Por Jesús Alfaro Águila-Real

 

A propósito de Pascal Boyer / Michael Bang Petersen, Folk-Economic Beliefs: An Evolutionary Cognitive Model, 2017*

 

Introducción

El trabajo que resumimos a continuación, con algunos comentarios, está en la línea de la “consilience” (consiliencia) de la que hablaba Edward O. Wilson. Lo que le falta a las Ciencias Sociales para aproximarse lo suficiente a las Ciencias de la Naturaleza es una teoría de la conducta humana respaldada empíricamente. Hasta el siglo XXI, el competidor más avanzado al respecto era la Economía que modelaba al ser humano como un sujeto racional que maximiza la utilidad que extrae de los bienes de los que dispone en un entorno de escasez, esto es, en un entorno en el que las necesidades y los deseos nunca se ven satisfechos. Este modelo del ser humano se construyó a partir del comportamiento de las empresas como unidades de producción para el mercado, de modo que se sustituye el individuo por la empresa (el ser humano es sustituido por un patrimonio cuyo fin es producir bienes y servicios para el mercado) y se sustituye el entorno (la naturaleza que incluye a otros seres humanos) por el mercado competitivo. En palabras de Coase

Siempre me he preguntado por qué los economistas, con tantos comportamientos absurdos a su alrededor, presumen rápidamente que los seres humanos actúan racionalmente. La razón se encuentra en que los economistas estudian el sistema económico, en el cual la disciplina del mercado garantiza que, en un entorno competitivo, las decisiones sean más o menos racionales. El que dirige una empresa y compra los insumos por diez pero vende sus productos al público a ocho no tardará mucho en quebrar. Alguien que hace lo mismo en su economía familiar, dará a su cónyuge y a sus hijos una vida miserable. 

Como dijo David Friedman, los economistas, armados con una sola y simple hipótesis – racionalidad – se lanzaron a colonizar las restantes Ciencias Sociales pretendiendo que la Economía era la Ciencia del comportamiento humano. Gary Becker lo explicó en su conferencia de recepción del Premio Nobel en 1993:

“todo el comportamiento humano puede considerarse como realizado por participantes que maximizan su utilidad a partir de un conjunto estable de preferencias y que acumulan una cantidad óptima de información y de otros factores en una variedad de mercados… el enfoque económico proporciona un marco valioso y unificado para la comprensión de todo tipo de comportamiento humano”.

Los años transcurridos desde el Nobel a Becker han visto la sustitución del paradigma económico – la racionalidad, la actuación en un entorno de mercado y la estabilidad de las preferencias – por uno más complejo pero que describe mejor la realidad en todos aquellos ámbitos de la vida social de los humanos que se alejan lo suficiente del intercambio anónimo en mercados competitivos, esto es, que se alejan lo suficiente de los mercados de productos y servicios.  El análisis microeconómico sigue explicando con suficiente precisión esa conducta humana en ese entorno específico. Pero la vida social de los humanos es, obviamente, mucho más rica y variada que la que se manifiesta en los intercambios anónimos en mercados competitivos. La competencia – el marco regulador de la conducta de las empresas – no es definitoria de las relaciones sociales entre humanos y los precios no orientan la mayor parte de las decisiones individuales. Las relaciones entre individuos en el seno de las Sociedades en las que han sobrevivido los individuos desde hace cientos de miles o quizá millones de años son relaciones de cooperación basadas en la mutualidad y la producción en común. No basta, pues, con analizar los intercambios en mercados anónimos por sujetos individuales para entender el comportamiento humano. “El simple intercambio de manzanas y naranjas entre dos comerciantes” no puede ser el único “modelo institucional” que nos sirva como “punto de partida” de todo el análisis como pretendía Buchanan.

El problema de la insuficiencia del análisis económico para explicar el comportamiento humano se plantea también en relación con los mercados de los factores de la producciónesto es, mercados de tierras, mercados de capitales – mercados financieros – y mercado de trabajo. En estos mercados, la psicología humana no es ‘escalable’ en la medida en que lo es en el ámbito de los mercados de bienes y servicios. Aunque los mercados en general son «cognitively unnatural» (Pinker) para los humanos porque en el entorno en el que se formó nuestra psicología no existían mercados ni relaciones anónimas, la psicología humana es ‘escalable’ y se adapta bien a entornos de mercados entre millones de individuos que intercambian bienes y servicios. Pero no escala igualmente bien cuando se trata de intercambiar los factores de la producción.

