Por Pablo de Lora

 

Premisas

Empecemos por algunas premisas normativas y fácticas suficientemente pacíficas:

1) El ideal del imperio de la ley implica el control judicial de la Administración.

2) Las decisiones judiciales firmes deben acatarse y ejecutarse en sus términos.

3) En Cataluña, de acuerdo con una jurisprudencia constitucional reiterada, el catalán puede ser el “centro de gravedad” lingüística en la educación pero ello no puede tener como consecuencia que el castellano deja de ser lengua vehicular.

4) La evidencia indisputada muestra que en las escuelas de Cataluña el castellano no funciona como lengua de transmisión de ninguna materia salvo la misma de “Lengua castellana”.

5) Tanto la Administración catalana como la Administración central han incumplido contumazmente las varias sentencias firmes que, en resolución de demandas particulares de algunas familias, han determinado que el obligado carácter vehicular del castellano como lengua oficial se cifra en que, al menos un 25% de las materias troncales u obligatorias, excepción hecha de la asignatura de “Lengua castellana”, deben impartirse en castellano, y ello en función de la realidad “sociolingüística” del colegio de que se trate, de tal suerte que habrá colegios en los que será más de un 25% en castellano lo que haya que impartirse.

6) Como manera de evitar la efectiva ejecución de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, la Generalidad ha aprobado in extremis un Decreto-Ley en el que el castellano sigue sin ser tenido como lengua vehicular y los responsables políticos y gubernamentales insisten en que no habrá aplicación del 25%.

7) Los jueces, en su labor de interpretar y aplicar el Derecho, no deben convertirse en legisladores, y cuando lo hacen se produce una anomalía democrática pues suplantan la voluntad popular, en este caso representada por la Generalidad y el Parlamento de Cataluña.

Estas premisas, como decía, son difícilmente rebatibles. ¿Cómo salir pulcramente de este laberinto? ¿Cómo satisfacer las legítimas demandas de las familias en Cataluña que ven reiteradamente desatendidas sus pretensiones incluso cuando estas han sido acogidas por sentencias judiciales firmes obligándoles a pleitear y pleitear, a seguir subiendo peldaños que nunca culminan, como en la escalera de Escher? Aceptemos el reto:

 

 ¿Es verdaderamente la fijación del 25% una ilegítima forma de “legislación judicial”?

Consideren el caso resuelto por la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Galicia en 2013. Patricio Losada padece de la rarísima enfermedad denominada “Hemoglobinuria paroxística nocturna” (en lo que sigue HPN), un trastorno genético que tiene como consecuencia la destrucción crónica de glóbulos rojos. Los pacientes aquejados de HPN sufren de fatiga permanente y sobre ellos se cierne el riesgo de perder la vida por una trombosis. El único tratamiento disponible para aliviar sustancialmente los síntomas de la enfermedad es el medicamento denominado “Soliris” que cuenta con el principio activo del “Eculizumab”. El tratamiento es extraordinariamente costoso – 377.182 euros el primer año y de 360.984 en los años subsiguientes- , pero, afirma la Sala, el Servicio Gallego de Salud no puede esgrimir ese coste para justificar la no provisión del medicamento. Otra cosa sería, concluyen los jueces, incumplir los mandatos constitucionales de respetar el derecho a la vida y a la protección de la salud.

No me interesa discutir si los jueces interpretan incorrectamente el alcance de esos derechos fundamentales; tampoco si el coste puede ser una buena razón para limitar ese alcance. Demos por buena la interpretación de la Sala porque el punto crucial no es tanto ese sino, insisto, cuál es el espacio que puede quedar entre el odioso incumplimiento reiterado de un poder público desobediente que deja en el más absoluto desamparo al administrado, y un, también odioso, poder judicial que se extralimita.

