Por Jesús Alfaro Águila-Real
A propósito de Pascal Boyer, Minds make Societies, 2018
Los elementos de la cognición humana
En las últimas décadas se ha producido un proceso de renovación de las Ciencias Sociales a partir de los estudios de la evolución humana y su aplicación a ramas del conocimiento como la Psicología, la Antropología o la Historia Económica. El punto de partida es que “no hay una buena razón para que las sociedades humanas no puedan ser descritas y explicadas con la misma precisión y éxito que el resto de la naturaleza” aplicando el método científico (el reduccionismo) para así lograr algo que las Ciencias Sociales no habían logrado hasta ahora: la acumulación de conocimientos – el progreso – respecto del funcionamiento de las sociedades a partir de lo que sabemos y podemos aprender del comportamiento de los individuos de la biología evolutiva y la genética. No podemos explicar cómo se forman y cómo se organizan las sociedades humanas prescindiendo de la psicología humana y de la evolución. Como señala Boyer, si las Ciencias Naturales pueden decir mucho “sobre por qué tenemos pulmones y corazón, sobre la forma en que digerimos los alimentos”, ¿por qué no habrían de explicarnos “por qué las masas tomaron el Palacio de Invierno o arrojaron a la bahía de Boston el té” de la Compañía de las Indias Orientales?
Boyer y Petersen conciben la cognición humana a partir de la idea de “sistemas mentales” como módulos que la organizan. La consecuencia importante de esta concepción es que permite entender mejor por qué los juristas han antropomorfizado los patrimonios no individuales al calificarlos como “personas jurídicas” esto es, como semejantes o análogas a los individuos y, en particular, por qué la evolución nos ha hecho considerar a los grupos – a los colectivos – como agentes semejantes a los individuos. La cosa es peor. No es sólo que considerar a los grupos como si fueran individuos es erróneo desde esta perspectiva de la cognición humana, sino que considerar al individuo como un agente con intencionalidad – voluntad – y computación – racionalidad – unitarias o integradas, dice Boyer, es tan erróneo para los ríos como para los individuos y esa pulsión por considerar a cada individuo como una unidad gobernada por una voluntad (una voluntad) ha impedido avanzar más en la “ciencia del ser humano”.
La teoría de los sistemas mentales se basa en considerar al organismo como un compuesto de sistemas, módulos o elementos especializados que interactúan entre sí. La forma tradicional de explicar la conducta humana, dice Boyer, nos produce ceguera cognitiva porque nos hace olvidar que “la conducta más trivial requiere una computación subyacente de una complejidad desconcertante”. Afortunadamente, no necesitamos ser conscientes de tal computación.
Afortunadamente, el nivel de reduccionismo necesario para abordar la naturaleza y régimen de las instituciones jurídicas, no alcanza a la comprensión de la cognición humana. Como dice el propio Boyer, no hay nada malo en tratar a las personas como agentes integrados e individualizados cuando interactuamos con ellas, es decir, con alguna capacidad de juicio centralizada que juzgue entre sus posiblemente diferentes objetivos e intenciones. O, dicho de otra forma, interpretar a los demás como agentes integrados con preferencias, objetivos, pensamientos y deseos propios es la base de todos los entendimientos y normas morales. Verlos como integrados es también la única manera de asignar culpa y responsabilidad. Es una forma de pensar que nos llega automáticamente y es indispensable para la interacción social- Por ejemplo, dice Boyer,
“cuando vemos a un individuo andando en una dirección que, de repente, se para por unos instantes y se da la vuelta y empieza a correr en la dirección opuesta, deducimos irremediablemente que acaba de acordarse de algo que había olvidado previamente y que ahora quiere lograr ese objetivo previo”
Los “estados internos del individuo” que describen los verbos de esa frase, añade Boyer, indican que consideramos al individuo como una unidad cognitiva con un gobierno unitario.
Si no es necesario entender la “computación subyacente” en el cerebro humano para explicar el fenómeno de la personalidad, sí que parece conveniente explicar qué sistemas mentales diseñados por la evolución para hacernos seres sociales, para vivir en sociedad, pueden explicar la concepción que tenemos sobre las distintas instituciones jurídicas, esto es, por ejemplo, por qué hemos descrito un fenómeno patrimonial o colectivo en el mejor de los casos (la personalidad jurídica) como un “agente” con intenciones – voluntad – y entendimiento – racionalidad – semejante a un individuo.
