Por Juan Antonio García Amado

 

Concernimiento, cumplimiento objetivo y deliberación en el concepto de obediencia al Derecho

Es muy importante que precisemos el sentido con que usamos los conceptos. En primer lugar, debemos explicar qué significa obedecer una norma. Una norma es obedecida por un sujeto cuando éste (a) está concernido por dicha norma, (b) se comporta de conformidad con lo que esa norma prescribe y (c) dicha conducta conforme con la norma es de consciente y deliberado sometimiento o consideración a la misma. Puntualicemos cada una de estas notas.

a) Que un sujeto esté concernido por una norma significa que dicho sujeto se halla entre los destinatarios de la misma, que se encuentra entre el conjunto de sujetos cuya conducta con dicha norma específicamente se quiere guiar. Por ejemplo, los Mandamientos de la Ley de Dios conciernen a los católicos o a los que formen parte de alguna iglesia cristiana, pero no importan directamente para los budistas, los ateos o los sintoístas, pongamos por caso. Un ejemplo más: los convenios colectivos de empresa o sectoriales tienen normas que se aplican a empresarios y trabajadores de esa empresa o sector, pero no a los de otros. Tiene sentido decir que una empresa del sector de la construcción se rige por las mismas normas salariales de igual contenido a las del convenio de comercio, si hay tal coincidencia, pero no lo tiene decir que esas empresas o trabajadores están obedeciendo aquellas normas si formalmente no las han hecho suyas. Del mismo modo, el católico dirá que no hay pecado en el budista que no mata a otros, pero propiamente no cabe calificar la conducta de tal budista como de obediencia al quinto mandamiento de la Ley de Dios. De todos modos, téngase en cuenta que estoy estipulando una definición de obediencia al Derecho y que lo que hace tales estipulaciones mejores o peores es el grado en que nos ayuden a explicar los fenómenos a que nos referimos y a diferenciar entre lo que tiene similitudes.

b) La conformidad de la conducta se refiere a que hay correspondencia entre lo que la norma en cuestión manda o prohíbe y lo que el sujeto hace. Esa correspondencia o mero cumplimiento objetivo se constata mediante un examen de, por un lado, el contenido significativo de la norma y, por otro, del contenido objetivo de la conducta en cuestión. Si la norma manda detenerse ante la luz en rojo del semáforo, el sujeto cumple con la norma si se detiene ante el semáforo en rojo. Como se verá de inmediato, estamos diferenciando entre mero cumplimiento y cumplimiento deliberado u obediencia.

c) A diferencia del puro cumplimiento externo, la obediencia implica consciencia de poder y querer obrar de conformidad con el contenido prescriptivo de la norma en cuestión. Por ejemplo, una persona en estado de coma cumple con la norma que prohíbe el homicidio, pero no tiene sentido decir que la está obedeciendo. La obediencia presupone la posibilidad de incumplir y que el cumplimiento o incumplimiento dependa en alguna medida de la voluntad y decisión del sujeto.

Es claro que entre mero cumplimiento y cumplimiento deliberado pueden darse diferentes combinaciones. Pueden coincidir, pero también cabe cumplimiento sin deliberación (se hace lo que la norma manda sin saber siquiera que la norma existe, por ejemplo) o propósito deliberado sin cumplimiento efectivo (se quería obedecer la norma, pero objetivamente no se cumplió, como cuando alguien pretende pagar la cuota debida de un impuesto, pero se equivoca en los cálculos y paga menos).

Para lo que aquí nos importa, al hablar de obediencia pensaremos únicamente en el cumplimiento efectivo y deliberado de una norma que concierne al sujeto.

