Por Alfonso García Figueroa

 

El 8 de julio de 2014 se celebró en el estadio Mineirão de Belo Horizonte un partido de fútbol entre las selecciones nacionales de Brasil y Alemania, cuyo resultado pocos podrían haber previsto. Arropados por una multitud entregada y deseosa de celebrar la victoria en la Copa del Mundo que organizaba su propio país, los jugadores de la canarihna encajaron nada menos que cinco goles en la primera media hora de un partido, que concluiría con un contundente 1-7; un resultado que bien podría haber sido más abultado, de haber estado Özyl más fino en alguna ocasión propicia. En España era de noche y por azares de la vida cenaba yo en Toledo en la grata compañía del influyente filósofo del Derecho alemán, Robert Alexy. Sin ser yo un forofo del fútbol, tuve la fortuna de seguir a su lado aquel partido, con el corazón dividido entre el espléndido equipo europeo de mi distinguido invitado y la gran selección de mis amigos brasileños.

Pero aquel día la selección alemana estaba extraordinariamente inspirada y enseguida comenzó el recital de la Mannschaft. Alexy se mostró al principio relativamente circunspecto con el primer gol de Müller, marcado a los once minutos. Pero conforme el partido proseguía, se fue animando con el imponente juego desplegado por la selección alemana, que culminó en el delirio cuando Klose (minuto 23), Kroos (minutos 25 y 26) y Khedira (minuto 29) marcaron cuatro goles en apenas seis minutos. Por su natural discreto y contenido, la pasión que el profesor Alexy exhibía aquella noche suscitaba la mayor simpatía entre algunos circunstantes que lo reconocían y en esa atmósfera amable, comenzó la segunda parte. Sin embargo, a pesar de la algarabía reinante con el sexto gol de Schurrle en el minuto 68 (que anunciaba el definitivo que él mismo habría de marcar en el minuto 78) advertí que Robert comenzaba a mostrarse algo más reflexivo y menos entusiasta. Todo parecía indicar que se estaba replanteando su actitud, cuando me participó en voz baja una inquietud: “Creo que Alemania no debería seguir atacando así. Debería contenerse”. Ahora ya no hablaba como un simple aficionado más, sino que estaba adoptando un punto de vista moral, que nos reenviaba a un problema general y previo: ¿Debe un equipo mantener en estas circunstancias su máximo rendimiento a toda costa o bien debería renunciar a ello, tomando en consideración, por ejemplo, posibles perturbaciones morales al oponente y sus aficionados?

En el caso que nos ocupa, resultaba por un lado encomiable que un kantiano como Alexy se preocupara por el bien y la dignidad de los brasileños; pero, por otro, —y he aquí la primera perplejidad— ¿acaso no tiene todo deportista de alta competición de una selección nacional el deber (y ya sabemos lo importante que es este verbo modal para un kantiano) de dar siempre el máximo? El planteamiento de esta perplejidad ilumina por sí solo dos aspectos: el primero es la relevancia del análisis moral del deporte y el segundo la dependencia mutua entre tal análisis y el concepto de deporte que mantengamos.

Por tratar de ilustrarlo, me voy a apoyar a continuación en algunas tesis en principio excéntricas de Nicholas Dixon en estas situaciones. Dixon nos diría que Alexy se estaba mostrando partidario de la tradicional y dominante Anti-Blowout thesis, que quizá pudiéramos traducir algo libremente como la “tesis anti-paliza” y que Dixon reconstruye así: “Es intrínsecamente antideportivo que los jugadores o los equipos maximicen el margen de victoria tras haberla asegurado en una competición de tracto único (one-sided contest)” («On Sportsmanship and “Running Up the Score”», en J. Boxhill (ed.), Sports ethics: an Antology, Blackwell, Malden (MA), 2003, pp. 84-94.). Sin embargo, Dixon sostiene (y yo creo que tiene razón) que la tesis anti-paliza no es correcta, porque se basa en al menos dos argumentos endebles, que cabe denominar respectivamente el “argumento de la gratuidad” y el “argumento de la humillación” en la reconstrucción que nos propone Randolph Feezell (“Sportsmanship and Blowouts: Baseball and Beyond”, en Boxill, op. cit., pp. 95-103). Feezell reconstruye así (fielmente, pese a su desacuerdo con él) el argumento de la gratuidad:

