Por Pablo de Lora
Hoy “no tengo frase”, dicen que solía decir Carmen Martín Gaite, la insigne novelista española. Cuesta mucho “tener frase”, y por eso lo entrecomillo, porque la gráfica manera de describir la frustración del que escribe no es mía (y esto debería enfatizarlo tal vez con cursivas). Y yo sé que Carmen Martín Gaite utilizaba la expresión porque se lo leí a Antonio Martínez Sarrión en una tribuna de El País publicada el 24 de julio de 2000 bajo el título “Hoy tengo frase”. La pueden leer aquí.
Escribir una tesis doctoral y defender sus conclusiones cuesta mucho. Cuesta madurar una hipótesis, confirmarla o refutarla; cuesta hacer las comprobaciones empíricas, cotejar la bibliografía previa, idear un nuevo método, un enfoque alternativo, una aproximación o estrategia novedosa. El valor de todo ello radica en que supone un avance en el conocimiento, modesto, muy modesto las más de las veces. Ese avance es necesariamente tributario de la originalidad. Se avanza porque ese paso antes no lo ha dado nadie. Apropiarse de esas ideas ajenas (aunque sea sin coincidencias textuales detectables por “turnitin” o programas semejantes), lo que más inmediatamente caracterizamos como “plagiar”, es inmoral pues nos atribuimos méritos que no nos pertenecen. Además enturbiamos innecesariamente el progreso de la ciencia. Es la más grave ofensa a la probidad académica.
También cuesta, y mucho, poner negro sobre blanco los resultados de la investigación. Hay quien tiene frase fácil, frase eficaz, frase bella. Otros tenemos menos suerte, menos talento o menos tiempo. En algún momento también leí que Gabriel García Márquez probó un sofisticado software que había adquirido la Biblioteca Nacional para corregir la sintaxis de las oraciones. Le pidieron que introdujera una frase para probarla. Escribió su inicio de “El amor en los tiempos del cólera” y la máquina detectó varias incorrecciones. “Un año, casi un año me costó ese arranque”, dicen que exclamó airado el escritor colombiano. Y es que no es lo mismo decir: “Cuando entró en la habitación se encontró a la pareja muerta”, que “Era inevitable: El olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”. Las comillas no pueden ser más inevitables. A veces son una reverencia.
Cuando mencionamos lo que usamos en nuestro trabajo universitario cumplimos con un deber básico de reciprocidad devolviendo a la comunidad científica – esa a la que aspiramos a pertenecer o a seguir perteneciendo- lo que aquélla nos ha dado: aprendizaje, conocimiento, aspiración e inspiración.
La apropiación de lo ajeno, sea en el fondo o en la forma, sea de perlas como las de García Márquez, o de la bisutería a la que acostumbramos la mayoría de quienes ejercemos el oficio de investigador en nuestros escritos, es siempre evidencia de deshonestidad, de falta de consideración, de trapacería. Y todo ello sin comillas.
foto: JJBose