La irrupción de la Biología, la Evolución, la Psicología Evolutiva y la Antropología, además de la Historia Económica y la absorción de los avances correspondientes por parte de los economistas nos permiten justificar la afirmación de que ha habido un cambio de paradigma de las Ciencias Sociales. Ya no será el modelo de homo oeconomicus propuesto por los economistas. Es el homo sapiens el sujeto cuya conducta hay que ‘modelizar’ y hacerlo desde la perspectiva de que el objetivo de la conducta de los individuos no es la maximización de la utilidad sino la supervivencia que resulta favorecida por la adaptación al entorno y, lo que es más importante, por la adaptación a los cambios en el entorno, cambios que alteran las posibilidades de supervivencia (selección natural) y la reproducción. Y, en la búsqueda de ese objetivo, los individuos cooperan y compiten con otros individuos.

La cooperación se articula a través de los intercambios y la producción en común. La competencia con otros individuos se reprime en el seno de los grupos y se exacerba en relación con otros grupos humanos o se elimina y se sustituye por la cooperación, de nuevo, mediante el intercambio y la producción en común que se traducen, en el largo plazo en la fusión de los grupos previamente existentes para configurar uno de mayor tamaño.

En el seno de los grupos, el problema central es el de la acción colectiva, esto es, la producción de bienes públicos como parte esencial de la producción en común ya que los bienes privados pueden producirse a nivel individual y, por tanto, obtenerse mediante el intercambio que induce a la especialización y a la división del trabajo.

Los economistas han intentado salvar al homo oeconomicus a través de lo que se conoce como la psicología económica (behavioural economics). Manteniendo el paradigma de la racionalidad, se han lanzado a describir comportamientos extendidos en la población humana que no se ajustan a las exigencias de un comportamiento racional. Es un proyecto científico que nace dañado (en sus versiones más canónicas, en las más heterodoxas es indistinguible del proyecto científico del homo sapiens) porque, al modo de las primeras descripciones del universo en la Edad Moderna, examina las desviaciones como fallos de la racionalidad humana, de manera que sus resultados son, casi siempre, puramente descriptivos. Como dicen los autores del trabajo que comentamos citando a Gigerenzer

describir cómo falla la cognición humana en comparación con un modelo normativo de racionalidad nos dice poco acerca de cómo funciona realmente la cognición humana”.

Es más, y como se ha dicho más arriba, si la cognición humana ha sido modelada por la Evolución para optimizar nuestras posibilidades de supervivencia y reproducción, no es seguro ni siquiera que lo haya sido para maximizar la utilidad (preferimos 3 a 2) sino más bien para maximizar las posibilidades de cooperación con otros individuos si es la cooperación con otros individuos lo que permite aumentar las posibilidades de supervivencia y reproducción individual. Esto explica, por ejemplo, que imitemos ciegamente a nuestros pares en lugar de tomar decisiones – más acertadas – recurriendo, por ejemplo, al consejo de expertos. La imitación ciega nos trajo hasta aquí y su internalización es tan profunda como para formar parte de los materiales que heredamos biológicamente.

El trabajo de Boyer y Petersen (en adelante BP) que resumimos y comentamos a partir de aquí constituye un gran ejemplo del cambio de paradigma. El objeto de análisis son

las creencias económicas populares (folk economic beliefs)

es decir, las creencias populares sobre cuestiones que son objeto – a menudo central – de lo que analizan los economistas (comercio internacional, control de rentas en alquileres, salario mínimo, control de la inmigración…). La gente cree, por ejemplo, que, en el comercio internacional, el enriquecimiento de un país extranjero significa empobrecimiento para el propio o cree que limitar las rentas que puede exigir el arrendador de un inmueble no tiene efectos sobre la oferta de inmuebles en alquiler y, por tanto, que no hace subir el precio de los alquileres o no reduce la oferta de pisos en alquiler; o que subir el salario mínimo no reduce la demanda de trabajo no cualificado o que la entrada de inmigrantes reduce los puestos de trabajo o los servicios sociales disponibles para los nacionales; hay un ‘precio justo’ para las cosas y los servicios, de manera que no entendemos que el precio resulte de la oferta y la demanda; lo que aporta valor es el trabajo humano que ‘añadimos’ a las cosas y, en fin, la lógica de los mercados ha de contenerse si no queremos destruir la vida social.

