Por Juan Antonio Lascuraín

En una reciente oposición a una plaza de profesor de Derecho Penal un miembro del tribunal decía irónicamente del rebosante currículum del candidato que había escrito de todo, pero que le faltaba algo sobre compliance (¿conseguiremos por cierto imponer “cumplimiento”?). Hoy se escribe mucho sobre responsabilidad penal de las personas jurídicas y específicamente sobre cumplimiento penal. Pero creo que muchos de estos libros, capítulos y artículos tienen escaso valor jurídico —espero no estar ahora expandiendo ese virus—, y creo también que parte de esa mediocridad viene condicionada por la defectuosa utilización de los diversos conceptos que afectan a la materia o la delimitan. No es lo mismo el cumplimiento penal que el legal y ni siquiera este coincide con el normativo. El cumplimiento legal no es el fruto de la responsabilidad social corporativa, cuya relación con el interés social no es desde luego de identidad y solo muy matizadamente de inclusión. Y para aderezar esta ensalada pululan por ahí la ética empresarial y el buen gobierno… ¿de las personas jurídicas, de las empresas o de las sociedades mercantiles?

El empeño de esta entrada no es estilístico, sino material. Para diseñar buenos modelos de cumplimiento penal —para generar normas adecuadas que gobiernen el cumplimiento penal o para interpretar adecuadamente las existentes— necesitamos pensar bien y para pensar bien, como nos enseñan los teóricos del lenguaje, necesitamos riqueza y precisión conceptual. Por ejemplo: el cumplimiento legal es obligado para las sociedades mercantiles, como para cualquier ciudadano, pero no son obligadas acciones positivas de preservación del entorno que no vengan impuestas por la legislación. Estas acciones pueden corresponder a una estrategia empresarial en el marco del entendimiento de la empresa de lo que es su voluntaria responsabilidad corporativa. Nos haremos un lío —pensaremos fatal— si entendemos que el obligado cumplimiento legal es una parte de la voluntaria responsabilidad penal corporativa o que esta responde a los parámetros del cumplimiento legal.

El interés social

El interés social de una sociedad mercantil es el interés común de sus socios. Como afirma Alfaro Águila-Real, “el protagonismo del fin corporativo es total, lo cual, unido la fungibilidad de los miembros de la corporación, hace que el fin corporativo se objetivice como el interés de la corporación, interés al que habrán de servir los órganos y que no está al albur de las mayorías. De lo cual se deriva, a su vez, la imposición de deberes fiduciarios a los cargos corporativos”. En efecto, en primer lugar, este interés social es independiente de otros intereses particulares de los mismos. En general, “la protección de los intereses individuales de los miembros de la corporación es indirecta y contingente: protegiendo el interés común —el corporativo— se protege el interés individual de cada miembro a que el patrimonio corporativo se destine al objetivo para el que se formó la corporación”. 

Procede subrayar, en segundo lugar, que la consecución del interés social debe ser perseguida por los administradores y que constituye así el principal medio para controlarlos. Aunque el interés social puede constituirse de otro modo, en ejercicio de la autonomía de la voluntad de los socios, y en él podrían comprenderse la persecución de los intereses de terceros, en las sociedades anónimas el interés social de partida es ex artículo 1665 del Código Civil el de maximizar el valor del patrimonio formado con las aportaciones de los accionistas para repartir dicho aumento de valor. La simplicidad inicial de este interés y su mensurabilidad constituyen excelentes rasgos para la fiscalización de los administradores. Como subraya Recalde Castells, “cuando los administradores deben contemplar y defender más intereses, mayor es su discrecionalidad y menor es el control al que se someten y su responsabilidad” ).

La responsabilidad social corporativa

No cabe duda de que la responsabilidad social corporativa lleva ya tiempo siendo un tema de moda. Bajo esa etiqueta más o menos afortunada pero plenamente consolidada se trata de la asunción por parte de la empresa de mejoras en el entorno en el que se desenvuelve. Se trata de “la facultad de los administradores ejecutivos de considerar en la dirección de la corporación otros intereses distintos a los de los accionistas” (Recalde Castells).Como esas mejoras suelen referirse a ámbitos sensibles como el medio ambiente o la atención a necesidades básicas de personas vulnerables se trata de un tema éticamente muy atractivo y que goza del aliciente del beneficio reputacional.

