Por Pablo García Manzano

 

Derecho de petición

El tiempo es un recurso limitado y, cuando los motivos de indignación se multiplican, resulta difícil hacer un parón y decir aquello que, en conciencia, uno piensa que debe decir para estar a la altura. Superando la tentación del inmovilismo, escribo estas líneas que deben verse como ejercicio de mi derecho constitucional de petición a los poderes públicos (artículo 29 de la Constitución).

Pido una serie de respuestas a los poderes investidos de autoridad, al Presidente de Gobierno que lo será dentro de unos días, a las Cortes Generales que iniciaron su andadura en agosto, al Poder Ejecutivo (Gobierno y Administración General del Estado, gobiernos y administraciones autonómicos y locales) y al Judicial, en el que incluyo también -a estas alturas, carece de sentido no ser exhaustivo- al máximo órgano de garantías constitucionales, el Tribunal Constitucional.

Este prólogo un tanto enfático no lo es tanto si se piensa que el derecho de petición garantizaba, en el Estado absoluto (cuando la soberanía pertenecía a uno solo), poder decir lo que alguien pensaba y pedir lo que quería sin temor a que le cortasen por ello la cabeza. No es que yo tenga en mucho la mía, pero la situación actual (nótese que yo incluyo en este giro lingüístico acontecimientos que datan de mucho antes del 23J) exige que se diga lo que se piensa. Aunque existe una gran diferencia hoy en día y es que, en nuestro actual Estado constitucional, no hay soberano. Ni siquiera el pueblo lo es o, dicho lo más rigurosamente posible, lo es en cuanto “constituyente” de unas Cortes -de un poder representativo- que nacen después, inmediatamente, “constituidas”, esto es sometidas al mismo marco constitucional que las vio nacer y las preexiste, porque contiene las reglas básicas de la ordenación social. A veces esas reglas ni siquiera están escritas sino que, como pasa en las mejores comunidades, todos las saben. A esto se llama Constitución.

En ejercicio de esta facultad, dirijo esta petición a los poderes públicos constituidos para obtener, sin más, una respuesta (lo que constituye justamente el contenido esencial de este derecho fundamental).

Lo que urjo de estos poderes es que no aprueben las normas contenidas en la Proposición de Ley Orgánica de amnistía para la normalización institucional, social y política en Cataluña, presentada a la Mesa del Congreso de los Diputados el 13 de noviembre de 2023, como consecuencia de uno de los puntos que forman parte del acuerdo alcanzado cuatro días antes entre el grupo parlamentario que presentó aquella y otro grupo parlamentario para conseguir la investidura del Presidente del Gobierno.

Las cuestiones de lo bueno, lo justo y lo decoroso (bonum, aequum, decorum), de la ética, el derecho y la política, aparecen siempre entremezcladas en la práctica y, como ya se ha dicho mucho y muy bueno sobre lo injusto, arbitrario y sobre todo, en mi opinión, indecoroso e inmoral de tal acuerdo, a ello me remito.

Resulta, sin embargo, que ese punto del acuerdo (la Proposición de Ley de amnistía) va unido a otros cuya lectura en conjunto solo puede producir desazón a cualquier español y, por supuesto, a muchos miles de catalanes españoles que los habrán leído boquiabiertos, y el sentido de muchos de ellos se muestra con “claridad” en la exposición de motivos (que no de razones) que se pone al frente de esta Proposición de Ley.

 

Un legislador soberano al que no limita la Constitución

Ya sabemos que, al tener origen en una proposición, esta Ley será única y exclusivamente debatida en el Parlamento, a pesar de que contiene mandatos -lo digo sin un punto de exageración y llevo más de veinte años ejerciendo la práctica jurídica a un nivel aceptable- a la Administración, al Ejecutivo y al Judicial mayores y más graves que ninguna de las normas emanadas de las Cortes Generales desde 1978 o, mejor y aquí los detalles tienen su peso, desde 1976 (Real Decreto-ley 10/1976) y 1977 (Ley 46/1977) cuando se aprobaron leyes de amnistía.