Distintos sistemas normativos

Lo antedicho se aplica a las normas de cualesquiera sistemas normativos, tanto diferentes sistemas jurídicos (Derecho español, Derecho francés, Derecho de la Unión Europea…), como sistemas no jurídicos: morales, religiosos, de reglas de urbanidad…

Distintos sistemas normativos pueden y suelen superponerse, ya sea coincidiendo o ya sea divergiendo el sentido positivo o negativo de sus respectivas calificaciones de las conductas. Así, cuando una mujer aborta voluntariamente dentro de los plazos y condiciones legales (y cuando, en consecuencia, los órganos del Estado califican como jurídicamente lícita esa acción), el correspondiente sistema jurídico puede decir que dicha conducta es jurídicamente lícita, pero puede haber sistemas normativos morales o religiosos que establezcan que es moralmente ilícita o que es pecado. Para el primer sistema el Derecho no está siendo desobedecido, pero para los otros sí están siendo desobedecidas las normas morales o religiosas en cuestión. También es posible que una misma acción pueda ser catalogada como obediente y desobediente por diferentes sistemas jurídicos superpuestos. Por ejemplo, puede una conducta ser conforme con el Derecho interno de un Estado, pero ilícita según los parámetros del Derecho internacional que también obliga dentro de ese Estado.

En este escrito simplificaremos hablando tan sólo de obediencia y desobediencia de normas jurídicas de un concreto sistema jurídico. En adelante se hará referencia solamente a cuestiones relacionadas a las normas jurídicas, aunque mucho de lo que se diga pueda valer también para las de otros sistemas normativos no jurídicos.

 

Lo fáctico y lo normativo

Podemos preguntarnos cuáles son los elementos que empíricamente determinan la obediencia o desobediencia a una norma de Derecho. Así, cabe que investiguemos sobre cuáles son los factores o datos de los que depende que se obedezca más o menos la norma que prohíbe el homicidio y que prevé castigos penales e indemnizaciones civiles para el homicida, o la norma que, bajo sanción administrativa o penal, en su caso, prohíbe en España circular a más de ciento veinte kilómetros por hora en las autopistas o autovías.

No se trata aquí de ver si está justificada o no la obediencia o desobediencia, sino de explicar qué determina la una o la otra. Igual que cuando nos preguntamos sobre qué determina al aumento del colesterol en sangre o los índices de ácido úrico vemos cómo pueden incidir los diversos alimentos, qué papel juega la genética o de qué manera influyen tal vez factores ambientales, como la contaminación o el clima, o quién sabe si también elementos psicológicos de cada individuo o de su modo de vida, como pueda ser el estrés. Lo que bajo ese punto de vista empírico no toca es entrar en discusiones sobre si es moral o inmoral, justo o injusto, comer carne o solamente verduras o sobre si está más caro el pescado blanco o el pescado azul. Esas cosas no interesan directamente, aunque, como hechos, los elementos valorativos de cualquier clase puedan tener también efectos empíricos. Así, si el pescado azul aumenta el colesterol y si el pescado azul está muy caro y por esa causa ciertas personas lo toman memos, tendremos un factor explicativo para dar cuenta de por qué esas gentes tienen en esos tiempos menos problemas de colesterol alto.

Similarmente, cuando planteamos qué elementos inciden causalmente sobre la obediencia a las normas, qué duda cabe de que las valoraciones que de hecho hagan los sujetos sobre la justicia o injusticia o la legitimidad e ilegitimidad de esas normas puede ser un hecho explicativo muy fuerte. Pero son hechos y, como tales, independientes de que esos juicios personales de justicia o injusticia los reputemos como normativamente correctos o incorrectos.

Dicho de otra manera, cuando investigamos sobre factores causales, es relevante ver la influencia que sobre las conductas de obediencia o desobediencia tienen las valoraciones que los sujetos hacen, pero tal hecho es independiente de la cuestión acerca de si esas valoraciones son normativamente acertadas o erróneas: de si es mejor darle o quitarle la razón al ciudadano que piensa que la norma N es justa y por eso la acata, por ejemplo.

