Norberto J. de la Mata

La corrupción política la define Wikipedia como el mal uso del poder público para conseguir una ventaja ilegítima, generalmente de forma secreta y privada, añadiendo que el término opuesto es el de transparencia. A continuación incluye entre las formas de corrupción, entre otras, el tráfico de drogas. Primera sorpresa.

La misma “enciclopedia libre” dice que los casos judiciales relacionados con corrupción política en España se reflejan, en 2015, en unas 1700 causas y más de 500 imputados o investigados. Los enumera e incluye, por ejemplo, el “caso Bankia”. Segunda sorpresa. En el caso Bankia las querellas admitidas a trámite imputan delitos de estafa, apropiación indebida, falsificación de cuentas anuales, delitos societarios, administración fraudulenta, maquinación para alterar el precio de las cosas. ¿Son estos delitos de corrupción o son simples (no tan simples) delitos socioeconómicos?

¿Hablamos de corrupción política cuando están implicados políticos o personas vinculadas al mundo de la política? ¿Entonces también son delitos de corrupción, la conducción imprudente del político, el impago de la pensión debida, la negativa a someterse a la prueba de alcoholemia o la visualización de pornografía infantil?

De corrupción se puede hablar desde muchas perspectivas y en diferentes ámbitos. Si nos centramos en lo que es la corrupción que puede dar lugar a responsabilidad penal (al margen de la ética, la moral o la vinculada con responsabilidades administrativas o políticas), podemos hablar de una corrupción pública o en el sector público y de una corrupción privada, en el sector privado o en el mundo de los negocios.

Ésta, en principio, no es la que interesa a tertulianos, periodistas, comentaristas, etc., cuando discuten sobre la necesidad de transparencia en la vida política. Es la de quien, por ejemplo, consigue un contrato de suministro ofreciendo una suma de dinero al directivo de cualquier empresa encargado de concederlo. O la de quien consigue un resultado deportivo entregando la suma a un árbitro. Supuestos que afectan al ámbito de lo privado, de la lucha económica o deportiva, si se quiere, en igualdad de condiciones. A ellas se da respuesta en nuestro Código Penal a través del art. 286 bis. Pero nada tiene que ver con la gestión de lo público.

¿Y la otra? La otra es la que tiene que ver con lo público. Y lo público, en el ámbito penal, se identifica con el correcto ejercicio de la función pública, esto es, con los delitos que tienen que ver con dicho ejercicio. Aquí podemos ser más estrictos y considerar corruptas sólo las conductas que tienen que ver con la compraventa del cargo y necesitan de un particular corruptor (el cohecho) o entender que también son conductas de corrupción las que sencillamente implican un aprovechamiento del cargo para fines particulares (algunas prevaricaciones, malversación, tráfico de influencias, negociaciones prohibidas, fraudes ilegales, etc.). Pero, se sea estricto o no, ni la defraudación tributaria, ni el tráfico de drogas, ni la prostitución, ni el blanqueo de bienes, ni los delitos urbanísticos son delitos de corrupción. Utilizándolo desmedidamente y aplicándolo a todo, este concepto termina por difuminarse, por hacerse tan común que pierde toda la importancia que realmente tiene que tener, toda su carga semántica para reflejar aquello que realmente conlleva.

En la práctica judicial ocurre que los casos de cohecho (de corrupción en sentido estricto), los casos en los que se vende el cargo público (y, en su caso, político) son tan difíciles de probar que acaban conduciendo a imputaciones y, en su caso, condenas, por delitos que pueden ser consecuencia de la corrupción pero que no implican lo que significa ésta. Si al político de turno se le encuentran cuarenta millones de euros en una cuenta suiza podrá hacérsele responsable de un delito fiscal; como si se le encuentran a un particular. Otra cosa es que éticamente su reproche pueda ser diferente. Si el político de turno ha concedido una licencia para una construcción en suelo protegido será responsable de un delito contra la ordenación del territorio; igual que el que cometerá quien construya. Y nada más. Por mucho que pueda existir la sospecha de que el dinero defraudado provenga de una “mordida” o de que esa licencia se ha concedido porque “se ha pasado por caja”.

El político puede cometer muchos delitos. Todos los del Código Penal. Como el particular. Su reproche por ello será mayor o menor socialmente. Pero su responsabilidad penal, en principio la misma, salvo previsiones legales concretas justificadas por diferentes razones.

Pero, además, el político puede cometer muchos delitos por ser quien es. Por aprovecharse de su cargo. Por entablar relaciones con particulares para ofertar lo que éstos pueden comprar. Aquí hay que poner toda la carne en el asador.

Ya ha finalizado la instrucción de los casos Gurtel o Nóos. Éstos son los casos de corrupción política. Los que hacen daño a lo público. Y hay instrumentos con qué combatirlos en el Código Penal. Lo que no ha habido muchas veces ha sido voluntad o capacidad. Y nos creemos (o nos tenemos que creer porque no se puede probar lo contrario) explicaciones sobre herencias recibidas para justificar patrimonios no declarados de dudosa procedencia. Nos creemos contratos de consultoría, nos creemos regalos espléndidos, creemos en el azar de la lotería.

La regulación penal es muy completa. Claro, hay que aplicarla, querer, poder y saber aplicarla. Pero llamemos corrupción a lo que es corrupción. Y si no se puede probar habrá que hablar de otra cosa. Y si, al final, por incapacidad probatoria, por desidia administrativa, por falta de voluntad política, sólo se puede hablar de defraudación tributaria, habrá que hablar de defraudación tributaria. Si no, se confunde a la opinión, nos confundimos nosotros y nos llegamos a creer que el Código se aplica cuando lo cierto es que de cohecho, de corrupción, difícilmente encontraremos sentencias en los Tribunales de Justicia.