Nunca, sigo sin exagerar, había visto en un preámbulo tal cúmulo de garantías o blindajes frente a la eventual inconstitucionalidad del texto que quiere someterse a la toma en consideración, primero, y a la aprobación después por parte de las Cortes Generales. Si ha existido un legislador timorato y temeroso a cada paso de que lo que está haciendo es reprochable, es este. Se dedican dos apartados enteros a la constitucionalidad de la amnistía (apartados IV y V) cuando, hasta donde yo sé, cuando se legisla, y además para fines tan loables como

“excepcionar la aplicación de normas vigentes a unos hechos acontecidos en el contexto del proceso independentista catalán en aras del interés general, consistente en garantizar la convivencia dentro del Estado de derecho y generar un contexto social, político e institucional que fomente la estabilidad económica y el progreso cultural y social tanto de Cataluña como del conjunto de España, sirviendo al mismo tiempo de base para la superación de un conflicto político”,

no sería necesario poner tantos paños calientes. Sin embargo, se ponen y se nos alecciona sobre lo arriesgado que sería, incluso para el Tribunal Constitucional, cuestionar la

“renuncia al ejercicio del ius puniendi por razones de utilidad social que se fundamenta en la consecución de un interés superior: la convivencia democrática”.

Si la resonancia ética de estas palabras no produjera, de por sí, escalofríos, lo que sí debe quedar excluido de la toma en consideración por las Cortes -o al menos eso es lo que pido- es que se pongan adversativos a la democracia y al Estado de derecho y que se haga en nombre de la justicia:

“Este es el marco jurídico general en el que se concibe la presente ley de amnistía, en el claro entendimiento de que, si bien no hay democracia fuera del Estado de derecho, es necesario crear las condiciones para que la política, el diálogo y los cauces parlamentarios sean los protagonistas en la búsqueda de soluciones a una cuestión política (…) Se trata, pues, de utilizar cuantos instrumentos estén en manos del Estado para procurar la normalización institucional tras un período de grave perturbación”.

Dicho llanamente: los marcos jurídicos (suponiendo que este lo sea) no sirven para “crear condiciones” ni pueden utilizarse “instrumentos en manos del Estado” para despejar el terreno político en el que, por supuesto, pueden darse con total pluralismo cualquier tipo de soluciones dentro del marco constitucional a problemas sociales y políticos.

Menos aún puede tolerarse -al menos, eso es lo que pido- que este marco jurídico general, “generador de un contexto de diálogo y cauce parlamentario”, excluya por principio uno de los modelos de democracia, el que se llama sin rubor “modelo de democracia militante, esto es, un modelo en el que se imponga no ya el respeto, sino la adhesión positiva al ordenamiento”. Yo reconozco que siempre me atrajo el modelo de democracia que describió María Zambrano cuando dijo que es aquel sistema en el que ser persona no solo es permitido, sino que es debido. Pero quizá sea esto muestra de militancia en un “modelo” que no cabe en la Constitución, aunque, de ser así, pido que se me dé una respuesta. Y también ignoro si es una adhesión positiva proclamar, como lo hace nuestra Constitución, que la “dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social” (artículo 10.1 de la Constitución). Yo me adhiero sin reservas – no solo respeto – a lo que exige este precepto constitucional y, si estoy equivocado, urjo de los poderes públicos que han tomado esta iniciativa y que la someterán a consideración de las Cortes que me den una respuesta.

En fin, veo difícil, aunque lo exijo también, como mi derecho fundamental reconocido, que se explique también por qué en esta ley singular la amnistía, que es “figura jurídica”, “facultad legislativa”, “institución” (según los tres primeros párrafos de la exposición) y, además, “mecanismo constitucional que refuerza el Estado de derecho” y “paso necesario para superar las tensiones referidas y eliminar algunas de las circunstancias que provocan la desafección” de una parte de la población a las instituciones estatales (apartado II), por qué -decimos-  la amnistía es una facultad de las Cortes Generales (“acto soberano de las Cortes Generales”, se llega a leer en el apartado III) cuyo contenido les permite afirmar lo siguiente:

  • a quien se halla legitimado para tipificar o destipificar una determinada conducta se le reconoce, en lógica consecuencia, la facultad de amnistiar esos mismos hechos son otros límites que los que directamente dimanen de la Constitución”; y
  • con la finalidad que pretende la norma, vinculada al mandato de optimización que se deriva del artículo 9 de la Constitución y que se dirige a todos los poderes públicos, pero particularmente al legislador, que es quien configura los tipos penales, quien los deroga y quien aprueba, como es el caso, una ley de amnistía con una finalidad legítima y constitucional”.

