Por Irene Navarro Frías

 

La corrupción en el ámbito privado

Si partimos de la definición propuesta por Garzón Valdés –probablemente la que mejor perfila y explica el contenido de desvalor de estas conductas–,  la corrupción puede verse como

la violación limitada de una obligación por parte de uno o más decisores con el objeto de obtener un beneficio personal extraposicional del agente que lo(s) soborna o a quien extorsiona(n) a cambio del otorgamiento de beneficios para el sobornante o el extorsionado que superan los costos del soborno o del pago del servicio extorsionado”.

La estructura típica de la corrupción es entonces la de una relación trilateral en la que un decisor viola sus obligaciones posicionales porque otro le ofrece una ventaja (o porque le solicita una ventaja a ese otro) ajena a la posición que ocupa, y no la de las conductas en las que el decisor simplemente viola sus deberes para procurarse él mismo (y no a través de un tercero que le corrompe) una ventaja económica. Pese a que el término corrupción viene acompañado de una indudable carga negativa, lo cierto es que hasta hace unos años si el acto de corrupción lo era de corrupción privada y no pública, la corrupción se volvía, como destacaba Nieto Martín, corrupción de blanco inmaculado. Y lo mismo ocurría con las conductas que rondaban el concepto como, por ejemplo, aquéllas en las que el decisor aceptaba la ventaja extraposicional, pero no necesariamente por comprometerse a violar sus obligaciones posicionales (aunque este peligro subyace siempre a los casos en los que un tercero retribuye a un decisor cuya obligación es velar por los intereses de su principal).

Esto, sin embargo, ha cambiado en los últimos años. En el Código penal se introdujo mediante LO 5/2010, de 22 de junio, el llamado delito de corrupción entre particulares (cuya denominación actual es la de delito de corrupción en los negocios), donde, entre otras, se tipifican las conductas denominadas de kick-back, esto es, aquellas en las que se pacta un sobreprecio en la venta de bienes o en la prestación del servicio de que se trate, del que se detrae una comisión para el representante del empresario; en el Derecho del mercado de valores con MiFID II comienza a prestarse atención a las llamadas retrocesiones, estructuradas precisamente como auténticas prácticas de kick-back; y en el Derecho de sociedades se introduce a través de la Ley 31/2014, de 3 de diciembre, por la que se modifica la Ley de Sociedades de Capital para la mejora del gobierno corporativo, la regulación de las que podemos llamar, siguiendo a Paz-Ares, retribuciones externas.

 

Fundamento de la prohibición de percibir retribuciones externas

El art. 229.1.e) del Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital (en adelante, Ley de Sociedades de Capital o LSC) prohíbe la percepción de retribuciones externas. Esto significa que se obliga al administrador a abstenerse de obtener ventajas o remuneraciones de cualquier tipo por el ejercicio de su cargo si estas no se satisfacen por la sociedad que el administrador gestiona o su grupo, sino por un tercero (un socio o alguien externo a la sociedad), y siempre que no se trate de atenciones de mera cortesía. La prohibición de percibir retribuciones externas se articula como una regla que concreta el deber de lealtad configurado como principio en el art. 227 LSC. La percepción por parte del administrador de una sociedad de un beneficio extraposicional, es decir, de un beneficio que no deriva legítimamente del ejercicio de su cargo (en principio, su beneficio posicional se limitaría a la retribución que le satisface la sociedad que gestiona, la retribución interna), pero que se percibe precisamente en consideración a su cargo, plantea el problema de que coloca al administrador en una situación de conflicto de interés. El administrador, cuyo deber consiste en gestionar y representar a la compañía con la lealtad de un fiel representante, obrando de buena fe y en el mejor interés de la sociedad (art. 227 LSC), se sitúa en una posición tal, que hace previsible que, a la hora de tomar decisiones en el ejercicio de su cargo, tenga presentes intereses ajenos a aquellos por los que debe velar, es decir, intereses ajenos a los de la sociedad a la que debe lealtad. Lo que se pone de relieve a través de prohibiciones como la del art. 229.1.e) es que el administrador no solo debe actuar en el mejor interés de la sociedad (para autores como Ribstein esta cláusula de por sí ni siquiera indica deber fiduciario) sino en el único interés de la sociedad. La prohibición de percibir las denominadas retribuciones externas persigue que el administrador actúe únicamente en el interés de su sociedad (sole interest), para que, una vez colocado en esa posición, a salvo de injerencias externas en el ejercicio de su función, adopte las decisiones que a su juicio realicen en mayor medida el interés social (best interest), aspecto sobre el que, huelga decirlo, es mucho más difícil ejercer un control efectivo.