 

Flúor en el agua corriente

Permítanme estilizar el ejemplo a esos efectos añadiendo una pizca de ficción. Imaginemos que en Galicia, por razones que no vienen al caso, gobierna desde hace años una concepción filosófico-política libertaria del derecho a la asistencia sanitaria. Se trata de una visión que comparte, aproximadamente el 50% de la sociedad pero que, también por razones que no vienen al caso, está sobrerrepresentada en el Gobierno y en el Parlamento.

Pues bien, todos los ciudadanos en Galicia tienen una predisposición a padecer una forma muy dañina de caries, la “caries española”, pero aproximadamente la mitad, un grupo socialmente identificable e infrarrepresentado en las instituciones, cursará la enfermedad con una altísima probabilidad. Es una enfermedad grave, nadie discute que afecta seriamente a la salud y tiene un tratamiento efectivo, infinitamente más efectivo que otros si se administra a toda la población: flúor vertido en el sistema de aguas. Los expertos lo llaman “tratamiento vehicular” y su coste es perfectamente asumible por el Departamento de Sanidad.

En el ejercicio de sus competencias Galicia decide sus prioridades en materia sanitaria, la organización de la provisión de esa prestación, el presupuesto que dedica, etc. El Parlamento, sin embargo, ha establecido por ley una modalidad para atajar las enfermedades como la que padece Patricio Losada y que denomina “inmersión dentífrica” que tiene “cepillo y pasta” como centro de gravedad; en la práctica ha supuesto que no se emplea el flúor. Se afirma que, con lo que ya se hace, permitir la venta de pasta de dientes y cepillos, queda garantizada la salud dental todos, aunque en realidad no se evalúa nunca si eso es así con carácter general: simplemente se supone.

Dada esa falta de provisión, alguien como Patricio Losada acude a los tribunales con la pretensión de que, en cumplimiento del derecho a la asistencia sanitaria, el poder público vierta flúor en el colector de su barrio como forma de respetar su derecho. Los tribunales, incluso el tribunal supremo, le dan la razón, y, bajo la consideración de que el modelo de la “inmersión dentífrica” no puede excluir el tratamiento vehicular con flúor, ordenan a la Administración que satisfaga la pretensión de Patricio, cosa que reiteradamente incumple. La Alta Inspección Sanitaria del Estado se lava las manos. La comprobación de la falta de flúor en el sistema de aguas la hacen asociaciones privadas, organizadas con el increíble esfuerzo de personas voluntarias. Su evidencia es aceptada – no hay rastro de flúor- y no objetada en sede judicial.

Inicialmente, los tribunales, como deben, resuelven una demanda particular, una inacción concreta mediante la interpretación y aplicación del ordenamiento jurídico vigente, que, en una lectura que nadie discute, impone el “tratamiento vehicular” como expresión ineludible de un mandato constitucional. Ahora las demandas se acumulan, brotan los Patricios Losadas por doquier arrostrando ostracismo social y las sentencias firmes se apilan y la desobediencia de los poderes públicos permite afirmar que la ley ha dejado de imperar en Galicia. Si habláramos de la población africano-americana así abandonada gobernando Trump, o la indígena en Chile, o la gitana en la Comunidad de Madrid, o el colectivo de los trans en Hungría, no les cuento los gallos neo-constitucionalistas, el corifeo de anti-formalistas, ponderadores y tejedores en la textura abierta del derecho, que cantarían estruendosamente.

Pues bien: si bajo una concepción “mínima” el tratamiento vehicular con flúor para atajar esa caries española supone un concentración de flúor de 25 milígramos por litro de agua corriente a expensas de la “realidad bacteriana de la zona” – que podrá conllevar una mayor dosis de flúor y que en ningún caso implica eliminar la “inmersión dentífrica”- es decir, por debajo de esa concentración no hay cabalmente “tratamiento vehicular”, cuando los tribunales ordenan a la Administración que vierta flúor en los colectores del agua potable gallega no se están convirtiendo en impertinentes legisladores sino en garantes del ordenamiento. No al menos si nos tomamos el Derecho, y los derechos, en serio, claro. Y el imperio de la ley.