Por Juan Antonio Lascuraín

 

Es curioso lo que pasa con los sedicentes códigos éticos de las empresas. Sobre todo de la mano de los programas de cumplimiento penal, han crecido como la espuma y de un modo aparentemente acrítico, consensuado. Los mundos de Yupi: ¿quién va a cuestionar un texto que ante todo proclama nobles valores y principios y recuerda lo feo que resulta delinquir?

Si se rasca un poco más en sus contenidos, emergen sin embargo algunas preguntas incómodas. ¿Son realmente códigos éticos o son más bien códigos de conducta legal básica?; ¿constituyen a veces o en parte códigos de conducta no tan básica dirigida a los trabajadores?; si así fuera, ¿no se corre el riesgo de una regulación laboral de fuente espuria, unilateral, al margen del contrato de trabajo y de la negociación colectiva?

En lo que sigue no pretendo meterme en jardines de los que no soy jardinero, sino solo deslindar lo que al Derecho Penal importa, que es la necesidad de un texto normativo de partida de la persona jurídica con un determinado contenido al que no parece lo mejor calificarlo de ético.

 

Normas y cumplimiento penal

No es casual que este tipo de códigos se haya generalizado a partir de la responsabilidad penal de las personas jurídicas y de los programas de cumplimiento dirigidos a evitar esta responsabilidad. Recuérdese el abecé de tal responsabilidad: su esencia es la ausencia de una organización razonablemente eficaz para evitar que se cometan delitos desde la persona jurídica y a favor de la misma. Si esa organización no es sino la realización de un programa de prevención penal, su punto de partida es el de la descripción y la comunicación de las conductas prohibidas o impuestas a quienes sean los destinatarios de las prohibiciones y mandatos, que, por cierto, desde la perspectiva del código que requiere el programa de cumplimiento penal, habrán de ser los sujetos del artículo 31 bis 1 del Código Penal: administradores, directivos y trabajadores. Los representantes de la persona jurídica, “quienes están autorizados a tomar decisiones” en su nombre u “ostentan facultades de organización y control dentro de la misma”, y quienes están “sometidos a la autoridad” de todos los anteriormente mencionados.

Se puede pensar que esas normas ya están en el Código Penal y que como ciudadanos los miembros y colaboradores de la persona jurídica deberían conocerlas y sentirse vinculados por ellas. Pero esa vinculación general parece insuficiente por varias razones.

  • Lo primero que parece conveniente es que la propia organización compile los delitos que podrían cometerse en su seno y en su beneficio y lo recuerde a todos sus miembros como afirmación de su intolerancia hacia estas externalidades lesivas y como negación de que considere que en realidad las mismas se producen en su provecho. Una consecuencia de ello es la dimensión interna de la infracción, que lo es contra la manera de hacer las cosas de la organización, lo que tendrá consecuencias disciplinarias y contractuales.
  • Está además el efecto doblemente clarificador de situar la frontera del riesgo penalmente permitido en el ámbito concreto de la actividad de la persona y de transmitir cuál es la tipología habitual de comisión del delito en dicha actividad. No se trata de proclamar sin más la prohibición de sobornar al funcionario extranjero en una licitación internacional, sino, por ejemplo, de velar por que se seleccione a un intermediario local honesto a partir de sus antecedentes profesionales y de la razonabilidad del importe de sus servicios.
  • La normativización podrá incluir también prohibiciones de flanqueo, dirigidas a impedir la imprudencia delictiva o los actos preparatorios del delito. Prohibamos ya, por ejemplo, las invitaciones a funcionarios de los que dependan decisiones que afecten a nuestra actividad.
  • Y está luego la previsión de estrategias de control. La prevención en la empresa no funcionará solo a posteriori, a través de un sistema sancionador, sino también con controles a priori insertados en los distintos procedimientos de la persona jurídica.

Si quiere preservar su funcionalidad comunicativa y preventiva, hará bien el código de conducta en ser básico y de fácil comprensión, lo que abocará en determinadas materias a normas de desarrollo, que no en vano tienden a denominarse protocolos en cuanto inclusivas no solo de prohibiciones y mandatos genéricos sino de procedimientos para hacer las cosas y de controles para velar que se hagan bien. Frecuentemente resulta útil que el catálogo de concretas prohibiciones y mandatos venga incluido en un norma previa que se denomina “política”.

