Por Alfonso García Figueroa

 

Reflexiones con ocasión de un reciente informe de la Real Academia Española de la Lengua

 

 

La insistencia de un “varón de poco aparato”

 

En el anterior post me referí brevemente a las razones para desestimar en general la presunta necesidad de una reforma constitucional dirigida a “feminizarla”. Aduje dos. Primera, porque cuando pudiera parecer razonable, resulta redundante (la Constitución tutela perfectamente los derechos de las mujeres en los arts. 14 y 9.2) y, segunda, porque cuando tal reforma pudiera no ser redundante, no resulta razonable. En este caso, mi sospecha es que lo que cierto feminismo pretende es elevar sus dogmas a religión de Estado y el Estado no puede convertirse en un sujeto creyente según el artículo 16.1 de nuestra Constitución, rectamente interpretado.

Más concretamente, la estrategia del feminismo de Estado en el plano constitucional no ha sido otra que jibarizar el concepto de igualdad hasta reducirlo a su propia concepción particular de igualdad. De tal guisa, el feminismo no sólo se ha apropiado de la igualdad en exclusiva, sino que trata de imponer su cosmovisión particular de ella a todos los ciudadanos.

En esta segunda parte, desearía ocuparme de las razones para desestimar en particular la presunta necesidad de una reforma constitucional que “feminice” el lenguaje de nuestra Constitución. Pero antes de proseguir, sólo un par de advertencias: La primera, puramente estructural, es que reduciré esta segunda parte a costa de la promesa de una tercera por no extenderme más allá de lo razonable. La segunda, metodológica, es que, dado el medio empleado, reduciré el aparato bibliográfico sensiblemente. Bien pensado, ser “varón de poco aparato” (tomo la expresión de Andrés Trapiello) quizá no sea del todo inapropiado en un escrito como éste.

 

¿Será por “maricones”? ¿Es la lengua española sexista?

 

Para comenzar, la RAE ha aclarado en su informe que el presupuesto de que la lengua española presenta un cariz inherentemente misógino es falso: Uno de los tópicos más extendidos en el ideario común es la consideración de que el lenguaje es sexista. Sin embargo, este aserto, ya casi dogma, incurre en la generalización acrítica de las medias verdades. Aplicada a la lengua misma, es una acusación tan inconsistente como tildar de ponzoñosa a una copa por el hecho de haber sido recipiente de un veneno o de un barbitúrico (pp. 32 s. del informe de la RAE).

La RAE recuerda aquí oportunamente la distinción entre lengua y discurso. La lengua no es misógina. Más bien, todo depende del uso que hagamos de la lengua (y ahorro a los lectores chistes fáciles que confirmarían esta propia tesis). En realidad, todo ello es conforme con el giro pragmático que llevó a identificar el significado en el uso tal y como subrayó singularmente el segundo Wittgenstein (pero entrar en esto nos llevaría lejos de aquí). La lengua española no tiene (ni puede tener) malas intenciones. Sólo los hablantes pueden tenerlas y a fe mía que algunos (y entre ellos, algunas) las tienen.

Por eso mismo, la mera mención de una palabra de nuestra palabra no puede expresar misoginia u odios, si no atendemos al uso que de ella se hace. Sin embargo, la falta de comprensión de lo que es la lengua lleva a muchos feministas de Estado a no comprender la diferencia elemental entre mención y uso. De ahí que nos digan continuamente qué podemos proferir y qué no; en lugar de atender a cómo decimos las palabras y con qué intención.

Por ejemplo, si alguien llama a otro “maricón”, todo parece indicar en principio que está usando esa palabra peyorativa para injuriar a una persona. Sin embargo, por referirnos a un caso sonado, cuando el ministro Grande-Marlaska descargaba de culpa a su colega del Consejo de Ministros, Dolores Delgado, con el argumento de que “lo importante son los hechos, no las palabras”, el ministro estaba siendo indulgente, pero también estaba diciendo algo con pleno sentido. Naturalmente, cabría discutir cuáles fueron los hechos y la intención con que la señora ministra se refirió a él en su día como “maricón”, pero de lo que no hay duda, es que si yo afirmara:

E1: «A llamó a B “maricón”»

Simplemente estaría mencionando la palabra “maricón” (convenientemente entrecomillada) y no usándola (pues menciono en mi relato cómo otra persona la usó).  Aquí “maricón” es una mera formulación lingüística que en el enunciado  metalingüístico E1 no se está usando, sino mencionando y presenta el mismo estatus que en el enunciado siguiente:

E2: «“maricón” tiene sietre letras»

“Maricón” es, por tanto, una formulación lingüística que tiene más en común con, por ejemplo, “Marichu”, “Pichuli” o “Jorgito” que con “homosexual”. La prueba es que puedo decir:

E3: «“Marichu” tiene sietre letras»

Pero no tanto:

E4: «“Homosexual” tiene siete letras»

La verdad, en fin, es que no podría no decir “maricón” para relatar objetivamente el episodio referido por el enunciado E1. Todo esto resulta tan obvio que causa rubor tener que explicárselo a personas adultas.

