Por Jesús Alfaro Águila-Real

 

En el marco de la discusión sobre gobierno corporativo, cumplimiento normativo y responsabilidad social corporativa no resulta evidente dónde encajan los deberes de los administradores sociales frente a terceros, frente a individuos o grupos de individuos que no son la “sociedad” (rectius, el patrimonio social). Estos individuos son, básicamente, los socios minoritarios y los que se relacionan con la sociedad (proveedores, clientes, trabajadores, administraciones públicas…). Los deberes de los administradores frente a los socios minoritarios se organizan en torno al más general de igualdad de trato: los administradores – como órgano social – deben tratar por igual a todos los socios. La protección de los intereses de los minoritarios se articula atribuyéndoles, individual o colectivamente, derechos de información, participación y separación que se protegen a través de la impugnación de los acuerdos sociales y las acciones de responsabilidad frente a administradores y, eventualmente, frente al socio mayoritario, que deben considerarse, en conjunto como remedies que el ordenamiento ofrece a los socios minoritarios frente al incumplimiento del contrato de sociedad por la mayoría.

En relación con los terceros, pesa sobre los administradores sociales un deber de garante, es decir, forma parte de los deberes de los administradores asegurarse de que la sociedad cumple con todas las obligaciones frente a ellos impuestas por la ley o por los contratos celebrados por la sociedad. El cumplimiento de estas obligaciones legales y contractuales forma parte de lo que se llama “cumplimiento normativo” y no específicamente de la responsabilidad social corporativa.

En este análisis Engert (en Gregor Bachmann, Horst Eidenmüller, Andreas Engert, Holger Fleischer and Wolfgang Schön, Regulating the Closed Corporation, Volume 4. In the series European Company and Financial Law Review – Special Volume, 2014 capítulo 4 The Board of Directors, pp 88-89) añade una observación que tiene interés y es la siguiente. En el marco de las personas jurídicas de estructura corporativa, o sea, en las corporaciones, la imposición de deberes a los administradores permite liberar de responsabilidad a los socios frente a esos terceros, responsabilidad que, en otro caso, habría de imponérseles como cotitulares del patrimonio que es la persona jurídica. En efecto, recuérdese que, aunque los socios no responden de las deudas sociales, el llamado “privilegio” de la responsabilidad ilimitada es un espejismo. Por un lado, las deudas de la corporación son deudas del patrimonio de la corporación, no son deudas del patrimonio individual de los socios. Pero, por otro, los socios de una sociedad anónima o limitada responderán – su patrimonio podrá ser atacado – de todas aquellas conductas y efectos dañosos que les sean imputables. Si el socio mayoritario ordena al administrador que no pague el salario a una trabajadora porque ha tenido una discusión con ella en el campo de golf, la trabajadora podrá demandar no sólo a la sociedad – su empleador – sino al socio mayoritario que indujo al administrador a no pagar y, con ello indujo a la persona jurídica empleadora a incumplir su deber derivado del contrato de trabajo. Como explicara Trimarchi hace sesenta años, las decisiones de los socios – los acuerdos – son para los terceros que se relacionan con la sociedad res inter alios acta y debe ser así, precisamente, para asegurar la efectividad de las sanciones que la ley impone a los administradores para proteger a los terceros que se relacionan con el patrimonio social:

«si se permitiera a la junta sustituir a los administradores en la administración de la sociedad, por un lado, éstos se liberarían de responsabilidad y, por otro, no se podría… aplicar analógicamente a los socios las sanciones previstas para los administradores (y aunque se pudiera)… no se podría sancionar eficazmente a los miembros de la junta… debido a su gran número y a la facilidad con la que cada uno de los socios podría argumentar que su actuación fue de buena fe, esto es, que no había sabido del carácter dañoso del acuerdo social»

Y puede decirse que, en cuanto el patrimonio social está separado del patrimonio individual de cada socio, es conforme con el sistema liberar a (l patrimonio de) cada socio de responsabilidad si – como se dice en la doctrina de la imputación objetiva,-  puede considerarse que los socios han delegado válidamente en otra persona (rectius, en otro patrimonio) la actividad que se desarrollará con el mismo. Y eso es precisamente lo que ocurre en las sociedades de estructura corporativa: su estructura orgánica permite a los socios delegar legítimamente en los administradores la gestión de la empresa social y la representación en el tráfico del patrimonio social. No hace falta una delegación expresa. Basta con que los socios «elijan» constituir una sociedad de estructura corporativa y proceder a la designación o cobertura del órgano de administración.