 

Los elementos del tipo

Como elementos del tipo que delimitan el ámbito de la prohibición de percibir retribuciones externas encontramos los siguientes: a) la participación de un tercero; b) la existencia de una ventaja o remuneración extraposicional; c) la asociación de esa ventaja al desempeño de su cargo por parte del administrador.

a) Es la conducta más próxima a la corrupción de cuantas se contienen en la regulación de los deberes de los administradores sociales. No todas las conductas del art. 229.1.e) LSC podrán ser calificadas de ‘corruptas’ en un sentido estricto porque el administrador no tiene por qué comprometerse a violar sus obligaciones posicionales a cambio de percibir la ventaja extraposicional (aunque tal es el peligro que trata de conjurar la regulación adelantando la barrera de protección con este ilícito de peligro). Lo que acerca estas prácticas al fenómeno de la corrupción es que debe existir una relación triádica, en la que concurre un agente-decisor (el administrador), un principal por cuyos intereses vela el anterior (la sociedad) y un tercero que le otorga una ventaja extraposicional pero relacionada con la posición que ocupa. Sin tercero no habrá retribución externa por mucho que existan casos de desvalor semejante (que se han llegado a denominar retribuciones externas indirectas), por ejemplo, aquellos en los que la retribución se hace depender de factores referidos al éxito económico de un tercero. Pensemos en los pagos realizados por la filial a su administrador pero que se orientan por criterios de éxito económico de la matriz.

En cuanto a quién puede ser el tercero que satisface la retribución externa, en principio puede ser cualquier persona distinta de la sociedad que gestiona el administrador y su grupo. La diversidad de sujetos que pueden ocupar el papel del pagador pone de manifiesto la diversa gravedad que pueden presentar los distintos casos subsumibles en la prohibición. Y así encontramos, en un extremo, el caso del socio mayoritario que incentiva a su administrador para que logre un objetivo al que la sociedad puede venir incluso obligada legalmente, mientras que en el extremo opuesto, podemos pensar en el tercero, ajeno a la sociedad, que paga una comisión al administrador para que realice una actuación directamente ilícita, como comprar determinados bienes por encima de su precio de mercado, destinando parte de ese sobreprecio a una comisión para el propio administrador (kick-back). Es evidente que la afectación del interés social en ambos supuestos es muy distinta. De hecho, parece existir un considerable desnivel valorativo entre algunos de los casos subsumibles en el art. 229.1.e), sin que se prevean elementos que den cuenta de estas diferencias.

Por último, en relación con los sujetos, la exclusión de las retribuciones satisfechas por el grupo del concepto de retribución externa abre también importantes interrogantes pues no está del todo claro que cualquier retribución que se satisface dentro del grupo deba caer fuera de tal concepto. Sí lo estará, y esto a nuestro juicio será un caso claro, cuando sea la matriz la que pague al administrador de la filial en determinadas circunstancias (quizás no en todas), pero ¿y en el resto de casos?, ¿Qué ocurre con los pagos satisfechos por la filial al administrador de la matriz?, ¿y con los pagos que se realizan entre sociedades hermanas?

b) La prohibición abarca cualquier mejora objetiva económica, jurídica o personal de la situación del administrador o de los terceros vinculados al mismo a los que se refiere el art. 231 LSC, siempre que tenga trascendencia patrimonial y el receptor no tenga derecho a la misma. Se establece, eso sí, un límite que podríamos considerar cuantitativo y es el de que la ventaja no exceda el límite de las atenciones de mera cortesía. Del ámbito de la prohibición quedan excluidas las ventajas insignificantes pero también las que, sin serlo, sean adecuadas socialmente como, por ejemplo, las invitaciones a comer o a espectáculos deportivos (principio de insignificancia y principio de adecuación social). Por lo demás, se incluye no solo la percepción efectiva sino también la aceptación de la ventaja aunque finalmente no llegara a recibirse y es irrelevante tanto el destino final de la ventaja (si la misma se la queda el administrador o si es sorteada entre los trabajadores de la empresa) como su carácter secreto o no (las retribuciones conocidas por la sociedad serán también ilícitas si no existe dispensa por parte de la misma).

c) El legislador emplea los términos “asociadas al desempeño de su cargo” para referirse a este tipo de ventajas o remuneraciones, optando por una expresión más amplia que la de recibir dichas ventajas o remuneraciones “por” el ejercicio de su cargo”. Ello permite incluir no solo las que se conceden para que el administrador haga o no haga algo como administrador en el ejercicio de cargo, sino también las que se le conceden porque el sujeto ocupa la posición de administrador de la compañía, sin que se exija entonces que la retribución esté vinculada a una transacción u operación concreta. En definitiva, para entender cometida la conducta ilícita, no es preciso que el administrador se comprometa a hacer o a no hacer algo, ni que efectivamente lo haga o no lo haga, y mucho menos es necesario que se produzca un daño para la sociedad como consecuencia de lo anterior. En este sentido las retribuciones externas subsiguientes, salvo que se tratara de atenciones de mera cortesía, caen dentro del ámbito de la prohibición.