  1. En deporte lo único importante es ganar.
  2. Si lo único que importa es ganar, entonces afanarse por un resultado más abultado cuando la victoria está asegurada es gratuito.
  3. Las personas deberían evitar acciones gratuitas.
  4. Por tanto, las personas deberían evitar el intento de maximizar el margen de victoria una vez asegurada en una competición de tracto único.

A juicio de Dixon, la conclusión anti-paliza del argumento de la gratuidad no es correcta, porque no lo es la premisa mayor que lo funda (“en deporte lo único importante es ganar”). Para Dixon, tratar de apurar los minutos de un partido ya decidido para marcar más tantos en una buena racha, no es moralmente condenable, precisamente porque ganar a toda costa y por el mayor tanteo no es el objetivo (desde luego, no es el único) de un deporte como el fútbol que busca además entretenimiento, excelencia o espectacularidad y bien puede ser que con este fin se trate de mejorar un resultado abultado, incluso cuando se haya asegurado la victoria más allá de toda duda. Después de todo, lo que distingue al genuino deportista (al auténtico competidor) es que ganar no lo es todo para él. Precisamente por esa razón, cuando le preguntaron a la tenista Chris Evert por su partido favorito entre los muchos disputados a lo largo de su brillante carrera deportiva, ella eligió uno que perdió en Wimbledon, precisamente porque aquel día su contrincante, Martina Navratilova, la llevó a jugar al máximo nivel (op. cit., p. 32). Desde esta perspectiva, la argumentación retorsiva de Dixon es hábil, porque contrarresta cualquier acusación de falta de solidez moral a su posición, descubriéndonos esa falta de solidez precisamente entre los presupuestos de la tesis anti-paliza de sus adversarios.

Sin embargo, no creo que Robert Alexy estuviera pensando aquella noche en el argumento de la gratuidad cuando sugería que la selección alemana debiera contenerse. Por nuestra conversación, me inclino más bien a pensar que él estaba apoyándose en el otro argumento fundamental anti-paliza, el argumento de la humillación, que Feezell reconstruye (también fielmente) así:

  1. Si los jugadores o los equipos maximizan el margen de victoria una vez asegurada en una competición de tracto único, entonces los oponentes que sufren tales derrotas son humillados y denigrados como seres humanos.
  2. Las personas no deben humillar a otros seres humanos.
  3. Por tanto, las personas no deben maximizar el margen de victoria tras haberlo asegurado en una competición de tracto único.

De nuevo, Dixon cuestiona la premisa mayor. No puede existir humillación del rival precisamente cuando el deporte, rectamente entendido, no incluye entre sus fines tal humillación. De hecho, como bien dice Nixon, ninguno de nosotros se debería sentir humillado en su vida diaria, porque alguien fuera mejor en algo (de lo contrario, viviríamos en una perpetua humillación). Desde luego que podríamos sentirnos humillados si alguien se burlara de nuestra falta de maña o de pericia o si alguien tratara de denigrarnos basándose en ello, pero no si media buena fe, una buena fe que en principio debemos presuponer en cualquier persona. ¿Por qué el deporte debería ser entonces diferente de la vida en este asunto?