Se explica así, también, en parte, por qué hay numerus clausus de tipos societarios. Cuando los socios, por el contrario, eligen como forma societaria una sociedad colectiva o civil, están renunciando a tal delegación (los socios son administradores natos, hay «autoorganicismo» que significa que la sociedad nace con las posiciones de administración cubiertas por las propias partes del contrato de sociedad). Están «anunciando» que el patrimonio social será gestionado por ellos mismos, lo que justifica que respondan con su patrimonio individual de las deudas del patrimonio social.

Esta aproximación a la cuestión de la responsabilidad limitada de los socios de una sociedad es más completa que la que funda dicho régimen en la personalidad jurídica de la sociedad y, por tanto, la “ajenidad” de las deudas sociales respecto de los socios y es más precisa que la que funda la responsabilidad de los socios por las deudas sociales en función de su implicación o no en la gestión social y, por tanto, en el control o no sobre el patrimonio responsable (v., , Schön, en el volumen citado más arriba, pp 125 ss). Digo que es más exacta porque ésta última hace depender la responsabilidad de los socios de una cuestión fáctica: que los socios gestionen el patrimonio social y lo pongan en relación con terceros mientras que la tesis de la delegación la hace depender de una cuestión jurídica: la elección por los socios de un tipo societario que incluya en sus rasgos típicos esta delegación. Las sociedades de capital, en cuanto son corporaciones y disponen de órganos, permiten a los socios limitar su responsabilidad con independencia de que, una vez constituida, se designen a sí mismos como administradores o, dicho de otro modo, que los socios actúen a la vez como delegantes y como delegados.

Si hay delegación, pues, la responsabilidad frente a los terceros que se relacionan con el patrimonio social se transfieren a los administradores sociales (que son los que controlan y gestionan el patrimonio social) y los socios quedan liberados. Dice Engert:

La imposición de obligaciones a los administradores de la sociedad es una condición previa para liberar a los accionistas de ciertos requisitos y sanciones legales que, de lo contrario, tendrían que imponerse a ellos como titulares de la empresa… los accionistas no sólo no son responsables de las deudas sociales, sino que también están liberados de la amenaza de sanciones por violar los deberes en la gestión de la compañía.

Una razón semejante había aducido Trimarchi para explicar el carácter imperativo del reparto de competencias entre administrador y junta: «si las normas que reparten poderes o competencias entre la junta y el consejo de administración son inderogables… se debe… a la exigencia de permitir la aplicación de las sanciones penales y civiles a los administradores», sanciones que tutelan la confianza de los terceros que se relacionan con patrimonios organizados como personas jurídicas. Y añade Engert correctamente, que si los administradores no respondiesen frente a los terceros del cumplimiento por la sociedad de las obligaciones que le imponen a ésta la ley o los contratos que celebre con ellos, el legislador no podría permitir que los accionistas no respondieran de las deudas sociales por lo que – concluye Engert – la imposición de deberes a los administradores sociales amplía la paleta de formas organizativas posibles. Sin esta delegación o traspaso no solo de los poderes – mandato – sino de la responsabilidad, la sociedad anónima no sería posible. El ejemplo más evidente según este autor es el del reparto de dividendo. Los administradores no pueden hacer una propuesta de aplicación del resultado que incumpla las restricciones del art. 273 LSC pero, si se infringe esta norma, los socios que hubieran percibido indebidamente el dividendo sólo tienen que devolverlo si sabían o tenían que saber que eran dividendos irregulares (art. 278 LSC). En sentido contrario, cuando la delegación a favor de los administradores no es real, sino que el socio mayoritario mantiene el control de la gestión, se le exige responsabilidad como administrador de hecho.