Los datos que pueden tener influencia en la actitud de las personas ante las normas del Derecho, y en sus correspondientes conductas, son variopintos, y su estudio correspondería a la Sociología y a la Psicología jurídicas, si las hubiera; o donde las haya. Las opiniones valorativas de los destinatarios directos o de los aplicadores de las normas serán uno de los factores, sin duda, pero también operarán elementos económicos, políticos, religiosos, idiosincrásicos, culturales, etc., etc. El temor a las sanciones juega en este campo, entre los condicionantes empíricos. Si fácticamente las sanciones y su amenaza no influyeran en los comportamientos, sería bastante absurdo, por gratuito, que existiera el Derecho como orden normativo específico y con sanciones peculiares, sanciones tipificadas e institucionalizadas. Pero no es ése el único elemento que empíricamente tiene un papel, aunque sea de los más relevantes.

Ni que decir tiene que tales factores causales son decisivos para la eficacia y efectividad de las normas y que deberá el legislador conocerlos lo mejor posible, si es que las regulaciones se hacen en serio y no a humo de pajas o con afán mayormente propagandístico, como legislación simbólica. El profundo abandono de tal tipo de estudios, de resultas de lo poco laboriosos de la mayoría de los que se hacen pasar por sociólogos del Derecho, es también dato explicativo del desastroso estado de nuestras legislaciones en tantas materias.

 

Validez

En este punto corresponde plantear cuándo está justificado obedecer o desobedecer una norma jurídica. No cómo influyen tales juicios sobre las normas en lo que los sujetos hagan, sino cómo son dichos juicios normativos y qué patrones de corrección o incorrección les podemos aplicar. Por ejemplo, en una comunidad de nazis en la que se considere de modo casi unánime que son justísimas las normas de ese Estado porque provienen de la sacrosanta voluntad del Führer, máximo exponente del Volksgeist, será de hecho muy alta la obediencia, pero muchos consideraremos con son descarriados y erróneos esos juicios sobre la justicia o legitimidad de tales normas.

En sistemas sociales complejos juegan diferentes juicios normativos sobre las normas jurídicas. Uno es autorreferente, es el juicio que desde el sistema jurídico mismo se hace sobre sus propias normas, calificándolas principalmente de válidas o inválidas (y con algunas categorías adicionales, como vigentes o no vigentes o aplicables y no aplicables). Este juicio, que se hace desde el punto de vista interno del respectivo sistema jurídico, ayuda en verdad a precisar respecto de qué normas jurídicas, y por ser jurídicas, tiene sentido plantearse la cuestión valorativa extrajurídica de la obediencia. Si una norma no es Derecho, no me obliga como tal (salvo en lo que para momentos de transición o casos especiales el sistema jurídico en cuestión determine) y, por consiguiente, decae la pregunta sobre si está bien o está mal que obedezca yo dicha norma en tanto que jurídica.

Los sistemas jurídicos califican como jurídicamente lícitas las conductas acordes con sus normas y como jurídicamente ilícitas las conductas desobedientes con esas normas. Por eso el tema de la obediencia no tiene mayor interés desde el punto de vista interno o autorreferente del sistema, sino que lo tiene al interrelacionar sistemas normativos. Ningún sistema normativo tiene una norma general habilitadora de la desobediencia a sus normas y que haga que dicha desobediencia sea conducta calificada como lícita por el sistema. Eso no quita para que pueda el sistema contener normas excepcionadoras de la obligatoriedad de otras en ciertos casos (por ejemplo, cuando se permite la objeción de conciencia frente a algunas obligaciones) o bajo precisas condiciones. Por eso no tiene sentido decir sin más que todas las normas jurídicas son jurídicamente derrotables o que todas las normas morales son moralmente derrotables.

Llegamos, pues, a que una norma de Derecho puede ser calificada en correspondencia con muy diversos patrones normativos extrajurídicos. Con patrones económicos puede tildarse como económicamente eficiente o ineficiente; con patrones estéticos o de análisis textual podrá calificarse como de bella o fea o como literariamente meritoria o literariamente criticable. Desde el punto de vista de las reglas del lenguaje, se podrá etiquetar como gramaticalmente correcta o gramaticalmente incorrecta; etc., etc. Y eso puede de hecho influir también sobre el grado de cumplimiento, pues probablemente una norma que no se entienda o que sea lógicamente incoherente o que sea económicamente perjudicial para tales o cuales sujetos se cumplirá menos una que no tenga esos defectos.