El Código Penal no dice exactamente que los programas de cumplimiento hayan de contener una tipificación de infracciones, pero sí varias cosas que en realidad lo presupone. Que para prevenir la comisión de determinados delitos, debe quedar claro cómo deben hacerse las cosas en la persona jurídica y quién es en cada caso el responsable de que así se hagan: “Establecerán los protocolos o procedimientos que concreten el proceso de formación de la voluntad de la persona jurídica, de adopción de decisiones y de ejecución de las mismas con relación a aquéllos” (art. 31 bis 5 2º CP); que hay “incumplimientos”, se supone entonces que de “normas”, pues el programa habrá de imponer la obligación de informar de los mismos (art. 31 bis 5 4º CP) y habrá de establecer una sistema disciplinario para su adecuada sanción (art. 31 bis 5 5º CP).

Por su parte, el estándar UNE 19601 (“Sistemas de gestión de compliance penal”) advierte que el “estándar común de comportamiento exigido” suele encontrarse “en un código de conducta, código ético, código de valores o documento análogo en la organización” (7.1, nota 20).

 

¿Con qué derecho? 

Con razonada inquietud, la doctrina laboralista ha alertado del riesgo de que el dictado unilateral de códigos de conducta con determinados contenidos pudiera suponer una subrepticia alteración del modo que nos hemos dado de determinación de las relaciones laborales, incluso si tales códigos se someten a la aceptación del trabajador, lo que supone un supuesto de ejercicio de autonomía individual en masa que, como ha alertado la jurisprudencia constitucional, por sí o por su contradicción in peius con el convenio colectivo, podría suponer una desnaturalización de la negociación colectiva (STC 105/1992, FJ 6: “Sólo la unión de los trabajadores a través de los sindicatos que los representan, permite la negociación equilibrada de las condiciones de trabajo que persiguen los convenios colectivos y que se traduce en la fuerza vinculante de los mismos y en el carácter normativo de lo pactado en ellos”).

Lo que aquí importa queda, creo, al margen de esta discusión, porque lo que aquí importa – lo que importa a efectos del buen cumplimiento penal en la empresa – no es sino la legalmente (¡penalmente!) obligada adaptación de la forma de producir bienes y servicios a la evitación de externalidades gravemente lesivas. La persona jurídica tiene la obligación penal de prevenir determinados delitos en su beneficio. La modalización que ello pueda suponer de las condiciones de trabajo será tanto ejercicio legítimo (e impuesto por el ordenamiento) del poder de dirección (art. 20.1 Estatuto de los Trabajadores) como concreción de los contenidos de la buena fe contractual (art. 20.2 ET), teniendo además en cuenta que “[e]n el cumplimiento de la obligación de trabajar asumida en el contrato, el trabajador debe al empresario la diligencia y la colaboración en el trabajo que marquen las disposiciones legales” (art. 20.2 ET), y que debe entenderse que no hay diligencia con más mayúsculas que la que imponen las normas penales.

Ello no obsta a la buena práctica de consultar y escuchar a los trabajadores y a grupos de titulares de intereses potencialmente afectados por la actividad de la empresa. Primero porque, en la medida en que la transcripción y desarrollo de las normas penales tiene cierta discrecionalidad, se conseguirá una norma mejor. Y segundo porque será una incisiva estrategia de prevención general positiva el que las normas sean normas de todos, que se trate de una autoimposición.

En todo caso: no sé si otros posibles contenidos de un código de conducta pueden dictarse unilateralmente por el empresario o deben ser objeto de aceptación individual de cada trabajador, o de consulta con los representantes de los trabajadores, u objeto de negociación colectiva. El “contenido penal” del código al que he hecho referencia en las líneas anteriores puede y debe ser impuesto por la empresa.

 

¿Qué debería incluir un código de conducta básica?