El punto de partida de Boyer es que la evolución ha configurado la mente humana para hacer posible que vivamos en sociedad y esa configuración ha permitido no sólo que vivamos en pequeños grupos – como lo hicieron los humanos hasta hace poco tiempo en términos evolutivos – sino que el tamaño y la complejidad de esos grupos aumente hasta las sociedades actuales que se componen de millones de individuos. Pero, como sucede con la relación entre los intercambios – nuestra mente está diseñada para intercambiar con conocidos – y los mercados, nuestra mente no comprende cómo funcionan los mercados anónimos que dominan los intercambios hoy -, comprendemos cómo funcionan las relaciones sociales a pequeña escala pero no las que tienen lugar en las macrosociedades actuales.
Los asuntos que tenían que ser gestionados colectivamente en grupos de unas pocas decenas de humanos – aunque estas bandas estuvieran “federadas” con otras de tamaño semejante formando tribus que compartían lengua e intercambiaban mujeres – eran relativamente simples. Boyer dice que, básicamente, lo que se decidía colectivamente era si comerciar o hacer la guerra con tribus vecinas. Lo cual, unido a que vivían de la caza y la recolección y que estaban permanentemente amenazadas de extinción por hambre, explica que fueran sociedades muy igualitarias, sin jerarquías. Las jerarquías aparecen, sin embargo, tan pronto como hay excedentes alimentarios y se consolidan como forma de gestionar la complejidad que supone coordinar a grupos de tamaño mucho más grande con el sedentarismo y la aparición de la agricultura. Parece que nuestra fisiología evolucionó para adaptarse a estas sociedades de mayor tamaño, más complejas y jerarquizadas, pero nuestra psicología no tuvo tiempo de hacerlo, de lo que podemos deducir que la psicología de los cazadores-recolectores, esto es, la adaptada para favorecer la cooperación social en pequeños grupos nómadas era “escalable”, en el sentido de que permitía sostener la cooperación social en grupos mucho más grandes, sedentarios y dedicados a otras actividades económicas. Esta psicología debía incluir muchas manifestaciones de extraordinarias habilidades para cooperar con otros miembros del grupo en comparación con las que presentan otras especies de animales.
En primer lugar, la capacidad para coordinarse con extraños, esto es, con individuos con los que no estás emparentado. Esta es una capacidad sin la cual los humanos no habrían sobrevivido en la sabana cuando fueron expulsados de las selvas hace cientos de miles, quizá, millones de años.
En segundo lugar, y de la misma fuente, los humanos disponían de una “psicología coalicional”, “un conjunto de capacidades y motivaciones que hacía muy sencillo formar y mantener alianzas cohesionadas y de gran tamaño” que permitió el desarrollo de “intuiciones apropiadas para la rivalidad entre grupos muy cohesionados”. En la lucha contra otros grupos, se desarrolló la enorme capacidad humana para la acción colectiva que los humanos desplegaron en muchos otros ámbitos. Esta capacidad exige una psicología que vigile lo que hacen los otros miembros del grupo y que castigue a los gorrones o parásitos – a los que no contribuyen a la producción en común pero se aprovechan de ella – y, en grupos pequeños basta con rechazar al gorrón en la siguiente ocasión.
Para lo cual, a su vez, es necesario que los individuos sean capaces de retrasar la gratificación, esto es, aceptar invertir ahora para obtener los beneficios de la actividad en el futuro (lo que, a su vez, requiere capacidad mental para «imaginar», esto es, representarse mentalmente, tales beneficios) y para comprender que si otros actúan como parásitos y no contribuyen al fin común, no se obtendrán los beneficios. La posibilidad de comunicación entre los seres humanos redujo notabilísimamente los costes de detectar a los parásitos o gorrones y de castigarlos mediante la construcción de la reputación individual lo que aumentó la adaptación de los individuos más cooperadores y redujo la de los gorrones. En definitiva, “es cierto que la acción colectiva tiene problemas teóricos reales, pero la selección natural parece haberlos resuelto”
Esa psicología era “escalable”, es decir, permite explicar el entorno institucional de las tribus o las bandas pero permite también explicar las instituciones sociales de grandes sociedades y, entre ellas de forma especialmente eficaz, el Derecho y las instituciones jurídicas (ubi magna societas, ibi ius).