Los patrones de calificación más relevantes, en relación con la obediencia, son dos de carácter normativo, en el sentido más fuerte de la expresión, y no autorreferenciales, sino provenientes de dos sistemas normativos “densos”: los sistemas morales y los sistemas de valoración política. En su día o en culturas menos complejas importará por encima de todo la calificación religiosa de los contenidos de las normas jurídicas, pero aquí y ahora vamos a tratar el juicio normativo de base religiosa como una variante más del juicio moral, asumiendo que hay sistemas morales de fuente religiosa y otros de base secular.

 

Moralidad, justicia

Los sistemas morales califican como moralmente correcto o debido y moralmente incorrecto o indebido. Los sistemas normativos morales son omniabarcadores, en el sentido de que aplican sus normas para la calificación de acciones, relaciones, estados de cosas o contenidos de otros sistemas normativos. Así, desde un sistema moral determinado se puede decir que es inmoral la norma penal que permite el aborto voluntario de la mujer en algún caso. Los sistemas jurídicos no tienen una extensión tan grande, ya que no solemos decir que la norma moral que califica el aborto voluntario como inmoral es una norma antijurídica.

Cuando se refieren a relaciones intersubjetivas, las normas morales suelen calificar en términos de justo o injusto. El juicio de justicia es, pues, una variante o manifestación del juicio moral general.

Los sistemas morales son variados en sus contenidos. Es evidente que personas o grupos distintos rellenan con contenidos diferentes valores morales como justicia, dignidad, solidaridad, equidad, decencia, etc. Esto que acabo de decir es un dato perfectamente objetivo y que puede ser igualmente aceptado por objetivistas y por relativistas o escépticos en el plano de la metaética. Ni el más radical objetivista moral negará que de hecho conviven, en personas distintas, muy diferentes ideas sobre el contenido de lo justo o el alcance normativo de la dignidad humana, aun cuando el objetivista esté seguro de que de tales contenidos de los valores morales, y de los correspondientes juicios, unos son en sí erróneos y otros, generalmente los suyos, son en sí verdaderos.

De los valores morales extraen los sistemas morales normas morales. Así, si el valor dignidad humana se considera incompatible con la tortura o con el matrimonio entre personas del mismo sexo, se dirá en ese sistema moral que es moralmente obligatorio no torturar o no casarse con personas del mismo sexo.

Entre los contenidos de una norma moral y de un sistema jurídico puede haber relaciones de compatibilidad o de incompatibilidad. Una norma moral que prohíba la tortura y la califique, por tanto, como inmoral y una norma jurídica que prohíba la tortura y la califique, en consecuencia, como antijurídica son perfectamente compatibles. En cambio, una norma moral que prohíba el matrimonio entre personas del mismo sexo y una jurídica que permita tal matrimonio son incompatibles en sus contenidos. También puede haber compatibilidad porque para un sistema sea normativamente indiferente lo que para otro es prohibido, debido o permitido.

Los conflictos entre normas se dan en la práctica ante todo como dilemas de los individuos. Son dilemas. Para un sujeto, un dilema existe cuando tiene que elegir entre alternativas respaldadas por buenas razones. Si usted va con su coche, se encuentra ante un semáforo en rojo y tiene mucha prisa porque llega tarde para darle la comida a su padre enfermo y al que usted asiste en cada almuerzo, tiene buenas razones para detenerse en el semáforo (no sólo teme el castigo si lo descubren saltándoselo, sino que considera que es lo correcto que se respeten esas señales, porque sin ellas la circulación sería un caos y se multiplicarían los accidentes) y tiene buenas razones para no detenerse, pues le apena mucho y le parece injusto que su padre se preocupe, se impaciente o esté aguardando con hambre. Ese es un dilema casi trivial, pero ante dilemas más o menos sencillos o hasta dramáticos nos encontramos cada vez que normas de diferentes sistemas nos impelen a conductas incompatibles.