Pues bien, incluso si la lengua tuviera esa misteriosa capacidad de corrompernos y convertirnos en seres misóginos por la mera mención de sus palabras, tal tesis carecería de base empírica. El informe de la RAE lo dice con claridad meridiana: Los “hechos empíricos muestran que los masculinos genéricos no son residuos del patriarcado” (p. 49), puesto que, como dice con gracia bíblica: “En el principio era el epiceno” (ibid.). Tras un examen de la cuestión, la RAE concluye así en este punto:

El masculino posee un valor genérico que neutraliza la diferencia entre sexos (Los derechos de los ciudadanos = ‘Tanto de los ciudadanos como de las ciudadanas’) y un valor específico (Luis es un ciudadano ejemplar). En algunos ámbitos se ha difundido la idea de que el masculino genérico es una herencia del patriarcado. Su uso es lesivo para la mujer, por lo que se ha de evitar en el discurso.

Sin embargo, esta tesis carece de fundamento. El masculino genérico es anterior al masculino específico y su génesis no se halla relacionada con el androcentrismo lingüístico (p. 50). Por eso, decir “todos y todas” es tan redundante como decir “todos y todos los habitantes de Ontígola” y si los habitantes de Ontígola se sintieran excluidos de, por ejemplo, el enunciado constitucional: “Todos los españoles tienen derecho a una vivienda digna” (art. 47 Const.) y reclamaran una modificación del siguiente tenor:

E5: Todos los españoles y todos los habitantes de Ontígola tienen derecho a una vivienda digna (art. 47 Const.)

Pues habría que explicarles que están muy equivocados y que no debieran ser tan soberbios, ni “exclusivos”, como para exigir que la Constitución hiciera referencia a ellos específicamente en cada disposición constitucional. Bien pensado, más bien sería la reivindicación de los vecinos de Ontígola la genuinamente ontigolocéntrica y este argumento retorsivo puede aplicarse precisamente a quienes reivindican reformas constitucionales con un lenguaje llamado inclusivo, que resulta así más bien exclusivo.

Hasta aquí unos sucintos comentarios al excelente informe de la RAE. Ahora desearía formular dos órdenes de consideraciones. Unas primeras relativas a por qué la gente (confundidas por el feminismo de Estado) ha caído en errores tan graves (que la RAE y otros quizá consigan algún día disipar del todo) y, segundo, ir más allá de la RAE para sostener que incluso si el origen histórico de nuestra lengua fuera profundamente androcéntrico y misógino, la cosa no tendría por qué afectar al normal funcionamiento de nuestra lengua (y especialmente de nuestra Constitución). Es decir, desearía ir más allá de la RAE y sostener (pero eso ya será en la tercera entrega de este artículo) que la propia discusión sobre los presuntos orígenes androcéntricos de una lengua es irrelevante, porque las convenciones se emancipan de tales orígenes. Por ahora, formularé a continuación algunas claves para explicar por qué nos hallamos inexplicablemente ante esta ideología biempensante que todo lo impregna con su sinrazón.

 

La concepción mágica del lenguaje del feminismo. Corrección política y magia

 

Puede que alguien prefiriera describir el episodio relatado mediante el enunciado E1, con el siguiente enunciado:

E6: «A llamó a B con la palabra que comienza por “m”»

Y hay que reconcer que hay ya muchas personas adultas que actúan de ese modo tan infantil, lo cual nos lleva a una reflexión ulterior, pues todo parece indicar que muchas de las modas inclusivas que estamos adoptando provienen de una cultura como la norteamericana con un fuerte componente religioso y singularmente basada en puritanismos fundacionales, que son extraños a los países latinos en general, cuyas costumbres se nos antojan más viejas y más sabias, al menos en estos aspectos. Es decir, hemos importado soluciones discutibles para problemas que no teníamos en nuestras sociedades meridionales. Dicho aún de otro modo: importando soluciones innecesarias, sólo hemos importado nuevos problemas. Desde este punto de vista, hallar problemas en la lengua y las maneras con que nos relacionamos, donde no los hay, es una forma sorprendente de abonar el imperialismo cultural estadounidense por cierta parte progresista de la sociedad (o al menos, sedicente tal), que no duda en reproducir idiosincráticos prejuicios yanquis y contribuir a la “macdonalización” que dicen combatir. Es como si alguien denunciara el uso de estereotipos raciales de los “caucásicos” en un colegio de nuestro país para copiar, a renglón seguido y sin filtro cultural alguno, las soluciones adoptadas en Brooklyn, o de donde fuere, para afrontar la discriminación de los niños de alguna etnia de implantación en España que en su vida hubiera oído hablar de “caucásicos”, sea lo que fuere que signifique esto.

