Por Juan Antonio Lascuraín.
Una política criminal errónea.
La política criminal en relación con el cannabis (con el cultivo, la elaboración y la entrega de cannabis) ha sido y es un modelo de irracionalidad. Irracionalidad desde una perspectiva democrática, constitucional, del Derecho, que parta del respeto a la autonomía personal de los ciudadanos y que no tolere la sanción (y mucho menos la punición, la sanción penal) de conductas inocuas. Y esto es lo que lamentablemente, en ocasiones, se sigue haciendo. Y haciéndose además con incertidumbre. No sabemos qué conductas son delictivas. Las describe un “desbocado” (el adjetivo es del Tribunal Supremo) artículo del Código Penal que dice tanto y tan jurídicamente – y éticamente – imposible (aparentemente es delito todo favorecimiento de todo consumo de toda droga) que en realidad no sabemos qué quiere decir. ¿O acaso podría ser delito cultivar o comprar cannabis para el propio consumo, que son obvias conductas de favorecimiento del consumo?
El artículo 368 CP dice:
“Los que ejecuten actos de cultivo, elaboración o tráfico, o de otro modo promuevan, favorezcan o faciliten el consumo ilegal de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas, o las posean con aquellos fines, serán castigados con las penas de prisión de tres a seis años y multa del tanto al triplo del valor de la droga objeto del delito si se tratare de sustancias o productos que causen grave daño a la salud, y de prisión de uno a tres años y multa del tanto al duplo en los demás casos”.
Naturalmente que los tribunales no llegan a esta conclusión. Pero sí a la siguiente: si A vende a B un cuchillo con la intención confesa de B de cortarse un dedo, A no resulta penado pues colabora con algo (una autolesión) que es impune; si lo que A hace es venderle a B una dosis de cannabis con la intención confesa de B de consumirla, posiblemente A cometería un delito de tráfico de drogas.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Yo creo que a través de una amarga y poco meditada macedonia en la que se prescinde de la autonomía individual, se exagera la importancia de confusos convenios internacionales, y se mezclan churras con merinas: se trata sustancialmente igual (esto es: penalmente) al cannabis, vecino de tabaco, que a la heroína. Se trata de combatir a organizaciones que han adquirido un inmenso poder con el tráfico de cocaína y de heroína con tipos penales de aislamiento radical, que penan duramente casi todo contacto con estas drogas, pero que se extienden a casi cualquier droga y que no reparan suficientemente en que sustento esencial de aquel negro negocio es precisamente el precio que genera la prohibición.
Recomencemos
Les propongo por ello que seamos un poco adánicos. Que nos olvidemos de todo esto, que ha generado intensos prejuicios en la sociedad, y nos vayamos a una isla a constituir un Estado democrático en el que nos planteemos como abordar jurídicamente el tema de las drogas.
Creo que nuestros principios o directrices podrían ser tres. El primero, como buenos demócratas, es el de la autonomía personal. Cada cual puede hacer planes de vida y desarrollarlos, buscar su realización y su sosiego, como le plazca, siempre que no interfiera en la autonomía personal de los otros. Eso implica que cada cual puede plantar y consumir lo que quiera.
Segunda directriz. Como sociedad podemos llegar a la percepción objetiva de que el consumo de ciertas sustancias es nocivo. Porque es adictivo y porque dañan la funcionalidad objetiva del cuerpo humano. Esto implica que podemos prohibir su suministro a personas no autónomas, no competentes, como los menores, ya que en este caso no les dejamos decidir, sino que decidimos por ellos. Y esto supone que deberemos informar de los efectos de estos consumos y tratar con ello de disuadir de su emprendimiento.
Y tercero: lo de las churras y las merinas. Existen los alfileres y los cuchillos jamoneros. Distingamos a los efectos de establecer prohibiciones y otras políticas entre el alcohol o la nicotina y la cocaína o la heroína. Distingamos las sustancias en función de su adictividad y de su agresividad con dicha funcionalidad objetiva del cuerpo.
Esto es muy importante si decidiéramos optar por una política moderadamente paternalista. Esta puede carecer de sentido en relación con afectaciones leves o moderadas de la salud de las personas adultas, pero puede tenerlo en relación con decisiones irreversibles o difícilmente reversibles de las mismas. Piensen en las autolesiones o en las lesiones consentidas. No está justificado impedir que se colabore con alguien que se quiere poner un piercing o flagelarse por razones religiosas o sexuales. Pero si la lesión es irreversible o si alcanza a la propia vida podría justificarse la prohibición en un principio de precaución: la decisión es tan importante que debemos asegurarnos su pureza evitando interferencias de terceros.
¿A dónde quiero llegar? A que probablemente hay muy poca legitimación para prohibir la entrega de cannabis a un adulto competente – y ninguna para sancionar dicha prohibición con una pena – y que sí puede haberla si se trata de heroína, aunque se trate de tal adulto competente.