Aunque sea de modo incidental y breve, debemos reparar en que las normas jurídicas permisivas no son las que propiamente provocan tales dilemas, sino que los ocasionan las normas que obligan a determinada conducta (v.gr., detener el coche ante el semáforo en rojo) o prohíben cierta conducta (por ejemplo, conducir en una calle a velocidad superior a 50 kilómetros por hora). La norma que permite a la mujer embarazada el aborto voluntario dentro de cierto tiempo de gestación no obliga a abortar a la quien lo considere inmoral, por ejemplo. De manera que los genuinos dilemas normativos se dan entre imperativos contrapuestos.

Ya hemos dicho que la tensión entre las normas del Derecho y los imperativos de conducta que provengan de otros sistemas normativos, principalmente los morales, es una de las causas empíricas de la ineficacia de las normas jurídicas, de que se desobedezcan. Pero habíamos quedado en que aquí no nos ocupamos del análisis empírico, sino del puramente normativo. Por consiguiente, nos interrogamos sobre cuándo puede resultar moralmente justificado que un sujeto desobedezca una norma jurídica.

Acordamos antes que hay desobediencia a la norma jurídica, y no mero incumplimiento, cuando el sujeto genuinamente obligado por tal norma deliberadamente hace lo que aquella norma prohíbe o no hace lo que ella manda. Por tanto, va en el concepto mismo que si alguien desobedece una norma, la desobedece porque así lo quiere, porque así lo decide. Si nos preguntamos qué puede causar dicha desobediencia, aparecerán esos factores empíricos posibles y que ya conocemos: el mayor peso de un interés opuesto (al ladrón le pesa más su interés por el botín que el respeto a la norma o el temor a su sanción), tal vez algún mal entendimiento de la norma (aunque aquí podría decirse que tal vez falta en su integridad el elemento de deliberación que hemos metido en el concepto de desobediencia) o la presión de normas diversas de contenido contrapuesto; por ejemplo, la conducta jurídicamente exigida va contra los hábitos sociales del grupo o contra una norma moral o religiosa que opera también en la conciencia. Cuando dos normas chocan así y ese choque tiene la conciencia individual como sede, tenemos uno de esos dilemas normativos que acabamos de mencionar.

Si el interrogante versa sobre cuándo la desobediencia a la norma jurídica está justificada, entonces la contestación nos sorprende por obvia: para cada individuo está justificada siempre que dicha desobediencia resulte de la solución que él da a un genuino dilema normativo. Así, cuando alguien reflexivamente resuelve el choque entre la norma de Derecho y la norma religiosa o moral que asume, sentirá que su decisión está justificada bien fundada porque hizo prevalecer la norma que honestamente tiene por más importante.

Poco cambia si el asunto no se plantea a nivel individual, sino respecto de grupos con creencias homogéneas en lo que para el dilema en cuestión importa. Dentro de una asociación de farmacéuticos en lucha contra la llamada píldora del día después y en un país en el que jurídicamente se obligue a vender dicha píldora en todas las farmacias, se considerará justificada la desobediencia al precepto en cuestión, lo que no quita para que traten de apelar a instancias jurídicas suprapositivas (el derecho natural, algún principio constitucional, una oportuna y bien interesada ponderación…) para acreditar que tal decisión en realidad es plenamente jurídica y no un acto de desobediencia al Derecho bien entendido.

Así que o damos un giro a la cuestión o el tema de la desobediencia moral al Derecho no tiene más sustancia que ésa: desobedece quien quiere y tiene esa desobediencia por justificada quien la basa en normas contrarias que coloca en más alta consideración que las jurídicas o que esa norma jurídica en particular. Y, como es obvio, nadie va a decir que desobedecer por razones morales o religiosas, pero que considera racional o materialmente injustificada dicha conducta.

Entonces, ¿cuál puede ser la cuestión interesante? Pues la de qué consideración o tolerancia puede o debe tener un sistema jurídico con la desobediencia a sus normas que se justifique por convicciones o en conciencia.

