derecho de adjudicación del activo sobre el que se desea invertir (e.g. adquisiciones de créditos hipotecarios en relación con operaciones de inversión sobre el activo inmobiliario que sirve de colateral al crédito adquirido).

Lo anterior no significa que tales estructuras de inversión alternativas no sean frecuentes en la práctica. Lo son. Pero la preferencia en términos generales del inversor es la adquisición de la titularidad de las acciones o participaciones de la sociedad que es titular del negocio objeto de la inversión. Y, además, que tales acciones o participaciones gocen de todo el elenco de derechos económicos y políticos normalmente vinculados con ellas. Aunque pueda renunciar de entrada a exigir algunos (e.g. dividendos). Si alguno de estos derechos no existe (e.g. acciones sin voto), entonces el inversor tenderá a exigir una mayor compensación por su inversión. No en vano, la propia configuración legal de las acciones  o participaciones sin voto, por ejemplo, ya prevé una compensación adicional para su titular en forma de un dividendo preferente. Y es que casi todo está inventado, cualquier asimetría en la asignación de derechos y riesgos, da lugar casi siempre, legal o convencionalmente, a una correlativa asimetría en la asignación de privilegios y futuros beneficios.

 

Conclusiones

 

Las conclusiones más relevantes de todo lo anterior serían las siguientes:

  1. Los inversores profesionales (no industriales) que invierten en el capital social de compañías de tamaño medio no cotizadas, buscan obtener un beneficio económico en el medio plazo que rentabilice la inversión realizada.
  2. Ese beneficio se obtendrá, principalmente, por su desinversión en la compañía, i.e. por las plusvalías generadas en la venta de su participación. El inversor no tiene vocación de permanencia y quiere, en última instancia, marcharse de la compañía en un plazo determinado de tiempo.
  3. Siendo ese su principal objetivo, el inversor tenderá a proveerse de ciertos mecanismos legales que le permitan salir de la compañía de manera cierta, una vez completado el horizonte temporal previsto para su inversión.
  4. En la medida en que (i) los fondos invertidos financian la actividad de la compañía, por ser articulado a través de un aumento de su capital social; y que (ii) el inversor asume más riesgo que un financiador al uso que no adquiere equity; la inversión perseguirá un beneficio económico más elevado que el de otras formas de financiación tradicionales, para retribuir convenientemente el mayor riesgo asumido por él.
  5. Para proteger su beneficio, el inversor querrá negociar ciertos mecanismos que le permitan (i) una compensado adecuada por el menor valor real de la compañía en la que ha invertido sobre la base del valor teórico utilizado para realizar la inversión; y (ii) también ejercer cierto control político sobre la sociedad y su negocio a los solos efectos de proteger su futuro beneficio.
  6. Además, y también con el objetivo de proteger el beneficio esperado, y fortalecer su posición jurídica en el proyecto, el inversor querrá normalmente articular su inversión a través de estructuras de base societaria (i.e. adquiriendo la plena titularidad de las participaciones de la sociedad en la que invierte) y no sobre estructuras de base obligacional o contractual.

Cómo organizar la transacción

Es aconsejable transitar siempre desde lo económico, o sea, desde los intereses de las partes, a lo jurídico. Y no al revés. Los abogados a veces tienen tendencia a desnaturalizar la posición jurídica de las partes al configurarlas contractualmente, sobre todo cuando se articulan en beneficio de la otra parte. Lo que suele ocurrir en muchas ocasiones, por cierto, pues no se pueden redactar los documentos contractuales al alimón entre todos los asesores de la operación. Descubierto el entuerto, o la falta de precisión, por el asesor de la contraparte, se inician interminables discusiones terminológicas sobre párrafos, palabras e, incluso, signos de puntuación que en nada nos benefician y que desfiguran en última instancia el objeto de la negociación. Discusiones técnicas (jurídicas) que nuestros clientes no entienden si su acuerdo estaba muy claro.

Es fundamental iniciar el proceso sabiendo exactamente qué quieren las partes y, sólo entonces buscar el instrumento jurídico más apropiado y, una vez acordado, asignar al asesor legal de la parte cuyo interés específico es objeto de regulación la redacción de la parte correspondiente del contrato. La discusión posterior, de haberla, debería centrarse en las posibles extralimitaciones y no sobre el instrumento jurídico en sí o sobre el diseño elegido por el asesor (dentro de la legalidad).

¡Ah! muy importante, estamos negociando. No vamos a ganar por goleada. Y nunca olvidemos que estas transacciones no son juegos suma cero. Sólo se llevarán a cabo si ambas partes salen ganando. Así que la foto que la introduce es engañosa


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