Aquí encontramos la razón profunda: el legislador se considera soberano, y no el pueblo (que, aunque tampoco lo es en el sentido absoluto de la expresión, sí en el momento constituyente). Y tampoco la Constitución, por mucho que se alardee de su “mandato optimizador” para lograr una libertad e igualdad reales y efectivas, puede hacer nada frente a este legislador “quien se halla legitimado” para tipificar o destipificar, para configurar y derogar tipos penales y aprobar, en lógica consecuencia, la facultad de amnistiar los hechos que él mismo tipificó.

Frases muy similares a estas las he leído al estudiar teoría política y solo puedo decir, y es más, así lo pido como mi derecho, que se me explique por qué ahora la Constitución como norma no sirve frente a este acto de un legislador soberano, absolutamente voluntarista y personificado (“quien” se halla legitimado; “que es quien configura… quien deroga… y quien aprueba”), que hace y deshace a su arbitrio, o con sus motivos irrazonables, que los tiene y los ha confesado en un acuerdo previo.

También para esto pretende haber una explicación en este preámbulo, aunque a mí siga sin satisfacerme y por eso solicito que se me den las verdaderas razones. Puesto que, en efecto, se dice en la exposición de motivos (párrafo final del apartado V) que “el carácter de ley singular que excepciona la aplicación de normas a los hechos acontecidos en un determinado contexto en aras del interés general deberá conllevar el inmediato alzamiento de las medidas cautelares que hubieran sido adoptadas, incluso cuando tenga lugar el planteamiento de un recurso o una cuestión de inconstitucionalidad, así como la finalización de la ejecución de las penas impuestas” (lo que remite a la norma del artículo 4 “in fine” de la Proposición de Ley, caso inédito, como se verá, de norma constitucional camuflada en el texto de una con rango de ley, toda vez que pretende vincular también al Tribunal Constitucional, sin necesidad de modificar ni de mencionar su ley orgánica).

Para terminar en lo que se refiere a la parte expositiva, debemos reconocer que a los autores de esta Proposición -que sin ironía puede decirse que son versados y han dejado poco al azar (y menos aún a la libertad)- se les ha escapado la verdad en este último apartado, al describir el colofón relativo a la “singularidad” o “caso único” de esta ley, puesto que afirman sin tapujos: “Pues bien, declarada su constitucionalidad, solo cabe entender esta opción legislativa en el marco de las leyes singulares”.

 

Se declara la constitucionalidad de las leyes de amnistía con carácter general

Todavía no ha sido ni tomada en consideración esta Proposición de Ley y ya está, como por ensalmo -sin necesidad, y en algún caso sin posibilidad efectiva, de someterla al Tribunal Constitucional- declarada su constitucionalidad, la de las leyes de amnistía en general y la de esta en particular, puesto que cumple los requisitos para que pueda ser válida en nuestro ordenamiento jurídico, requisitos que son -aquí quizá podría haberse afinado más- “el ajuste a los principios constitucionales” (siendo así que los hechos amnistiados lo fueron en el contexto de consultas declaradas inconstitucionales). Botón de muestra es, se añade para concluir y lo digo con especial lástima por la utilización que se hace (confesada) de todos los instrumentos en manos del Estado, que un dictamen del Consejo de Estado emitido sobre un proyecto de real decreto del año 2005 no hiciera reproche alguno al artículo que incluye la amnistía como causa de extinción de la responsabilidad disciplinaria del personal al servicio de la Administración de Justicia. Una búsqueda exhaustiva entre la doctrina legal del supremo órgano consultivo del Gobierno, cuyo resultado, una vez más, dista de ser satisfactorio para mí, sin que de aquí quepa inferir -quizá se me escape algo- que esté declarada la constitucionalidad de esta figura tal y como se regula en la Proposición de Ley.