Un sistema jurídico que reconozca algo así como un derecho genérico de los ciudadanos a la desobediencia de sus normas es un absurdo teórico y un imposible práctico. Podemos imaginar un lugar en el que la normativa jurídica sobre ordenación del tráfico rodado se equipare a un catálogo de consejos que cada uno en conciencia cumple o no cumple, según su balance personal de razones en cada momento. Es lo mismo que un lugar sin Derecho, aunque pueda haber otras normas (de cortesía: mandan ceder el paso a los peatones; religiosas: exigen extremar el cuidado para no herir o dañar a los demás usuarios de las vías…). ¿Qué significa que no hay Derecho? Pues que si alguien se salta el semáforo rojo y daña a otro de resultas de tal acción, no se le puede condenar a cumplir ningún tipo de sanción dotada de respaldo coactivo (una pena privativa de libertad, una multa, una indemnización…), aunque los de su iglesia lo llamen pecador o los de convicciones morales digan que obró injustamente. Sabemos desde los primeros cursos de Derecho (donde se explique Teoría del Derecho en serio y no moralina para dummies) que no hay Derecho sin sanciones específicas e institucionalizadas. El que sea posible o no y deseable o no organizar una sociedad sin Derecho es otro asunto, del que aquí y ahora no toca disertar. Tenemos entendido que ni en el Paraíso ni en el Infierno hay Derecho, sea porque no hace falta entre los buenos, sea porque no lo merecen los malos. Pero vamos a seguir con los pies sobre la tierra.

En los sistemas jurídicos antiguos o más primitivos, en sociedades donde la cohesión social sólo se mantenía a base de mecanismos coactivos combinados y muy intensos, era escaso el espacio para la heterodoxia y la desobediencia. En el mundo en que hoy vivimos, los resortes de la cohesión social se han hecho más variados y complejos y los sistemas jurídicos pueden permitirse consentir más excepciones al cumplimiento de sus normas. Ahora bien, cuando mi conducta de incumplimiento de una norma jurídica que opera como regla general se acoge a una excepción que de algún modo ese sistema permite, en realidad no estoy desobedeciendo el Derecho ni aquella norma general, pues me acojo a la excepción tasada cuyas condiciones cumplo. Si realizo la excepción jurídicamente permitida, no hago lo que prescribe la norma general, pero tampoco la estoy desobedeciendo. Si la norma general manda hacer el servicio militar a los ciudadanos de ciertas características y yo las tengo, pero también una norma permite que no haga el servicio militar quien en conciencia objete según cierto procedimiento y tal es mi caso, yo no soy un desobediente, igual que no lo soy cuando la norma fiscal manda hacer la declaración de la renta, pero exonera de dicha obligación a los que, como yo, tengan rentas anuales por debajo de diez mil euros, por ejemplo.

Y, dicho sea de paso, la llamada desobediencia civil, que fue tema de moda hace treinta o cuarenta años en algunos países europeos, sólo es desobediencia al Derecho cuando el Derecho la castiga, y no lo es cuando el Derecho la incorpora como excepción tolerada.

Si en todo eso tengo razón, el verdadero problema de interés teórico no es el de cuándo puede permitir o permite el Derecho la desobediencia a sus normas, sino el de cuán densa es la red de obligaciones y prohibiciones que un sistema jurídico establece. Muchos ciudadanos pueden considerar muy injusta la norma que permite el aborto voluntario bajo determinadas circunstancias, pero la mujer embarazada sólo estaría en una tesitura de optar entre obedecer o desobedecer si no se tratara de un permiso, sino de una prohibición jurídica de abortar o de una obligación jurídica de abortar. Eso no quita para que quien se opone a esa norma pueda considerarse moralmente obligado a luchar de diversas maneras para que sea abolida, pero tales luchas no implican desobediencia a la norma misma. Cuestión distinta es la de si los médicos están obligados por el sistema jurídico a practicar abortos aun cuando su conciencia moral los rechace, en cuyo caso sí estamos ante una genuina tesitura de obediencia o desobediencia.

Depende de ideologías de diversos tipos la preferencia de cada cual por una sociedad más densamente guiada por normas que obliguen o prohíban o en la que se fíe más la convivencia al acomodo no forzado entre convicciones diversas de ciudadanos libres. Creo que esto último es lo que propiamente demanda el llamado Estado constitucional y democrático de Derecho, y por eso tenemos que poner en juego un concepto más, el de legitimidad.