Roland Bénabou y Jean Tirole aprecian tres posibles significados de la responsabilidad social corporativa: la adopción de una perspectiva corporativa a largo plazo, la delegación por parte de los accionistas en los administradores de sus actividades filantrópicas y la práctica de la filantropía corporativa (“Individual and corporate social responsability”, Nota di Lavoro, 23.2010). El primero se refiere a un cierto modo de satisfacer el interés social. El segundo hace a la facilitación de acciones filantrópicas por terceros, como la cafetería que ofrece un café más caro proveniente de comercio justo. La tercera, que se explica por sí sola, no es necesariamente lo positiva que traslada su glamuroso concepto, según sus críticos a derecha e izquierda.

Si la preocupación por este flanco es la de que se deje cierta política social en manos privadas y si ello, amén de no razonablemente igualitario, puede provocar la relajación del Estado, otro tipo de críticas tienen que ver con el mencionado concepto de interés social. La pregunta es la de por qué los administradores han de hacer el bien con el dinero ajeno si su misión constitutiva es engrosar este, como es lo absolutamente usual. De ahí que algunos autores, como Alfaro Águila-Real, entiendan que solo cierta responsabilidad social es “buena”: “la que, no teniendo un volumen excesivo, puede mejorar la reputación de la compañía frente a sus stakeholders ya que, de ese modo, aumenta el valor de la compañía”. Y es que está comprobado que cuando una empresa tiene buena reputación más trabajadores querrán trabajar en ella, los proveedores pedirán un precio menor por su producto y los clientes estarán dispuestos a pagar más por los bienes y servicios que ofrezca.

Tras la exposición de esta relación entre el interés social y la responsabilidad social corporativa, convendrá también detenerse en la que mantiene este concepto con el cumplimiento normativo, llamados en principio a excluirse, en cuanto la primera es voluntaria y el segundo obligado. Una sociedad puede decidir suministrar electricidad gratuita a familias desfavorecidas, pero no puede generarla incumpliendo las normas medioambientales. A partir de ello convendrá distinguir entre las nuevas obligaciones legales dirigidas a que la producción no irrogue daños (como las que establece la Directiva sobre Diligencia Debida de las Empresas en Materia de Sostenibilidad), que integrarán el cumplimiento normativo, y las medidas que la empresa decida adoptar para mejorar el entorno, que lo son de responsabilidad social corporativa (salvo que el legislador decida convertirlas en mandatos). Una cosa, obligada, es no empeorar el mundo, y otra, en principio voluntaria, es mejorarlo.

El cumplimiento

Si desean saber qué es el cumplimiento legal o normativo no van a encontrar mucha luz en la norma UNE 19600, sobre sistemas de gestión de compliance. Nunca he entendido muy bien el lenguaje entre obvio y enredado de este tipo de normas. Vean si no, en su apartado definicional: “Compliance: Cumplir con todas las obligaciones de compliance (3.16) de una organización” (3.17). Pues vamos al 3.16: “Obligación de compliance: Requisito de compliance (3.14) o compromiso de compliance (3.15)”. Sigamos la yincana: “Requisito de compliance: Requisito (3.13) que una organización (3.1) tiene que cumplir” (3.14). No les aburro más, que no llegaremos a ninguna parte después de un buen rato. Fíense más de la semántica y de su intuición: el cumplimiento legal (o normativo) por parte de un sujeto es el efecto de seguir, observar, cumplir las leyes (o las normas, en general) que le conciernen, de las que es destinatario.

Todos los ciudadanos debemos cumplir las muchas normas que rigen nuestras actividades, so pena de ser sancionados. Si la infracción es grave (penal), la sanción (pena) lleva aparejado un efecto social de deshonra. Esas normas que se nos dirigen suelen tener por contenido una prohibición de conducta, por lo que su infracción es activa. En ocasiones contienen mandatos (haz algo), que se infringen por omisión.

Todo ciudadano debe informarse de las normas que delimitan su actividad y adaptarse a ellas. Con los individuos hablamos con naturalidad de “cumplimiento” y de “cumplir” las normas, pero no existe al respecto una materia específica, una reflexión ordenada y compleja, que denominemos “cumplimiento”, ni les exigimos al respecto que organicen, programen y documenten su cumplimiento normativo.