BP tratan de explicar por qué esas creencias están extendidas entre la población. Y lo hacen recurriendo a cómo se forman las creencias en el cerebro humano. Para explicarlo utilizan la idea de ‘sistemas mentales’, sistemas que describen a partir de la Evolución. La irracionalidad de tales creencias encuentra así una explicación, no sólo una descripción: los sistemas mentales se formaron evolutivamente para permitir la adaptación a un entorno (el de la vida en un entorno peligroso y en pequeños grupos que, no muy a menudo, se enfrentaban a otros grupos) que se parece muy poco al entorno en el que vivimos desde hace unos pocos cientos de años.

¿Por qué las creencias económicas populares son relevantes?

En un entorno de mercados competitivos no lo son. Que la gente crea que controlando las rentas no se reduce la disponibilidad de inmuebles en alquiler es irrelevante si no hay una norma jurídica que imponga el precio de los alquileres. El mercado competitivo hace irrelevante la irracionalidad de las creencias populares. Esta es una idea cuya importancia no puede exagerarse: los mercados competitivos (los precios) son la tecnología más eficaz para hacer irrelevante la (irr)racionalidad individual. Podemos olvidarnos de las conductas irracionales de las empresas porque la competencia hace que las que se comporten irracionalmente desaparezcan del mercado. E igualmente, los humanos que participen en los mercados y se comporten irracionalmente serán expulsados con la misma contundencia que quiebran las empresas. 

Pero la vida social no se rige por la institución del mercado competitivo en todos sus ámbitos. Los grupos deciden colectivamente – no anónimamente – sobre casi todos los ámbitos de la vida común y, en la elección colectiva, las creencias populares son del todo relevantes. BP explican que

“muchas opiniones populares sobre la Economía están fuertemente influenciadas por sistemas de inferencia inconscientes que fueron moldeados por la selección natural durante la Evolución para proporcionar soluciones intuitivas a problemas recurrentes de adaptación tales como asegurar que los intercambios fueran equitativos, cultivar las interacciones sociales reiteradas en el grupo, construir coaliciones eficaces y estables o resolver disputas sobre la propiedad, todo ello en el seno de grupos de cazadores-recolectores de pequeño tamaño”

El carácter científico del proyecto de BP deriva de la consideración según la cual si no pudiéramos explicar por qué las creencias populares son las que son, éstas deberían ser aleatorias (Caplan), es decir, no podríamos explicar por qué son las que son y no otras. BP explican que, a partir de unos sistemas mentales de cuya existencia y funcionamiento tenemos indicios potentes gracias a la antropología, la arqueología, la biología, la psicología evolutiva etc es posible dar razón de por qué son precisamente esas las creencias populares y no otras: “la gente no tiene creencias sobre física cuántica” y la física popular no es incorrecta ni incoherente con la Física como Ciencia de la Naturaleza. Y la gente no cree esas cosas sobre los fenómenos económicos porque le convenga (interés egoísta) porque no actúa, en su comportamiento económico cotidiano, de acuerdo con tales creencias. Y tampoco es porque la gente sufra sesgos en su comprensión y en su conducta:

Uno de los principales problemas de la explicación fundada en los sesgos de la cognición humana es que, a menudo, se trata simplemente de descripciones de unos fenómenos empíricos con otras palabras… Por ejemplo, cuando se dice que los individuos tienen más en cuenta las informaciones más recientes y más vívidas y llaman a tal fenómeno ‘heurística de la disponibilidad’ no están más que describiendo con otras palabras el hecho de que las personas hacen más caso a la información adquirida más recientemente… pero (no se proporcionan) modelos causales”

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¿Cómo se forman en nuestro cerebro esas creencias?