Las jerarquías
Boyer empieza por dar cuenta de la aparición de las jerarquías en las sociedades humanas. Define jerarquía, no simplemente como una expresión de la división de tareas consecuencia de las ventajas de la especialización, sino específicamente como “la atribución de la capacidad de decidir a individuos particulares en lugar de permanecer difusa o desconcentrada en el grupo” o, dicho de otro modo, la especialización entre la toma de decisiones y la ejecución de las tareas. De nuevo, Boyer explica que las jerarquías debieron aparecer ya en grupos pequeños y, por lo tanto, que se trata de otra institución que promueve la acción colectiva (facilita la coordinación) y que es “escalable”, esto es, cuya existencia en las sociedades complejas del mundo moderno puede explicarse recurriendo a la psicología del homo sapiens a pesar de que éste hubiera vivido en sociedades mucho más simples durante la mayor parte de su historia. Piénsese que para “erigir un granero, organizar un banquete, reparar una presa, u organizar una ceremonia religiosa hay invariablemente algún grado de división entre la decisión y la ejecución”.
Obsérvese que la separación entre la toma de decisiones y su ejecución constituye un rasgo fundamental de todas las organizaciones modernas. Y aquí es donde Boyer, a partir de la aportación de Paul Rubin, dice algo realmente fascinante. Hay dos tipos de jerarquías, las que se denominan de dominación y las de producción. Las primeras sirven para determinar la asignación y distribución de los recursos. El dominante – el individuo dentro del grupo que ocupa el lugar más alto en la jerarquía – se lleva la mayor y mejor parte de los recursos, cuando no la totalidad. Esta es la jerarquía que se encuentra en muchas especies de primates en las que el macho alfa tiene un harén y los demás machos no se reproducen. Las jerarquías humanas – las que están «imprimidas» en la psicología humana – no son de dominación. Son jerarquías al servicio de la acción colectiva. Lo que asignan es la capacidad o poder de decisión. Paul Rubin las llama “jerarquías de producción”, es decir, “son formas de orquestar las diferentes aportaciones de diferentes individuos a una tarea común”. Los humanos se jerarquizan casi automáticamente cuando trabajan en una tarea común porque aprecian inmediatamente que las capacidades y la información de cada individuo varían, de manera que la psicología del gorrón (todos llevamos un gorrón dentro) tiene, en este caso, efectos beneficiosos: es preferible aprovecharse del que sabe más o tiene más habilidad en la tarea de dar órdenes. Los que obedecen, están “subcontratando la tarea de tomar decisiones encargándosela al agente más competente”. De ahí habría surgido en las mentes humanas “la estrategia de liderazgo y seguidismo” y “específicamente… la capacidad de las mentes humanas para detectar situaciones que requieren coordinación para una acción compleja… para ajustar su conducta adecuadamente y señalizar el papel que pretenden jugar en cada situación”. Si los que reciben el “poder”, esto es, los líderes buscan activamente el mismo es que, además de esta función de producción, el sistema mental que regula la aspiración a posiciones de poder permite obtener al líder ventajas en la distribución de los recursos. El líder obtiene control sobre más recursos que el seguidor. En consecuencia, la “erótica del poder” debió de ser mucho menos intensa en sociedades de pequeño tamaño como las de los cazadores-recolectores que se movían en niveles de subsistencia. Si no había mucho que retener (Boehm) observaremos una “escasa concentración de poder”. La “señal” de competencia y experiencia sería mucho más relevante en la asignación de los poderes de decisión y, si los excedentes son escasos, los miembros habrían de desarrollar una intensa vigilancia sobre los que pretendieran declararse líderes más allá de lo que su competencia y experiencia justificaban o, dicho de otra manera, para distinguir entre “jerarquías de producción y jerarquías de dominación” facilitando las primeras pero oponiéndose ferozmente a las segundas al concebirlas como una amenaza, esto es, reaccionando frente a estos líderes explotadores de forma semejante a como se reacciona frente a un gorrón o frente a cualquier amenaza. Obsérvese que, como ha señalado Joe Henrich, la psicología humana es capaz de pensar las interacciones con otros humanos como juegos de suma positiva y, por tanto, resolver – como dice Boyer – los problemas de la acción colectiva que los economistas encuentran tan difíciles, pero que esa misma psicología incluye igualmente sistemas mentales diseñados para lidiar con las amenazas de explotación. Si los humanos interpretamos la actitud de otros como una amenaza, será fácil que pasemos de jugar juegos de suma positiva a juegos de suma cero – dilema del prisionero – o de suma negativa y, por tanto, la cooperación colapse y tal ocurrirá, nos dice Boyer, cuando la acumulación de poder en uno de los miembros del grupo deje de percibirse como asignación eficiente del poder de decisión – jerarquía productiva – para serlo como una amenaza de privación de acceso a los bienes que acapara el jefe – jerarquía explotadora o de dominación – y suscite la rebelión.