Con las personas jurídicas las cosas son diferentes: más diferentes cuando más complejas sean. Son diferentes, en primer lugar, porque, desde luego, cuando desarrollan una empresa, la complejidad de su actividad les hace estar sometidas a muchas normas muy específicas que gobiernan todos sus procedimientos: cómo pueden gestionarse, producir y distribuir; qué información deben suministrar públicamente; cómo deben colaborar con la Administración; cómo pueden relacionarse con los competidores…

El segundo factor para esa mayor complicación comparativa radica en el hecho de que las personas jurídicas son grupos de personas, a veces numerosísimos, y relacionados de cierta manera. Por eso tienen que organizarse para que la persona jurídica cumpla: hay que saber qué normas le afectan;  qué procedimientos; cómo hacer las cosas para ajustarse a la norma, empezando por informar a los individuos concernidos; cómo controlar que las conductas sean correctas y cómo hacerlo también a posteriori, detectando y sancionando las irregularidades. Todo ello requiere organización, planificación, instituciones responsables. Esto es lo que se estudia en la teoría del cumplimiento legal en la empresa. Los requisitos de una buena organización del cumplimiento han venido en buena parte desarrollados en la legislación sobre determinados sectores, singularmente la prevención de los riesgos laborales, la protección de datos y la prevención del blanqueo de capitales.

El cumplimiento normativo condiciona la persecución del interés social de una corporación y, a diferencia de la responsabilidad social corporativa, es una obligación.

Cumplimiento normativo, legal, penal

El cumplimiento penal es cumplimiento normativo de normas penales. Aquí procede un matiz: quienes deben cumplir las normas penales —no cometer delitos— son los individuos que forman parte de la (corporación-sociedad) persona jurídica, actuando como tales y en provecho de tal persona jurídica. Desde la organización de la persona jurídica deben prevenirse razonablemente tales delitos y en ello consiste su programa de cumplimiento. Lo que sucede es que si tal cosa se hace mal es la propia persona jurídica la que comete su propio delito. Dicho ahora sin matices: no evitar que los suyos no cumplan.

En las infracciones menores, donde, en principio, se imputan directamente las de los individuos a la persona jurídica, evitar la infracción de los suyos es evitar la propia infracción de la persona jurídica. Hacer que otros cumplan es hacer que la persona jurídica cumpla. Con las infracciones penales debe realizarse alguna precisión: la persona jurídica tiene el deber penal de evitar que los suyos cometan delitos, pero no porque estos sean ya sus delitos, sino porque es un delito no proceder a esa diligente evitación. El cumplimiento penal de la persona jurídica tiene así una doble faceta. Es una estrategia para el cumplimiento penal de otros, pero a la vez es una estrategia para el cumplimiento penal propio (que es realizar bien la primera estrategia).

Dicho lo anterior, el cumplimiento penal tiene los mismos rasgos estructurales de todo cumplimiento normativo, que vienen enunciados en el artículo 31 bis del Código Penal. La persona jurídica ha de analizar qué delitos, en qué procedimientos y con qué probabilidad pueden «los suyos» cometer delitos en su favor. Y a partir de ello debe diseñar sistemas de control para que tal eventualidad no se produzca, incluyendo la información y la formación, e incluyendo también un sistema sancionador interno que ha de incorporara mecanismos de detección del delito. Naturalmente todo lo anterior es el contenido de una política empresarial que requiere planificación, actualización, documentación y responsabilidades específicas.

No es lo mismo, pues, el genérico cumplimiento legal que el específico cumplimiento penal. Pero ¿es lo mismo el cumplimiento legal que el cumplimiento normativo? Normalmente se utilizan como sinónimos, y bien está, en el entendido de que “legal” no es de leyes, sino de legislación, de cualquier tipo de norma pública. En algunos contextos se realiza sin embargo una distinción. Lo dicho hasta aquí como contenido de ambos conceptos es cumplimiento legal. Pero como sucede que las personas jurídicas pueden establecer estándares más elevados de respeto a los intereses ajenos a través de sus normas internas, el concepto “normativo” serviría para comprender adicionalmente el cumplimiento de esas normas que van más allá de la legislación.

La cultura de cumplimiento

De la mano de la fundamental STC 154/2016, de 29 de febrero, se ha ido instalando en nuestro vocabulario de cumplimiento penal la expresión “cultura de cumplimiento”. De un modo semánticamente escurridizo se quiere hacer referencia a la existencia en la (corporación-sociedad) persona jurídica de una voluntad generalizada y explícita de actuación en el marco de legalidad, con modos consolidados de conducta al respecto y con estrategias de asentamiento y de control de tal política de comportamiento. Una empresa tendría una política de cumplimiento si en la misma se cree generalizadamente que es así como deben hacerse las cosas y tal creencia se plasma en su actuación gracias a políticas de impulso y supervisión al respecto: “Queremos ser legales y los somos, porque nos organizamos para ello”.