BP advierten de que es importante distinguir las intuiciones de las “representaciones mentales resultado de una reflexión”. Las intuiciones son inconscientes. Ponen de ejemplo la extrañeza que nos causa una determinada oración verbal – intuición – y la reflexión correspondiente (‘es que le falta el verbo’). Las creencias populares no son intuiciones. Son reflexiones condicionadas por nuestros sistemas mentales y transmitidas y generalizadas en una Sociedad a través de la cultura. Como tales, pueden ser más o menos específicas y más o menos coherentes entre sí. Y lo que quizá sea más importante es que su nivel de ‘acierto’ puede ser muy variado. Es decir, según el contexto en el que se apliquen las políticas respectivas (comercio internacional, salario mínimo, control de rentas, control de la inmigración…), pueden ser eficientes o ineficientes. De lo que estamos seguros es de que, en abstracto y en general, un análisis científico de esas cuestiones generaría políticas cuyos contenidos no coinciden con las que resultan de las creencias populares. El comercio internacional genera riqueza, no empobrecimiento; salarios mínimos reducen la demanda de trabajo sin preparación; el control de las rentas de los alquileres reduce la oferta disponible; los intercambios voluntarios aumentan la riqueza de las partes etc. Pero el hecho de que, en determinados contextos, las afirmaciones contrarias sean correctas, hace que las creencias populares no acaben siendo expulsadas por la competencia (porque no hay mercados competitivos completos en esos ámbitos) ni por la evolución cultural (porque ésta actúa muy lentamente y mucho más lentamente cuando las creencias contradicen los sistemas mentales de los individuos forjados por la evolución).

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Sistemas mentales relevantes para la formación de las creencias económicas populares: propiedad, intercambios y coaliciones

¿Cómo se generaron intuiciones sobre los intercambios en el cerebro humano? A partir de la idea de la propiedad. Si la propiedad permite reducir los conflictos en un grupo en la extracción de recursos (es “mío” lo que he encontrado (ocupado– art. 609 CC –) se desarrollarán los regalos recíprocos y el trueque e incluso aparecerá la idea de “deuda”. Regalar cuando me sobra en la expectativa de que otros actuarán de forma recíproca favorece mi supervivencia en una economía de subsistencia, en el que no se pueden almacenar los bienes – nomadismo – y la comida es perecedera. Los demás actúan como “refrigerador social”. El trueque debería haber sido, originalmente, temporal (préstamo de uso) para maximizar la utilidad de las herramientas, por ejemplo. Y la idea de deuda y crédito (“me debes”, “te debo”) debió formarse en nuestros cerebros en términos de cobertura de necesidades (pido cuando necesito, doy cuando tengo excedentes). Estas intuiciones son coherentes con la selección natural movida por la adaptación al medio y la ampliación de las posibilidades de supervivencia.

Obviamente, el entorno en el que se formaron estas intuiciones en nuestros cerebros (y configuraron la anatomía y la fisiología del cerebro – hay coevolución cultural-natural-) y el entorno de los mercados modernos donde se realizan intercambios anónimos son muy diferentes. BP se fijan en una diferencia que resaltó Polanyi: la separación de los intercambios económicos respecto de otras formas de interacción social, separación que sólo está presente en muchos de los mercados que caracterizan las sociedades actuales. Regalar una herramienta o aceptar un puñado de nueces no era, simplemente, una donación o una permuta. No era una “transacción” a la Williamson (“The transaction is made the basic unit of analysis”) porque

A lo largo de la evolución humana, la mayoría de las transacciones no solo afectaban al bienestar de los agentes en lo que ganaran o perdieran en esa transacción concreta. Ese intercambio afectaba también a su reputación, a su posición en la Sociedad, a la naturaleza de su relación con aquellos con los que intercambiaban, a la medida en que podían confiar en los demás, a la cohesión interna de los grupos a los que pertenecían, etc. Es por eso que los mecanismos (mentales) para razonar sobre el intercambio están diseñados para abarcar toda una gama de consideraciones sociales que no son relevantes en el mercado moderno impersonal

(Recuérdese que los bonobos usan el sexo para ‘engrasar’ las relaciones sociales (o el acicalamiento entre chimpancés) y reducir el conflicto. Todas las interacciones entre los miembros de un grupo de animales gregarios se explican en esos términos)

De ahí que, también cuando nos enfrentamos a intercambios de mercado de carácter impersonal, nuestro cerebro tenga en cuenta consideraciones que van más allá del precio que pagamos y la prestación que recibimos, esto es, que no nos comportemos como homo oeconomicus ni maximicemos la utilidad que extraemos del intercambio concreto y, por el contrario, tengamos en cuenta – inconscientemente – el significado social de la transacción en el contexto de nuestra condición de miembros del grupo. Significado que será mucho más saliente cuando la transacción no consista en un intercambio bilateral, sino en nuestra contribución a una acción colectiva dirigida a lograr un objetivo común al grupo. 

