Por María Luisa Paredes

La Ley 20/2015, de 14 de julio, de ordenación, supervisión y solvencia de las entidades aseguradoras y reaseguradoras, ha introducido varios cambios en la Ley de Contrato de Seguro. El más relevante afecta a la obligación de declarar agravaciones del riesgo a cargo del tomador o del asegurado (art. 11 LCS). En efecto, su Disposición Final Primera da nueva redacción al artículo 11. La modificación principal consiste en añadir un segundo apartado. Además, en el primero se concreta ahora que hay que comunicar las circunstancias que agraven el riesgo y que hayan sido “declaradas en el cuestionario previsto en el artículo anterior”.

Este régimen entrará en vigor el 1 de enero de 2016. Las modificaciones ya estaban previstas en el Anteproyecto de Código Mercantil (art. 581-10) y parece que, ante su paralización, algunos de sus preceptos se están se están convirtiendo en Ley.

La regulación del deber de declarar agravaciones del riesgo antes de la reforma

El deber de declarar agravaciones del artículo 11 LCS está en perfecta correlación con el deber de declarar inicialmente el riesgo en el momento de la contratación (arts. 10 y 89 LCS), pues la descripción del riesgo que haga el tomador a la compañía en ese momento servirá a ésta para decidir si asume o no su cobertura y, en su caso, en qué condiciones, en particular, a qué precio. Por ello, al ser la base de la contratación esa descripción inicial del riesgo, si éste se agrava durante el curso del contrato, la buena fe exige que se le comunique a la aseguradora, para que pueda decidir (art. 12, párr. 1º LCS) si mantener el contrato, modificando las condiciones, o rescindirlo, si considera que no le compensa económicamente seguir asumiendo el riesgo. Si el obligado no hace tal comunicación y se produce un siniestro, la aseguradora puede quedar liberada de todo pago si logra probar que hubo mala fe en la omisión del cumplimiento del deber. Si no consigue probar la mala fe y, como en todo caso, ha habido un desajuste entre la prima cobrada y la que debió haber cobrado, podrá reducir la prestación en esa misma proporción (art. 12, párr. 2º in fine LCS), lo que se conoce en el argot asegurador como la aplicación de la regla “de equidad” (expresión no siempre bien entendida por los tribunales).

Por otro lado, si el deber de declaración inicial equivale actualmente a contestar al cuestionario presentado por la aseguradora (art. 10 LCS), sólo deben comunicarse las agravaciones que afecten al riesgo declarado en su día, y no, en cambio, otras que, aunque incrementen realmente el riesgo, afecten a circunstancias que la aseguradora no incluyó en su momento en el cuestionario. Esto, a mi juicio, ya estaba claro antes de la reforma, pero ahora el legislador ha querido despejar cualquier duda mediante la modificación introducida en el apartado 1º del artículo 11 LCS, que limita la consideración de agravación de obligada comunicación a “la alteración de los factores y las circunstancias declaradas en el cuestionario previsto en el artículo anterior…”.

En fin, uno y otro deber son declaraciones de conocimiento del tomador o del asegurado, por lo que no se incumple el deber si el asegurado no declara un hecho por no conocerlo, aunque objetivamente exista y afecte al riesgo a cargo de la compañía.

Dicho esto, y entrando ya en el asunto que nos afecta, hay que tener presente que hasta ahora, aunque había una regulación especial para el seguro de personas del deber de declaración inicial del riesgo (cit. art. 89 LCS), no ocurría lo mismo con el deber de declaración que se regulaba para todos los seguros en el artículo 11 LCS. Esto quiere decir que si, al contratar un seguro de robo de un establecimiento, el tomador del seguro declara que cuenta con un sistema de vigilancia y, durante el curso del contrato, prescinde de él para ahorrar gastos, está obligado (art. 11 LCS) a comunicarlo a la aseguradora para que ésta pueda optar entre seguir asumiendo el riesgo o no, y si aquél no lo hace y se produce un siniestro, corre el riesgo de perder toda o parte de la indemnización (art. 12 LCS).