Sociología popular
En este marco es en el que Boyer analiza la configuración de la psicología humana que nos permite entender cómo funciona la sociedad de la que formamos parte (folk Sociology). A su juicio, la “sociología popular” – o sea, la conformada por la evolución – se funda en tres principios que nos permiten entender las sociedades en las que vivimos pero entenderlas limitadamente porque esos principios se construyeron en el cerebro de una especie que vivió en grupos pequeños con interacciones personales durante cientos de miles de años. De manera que su aplicación a grupos mucho más grandes e impersonales no es, en muchos aspectos, ajustada.
Los tres principios son: la atribución de intencionalidad a los grupos de individuos, es decir, la consideración de los grupos como si fueran sujetos individuales; la consideración del poder – en las relaciones sociales – como una fuerza – como en la física “popular” – y la objetivización o cosificación de las relaciones sociales. Obsérvese cuán intensa es la aplicación de la analogía en la formación de nuestros sistemas mentales. El grupo se hace análogo al individuo; el poder político se construye por analogía con la fuerza física y las relaciones sociales (las interacciones entre individuos) se conciben como análogas a cosas, esto es, se desvinculan o independizan de los individuos que se relacionan entre sí. Este tipo de comprensión de la realidad resulta especialmente idóneo para el estudio del Derecho dado su carácter de invención social para sociedades de gran tamaño y complejidad. Parece razonable suponer que las bases últimas de la construcción del Derecho están apoyadas en esa “sociología popular” a la que se refiere Boyer.
La atribución de intencionalidad a los grupos, el poder como fuerza y las relaciones sociales como cosas
El primero de tales principios es el de la atribución de intencionalidad a los grupos, que nos lleva a ver a “los grupos como agentes”. Aquí, el término “agente” se utiliza en el mismo sentido que más arriba, esto es, como alguien, no como algo. Como un sujeto concebido unitariamente cuya conducta responde a intenciones. La psicología humana está configurada para concebir a “largos conjuntos de individuos en términos de agentes genéricos”. De ese modo, se pueden atribuir al grupo no solo intenciones, sino preferencias y se puede “exigir” al grupo coherencia como se la imputamos a los individuos.
El segundo elemento de esta sociología popular es la concepción del poder como semejante a una fuerza física: “el poder político se concibe simplemente como una fuerza que emana del rey (o del poderoso) y que provoca que las cosas pasen” y con intuiciones newtonianas, cuanto más cerca está uno de la fuente del poder (del rey), más poderoso es y esa fuerza se debilita conforme aumenta la distancia del poder. La idea de que el rey es sagrado – que llegará hasta los reyes sanadores franceses – hará peligroso el contacto directo con él. En el caso del poder como capacidad para hacer prevalecer las preferencias de un agente sobre las de otro, nos dice Boyer que el sistema mental que utilizamos para explicarnos el poder en las relaciones sociales lo extraemos del sistema mental que desarrollamos para describir las propiedades físicas y el comportamiento de los objetos sólidos. Desde decir que los poderosos están arriba y los débiles abajo hasta expresiones como forzar la voluntad de otro o empujarlo a hacer algo.