Recuerdo una lección de análisis económico del Derecho impartida por Christine Jolls hace algunos años en la que trataba de convencernos de que, aunque estemos seguros al ciento por ciento de que no seremos sancionados, la inmensa mayoría de los humanos occidentales no se va sin pagar de un restaurante de carretera sito en un lugar al que, previsiblemente, no volverá nunca. El cumplimiento voluntario de las reglas – de los contratos – en la medida en el que se produce sólo se explica si pagar cuando has recibido una prestación se ha internalizado como pauta de conducta al nivel de las intuiciones. Que hay que reciprocar no es una norma cuya aceptación resulte de una reflexión explícita. Es una intuición formada durante cientos de miles de años en un entorno en el que esa situación (la de encontrarnos en un restaurante de carretera en un país al que no volveremos probablemente jamás), simplemente, no existía. Por el contrario, el entorno era el de la celebración de intercambios repetidos con las mismas personas y bajo un intenso control del grupo (a través del cotilleo y el castigo prosocial pero véase aquí). El control social es tan intenso que el sistema mental es capaz de distinguir cuándo – en una interacción social – alguien comete un error (se va sin pagar por despiste) y cuándo está comportándose oportunistamente (free riding). Porque, como dicen BP, nos va la posibilidad de sostener la cooperación. Si no fuéramos capaces de separar al gorrón del que se equivoca, acabaríamos con la cooperación: o todos seríamos unos “pringados” (explotados por los gorrones) o todos seríamos gorrones y nadie se fiaría de nadie. De nuevo, los sistemas mentales han debido desarrollarse para esa tarea porque, en otro caso, los grupos se habrían extinguido. No es raro que se haya desarrollado una gran capacidad para ‘leer’ las intenciones de los otros o que estemos especialmente dotados para descubrir cuándo intentan engañarnos a la vez que usemos el lenguaje para persuadir y para enseñar a otros.

Los intercambios de mercado más genuinos son aquellos en los que las partes que intercambian son irrelevantes. No hay intuitu personae. Eso permite anonimizarlos y aumentar la escala – el número y la envergadura –  casi hasta el infinito. Es posible sustituir a los individuos por máquinas. Pero nuestros sistemas mentales están constituidos para seleccionar a la contraparte de tales intercambios. Seleccionar bien a tu compañero de caza o de recolección o al padre de tus hijos tiene un valor extraordinario para la supervivencia en el entorno en el que se formó nuestro cerebro

Por ejemplo, las personas prefieren socios que expresan juicios morales en términos deónticos (es decir, morales y emocionales) más que racionales (Everett, Pizarro y Crockett, 2016). También prefieren socios potenciales cuyas caras sugieran productividad, actitudes prosociales y un estatus social relativamente alto (Eisenbruch, Grillot, Maestripieri y Roney, 2016).

Se entiende así la aversión a la desigualdad, la aversión a la injusticia en el reparto y se entiende también por qué no hay tal aversión en según qué ámbitos de las relaciones sociales. Cuando el reparto de comida carece de significado social (lo recolectado individualmente o por parejas no se reparte entre toda la tribu sino sólo en la familia nuclear pero las grandes piezas de caza se reparten igualitariamente entre toda la tribu) no se desarrollan pautas morales al respecto. La separación entre ámbitos – cada uno de ellos regido por un código moral diferente (Fiske) – era clave en nuestra historia evolutiva y ha quedado arrinconada en las sociedades modernas por la extensión de los mercados anónimos a cada vez más ámbitos de las interacciones sociales. En estos mercados anónimos, la selección de la contraparte, sus características personales, su fiabilidad, su atractivo, su status social devienen irrelevantes. El resumen:

La estructura de la psicología del intercambio de recursos a través del reparto entre todos los que forman la comunidad implica que si las personas se encuentran en un estado de necesidad causado por circunstancias que están fuera de su control, los miembros del grupo se representan intuitivamente esa necesidad como una que debe mitigarse, en principio, mediante el reparto de lo obtenido por el grupo. En consecuencia, pensarían que es injusto que individuos concretos trataran de aprovecharse de tal necesidad sustituyendo el reparto igualitario por una forma de intercambio bilateral

La elaboración de las reglas sobre la usura desde la aparición de las religiones del libro hasta, casi, la Edad Contemporánea, sólo se explica por la intensa contradicción entre nuestros sistemas mentales (si alguien ha caído en estado de necesidad por circunstancias ajenas a su voluntad y conducta, lo decente es ayudarle, no prestarle dinero con interés) y las transacciones de mercado.