Por último, se lleva a cabo otro blindaje especialmente inhábil puesto que, se dice, si la ley es ad casum, hay que demostrar su razonabilidad. En otro caso insólito de adelantamiento al preámbulo de un texto legislativo del “parámetro de constitucionalidad” que debería usar el Tribunal Constitucional, se dice que “este es precisamente el parámetro de constitucionalidad que cumple la presente ley de amnistía” (el tertium comparationis exigido por la jurisprudencia constitucional maravillosamente comentada por el Prof. Rubio Llorente): que

su objeto y ámbito se dirige a un grupo concreto de destinatarios”; y que “agota su contenido en la adopción de la medida para un supuesto de hecho singular, en este caso el conjunto de actos vinculados, de diversas formas, al ya mencionado proceso independentista, que quedan acotados material y temporalmente”.

Huelga todo comentario al respecto: la Constitución prohíbe los indultos generales y, al fin, el preámbulo de la segunda ley de amnistía de nuestra historia democrática nos instruye acerca de que también están prohibidas (aunque la Constitución no lo diga expresamente) las amnistías generales.

La regulación de la Proposición de Ley desborda con mucho mis posibilidades actuales de análisis, por lo cual solo pido, ejerciendo mi derecho, que se haga una enmienda a la totalidad del texto. Es verdaderamente complejo adelantar acontecimientos sobre el devenir de este proyecto normativo o hacer pronósticos sobre los informes, opiniones y resoluciones a los que su aprobación podría dar lugar. Por lo cual me limitaré a unos pocos apuntes.

 

La destrucción de la división de poderes

Sobre el ámbito objetivo y las exclusiones solo cabe hacer algún comentario apresurado, sobre ciertos puntos que saltan a la vista incluso de lectores inexpertos (confieso que lo soy en esta materia). Los hechos amnistiados comprenden “los actos cometidos con intención de reivindicar, promover o procurar la secesión (sic) o independencia de Cataluña”, si bien se excluyen, supongo que sobre la base de que “todos los caminos deben transitar dentro del ordenamiento jurídico nacional e internacional” (apartado II de la exposición de motivos),  “los delitos de traición y contra la paz o la independencia del Estado… del Título XXIII del Libro II del Código Penal”. No merece la pena indagar entre los entresijos de este título, claro está, pues no se encuentra en tales tipos delictivos el encaje de los hechos que son principalmente  amnistiados (puesto que se incurriría, de ser así, en una flagrante infracción del principio de no contradicción). Es inútil hacerlo así, además, no solo por esa convicción, sino porque ya se nos ha explicado que el legislador es quien configura, hace y deshace los tipos penales; y no solo se ha dicho sino que, en lógica premisa, así se ha hecho durante la pasada legislatura al modificar determinados tipos penales.

Los efectos de la amnistía sobre la responsabilidad penal, administrativa y contable (dejando aparte los de la responsabilidad civil, en un batiburrillo de instituciones heterogéneas verdaderamente notable), a los que se dedica el Título II de la Proposición de Ley, son pura y simplemente los de su extinción cuando afecte a los hechos y tiempos del Título I.

Tal eficacia incluye muy en particular, como se ha adelantado, el cierre de efectos “en ejecución” de penas impuestas (artículo 4.4) o en ejecución de responsabilidades administrativas, i.e. mientras se estén ejecutando sanciones administrativas impuestas o sentencias contencioso-administrativas firmes, que deberán ser respectivamente revisadas de oficio o revisadas por el cauce del recurso de revisión aplicado “de oficio” (artículos 12.4 y 14.2, cuyo encaje sistemático en el Título III es un puro accidente).

Es más:

“La entrada en vigor de esta ley implicará el inmediato alzamiento de las medidas cautelares que hubieran sido adoptadas respecto de acciones u omisiones amnistiadas en relación con personas beneficiadas por la amnistía, con la única salvedad de las medidas de carácter civil a las que se refiere el artículo 8.2. (…) En todo caso, se alzarán las medidas cautelares incluso cuando tenga lugar el planteamiento de un recurso o una cuestión de inconstitucionalidad contra la presente ley o alguna de sus disposiciones” (artículo 4.4 y artículo 4, último párrafo).