 

Legitimidad

Acabamos de explicar que la moral tiene que ver con las razones que cada sujeto en conciencia tenga para obedecer o desobedecer los preceptos jurídicos. Eso vale tanto para relativistas como para objetivistas morales. El relativista tiende a considerar que sus razones morales son razones que cuentan ante todo para él o relativas a él, sin perjuicio de que le gustaría que fueran compartidas por todos. El objetivista propende a entender que sus razones morales no son para él las determinantes por ser las suyas, sino por ser las verdaderas, las que expresan los contenidos morales correctos que todo sujeto debería asumir como tales si fuera plenamente racional. Pero, aun así, el objetivista debe saber y sabe que en las sociedades libres no todos piensan como él ni tienen que ser forzados a obrar como a él le parece objetivamente justo. Es más, cualquiera puede constatar fácilmente, incluso cualquier objetivista, que los objetivistas mismos discrepan radicalmente acerca de qué sea lo objetivamente moral o justo en multitud de casos y temas. Por tanto, tampoco en una sociedad libre que estuviera repleta de objetivistas morales habría acuerdo entre todos sobre qué normas del Derecho merecen moralmente ser obedecidas y cuáles justifican la desobediencia por razones morales.

Eso nos lleva de lo individual a lo colectivo, de la filosofía moral a la filosofía política y de la justicia a la legitimidad. Así como el concepto central de la teoría “interna” del Derecho es la validez y el de la moral es la corrección moral o justicia, la noción nuclear de la filosofía política es, en nuestro tema, la legitimidad. Y desde el momento que damos entrada a la consideración del Derecho en términos de legitimidad, otorgamos sentido a la pregunta acerca de si hay buenas razones para considerar que es racionalmente merecedora de obediencia para un sujeto la norma de Derecho cuyo contenido tal sujeto estima injusto o muy injusto. Hemos saltado de la obligación jurídica a la obligación moral y ahora estamos en el terreno de la obligación política.

Una norma es legítima cuando reúne alguna propiedad que la hace merecedora de obediencia, al margen de su contenido y del juicio moral específico sobre el mismo. En otras palabras, una norma es legítima cuando merece obediencia incluso del sujeto que moralmente discrepa de su contenido, de modo que, aunque le reconozcamos su autonomía moral, a ese sujeto le podemos reprochar (o puede reprocharse él mismo) su desobediencia a tal norma. Puede ser el caso del farmacéutico legalmente obligado a vender la llamada píldora del día después y que se considera moralmente compelido a desobedecer, por ejemplo.

Al aludir a la legitimidad de las normas no hablamos de sus contenidos propiamente, de la valoración que como tales merezcan, sino de alguna característica externa a tal contenido. Normalmente será el modo en que la norma se ha hecho y por quién. Esa circunstancia externa al contenido de la norma jurídica es la autoridad o poder de que proviene. Por eso estamos en el campo de la filosofía política, porque nos referimos a la relación entre Derecho y poder. Norma jurídica legítima es la que proviene del poder legítimo, esto es del poder que se considera racionalmente o naturalmente habilitado para dictar el tipo de mandato de que se trate, y que aquí son esos mandatos generales que llamamos normas jurídicas.

Mientras que la moral trata primariamente del individuo y su conciencia, la legitimidad se refiere a lo que hace a las normas colectivamente acreedoras de acatamiento por los individuos que integren la correspondiente sociedad. Por eso el conflicto más interesante no es el que tiene lugar entre la conciencia moral del sujeto y la norma de Derecho, sino el que enfrenta la norma jurídica que el sujeto valora como injusta por su contenido y el criterio que permite considerarla una norma legítima.

En la conciencia de cada uno, las razones de legitimidad pesarán como razones morales adicionales o de un tipo especial, pero la decisión última seguirá siendo suya. Ahora bien, los acuerdos colectivos sobre la legitimidad del Derecho vigente o los esquemas de legitimidad constitucionalmente sentados pueden y suelen operar como razones poderosas para no tener mayor tolerancia con la desobediencia individual por razones morales del sujeto.