Esta idea tiene aplicaciones ulteriores en el Derecho de Sociedades. Por ejemplo, en el ámbito de las instrucciones de los socios a los administradores: éstos no habrán de obedecerlas si la consecuencia de hacerlo es que la sociedad incumplirá sus obligaciones con terceros. No solo porque los terceros podrán exigir esa responsabilidad a los administradores, sino porque los terceros no podrían identificar al “inductor” de las instrucciones dañosas si éstas han sido aprobadas por una junta de accionistas en las que han participado miles de individuos sin que el voto de ninguno de ellos haya sido decisivo para aprobar el acuerdo.

Y concluye Engert que los accionistas se benefician de que los administradores actúen como defensores de los intereses de los terceros (y de los socios minoritarios pero de éstos sólo en la medida en que los administradores actúen con alguna independencia respecto de los socios, lo que no es probable en sociedades cerradas): el deber de los administradores de asegurarse de que la sociedad cumple con sus obligaciones frente a los terceros «ofrece una garantía institucional de que sus intereses no serán sacrificados en el altar de los beneficios a corto plazo, lo que puede incrementar la confianza de los terceros» respecto del tipo societario corporativo. En definitiva, ceteris paribus, los terceros preferirán contratar con una sociedad anónima o limitada porque pueden contar que, aunque los socios no respondan de las deudas sociales, los administradores de la sociedad – con los que estos terceros se relacionan – tienen los incentivos adecuados para hacer todo lo razonablemente exigible para que la sociedad cumpla con las obligaciones plasmadas en el contrato o que resultan de la ley. Y tienen tales incentivos porque, en caso de que no cumplan con ese deber de garante que pesa sobre los administradores (asegurarse de que la sociedad cumplirá las obligaciones asumidas), serán responsables ellos mismos de los daños que resulten para los terceros.

Naturalmente, esto no supone alterar la posición de los administradores sociales transformándolos de mandatarios colectivos de los socios en mediadores entre los socios y los terceros que se relacionan con la sociedad. El deber de los administradores frente a los socios – como colectivo y en relación con el patrimonio social – es un «mandato de maximización». Han de maximizar el patrimonio social como concreción del interés presumible de los socios. Sus deberes frente a los terceros, por el contrario, no se articulan a través de un mandato de maximización, sino a través de conductas debidas, esto es, las que resultan de haberse establecido vínculos obligatorios (dar, hacer o no hacer) entre la sociedad y el tercero (o resultar de la ley). No sería una buena idea porque las ganancias en términos de reducción de los costes para los acreedores no compensarían en ningún caso la elevación de los costes de agencia respecto de los accionistas y la reducción de las ganancias de la especialización que acarrearía:

… no es una estrategia reguladora prometedora concebir al consejo de administración como un gatekeeper, un guardián independiente de los accionistas o de la mayoría, por ejemplo, negando a los accionistas el derecho a dar instrucciones al consejo o restringiendo en cualquier otra forma la capacidad de influencia de los accionistas sobre ellos. Hacerlo, llevaría a que los accionistas mayoritarios estuvieran menos dispuestos a delegar la gestión en personas externas cualificadas. Preferirían ser ellos mismos los administradores o elegir a miembros de su familia o círculo más íntimo aunque estuvieran menos cualificados profesionalmente si, de esa forma, protegen mejor sus intereses. Por ejemplo, la rama dominante en una sociedad familiar difícilmente aceptaría nombrar como administrador a alguien ajeno a la familia si tal nombramiento redujera significativamente su influencia. En la sociedad anónima cerrada, una política legislativa que confiera independencia al consejo de administración distorsionaría gravemente la decisión de los socios de delegar o no la gestión


foto: JJBOSE