Pues bien, a continuación, desearía sostener que el lenguaje inclusivo es una supervivencia de la concepción mágica y más o menos religiosa del lenguaje. Desde este punto de vista, se trata de una concepción profundamente regresiva e irracional que nos retrotrae a las épocas más oscuras para la libertad (y también para la igualdad, por cierto).

Existen dos formas básicas de contemplar el lenguaje. Llamémoslas, respectivamente: el lenguaje como esencia y el lenguaje como convención. Cuando contemplo el lenguaje como esencia, entonces el lenguaje es el instrumento por el que se expresan sutiles sustancias y proferir una palabra es lo mismo que acceder a su esencia y ponernos en contacto con ella. El siguiente poema de Borges (“El Golem”) expresaba bien esta idea:

Si (como el griego afirma en el Cratilo)

El nombre es arquetipo de la cosa,

En las letras de rosa está la rosa

Y todo el Nilo en la palabra Nilo.

Ahora bien, ello presupone que junto al mundo empírico en que vivimos (mundo uno fregeano) y los pensamientos que tenemos (mundo dos), existe un mundo de esencias independiente de los otros dos (un mundo tres), que en este caso cabe identificar con el platónico mundo de las ideas, lo que Cassirer llamaría poéticamente “la región de las verdades eternas” que excede y subsiste a las otras dos regiones. Sería arduo hacer un censo exhaustivo de los habitantes de esa región de las verdades eternas (quizá Dios, los ángeles y el infierno, pero quizá también el teorema de Pitágoras; quizá el número pi, cierto, pero quizá también los derechos humanos). En cualquier caso, no es raro que la concepción esencialista del lenguaje sea la concepción que sostiene el pensamiento mágico y religioso. No es absolutamente necesario que así sea (pensemos en el esencialismo de los designadores rígidos de Saul Kripke), pero el lenguaje esencialista a menudo presupone un mundo mágico, encantado.

Existen muchos ejemplos de esta concepción esencialista que presupone una “concepción mágica del lenguaje” como la denominó Hermann Kantorowicz. El ejemplo que aduje en el otro trabajo al que me vengo remitiendo aquí era el de ciertas sectas budistas que creen que el nombre de Dios expresa la esencia de Dios y por tanto el nombre nos pone en contacto con su esencia. Como pronunciar el nombre de Dios es tanto como alcanzar la comunión con su esencia, los creyentes formulan combinaciones de sonidos en la esperanza de que la casualidad quiera que pronuncien ese nombre sagrado que los pondrá ante Él. En un cuento de ciencia ficción, Arthur C. Clarke narra el episodio de unos informáticos que ponen a disposición de unos monjes tibetanos unos potentes ordenadores para acelerar la combinación de sonidos a fin de dar mejor ocasión a ese momento místico.

También el Derecho ha sostenido una concepción esencialista y mágica del lenguaje porque a menudo el Derecho se ha confundido con la propia religión. Es el caso tan conocido por los juristas del Derecho romano arcaico y el pleito por las viñas que refiere Gayo en las Instituciones § 2, 11 in fine:

Las acciones que estaban en uso entre los antiguos se llamaban acciones de la ley (…) porque se amoldaban a los términos de las leyes, por lo que se cumplían con el mismo inmutable rigor con que se cumplían las mismas leyes. De ahí que, quien al reclamar por unas cepas cortadas mencionaba la palabra “cepa” en su acción, decían los jurisconsultos que perdía el pleito ya que debía decir “árboles”, pues la ley de las XII Tablas, en virtud de la acción que competía por las cepas cortadas, hablaba genéricamente de “árboles”.

Como sabemos, en la época pontifical, la acción debía ser pronunciada literalmente porque las palabras presentaban esta naturaleza esencialista, mágica, que despliega efectos en el mundo precisamente porque el mundo estaba encantado. En el fondo, esa idea del lenguaje parece muy natural en un mundo encantado, porque nos procura la mejor interpretación de la fuerza performativa del lenguaje  en un mundo cuyas fuerzas telúricas son movidas por espíritus o dioses y no por una secuencia de causas y efectos. ¿Existe acto más mágico que crear obligaciones entre las partes con sólo pronunciar una de ellas la palabra “prometo”? Lo que hoy denominamos “fuerza performativa del lenguaje” (lo que hacemos cuando usamos el lenguaje) se confunde en un mundo encantado con las supuestas fuerzas espirituales (dioses, espíritus, duendes, trasgos…) que mueven el mundo desde el más allá excitadas por las palabras mágicas que pronunciamos desde este nuestro más acá. No es de extrañar que sólo algo mágico como el lenguaje pudiera crear obligaciones contractuales en un mundo que también era mágico.