Según algunos autores (significadamente, Gómez Jara), la cultura de cumplimiento sólida de una persona jurídica excluiría su culpabilidad penal, pues sería demostrativa de su fidelidad al Derecho. Podría darse un incumplimiento típico por parte de la misma —un defecto específico de organización que ha favorecido el delito individual— pero que no sea merecedor de responsabilidad penal por falta de culpabilidad.

La STS 154/2016 señala que “[n]o en vano se advierte cómo la recientísima Circular de la Fiscalía General del Estado 1/2016, de 22 de Enero […] hace repetida y expresa mención a la cultura ética empresarial o cultura corporativa de respeto a la Ley (pág. 39), cultura de cumplimiento (pág. 63), etc., informadoras de los mecanismos de prevención de la comisión de delitos en su seno, como dato determinante a la hora de establecer la responsabilidad penal de la persona jurídica, independientemente incluso del cumplimiento estricto de los requisitos previstos en el Código Penal de cara a la existencia de la causa de exención de la responsabilidad a la que alude el apartado 2 del actual artículo 31 bis CP” (FD 8).

El concurrido voto particular a esta sentencia la critica en este punto por dos razones: porque supone generar un nuevo elemento no existente en el “tipo” y, en todo caso, por el carácter indeterminado del mismo, porque no constituye

un elemento adicional del tipo objetivo que exija a la acusación acreditar en cada supuesto enjuiciado un presupuesto de tipicidad tan evanescente y negativo como es demostrar que el delito ha sido facilitado por la ausencia de una cultura de respeto al Derecho en el seno de la persona jurídica afectada, `como fuente de inspiración de la actuación de su estructura organizativa e independiente de la de cada una de las personas físicas que la integran´, que es lo que, con cierta confusión, constituye el elemento típico que exige acreditar en cada caso la sentencia mayoritaria (FD 8)”.

Ética empresarial

La ética empresarial es una reflexión racional sobre las conductas de la empresa desde la perspectiva valorativa de su bondad y maldad, lo que obviamente incluye como presupuesto la indagación de tales valores. Suele emplearse este concepto para referirse también a la moral empresarial: a la concreta moral de una empresa, a su manera de comportarse analizada desde parámetros éticos. Como recuerda Adela Cortina, “la actividad empresarial es actividad humana y, por lo tanto, puede ser moral o inmoralmente llevada a cabo” (“La responsabilidad social corporativa y la ética empresarial”, en Reflexiones sobre la responsabilidad social corporativa en el siglo XXI, Universidad de Salamanca, 2012).

La ética empresarial tiende a normativizarse, y a ello responden documentos como el Pacto Mundial propuesto por la Organización de Naciones Unidas en 1999 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) adoptados también por la ONU en 2015.

Casi todos los conceptos hasta ahora analizados tienen relación con la ética empresarial. Es bueno, por ejemplo, que los administradores persigan el interés social porque se han comprometido a ello y porque reciben una remuneración a cambio. Del mismo modo, el cumplimiento legal responde a la ética de la legalidad: es bueno observar las leyes legítimas. Singularmente se ha destacado la relación de la responsabilidad social corporativa con la ética empresarial, porque es especialmente loable que la empresa destine recursos a fines objetivamente buenos. Como subraya Adela Cortina, “la ética empresarial no es una parte de la responsabilidad social corporativa, sino justo al revés”.

La moral empresarial, que suele denominarse también como la ética empresarial de la empresa X, suele plasmarse en su código ético. Allí se recogen sus valores e incluso se priorizan los mismos y se resuelven algunos de sus conflictos en casos concretos. Se recoge cómo quieren hacer las cosas desde el punto de vista ético. La moral empresarial no es independiente del éxito económico, sino, como destaca Amartya Sen —y ya algo se reseñó al respecto al hablar de la responsabilidad social corporativa— un factor esencial del mismo en la medida en que infunde confianza en sus relaciones con los trabajadores, las instituciones públicas, los consumidores y los proveedores. Esa confianza beneficia directamente a la empresa en forma de eficiencia productiva, al mejorar la cohesión y el rendimiento de los trabajadores, reducir los costes de coordinación, internos y externos, y generar buena reputación (Desarrollo y libertad, Planeta, 2000).

Buen gobierno

La idea de buen gobierno se asocia aquí a las sociedades (corporaciones) mercantiles, aunque desde luego podría extenderse en general a todas las (corporaciones) personas jurídicas, por una parte, y se aplica también a las entidades públicas, por otra (explícitamente en la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno). La pregunta aquí es, claro, la de qué se entiende por “gobernar bien”, administrar bien una sociedad mercantil.