El tercero es el de considerar los hechos sociales como cosas. Se conciben las “normas sociales y las instituciones como externas a las mentes de los individuos”. Son una realidad social, son “cosas” que existen con independencia de lo que la gente piense sobre ellas. Boyer pone el ejemplo del matrimonio y la polémica sobre si el matrimonio homosexual es matrimonio o no. Decir que deben reconocerse por el Derecho las parejas homosexuales pero que no deben calificarse como matrimonio presupone concebir el matrimonio como una realidad “prejurídica” (diría un jurista, un sociólogo diría como una realidad social) que el Derecho no puede más que reconocer. Está ahí. Y si llamamos matrimonio a algo que no sea la unión de un hombre y una mujer para la reproducción, “simplemente estaremos cometiendo un error de calificación, de la misma manera que si pretendiéramos que llamar «azúcar» a la sal fuera a hacer a ésta dulce”. Hay una esencia del matrimonio como hay una esencia de la sal que le hace ser sal y no otra cosa. Este esencialismo parece forma parte de los sistemas mentales humanos. Una analogía con los juegos puede ser pertinente. Si alguien pregunta por el porqué de las reglas del tenis, es difícil darle una respuesta y tanto más cuanto más específica sea la regla del juego por la que se pregunta. Lo que uno obtendrá como respuesta es que si no se aplicasen esas reglas – por ejemplo, que uno no gana un juego si no saca dos puntos de ventaja al otro – no sería tenis, sería “otra cosa”. Con otras reglas habríamos inventado otro juego. La semejanza con el mundo natural parece evidente: hay cosas que se parecen más o menos a otras pero una cosa se individualiza porque es diferente a otra. Señala Boyer que si consideramos unitariamente todo un conjunto de normas y conceptos peculiares de un grupo, la cultura se transforma también en una realidad objetiva que se impone a los individuos que “pertenecen” a ella. De nuevo, “las normas sociales facilitan la coordinación” social. Los individuos de un grupo se representan, así, fácilmente la conducta esperada. De ahí – de la confusión entre lo que se hace y lo que uno espera que se haga (por ejemplo, saludarse entre mujeres con dos besos), las convenciones sociales adquieren un componente normativo porque la coordinación social solo puede esperarse si los comportamientos de los otros se ajustan a dichas expectativas. Si las normas cambian, hay un desajuste, al menos temporal, entre las expectativas y la conducta observada que ha de resolverse alcanzando un nuevo nivel de coordinación. Para ello, es necesario transformar las expectativas de la gente sobre lo que harán los demás. Como “los demás” está pobremente definido, basta con que un subgrupo suficiente como para obligar a cada miembro a recalcular el coste/beneficio de cumplir la norma antigua o adoptar la nueva para que las expectativas de todos cambien y la nueva norma se imponga.
¿De dónde deriva el “éxito” de la analogía entre los grupos y los individuos?
Boyer dice que “la creencia de que los grupos son como agentes parece ser una consecuencia directa de la necesidad de coordinación (entre los miembros del grupo) para la acción colectiva”. Para lograr fines específicos, los grupos humanos necesitan de mucha e intensa comunicación lo que requiere cierta descripción de los fines comunes así como de los medios para alcanzar tales fines. Esto, a su vez, significa que “las motivaciones de los miembros del grupo se comunican más fácilmente a los otros y se facilita la captación de más participantes si se formulan como los deseos y las creencias del grupo, es decir, si se describe el grupo mismo como un agente” capaz de tener deseos y creencias: “Si la mayoría está de acuerdo en que hay que derribar al tirano, es naturalmente más simple describir este hecho como un deseo común del grupo en lugar de hacerlo como un encadenamiento complejo de deseos individuales”.