En este punto, lo más destacable del trabajo de BP es que atribuyen a los intercambios la importancia que, parece, merecen. Como veremos inmediatamente, la producción en grupo debió de tener mucha más influencia en la formación de los sistemas mentales humanos que los intercambios. Pero éstos, por su carácter más simple (son relaciones bilaterales) y más conectados con la supervivencia individual, debieron de influir sobremanera en la configuración de los sistemas mentales (corregimos en esa medida lo que dijimos aquí) a pesar de que las economías de los cazadores-recolectores no fueran economías de intercambio – ni había especialización ni división del trabajo – sino economías de producción en común. Precisamente la pertenencia a coaliciones es el siguiente sistema mental que BP  analizan para determinar su influencia en las creencias económicas populares en las sociedades modernas.

 

En cuanto a las coaliciones,

“Los humanos son especiales en el sentido de que crean y mantienen asociaciones construidas sobre expectativas y deberes recíprocos y mutuos”.

Cómo describen BP las características de los grupos – coaliciones – humanas tiene gran interés porque subrayan la sumisión del ‘yo’ al ‘nosotros’ contribuyendo y forzando la contribución de todos al objetivo común y, al mismo tiempo, las relaciones de competencia (juegos de suma cero) entre el ‘nosotros’ y ‘ellos’ y cómo estas concepciones mentales están engranadas intuitivamente en nuestros cerebros

a) las ganancias que reciben otros miembros de la coalición se consideran ganancias propias (y obviamente las pérdidas sufridas por otros miembros como pérdidas propias);

b) las ganancias de coaliciones rivales son de suma cero; el éxito de la coalición rival es nuestra pérdida, y viceversa;

c) el compromiso de los otros miembros de la coalición con el objetivo común es crucial para el propio bienestar (Pietraszewski, 2013, 2016).

Estas suposiciones reflejan que dos presiones selectivas cruciales operan en grupos humanos: Primero, que las alianzas son competitivas y exclusivas, porque el apoyo social es un bien respecto del cual hay rivalidad en el consumo. En segundo lugar, ese recurso, el status social y muchos otros bienes son también juegos de suma cero y, por lo tanto, objeto de disputa entre las distintas coaliciones. Como consecuencia, los agentes miembros de una coalición comparten espontáneamente la intuición de que lograr su objetivo requiere evitar o vencer la oposición de otras alianzas y coaliciones similares en una forma de un juego de suma cero.

 

Aplicación de estos sistemas mentales a las relaciones económicas en las sociedades modernas y formación de las creencias económicas populares

Sobre estas bases BP pueden explicar con relativa facilidad por qué se extienden creencias no racionales entre la población.

Así, el comercio internacional se comprende por los individuos desde la perspectiva de una relación entre ‘nosotros’ y ‘ellos’, es decir, entra en funcionamiento el sistema mental que nos hizo tan exitosos para formar coaliciones y grupos y lograr objetivos comunes que maximizaban las posibilidades de supervivencia individual (cobertura de riesgos, economías de escala etc). Dado que el comercio exterior es comercio con ‘ellos’, concebirlo como un juego de suma cero en el que exportar es bueno pero importar es malo y que el que exporta gana pero el que importa pierde cae por su propio peso. Alguna consecuencia más interesante se deduce de la pertenencia a múltiples coaliciones. El comercio entre dos regiones del mismo país (o entre aliados tradicionales) puede no enmarcarse en ese sistema mental y no provocar la reacción tribal. Pero el comercio con un país lejano y poderoso – China – evocará fácilmente la idea de nosotros-contra-ellos/ellos-contra-nosotros. Lo propio en relación con la inmigración (los españoles no consideramos a los sudamericanos como “ellos” con la misma claridad que a los subsaharianos o a los magrebíes). Una vez que son catalogados como “ellos”, cualquier prestación social o pública que reciban, cualquier puesto de trabajo que ocupen se percibirá como algo que reciben inmerecidamente y a costa de los miembros de la coalición. Una consecuencia importante para el diseño de políticas públicas que garantizan prestaciones sociales a los que carecen de medios para ganarse la vida es que serán mucho más aceptables por la población nacional si incluyen, entre los beneficiarios a los miembros del grupo – los nacionales – que sufren una condición objetiva (pérdida del empleo) y menos si se dirigen específicamente a los inmigrantes del mismo modo que son más aceptables cuando las prestaciones se condicionan al infortunio porque, de esa forma, se garantiza que la población no deducirá que se está manteniendo con fondos de todos a los vagos o a los gorrones.