Dixon (op. cit., pp. 86 s.) ilustra sus argumentos con la derrota que frente al “Dream Team” sufrió en Los Ángeles en 1992 la selección de Croacia. Pues bien, los españoles sabemos bien de lo que Dixon habla, porque nuestra selección también había perdido en 1984 la final olímpica por un abultado resultado (65-96) frente a la selección de los EE.UU. Creo que a cualquier aficionado español le resultaría sencillamente absurdo considerar el juego espléndido de la selección estadounidense como una humillación. Significativamente, todavía hoy seguimos celebrando aquel partido como una de las horas más felices de la historia del deporte español y habríamos considerado denigrante que el rival no se tomara en serio a nuestra selección de principio a fin del partido. En suma, precisamente porque presuponemos una dimensión moral en el deporte, no podemos asumir una interpretación de la actividad deportiva que la rebaje moralmente, una interpretación implícita en la tesis anti-paliza.

Hasta aquí la argumentación de Dixon se apoya hábilmente en las deficiencias morales que la tesis anti-paliza atribuye prejuiciosamente al deporte. Precisamente, porque ganar no lo es todo en la vida, ni en el deporte; este no se resiente por una victoria abultada, siempre que no menoscabe la excelencia del juego. Por si eso fuera poco, la tesis anti-paliza pareciera establecer el juego en términos de sometimientos y humillaciones, lo cual tampoco resulta acorde con la propia naturaleza del deporte, y sí, en cambio, con su adulteración. De hecho, una vez que rechazáramos sobre bases morales la tesis anti-paliza, cabría reintroducir una cuestión conceptual: admitido que no resulta válida en la alta competición de la Copa del Mundo de fútbol o en unos Juegos Olímpicos, ¿nos mantendríamos en el rechazo si descendiéramos a una competición más modesta, entre dos equipos cadetes de una liga de vóley provincial, por ejemplo? Aquí se invoca una cuestión conceptual, a saber: si el concepto de deporte abarca en su extensión por igual la actividad deportiva de unas atletas olímpicas profesionales y la de unas niñas que compiten por pura afición. En este punto, Dixon debe afrontar nuevos argumentos para mantener su posición y, de nuevo, advertimos cómo la cuestión moral y la conceptual se imbrican continuamente. De hecho, no es necesario ahondar más en este debate específico sobre la aceptabilidad o no de la tesis anti-paliza que sí sostiene con matices el propio Feezell. Más bien, este debate ilustra cómo la cuestión moral (qué hacer, deportivamente hablando) y la cuestión conceptual (qué sea el deporte) se imbrican de continuo.

Las perplejidades se extreman cuando lo que se sugiere al deportista de alta competición no es ya, por así decir, levantar el pie del acelerador; sino directamente justificar las trampas en el campo de juego por algún fin más o menos encomiable. No otra cosa nos propone el célebre análisis que emprende Claudio Tamburrini en su defensa de la famosa “mano de Dios” de Maradona frente a Inglaterra en la Copa del Mundo de México de 1986. Tamburrini recurre a diversos argumentos en apoyo de sus tesis, pero entre ellos adquiere especial relevancia uno de naturaleza consecuencialista; pues, a su juicio, era lícito lograr la victoria incluso con trampas en un escenario geopolítico, donde la Argentina merecía algo así como una reparación moral tras la guerra de las Malvinas. El futbolista Jorge Valdano describió de manera transparente la intuición que alienta ese argumento: “Para un argentino, la regla violada no era más que un castigo que Inglaterra merecía y, por lo tanto, quedaba ampliamente justificada”.

Casi parece un inaceptable estereotipo que un filósofo alemán kantiano se imponga el tormento de renunciar a un deber, por preservar la dignidad de un tercero; mientras que unos argentinos ponen todo su ingenio (que no es poco) en legitimar las trampas a favor de su selección; pero lo que está claro es que tanto el deontologista Alexy como el consecuencialista Tamburrini nos ilustran con su actitud la relevancia del discurso moral y político en un deporte de masas como el fútbol. Se trata de casos ilustrativos, en fin, de una dimensión moral del deporte, que requiere de nuestra reflexión. Seguramente no exista una respuesta inobjetable ni a la cuestión que planteaba Alexy, ni tampoco a las tesis de Tamburrini; pero sus opiniones confirman que, sea cual fuere la solución que adoptemos, el mero planteamiento de estos problemas nos descubre que el deporte (también el de alta competición) no puede resultar ajeno a la reflexión moral, ni mucho menos.