O sea que la personificación de los grupos aumenta la eficacia de la acción colectiva. Se facilita la coordinación al expresarse los objetivos comunes como objetivos de un individuo, esto es, de alguien que “actúa” como un individuo. ¿Qué hay en nuestra psicología que lo hace posible? Sistemas mentales que recogen información social de la conducta, gestos, afirmaciones, expresiones faciales, lenguaje etc de otras personas, e infieren de todos esos datos, sin esfuerzo alguno “una representación de las creencias, intenciones y estado emocional” de ese individuo. Estos sistemas mentales funcionan “automáticamente” porque han sido seleccionados por la evolución en cuanto que aumentan la adaptación del que los posee dada la importancia de las relaciones sociales para la supervivencia de los humanos. De ahí a su utilización para inferir las creencias, intenciones y estado emocional de un grupo de individuos a partir de datos semejantes pero extraídos de la conducta colectiva, hay solo un paso. El percutor que activa nuestros pensamientos sobre grupos es que los grupos, efectivamente, “están compuestos por individuos, de manera que se difumina el paso de explicar la conducta de uno o unos pocos agentes en términos de creencias e intenciones y su extensión a una colección completa de agentes y, a continuación, a instituciones compuestas de agentes, como las corporaciones o los linajes o las clases sociales o los reinos”. Además, la contemplación de un grupo de individuos semejantes desdibuja en nuestra psicología los elementos individuales y refuerza lo que tienen en común. De ahí a hablar de todos ellos por la característica que tienen en común solo hay un paso. En general, pues, la equiparación de los grupos a los individuos es una técnica “frugal” en términos de coste computacional de nuestro cerebro para reducir los costes de la acción colectiva facilitando la coordinación de nuestra conducta con la del grupo. Para “interpretar” la conducta del grupo, nuestra psicología “tira” de las herramientas – de los sistemas mentales – que nos permiten interpretar la mente de otro individuo. Simplemente porque “una descripción más realista, en términos de interacciones entre individuos, está, simplemente, fuera del alcance de nuestra capacidad… de representarnos en una forma accesible para nuestra conciencia”
¿Qué tal funciona la analogía entre los individuos y los grupos que nos resulta intuitivamente “inevitable” dados los sistemas mentales que la evolución nos ha implantado para permitirnos movernos en la vida social? Regular. Porque, para un sistema que funciona heurísticamente, esto es, automáticamente, es imposible no atribuir cualidades exclusivamente humanas – individuales – al grupo, esto es, acabar diciendo que los grupos tienen psicología. Y este error se comete inevitablemente porque – se me ocurre – hay muchos procesos psicológicos que encuentran su análogo en los grupos aunque son bien diferentes. Por ejemplo, sólo los individuos tienen memoria, pero de las corporaciones se dice que pueden acumular conocimientos y experiencias. Así, la inventora de la gestión de recursos humanos fue la Compañía de la Bahía de Hudson, cuyos cinco siglos de existencia le permitieron aprender cómo reducir los costes de formación y vigilancia de sus empleados situados muy lejos de la sede central, lo que no logró en la misma medida la Compañías de Indias. La corporación es un grupo y los grupos no tienen memoria, pero pueden codificar lo aprendido y “actuar” como si la tuvieran. Generalizando, diríamos que la evolución es a los organismos (vía genes) lo que la evolución cultural es a los grupos humanos (“las instituciones se comportan como lo hacen porque tienen la información codificada en prácticas de gobierno según reglas que definen los papeles institucionales que ocupan y desempeñan”).
En cuanto a los estereotipos derivados de considerar a los grupos como formados por individuos que son iguales entre sí funcionan muy bien en numerosas circunstancias pero mal en otras. Funcionan mal cuando la inferencia que extraemos no depende de “las propiedades genéricas”, esto es, las que unifican a todos los individuos en el grupo, sino de “cómo se distribuyen las preferencias entre los miembros del grupo”. Por ejemplo – dice Boyer – si vemos que un barrio de una ciudad está habitado por gente de distintas razas, tenderemos a inferir que se trata de un barrio tolerante. Si vemos una ciudad segregada racialmente, que se trata de una ciudad intolerante. “Pero las diferencias en las actitudes raciales entre las dos ciudades pueden ser, de hecho, mínimas… un pequeño grado de preferencia por el propio grupo racial puede generar, de hecho barrios muy segregados”. Esto significa – esto es lo importante – que atribuir preferencias a los grupos con acierto a partir de los razonamientos que utilizamos para atribuir preferencias a los individuos es muy difícil por lo que se conocen como “propiedades emergentes” que se reflejan perfectamente en esta frase de Humpfreys: “Si bien las turbas están compuestas por individuos, la turba exhibe características que parecen ser más que el agregado de acciones individuales y, en consecuencia, se rigen por leyes específicas de la sociología más que por la psicología».