“A los ciudadanos les preocupa, no tanto asegurar una distribución general de los recursos que reúna características determinadas (que sea igualitaria, justa) como asegurar que los que reciben esos recursos se los merezcan… las distribuciones desiguales son perfectamente aceptables si los perjudicados por el reparto son calificados como gorrones»

En otro lugar hemos expuesto por qué esta sustitución de la aversión a la desigualdad por la aversión a la injusticia es, cuando menos, discutible sobre todo referida a bienes esenciales para la subsistencia pero tal como lo explican BP, es mucho más aceptable: sea cual sea la aversión predominante (a la desigualdad o a la injusticia), los humanos odiamos que los gorrones se beneficien de lo producido en común o, incluso, de lo producido por otros.

Los sistemas mentales descritos más arriba por los autores explican también la ‘mercadofobia’. Para una psicología – como la humana – configurada para seleccionar a la contraparte por su ‘historia’ y sus cualidades como un buen compañero, un intercambio anónimo ha de hacer saltar una señal de alarma en el cerebro humano, señal que le sugiere evitar entrar en tal transacción.

“un intercambio completamente impersonal va en contra de los motivos que llevan a los individuos a entrar en ellos como son los de generar vínculos de cooperación con otros individuos seleccionados (por las futuras ganancias esperadas de futuros intercambios con esos mismos individuos)”

los individuos, pues, invierten en las relaciones con otros individuos y obtienen una suerte de aseguramiento ya que, si consiguen construir una relación, podrán recurrir a esos individuos en caso de necesidad en el futuro.

“Esta idea puede reforzar la intuición de que las transacciones impersonales implican, si no un riesgo, sí, al menos, una oportunidad perdida” 

Y, más interesante aún, es la intuición de que conocer con quién contratas evita entrar en relaciones con alguien que, por ser mucho más poderoso que tú, puede acabar explotándote. No es extraño que todo el Derecho de los Consumidores se fundara sobre la errónea idea de que el consumidor es el contratante débil cuando adquiere productos o servicios de grandes empresas y que haya sido necesario ilustrar a los propios juristas y, por supuesto, a los que implantan estas políticas para hacerles ver que la mejor protección de los consumidores es la que deriva de la existencia de mercados competitivos, lo que hace irrelevante el tamaño o los ingresos de la empresa proveedora de los bienes o servicios a los consumidores.

Ya hemos hecho referencia a otros ámbitos jurídicos donde la aproximación de BP resulta de gran utilidad. La prohibición de la usura es uno de ellos y la idea de que, si los bienes que se extraen de la naturaleza sólo tienen valor cuando se les aplica trabajo, resulta normal que la idea de que sólo el trabajo es fuente de valor esté muy extendida entre la población. El dinero no puede crear dinero. No puede ser fructífero. Estas son conclusiones que se leen en todos los tratados jurídicos previos a la revolución industrial que se ocupan del interés y de la usura, ambos temas que ocupan una posición central en las discusiones de los juristas y teólogos del Antiguo Régimen.

La última observación del trabajo de BP que nos parece importante es la relativa a la idea de las

 

Consecuencias no pretendidas

BP afirman que esa idea tan cara a los economistas de que las decisiones que nos parecen justas producen, a menudo, efectos no deseados que merman la consecución de los objetivos de los que establecen las políticas sociales, contradice nuestros sistemas mentales. No porque seamos incapaces de comprenderlas. Si nos las explican, las entendemos a través de un proceso de reflexión. Pero nuestra reacción inmediata – la intuitiva – es la de no tener en cuenta tales efectos no deseados.

Por ejemplo, puede recordarse el caso de Leff en el que un juez desestima el lanzamiento de una viuda con hijos de su piso a pesar de que ha dejado de pagar la renta movido por la compasión y por no dejar en la calle a una señora en tal situación de necesidad. El resultado será que los arrendadores no estarán dispuestos a alquilar sus pisos a viudas. O el todavía mejor ejemplo de Pantaleón acerca de las consecuencias no deseadas de otorgar una indemnización por muerte a aquellos que no sufren ningún daño por el deceso de una persona, simplemente, porque hay que ‘castigar’ al que causó la muerte. El resultado puede ser que incentivemos a esos potenciales beneficiarios de la indemnización para que pongan en peligro la vida de esas personas siempre que puedan asegurarse que habrá alguien – el causante de la muerte – que será obligado a indemnizar.