Ahora bien, en los seguros de personas se produce una circunstancia particular que exige una solución diferente a la del seguro de daños. En el seguro de daños (seguro de robo, incendio o daños por agua, por ejemplo), la probabilidad de que se produzca el siniestro permanece inalterada a lo largo del tiempo salvo que se produzca un agravamiento del riesgo, que hay que declarar. En cambio, en los seguros “de personas”, sucede que el empeoramiento en el estado de salud del asegurado es un hecho consustancial al riesgo y previsible por la aseguradora en el momento de contratar, por lo que debe partirse de un concepto restringido de agravación del riesgo. Es consustancial al envejecimiento que la salud empeore y vayan surgiendo enfermedades. Precisamente para eso se contratan seguros de vida (no sólo para la muerte por accidente). Si en esos casos de enfermedad sobrevenida hubiera que comunicar el agravamiento del riesgo a la aseguradora, dándole la oportunidad de rescindir el contrato, estos seguros perderían gran parte de su razón de ser. Si la aseguradora pudiera, al recibir la comunicación de que al asegurado le ha sido diagnosticada una enfermedad grave, que puede causar una temprana muerte, pasar a cobrarle una prima más alta o denunciar el contrato, el seguro sólo habría servido a la aseguradora para cobrar primas a cambio de nada.

Las dudas del asegurado

No obstante, aunque esta interpretación es la más acorde con la propia función del seguro, y también la mantenía la doctrina más autorizada y la había hecho suya la Sala 1ª del Tribunal Supremo en su sentencia de 31 de mayo de 1997 -por citar la más significativa-, había incertidumbre en la práctica, pues las pólizas al uso, en muchas ocasiones, se limitaban a reproducir el artículo 11 LCS (aunque las había que excluían expresamente que debieran comunicarse a la compañía agravaciones del riesgo relativas al estado de salud). Otras, por su parte, tras establecer que el asegurado tiene el deber de comunicar las agravaciones del riesgo producidas durante la vigencia del contrato, ponían ejemplos que constituían agravaciones en sentido estricto, como el comenzar a ejecutar deportes arriesgados o el cambio de profesión, y no la aparición de enfermedades sobrevenidas, lo que podía entenderse como un refrendo de la posición que aquí se defiende, pero se trataba de un reconocimiento muy débil al tratarse de meros ejemplos, no de una enumeración excluyente de supuestos que fuera obligado comunicar a la aseguradora.

En tal situación, si la póliza no era clara, el asegurado de vida al que se le diagnosticaba, durante la vigencia del contrato, por ejemplo, un cáncer, no sabía si debía comunicarlo a la aseguradora o no. La situación era más grave si el seguro era de renovación anual, pues, en tal caso, se sentía aún más expuesto a verse sin seguro en el momento en que más lo necesitaba (al poder denunciarlo la aseguradora). En las mismas circunstancias podía encontrarse quien hubiera contratado un seguro de enfermedad, ante un empeoramiento en su estado de salud.

La sentencia del Tribunal Supremo de 4 de enero de 2008

La incertidumbre se acentuó con una, a mi juicio, desafortunada sentencia del Tribunal Supremo de 4 de enero de 2008, que critiqué en su momento (v. “La agravación del riesgo en el seguro de vida”, RES, nº 141, 2010, pp. 21-51) y que supuso un giro respecto a la postura que había mantenido en la citada de 31 de mayo de 1997.

En ésta de 2008 los hechos, en resumen, fueron los siguientes: el tomador contrató un seguro de vida sobre la base de un cuestionario de salud y sin examen médico y, a la pregunta de si había padecido o padecía en ese momento alguna dolencia en el aparato digestivo, contestó que no. Se da la circunstancia de que nueve meses antes había acudido al médico aquejado de molestias epigástricas esporádicas, pero éste descartó en su informe que tuviera enfermedad alguna en ese momento. Un mes después de contratar el seguro se le diagnosticó un cáncer del que fallecería a los 8 meses del diagnóstico. Resultó también probado que el contrató no se formalizó por escrito hasta días después del diagnóstico y cuando el asegurado estaba recibiendo ya ciclos de quimioterapia.

La demanda de los beneficiarios del seguro fue desestimada en 1ª Instancia al apreciar el juez que había habido incumplimiento (doloso o gravemente culposo) del artículo 10 LCS. En cambio, la Audiencia revocó esta sentencia, condenando a la aseguradora, al entender que el asegurado no sabía, en el momento de contratar el seguro, que padecía el cáncer que causaría su muerte y, por tanto, no había tal incumplimiento liberador de la aseguradora.