Ahora bien, lo que no es relevante para decidir acerca de si estamos ante una infracción de deber, sí lo es a la hora de ejercitar una eventual acción de responsabilidad frente al administrador. En este caso habrá de verificarse si concurre un daño indemnizable. Y ello, a la vez, sin perjuicio del recurso a la acción de enriquecimiento injusto (art. 227.2 LSC), especialmente adecuada para casos como el de las retribuciones externas, en los que la conducta del administrador consiste justamente en percibir un beneficio injusto, al margen de la relación fiduciaria.

 

Sobre la posible restricción material de la prohibición

Como ya hemos puesto de manifiesto, no todas las retribuciones externas entrañan el mismo peligro para el interés social. De hecho, podríamos debatir, incluso, si existen supuestos en los que el incentivo no provocaría sino, más bien, neutralizaría un conflicto de interés previamente existente, favoreciendo así el interés social. Si pensamos en el administrador de la sociedad objetivo de una OPA (uno de los contextos en los que más se ha discutido sobre retribuciones externas) que se presenta como beneficiosa para la sociedad y para los accionistas (en la medida en que se prevé que generará nuevas sinergias y economías de escala) pero que se percibe por el administrador como perjudicial para su propio interés en la medida en que si la OPA prospera peligra su puesto en la sociedad, ¿qué efectos podría producir el pago de una retribución externa por parte de los accionistas? Si estos, a través del pago de una retribución externa, trataran de incentivar un correcto desempeño de sus funciones por parte del administrador y evitar la denominada shift of management loyalty, ¿podríamos decir que esta retribución externa no generaría, sino que, al revés, desactivaría el conflicto de interés derivado de la transmisión de la empresa y, en tal sentido, estaría alineada con el interés social? En el mismo sentido, cabría plantear qué ocurriría con las retribuciones satisfechas por un socio para el caso de que el administrador alcanzara determinados objetivos económicos positivos para la sociedad o incluso lograra objetivos debidos. A la vista de esto, cabría plantear si la actual regulación española está tratando de la misma manera casos que debieron ser tratados de forma distinta por presentar muy distinto contenido de desvalor y si debería haberse introducido en la ley algún criterio material que nos permitiera discriminar los casos en los que las retribuciones externas pueden aparecer alineadas con el interés social y los casos en los que no.

La existencia de casos en los que no se aprecia un riesgo relevante para el interés social, o incluso de supuestos en los que la retribución pudiera servir incluso para desactivar un conflicto de interés preexistente, nos lleva a considerar la posibilidad de incluir una cláusula que permita la reducción teleológica del precepto para casos de no-conflicto, del modo en que se ha previsto en la Companies Act [176 (4) “This duty is not infringed if the acceptance of the benefit cannot reasonably be regarded as likely to give rise to a conflict of interest”].

En cambio, en nuestra opinión debe rechazarse el recurso a elementos que podemos llamar de ‘valoración global del hecho’ como el ‘indebidamente’ de la letra b) del art. 229.1 LSC, cuya concurrencia implicará la exclusión de la posibilidad de dispensa, en la medida en que la influencia o es debida y entonces es lícita o es indebida y entonces no cabe subsanar el defecto por la vía de la dispensa. La indeterminación del concepto de interés social, que tiene que ver con razones institucionales relativas a quién tiene atribuida la competencia para determinar qué y qué no resulta acorde con el mismo, habla a favor de conceder a los órganos sociales (en concreto, a la junta) la posibilidad de decidir cuáles de estas retribuciones pueden convenir o, al menos, no perjudicar el interés social, independientemente de que se prevea en la ley la restricción material de la que hablábamos.


Esta entrada es un extracto de “Conflictos de interés y retribuciones externas” que aparecerá próximamente en la obra “Conflictos de intereses en las sociedades de capital: socios y administradores», dirigida por el Prof. Luis Hernando Cebriá y publicada por Marcial Pons en la colección «Persona jurídica».

Foto: Julio Miguel Soto