 

¿Cómo explicamos que nuestros sistemas mentales descarten los efectos no pretendidos de nuestras decisiones?

La explicación de BP es iluminadora:

“las consecuencias no pretendidas… son efectos de segundo orden que ocurren en sistemas sociales a gran escala. Reflejan las respuestas agregadas del mercado a los cambios en los costes y los beneficios (por ejemplo, si el precio del bien se regula a la baja, el mercado responde disminuyendo las cantidades suministradas). Pero nuestra psicología del intercambio social está diseñada para sistemas sociales de pequeña escala, para intercambios personales entre partes identificadas.

y, naturalmente, estos sistemas mentales no gestionan las consecuencias agregadas. No podemos gestionar, a base de intuiciones, los efectos agregados de las interacciones individuales simplemente porque tales efectos no pueden integrarse en nuestros sistemas mentales que funcionan de forma intuitiva, sin necesidad de procesar grandes cantidades de información. La decisión del juez en el caso propuesto por Leff o la decisión de conceder una indemnización a las monjas que gestionan el asilo a cargo del dueño de un Porsche que atropella a un anciano que se puso a cruzar por la autopista son decisiones intuitivas que se procesan como

“una forma de asistencia que tiene sentido desde una perspectiva a pequeña escala, ya que parece que los recursos se transfieren de los propietarios más ricos a los más pobres. Es probable que los sistemas diseñados para la detección de tramposos proporcionen el ímpetu motivacional para respaldar tales políticas”

En efecto, el arrendador o el dueño del Porsche se representan como ricos que obtienen un beneficio inmerecido (gorrones o tramposos) y que, por tanto, merecen un “castigo”. Los efectos agregados de generalizar tales decisiones en forma de política jurídica no se tienen en cuenta por unos cerebros diseñados para percibir esas situaciones como “interacciones a pequeña escala”. Y tal actuación “a pequeña escala” era eficiente en el pasado porque

en las situaciones de intercambio típicas de nuestro pasado ancestral, la distribución generalmente tenía pocos efectos, si es que tenía alguno, sobre la producción.

Esto es, que no se desahuciara a la viuda o que se hiciera pagar una indemnización al dueño del Porsche no tiene, normalmente, ningún efecto sobre la oferta de viviendas en alquiler para viudas o sobre la adquisición y conducción segura de automóviles de alto precio. Pero si pasamos de la decisión de un juez aislado a una norma legal que prohíba desahuciar a las viudas (semejante a lo que se pretendió hacer en España hace pocos años tras el estallido de la crisis hipotecaria) o a una norma en el Código Civil que imponga la obligación de indemnizar con independencia de que el beneficiario de la indemnización haya sufrido o no un daño que no deba soportar, los resultados para el bienestar social sí pueden ser significativos. De ahí que, – señalan BP – debamos aprenderlos de forma consciente y elaborada de la misma forma que aprendemos las leyes de la física o el cálculo matemático y la estadística.

 

Las consecuencias para la política jurídica

son importantes. Las creencias populares sobre cuestiones económicas o jurídicas no tienen por qué dañar a las Sociedades en las cuales están extendidas. En la generalidad de los casos nos “sirven bien”. Lo que resulta de todo punto necesario es tenerlas en cuenta – saber de su existencia y de su formación y extensión – para que no malogren las medidas de política económica o jurídica. Dado el carácter democrático de nuestras sociedades, los expertos y los políticos han de estar dispuestos a corregirlas cuando dictan reglas generales (el peligro para el bienestar de una decisión judicial o administrativa concreta es menor).

Y un apunte sobre el análisis económico del Derecho: el análisis de las normas jurídicas basado en la microeconomía sigue siendo de extrema utilidad porque su objeto de análisis son interacciones (contratos, daños, organizaciones…) entre particulares. Las normas jurídicas que regulan esas interacciones deben tener en cuenta estos sistemas mentales y establecer un régimen supletorio o imperativo que reduzca los efectos dañinos para el bienestar de los individuos y para el bienestar social de nuestras ancestrales creencias.


* El artículo que comentamos en esta entrada contiene el siguiente caveat en su primera página «This Target Article has been accepted for publication and is currently under commentary.This article has not yet been copy edited and proofread. The article may be cited using itsdoi(About doi), but it must be made clear that it is not the final version.

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