Sin embargo, la concepción esencialista no parece ser muy adecuada para explicar el lenguaje en un mundo des-encantado, por usar la célebre expresión de Max Weber. Actualmente, todo parece indicar más bien que el lenguaje es cuestión de convenciones. Desde este punto de vista, hablar un idioma no es embarcarse en un mundo mágico de esencias; sino participar de una convención, sumergirse en una práctica. Llamamos “mesa” a una mesa por convención; no porque haya nada esencial en la palabra “mesa” que la vincule a la esencia de mesa, a la idea de mesa, al espíritu de las mesas, al más allá de las mesas o al Cielo de las mesas. Si la llamo “table” cuando hablo en inglés (o francés) la cosa no tiene mayor misterio. La mesa no ha perdido su esencia llamándola así, ni estoy traicionando tal esencia por designar la mesa de otro modo.

¿Cómo re-encantar nostálgicamente este mundo tan aburrido y racional? Pues re-llenándolo de nuevos duendes, espíritus, fantasmas, monstruos, hombres del saco, etc. y el modo más sutil de re-encantar el mundo (re-ligarlo) es anclarlo precisamente a un lenguaje esencialista que nos descubra en el mundo ciertos hechos (más bien interpretaciones sobre ellos) que sólo existen en la mente de las personas (en el mundo dos fregeano), allí donde residen todos esos seres fantásticos; pero también categorías como el heteropatriarcado, las estructuras y superestructuras, las intepretaciones y cosmovisiones del mundo, etc.

Ya el viejo Bentham nos ponía en guardia contra el “embrujo del lenguaje” (Wittgenstein) y las trampas con que nos llevaba dócilmente  a inventarnos entidades que no existen. En ejemplo que tomo de José Juan Moreso, si yo digo:

E7: “el andaluz medio ve la televisión dos horas al día”,

Entonces es legítimo preguntarse dónde vive ese tal andaluz medio, dónde nació, si le va el flamenco y a qué dedica el tiempo libre. Sin embargo, en realidad el andaluz medio no existe y si yo comenzara a decir por ahí que el andaluz medio es así y asá, que le gusta el pescaíto frito como sugiere Canal Sur o que le gusta Rosalía, que acaba de ganar un Grammy retransmitido y qué sé yo cuántas otras cosas que fueran interpretativamente coherentes con la presunta psicología de ese tal “andaluz medio”, estaría comenzando a crear una mágica entidad que no existe, salvo porque hemos decidido darle vida alrededor de un par de palabras: “andaluz medio”. La forma de detener racionalmente esta exponencial creación y recreación de entidades metafísicas alrededor de una fórmula afortunada consiste en traducir el enunciado E7 mediante una muy necesaria “paráfrasis” que suspenda todo ese torrente interpretativo de la psicología de una entidad imaginaria y recordar que E7 significa en realidad lo siguiente:

E8: “Si dividimos el número de horas de televisión semanales que se han visto en la Comunidad Autónoma de Andalucía y se divide por el número de los censados allí, entonces el resultado es dos”.

Aquí nadie habla ya del andaluz medio porque no hace falta y no hace falta porque simplemente el andaluz medio no existe. Una vez “parafraseado”, al andaluz medio ya no le gusta el pescaíto frito, ni es fan de Rosalía porque no hay a quien imputar tales preferencias. “Palabras, palabras, palabras”

Pues bien, categorías como “el heteropatriarcado” están funcionando como “el andaluz medio” de manera irreflexiva, como un meme que se repite sin apenas pararnos a pensar en una paráfrasis que ponga de manifiesto que se trata de un concepto teórico, de una mera interpretación del mundo. A veces incluso se personifica tal interpretación en tremenda prosopopeya periodística diciendo cosas tan irracionales como que el “heteropatriarcado mata” o generalizando absurdamente categorías como “asesinatos machistas” que poco tienen que ver con la protección de las mujeres y sí con una grave estigmatización de los hombres a partir de unas categorías irracionales que sólo existen en la mente de algunas personas; pero que poco a poco van convirtiéndose en el vivero de votos que condicionarán la labor legislativa y jurisdiccional.

Y a todo esto, ¿por qué volver a un mundo encantado? La respuesta puede plantearse mediante otra vieja pregunta: ¿Cui prodest? Los lectores tendrán ya su idea sobre a quién beneficia toda esta taumaturgia de género. Yo también.


Foto: Miguel Rodrigo Moralejo