La pregunta es, rectius, la de qué debería incluir desde la perspectiva del buen cumplimiento penal. Y la respuesta ya se ha adelantado: debe contemplar la radical prohibición de las conductas delictivas que pudieran producirse en el desarrollo de la actividad empresarial (en general, de la actividad de la persona jurídica) en beneficio de la empresa (de la persona jurídica). Y debe trasladarse a los destinatarios del código que esas prohibiciones, o eventualmente mandatos, no son solo un asunto público, de las relaciones entre la sociedad-Estado y los ciudadanos, sino que forman parte también nuclear de las relaciones del individuo con la persona jurídica a la que sirve o en la que se integra, de modo que su quiebra afectará a las mismas, a la subsistencia de tal relación.

Por ello, la persona jurídica afirmará en el código básico de conducta la coercibilidad interna de los comportamientos prescritos con la afirmación de un sistema sancionador, que comprenderá un sistema sólido y ubicuo de alertas, mecanismos de investigación garantista y eficaz de las irregularidades denunciadas o detectadas desde las instituciones de la persona jurídica, y precisamente la conformación de instituciones específicas de cumplimiento penal, dedicadas entre otras actividades a tal detección y persecución de actividades delictivas.

Desde esta perspectiva del código como instrumento de cumplimiento penal no resulta necesaria, aunque tampoco desde luego inconveniente, la proclamación general de los valores que rigen la empresa y los principios de actuación que de ellos se derivan, componente habitual de los códigos éticos. El valor de base del código básico o esencial de conducta será el de respeto a la legalidad penal, que no es poca cosa, pues resume el respeto a los bienes más importantes de los individuos y de la sociedad. Solo es valioso producir sin delinquir, sería el lema.

 

¿Son códigos éticos?

En la elaboración y publicación de códigos básicos de conducta se observan dos tendencias muy marcadas. Por una parte, tiende a denominárseles como “éticos”; por otra, se trata de normas engordadas, con contenidos adicionales a los propios de la norma básica de cumplimiento penal, significativamente con una amplia relación de los valores de la persona jurídica y de sus principios de actuación y con un catálogo de conductas prohibidas o debidas que desborda la elementalidad penal.

El que al código de conducta de una empresa se lo catalogue como ético persigue dos objetivos. El primero es acogerse al glamour que acompaña al concepto: presentarse como un colectivo que trata de realizar su actividad de un modo moralmente plausible. La segunda finalidad es la de proyectar tal actuación más allá del interés societario y de las vinculaciones legales y proyectarla de un modo positivo. Lo que se haga se hará para perseguir los fines que pretende la persona jurídica y, si se trata de una sociedad mercantil, para obtener beneficios, y ello se hará en el marco que definan las leyes, pero además la persona jurídica tratará de que el modo de hacer las cosas y sus objetivos sean valiosos conforme a determinados valores, que son los que se proclaman en el código ético.

La pregunta ahora es si es correcta esta manera de hacer las cosas: la de que el código de conducta básica sea un círculo en una norma mayor y la de que a esta (a todo el contenido normativo) se la califique de ética.

Si así se hacen ambas cosas será porque resulta práctico. No hay en ello mayor objeción que la que resulta de los dos siguientes matices. El primero es el de que el código básico de conducta es un código ético en el sentido más obvio de que resulta ético el respeto a la legalidad penal, pero no el de que se trate de normas de conducta que estén inspirada en valores que vayan más allá del respeto al Derecho y del respeto a los valores que protege el Derecho. El segundo matiz es que el contenido del código de conducta básico – el que he denominado “contenido penal” – no genera obligaciones laborales nuevas a través de una fuente espuria, lo que sí podría suceder con otros contenidos del código ético entendido como un código amplio de conducta.

Con ello llego a las conclusiones que motivaron esta entrada. El programa de cumplimiento penal necesita de una norma básica que recoja y prohíba las conductas delictivas en favor de la persona jurídica, con especificación, quizás en un protocolo de desarrollo, de sus límites, de su tipología, de prohibiciones anexas, de cómo desarrollar los procedimientos internos para evitar externalidades grave e injustificadamente lesivas. Esta norma es ética en un sentido solo muy básico del término y, en las empresas, su elaboración unilateral por parte del empresario no plantea problemas de legitimación normativa.