La sentencia de la Audiencia fue casada por el Tribunal Supremo, que no estimó que se hubiera producido un incumplimiento del artículo 10, pero sí del 11 LCS, entendiendo que

“la obligación del artículo 11 LCS, en relación con las circunstancias relativas a la salud del paciente, abarca aquellas que sean relevantes para la determinación del riesgo y que objetivamente existían y debían ser conocidas, en condiciones normales, en el momento de la perfección del contrato, pero lo fueron en un momento posterior. En efecto, el conocimiento posterior de una circunstancia de esta naturaleza comporta un incremento del riesgo valorado en el momento de la perfección del contrato, pero no un agravamiento de la salud del asegurado posterior a este momento”.

Al ser esta enfermedad objetivamente cognoscible en condiciones de normalidad en el momento de rellenar el cuestionario, aunque no la conociera el asegurado, éste debía haberla comunicado a la compañía cuando finalmente fue conocedor de ella, para que ella pudiera decidir desistir del contrato o modificar sus condiciones, no habiendo aún expirado el plazo de un año desde la conclusión a cuyo término la póliza deviene incontestable ex artículo 89 LCS.

Esta doctrina conduciría a afirmar que toda enfermedad previa al momento de la contratación, aunque no se diagnosticara hasta después de la contratación del seguro, debería ser comunicada a la aseguradora, siempre que no hubiera pasado el plazo de un año desde la conclusión del contrato. En cambio, si el diagnóstico llegara después de tal fecha, cesaría la obligación. Huelga decir que la similitud del seguro con una apuesta es en este caso muy evidente.

La argumentación del TS es discutible, pues si el artículo 10 LCS concibe el deber de declaración como un deber de conocimiento que sólo se incumple si el tomador-asegurado conocía la circunstancia relevante y no lo comunicó, no puede utilizarse el artículo 11 de la misma Ley para ampliar el deber de declaración a circunstancias no conocidas pero que podían haberlo sido o que eran objetivamente cognoscibles, aunque no lo fueran de hecho para el tomador. De ser así, toda enfermedad relevante de diagnóstico posterior, pero cuyos orígenes hubieran podido objetivamente detectarse en un momento anterior, dejaría al asegurado de buena fe sin cobertura. A mi juicio, en cambio, tales casos debían ser estimados como agravaciones del riesgo que, en cuanto afectan al estado de salud, no tienen que ser declarados.

Si la aseguradora quiere contratar sobre la base de un criterio puramente objetivo y no dependiente del conocimiento del estado de salud que tenga el asegurado, tiene vías para hacerlo: el examen médico es la más evidente. También puede reducir su responsabilidad por la vía de excluir expresamente en el contrato la cobertura de siniestros derivados de enfermedades preexistentes. Pero si no está presente tal cláusula y no ha realizado examen médico ahorrándose sus costes, debe asumir que la base del contrato es la declaración subjetiva que haga el asegurado de buena fe.

La solución que ofrece el nuevo régimen

Ante esta situación cabe, finalmente, plantearse si los términos en que está redactado el nuevo artículo 11.2 LCS solucionan el problema. Con la nueva redacción de la norma queda claro que los agravamientos del estado de salud posteriores a la contratación del seguro no necesitan ser comunicados a la aseguradora ni puede esta rescindir o modificar el contrato por esta causa y menos liberarse del pago de la prestación. Pero, además, la amplitud de sus términos impide, a mi juicio, seguir sosteniendo (como hizo el TS en la sentencia de 4 de enero de 2008) que deba comunicarse una enfermedad anterior a la contratación pero que sólo ha sido diagnosticada después, pues sin duda tal diagnóstico, aunque no suponga de por sí variación del estado de salud sino un mero conocimiento de una circunstancia preexistente (puesto que el empeoramiento de la salud se produce antes y con independencia de su diagnóstico), es uno de esos supuestos de “variación de las circunstancias relativas al estado de salud del asegurado”, de los que ahora la Ley ahora excluye que constituyan “agravación del riesgo”.