La razón fundamental por la que nuestra mente es incapaz de comprender el funcionamiento de las macrosociedades es su complejidad. En particular, lo que se conoce como las propiedades emergentes de los sistemas complejos. Nuestra mente no está diseñada por la evolución para entender las propiedades emergentes. Explica Humphreys:
«cuando los sistemas se vuelven muy complejos, es imposible predecir con fiabilidad sus estados futuros. Su estado final no puede determinarse a partir de las condiciones subyacentes iniciales, solo modelarse estadísticamente, es decir, en un orden emergente superior» Esto se llama emergencia epistemológica y «no amenaza el atomismo en lo fundamental; no niega que el mundo en última instancia está hecho de partes más pequeñas, sino que afirma simplemente que la forma en que esas piezas se comportan no es susceptible de una predicción perfecta«. Un tipo de emergencia mucho más controvertido puede llamarse ontológico Aquí, lo emergente existe simultáneamente con las cosas de las que emerge… socava la opinión de que el mundo es totalmente compositivo. «Aunque la risa de un bebé no puede reducirse a procesos físicos, existen estados físicos y estructuras fundamentales que fijan los estados biológicos y psicológicos; por lo tanto, siempre que existan procesos y estructuras físicas exactamente similares, un bebé se ríe«.
Entre las leyes de la sociología, añade Boyer, se encuentra el fenómeno de la “cascada”, esto es, la imposibilidad para el observador externo de un grupo de comprender y ajustar “las influencias recíprocas de los agentes” que forman el grupo y cómo “la frecuencia con la que los individuos adoptan determinadas decisiones afecta a la distribución de las preferencias en el seno del grupo. Por ejemplo, si uno o varios de los miembros decide «publicitar» su pertenencia étnica más a menudo o su posición política, eso cambia la frecuencia con la que aparecen esas preferencias a los demás miembros del grupo y puede alterar el saldo del cálculo de costes y beneficios para los demás de adoptar tales preferencias”. Es decir, dado que la mayoría parece preferir X, yo preferiré X aunque, si no fuera por el hecho precedente, preferiría Y. Otras dinámicas de cascada que se producen en el seno de los grupos y que distorsionan las verdaderas preferencias individuales de los miembros han sido descritas, por ejemplo, para explicar por qué se radicalizan los grupos. En definitiva, nuestra psicología nos lleva a concebir los grupos como una agregación de individuos y, por tanto, a ignorar la influencia en las preferencias de las dinámicas sociales y que las preferencias están distribuidas de forma desigual entre los agentes que componen el grupo.
«Folk sociology is not good social science»
Boyer concluye que estamos condenados a utilizar la folk sociology que nos lleva a tomar a los grupos por individuos, a las normas por cosas y al poder como una fuerza por los “misterios de la coordinación, los misterios del orden aparente creado por la agregación de una miríada de interacciones” que no podemos explicarnos reconstruyendo tales interacciones una a una. Pero no solo ni principalmente. La razón por la que recurrimos a la folk sociology es por su eficiencia para lograr la coordinación social en grupos pequeños aunque no sean representaciones exactas de la realidad. Singularmente, concebir a los grupos como agentes, esto es, de forma unificada permite expresar, razonar y aplicar las reglas que rigen la cooperación entre los miembros de ese grupo y la cooperación de ese grupo con otros grupos de manera muy eficiente, esto es, frugal. En términos económicos, reduce notablemente los costes de transacción. Y en términos jurídicos, personificar el patrimonio aportado por los miembros del grupo facilita los intercambios entre grupos y la producción en común en cada grupo. Dice Boyer que considerar a un grupo como un agente intencional permite formarnos expectativas respecto de cuál será el comportamiento del grupo y, al ser recíproca la expectativa y verse cumplidas tales expectativas por la conducta de cada uno de los grupos que se relacionan entre sí, se refuerza el sistema mental correspondiente y la analogía entre grupos e individuos. También nos conduce a calificar en términos morales la conducta de las corporaciones, esto es, a juzgar a los actores políticos no por los resultados de sus políticas sino por las intenciones de los que dirigen el Estado.
Pero “folk sociology is not good social science” concluye Boyer. Concebir a los grupos humanos como agentes intencionales y a los grupos o instituciones como individuos no puede ser una buena teoría jurídica. Ni los grupos humanos son individuos ni los fondos aportados para promover un fin común a un grupo o un fin particular perseguido por un individuo pueden concebirse como personas para el Derecho.
Foto: Miguel Rodrigo Moralejo
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Buena info!
Ojalá se tuviese más en cuenta la psicología evolutiva tanto en el sistema educativo como en el sistema sanitario.
Un saludo!!
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