Los modelos de legitimidad del poder y de las correspondientes normas de Derecho han ido cambiando, como es bien sabido. Y se supone que sabemos también que la democracia es el patrón de legitimidad presente en el constitucionalismo occidental contemporáneo, mismamente en la Constitución española. A eso se refiere calificación como Estado democrático y de eso trata el llamado principio de soberanía popular. Nada más que de eso.

El lema de nuestro sistema de legitimidad podría expresarse así: la moral es de cada uno, pero el Derecho es de todos. Por eso se permite que cada uno cultive su moral hasta el límite de lo colectivamente viable y por eso el Derecho se hace entre todos, en el marco de la también llamada democracia deliberativa: para poder exigirlo a cada uno, porque entre todos se hizo y no es privilegio de nadie ni a ninguno exonera por ser vos quien sois.

Esto no es autoritarismo, se trata de lo contrario. Los autoritarismos siempre han cercenado la libertad individual y la expresión y ejecución libre de las convicciones morales, y esa amputación de la autonomía moral se ha hecho una y mil veces en nombre de la verdad moral suprema. Por eso la democracia excluye el absolutismo moral y es incompatible con él. Las normas generan en los ciudadanos obligación política no por el mero hecho de que sean jurídicas ni porque moralmente nos agraden en razón de lo que mandan o prohíben, sino porque son legítimas, y lo son por ser producto de la deliberación colectiva y del ejercicio en común de las libertades morales y políticas de cada cual.

Toda invocación del reconocimiento jurídico de la superioridad moral de las convicciones individuales y toda llamada a un derecho general a la desobediencia al Derecho por razones de conciencia implica una tácita negación del sistema de legitimidad que es parte esencial de nuestros órdenes constitucionales. Repito que la Constitución asegura y concilia dos condiciones cruciales: que mi conciencia es mía y que el Derecho no es mío. Eso no significa que no pueda yo sentirme moralmente justificado cuando lo desobedezco o que haya por eso que tratarme de indecente; significa que no puedo yo pretender que mi desobediencia moral sea una desobediencia legítima por ese mero hecho de ser mía y en conciencia.

 

En conclusión:

(i) Que ciertas normas sean jurídicas, siempre dentro del correspondiente sistema jurídico que estipula los mecanismos de su creación, cambio o eliminación, no depende de la opinión moral de ningún ciudadano sobre el contenido de esas normas, y tampoco de que sean consideradas legítimas o no.

(ii) Los mecanismos de legitimidad pueden estar incorporados en el sistema jurídico, como sucede en nuestros Estados constitucionales, que sientan el principio democrático y que, por tanto, disponen que ningún poder constituido está por encima de las normas que el pueblo se dé a través de los mecanismos representativos, siempre dentro de los límites de la propia Constitución (que idealmente también emana de un poder constituyente que tiene en el pueblo su sede), que no es programa, sino marco.

(iii) La desobediencia a las normas jurídicas no es ni puede ser derecho genérico dentro de ningún ordenamiento, pues ello supondría abocar las regulaciones de la convivencia social a lo que dispongan otros sistemas normativos carentes por definición de legitimación democrática.

(iv) Cada sistema jurídico dispone específicamente los ámbitos en los que para algunos sujetos y por sus razones morales se excepciona del cumplimiento de normas jurídicas, pero con eso en verdad no se juridifica la desobediencia al Derecho, ya que quien obra según la excepción admitida se conduce también jurídicamente.

(v) En cada sistema jurídico la cantidad y cualidad de tales excepciones al cumplimiento de la norma general se establecen en función de dos variables principales que son, en el fondo, filosófico-morales y filosófico-políticas: la consideración en que se tenga la libertad individual como base de la convivencia y el mecanismo de legitimación del poder normativo que esté establecido. Las excepciones son y han sido siempre más numerosas e importantes en los sistemas de base moral liberal y de base política democrática.