Esta regla es, a nuestro juicio y como ya hemos avanzado, el colmo del desdén que el legislador puede hacer al Tribunal Constitucional en cuanto encargado de enjuiciar la constitucionalidad de las leyes; un mecanismo que, no hace falta decirlo, está en la entraña del Estado de derecho tal y como lo concebimos en la España de 2023. Los procedimientos de inconstitucionalidad -y no solo los promovidos por otros grupos parlamentarios, que a estos efectos bien poco cuentan como parte de las Cortes soberanas; sino incluso los planteados por los jueces o solicitados por las partes en un concreto proceso- quedan cercenados de entrada, pues el alzamiento de medidas cautelares debe quedar, de este modo, blindado.

Tal vez alguien hubiese echado en falta toda mención hasta ahora de la quiebra de separación de poderes que supone esta Proposición de Ley, siendo así que ha sido uno de los puntos más comentados en las aproximaciones que se han hecho desde el momento en que se conoció el texto del acuerdo político que está en su base. Reconozco que, de entrada, la amnistía me parece una facultad del Legislativo que borra la ofensa, el delito apreciado por otro poder cual es el Judicial y castigado por el Ejecutivo. Pero, claro es, no es esta quiebra de base, connatural a la misma institución, la que preocupa; como tampoco tranquiliza especialmente que no vaya a dotarse de “generalidad” a la facultad de amnistiar delitos o indultar delincuentes (hasta ahí podríamos llegar: la generalidad de tales medidas sería una injustica palmaria, de algún modo casi la esencia de una tiranía, similar a la de condenar inocentes).

Lo que inquieta y mucho, y así se ha dicho respetuosamente por autorizados representantes y miembros del Poder Judicial, es el modo en que se articula esta “singular” amnistía que, si bien no es general (tiene destinatarios en el “contexto concreto” histórico que se describe de forma enormemente imprecisa) ni ilimitada temporalmente (aunque dotada de retroactividad y ultraactividad al menos de grado medio: cfr. artículo 1.3), es vinculante para los otros poderes en un modo tan granular, coactivo e indecoroso que significa nada menos que destruir la separación de poderes.

Es bien sabido, en efecto, que la separación de los poderes de decisión, ejecución y control (como los rebautizara K. Loewenstein) expresa un principio de distribución de competencias como medida del poder; en tanto que el reconocimiento de derechos fundamentales desenvuelve un principio de limitación frente al poder establecido.

Pueden, en abstracto, hacerse leyes de amnistía respetuosas con dicho principio de distribución (como lo fue por cierto la Ley 46/1977, al decir del Tribunal Constitucional); pero la que derivaría, en concreto, de esta Proposición de Ley no lo es, puesto que simplemente destruye cualquier atisbo de intervención de otros poderes (incluso de los poderes más anodinos, como los que aplican responsabilidades administrativas o contables). Todo queda atado no solo para amnistiar conductas concretas, sino para entrar a disciplinar lo que “de oficio” (el término se repite hasta nueve veces entre los artículos 9 y 14, y ello sin contar expresiones equivalentes como “de inmediato” o “en todo caso”) deben hacer los poderes públicos, tanto da que sean judiciales, administrativos o administrativo-contables integrantes de un órgano de relevancia constitucional. Es este aseguramiento preventivo de los efectos, invasor de cualquier mínimo principio de distribución (como si todo debiera quedar inmediatamente hecho con la aprobación de la ley), lo que hace apreciar de una forma muy peculiar en este caso la ausencia de todo fumus boni iuris.

Los ejemplos podrían multiplicarse, pero nuestro comentario y nuestra petición llegan hasta aquí. Para terminar con una nota de optimismo, a la que nos autoriza nuestro pasado y también la conciencia de que muchos ciudadanos y servidores públicos “saben” y no quieren ser tomados por ineptos ni menos ser aún engañados, recordemos que el Estado de derecho es siempre una caña a punto de quebrar (como lo escribió hace más de treinta años un Presidente del Tribunal Supremo, Federico C. Sáinz de Robles) pero que, aun en ese estado siempre quebradizo, tiene la flexibilidad y los recursos necesarios para mantenerse en pie.