Prohibiciones
El resumen de las normas posibles de nuestra isla en esta materia podría ser el siguiente. No podemos prohibir que las personas competentes se droguen ni que realicen los actos previos conducentes a tal consumo. Tampoco deberíamos prohibir en principio que se colabore con ellos. Digo en principio porque tenemos la legítima posibilidad de ponernos paternalistas y prohibir esta colaboración si se trata de sustancias muy adictivas o dañinas. En todo caso deberemos prohibir que se facilite el consumo de cualquier droga a personas no competentes.
Como está la salud por medio y la salud de muchas personas, no será ilegítimo sancionar no solo la difusión de drogas a menores o la difusión de drogas duras a adultos, sino las conductas de peligro de que tal difusión se produzca. Pero, ojo: aquí tendremos que ser muy cuidadosos en cómo penamos ese peligro y cuándo consideramos que se produce, pues peligrosas en alguna medida pueden ser muchas conductas muy lejanas del consumo nocivo que nos importa, con lo que por esta peligrosa vía del peligro podremos arrumbar el elemental ejercicio de la libertad individual. Tener una macetita de cannabis en casa para el propio consumo es un riesgo de consumo del sobrino adolescente que viene a visitarnos.
Sanciones
Este resumen de prohibiciones quedaría incompleto si no me refiero a la política de sanciones, que en lo material se regirá por el principio de proporcionalidad. En un Estado decente penamos poco lo que es poco grave y no penamos si no hace falta la pena para mantener la vigencia de la prohibición, sino que solo sancionamos administrativamente su quiebra, y a su vez si esto resulta necesario.
Comento esto porque a veces olvidamos algo evidente, a lo que volveré en una próxima entrada. Que cuando decidimos prohibir y sancionar las contribuciones a los deterioros de la salud ajena habremos de calibrar bien qué deterioro es (que tipo de sustancia se facilita), en qué consiste la contribución y si el titular consentía en tal deterioro. Una conducta, grave, es lesionar a alguien; otra, más leve, es participar en que otro lesione a ese alguien; y otra, impune en general en nuestro Código Penal, es ayudar a ese alguien a que se lesione solo. Este es el caso de la sola entrega de una dosis de droga a un adulto competente.
Si alguien cultiva o elabora droga para venderla a adultos competentes estará preparando una participación futura en una autolesión. Les recuerdo que en nuestro Derecho los actos preparatorios, por su lejanía con la lesión y por su posible carácter aún ambiguo (¿para qué estaba cultivando?), solo se penan excepcionalmente.
Les cuento todo esto porque si en nuestro Estado-Isla optáramos por prohibir la facilitación de drogas, duras y blandas, a menores, lo que parece bastante más que sensato, deberíamos pensar muy bien si sancionamos y cómo sancionamos la conducta previa: la generación de una situación de peligro abstracto de que tal cosa suceda. Deberíamos extremar aún las cautelas si damos un paso más y bastante menos sensato y en lugar de regular su distribución prohibimos también la facilitación de drogas blandas a adultos.
Piensen en la conducta de cultivar incontroladamente cannabis. Amén de comprobar que tal cosa sucede – que el producto de dicho cultivo puede acabar realmente en manos de menores (o de otros mayores distintos de los cultivadores, en la segunda hipótesis) -, la proporcionalidad en las sanciones propias de un Estado democrático nos plantea al menos tres cosas. La primera es que el peligro abstracto lo sea para muchos. Si no, no hay lesividad suficiente para anticipar la tutela penal. La segunda es que tal peligro debe ser real y no se puede presumir a partir del cultivo, sino que debe ser probado por la acusación. Y la tercera es que no hay que matar moscas a cañonazos: para un caso así (peligro abstracto plural respecto a una droga blanda) nos pueden bastar las sanciones administrativas (sobre todo en la segunda hipótesis: si se prohibiera aunque el posible destinatario fuera un adulto).
Recuerdo aquí algo obvio, respecto a los cañonazos. El Derecho Penal es el Derecho de la cárcel y de la estigmatización. Su principal sanción consiste en la privación de la manifestación más primitiva de la libertad, algo que hoy en día cuestionamos moralmente incluso si su destinatario es un animal.
En fin,
prohibamos toda facilitación de drogas a menores y hagamos quizás lo propio con las drogas duras en relación con los adultos. Sancionemos incluso el peligro de que ambas cosas sucedan. Pero seamos sensatos: si se trata de penar, con mayúsculas, y de cannabis, en el primer caso, exijamos un peligro real, plural y probado, y preguntémonos si no nos bastaría con sancionar administrativamente para evitar estas conductas.
¿Hace esto nuestro ordenamiento hoy o cabe interpretar que así lo hace? Dejemos esta reflexión para una próxima entrada.
Foto JJBose