Se me dirá ahora que estas cosas resultan hasta cierto punto obvias. ¿Cómo no va a tener que ver el deporte con la moralidad en algún sentido? Sin embargo, el fundamento y el alcance de tal vinculación no son pacíficos y requieren de análisis conceptual. ¿Existe una relación conceptual necesaria entre deporte y moralidad o es acaso el deporte una actividad plenamente distinta e independiente de la moralidad, con la que puede mantener a lo sumo relaciones empíricas, contingentes? En este último caso: ¿Sería posible un deporte totalmente inmoral? En la medida en que el deporte implica un orden regulativo que guía conductas humanas, la cuestión puede plantearse aún de otro modo y con un alcance mucho más general que incumbe ya a la filosofía moral: ¿Es acaso el deporte un área de la vida humana que excepciona el principio de unidad de la razón práctica? ¿Podría la práctica deportiva darnos testimonio de que la razón práctica (aquella parte de la racionalidad humana que guía la conducta) puede fragmentarse dejando espacios de plena amoralidad? ¿O más bien el deporte constituye ciertamente un ámbito discontinuo del mundo cotidiano, pero también ordenado, de tal manera que pueda contemplarse como una (sub)esfera de moralidad con sus particularidades? En este segundo caso, ¿no estaremos corriendo el riesgo de convertir el deporte en una suerte de sacerdocio o algo parecido?

Denomino tesis de la corrección del deporte a la que sostiene que existe una vinculación conceptual del deporte a la moral y cabe aducir como su fundamento la naturaleza comunicativa y argumentativa del deporte. No existe deporte sin reglas que lo constituyan en un orden práctico en que se prohíben, permiten y ordenan acciones con el respaldo de sanciones e incentivos. Ahí radica el aspecto práctico del deporte que lo vincula conceptualmente a la moralidad. Pese a ciertos argumentos en contra cabe sostener que no es posible prescindir de la dimensión intrínsecamente moral del deporte. Cuando miramos al pasado, no deja de ser significativo que la filosofía del deporte fuera en sus orígenes una “subdisciplina” de la pedagogía. Cuando miramos al futuro, es significativo que sigamos depositando grandes esperanzas en el deporte como  “laboratorio moral” (la expresión es de McFee) donde todos —y muy especialmente nuestros jóvenes— puedan ejercitarse en las mejores virtudes cívicas.

Como es natural, este planteamiento presenta sus concomitancias con una filosofía del Derecho no positivista. Desde tal perspectiva, los diversos órdenes normativos (Derecho, política, religión… y deporte) no pueden contemplarse como sistemas totalmente separados, puesto que guardan entre ellos, (pese a sus indudables especificidades) una relación conceptual que presupone una unidad de la razón práctica bajo la cual se desarrollan diversas manifestaciones. Así, cuando me pregunto qué debo hacer yo, me planteo una cuestión que requiere de mi reflexión en un plano moral. Cuando me pregunto qué debemos hacer como comunidad, entonces me planteo un problema político que apela a mi sentido de la justicia. Cuando me pregunto cómo juzgar una conducta en el plano intensamente institucional de nuestro Derecho positivo, me planteo un problema jurídico que requiere de mí una argumentación que en última instancia también requiere de una reflexión moral. Correlativamente, en fin, no creo que sea posible concebir el deporte sin tener presente su dimensión moral. El deporte también es (y robo con reincidencia esta expresión a Ronald Dworkin) una criatura de la moralidad”. Curiosamente, aquella noche de fútbol, discrepaba yo con Robert Alexy sobre la tesis anti-paliza, pero lo hice asumiendo en todo momento su propia idea sobre la unidad de la razón práctica que acabo de esbozar aquí.


Extracto modificado de A. García Figueroa, Moral de victoria. Una filosofía del deporte, prólogo de J. L. Pérez Triviño, Hexis, Terrassa, 2021

Foto: AFP