Sin mayores matices ahora, habría que decir, por de pronto, que la administración ha de ser representativa del capital y que ha de ser transparente en lo relevante hacia sus titulares, para posibilitar su control hacia los gobernantes y su adopción de líneas estratégicas adicionales. Están después las reglas y directrices orientadas hacia la eficacia y la eficiencia del gobierno desde la perspectiva del interés social. Y tan importante como estas estarán las destinadas a velas por la integridad —por la lealtad— de los administradores.

En nuestro último Código de Buen Gobierno para las Sociedades Cotizadas, se afirman como objetivos de sus principios y recomendaciones que

“las sociedades cotizadas sean gestionadas de manera adecuada y transparente como factor esencial para la generación de valor en las empresas, la mejora de la eficiencia económica y el refuerzo de la confianza de los inversores”. (La finalidad es la de) “mejorar la eficacia y responsabilidad en la gestión de las sociedades españolas”. (Se trata) “de velar por el adecuado funcionamiento de los órganos de gobierno y administración de las empresas españolas para conducirlas a las máximas cotas de competitividad; de generar confianza y transparencia para los accionistas e inversores nacionales y extranjeros; de mejorar el control interno y la responsabilidad corporativa de las empresas españolas, y de asegurar la adecuada segregación de funciones, deberes y responsabilidades en las empresas, desde una perspectiva de máxima profesionalidad y rigor”.

Si quiere expresarse así, las reglas y recomendaciones de buen gobierno tienen un fuerte componente técnico, no valorativo: el colectivo A encarga la administración de su patrimonio a uno o varios administradores con la finalidad de que lo engrosen y que lo hagan básicamente de cierto modo: las reglas y recomendaciones de buen gobierno tratan de cómo debe realizarse correctamente ese encargo. Este contenido de buen gobierno tiene una doble fuente. Algunas de sus reglas las incorpora como vinculantes el legislador. Otras se quedan en meras recomendaciones que figuran en códigos de buen gobierno aprobados por organismos públicos, pero que tienden a configurarse como algo más que meros consejos. Su observancia es voluntaria, pero su inobservancia debe ser explicada (“cumplir o explicar”). Por otra parte, el artículo 540.4.g de la Ley de Sociedades de Capital establece que en el informe anual de gobierno corporativo, público y obligado, debe figurar el “[g]rado de seguimiento de las recomendaciones de gobierno corporativo, o, en su caso, la explicación de la falta de seguimiento de dichas recomendaciones”.

Empresa, persona jurídica, sociedad mercantil

El enunciado enuncia mucho y esta es una entrada solo de clarificación conceptual. No espere el lector matiz o aportación alguna, que a delimitar cualquiera de los tres del epígrafe se han dedicado ríos de tinta —valga el tópico—.

La empresa es un conjunto organizado de medios personales, materiales e inmateriales para la producción o distribución de bienes o servicios para el mercado. Esta organización de medios necesita estar atribuida a una persona con capacidad jurídica: a un empresario.

Subraya Alfaro Águila–Real que las empresas son “unidades productivas para el mercado formadas por varios individuos que cooperan para maximizar la producción”. En un sistema de libre mercado, a diferencia de lo que sucede con otros grupos de individuos, “su supervivencia depende de que se minimicen los costes de producción o, dicho simétricamente, optimicen la cooperación entre todos los que participan en la producción”. En sentido jurídico estricto, las empresas son patrimonios (conjuntos de bienes, derechos, créditos y deudas) dedicados a un fin empresarial (de producción de bienes o servicios para el mercado).

Vista desde dentro, y sigo en la definición a Alfaro Águila-Real, la empresa es también un conjunto de contratos que adoptan una estructura centralizada. Y también aparece por ahí el empresario: “todos los factores de producción contratan con un nexo (que es la persona física o jurídica que denominamos empresario), al que se califica como el titular del patrimonio, por ser el que asume el riesgo de la empresa”.

El empresario puede ser una persona física o una persona jurídica (una corporación o una sociedad). No voy a incurrir en la temeridad de intervenir en el longevo debate acerca de qué es en realidad una persona jurídica: un complejo conjunto de normas, un patrimonio con agencia o un grupo de personas físicas relacionados de cierto modo. En todo caso, a los modestos efectos que ahora me preocupan, deseo subrayar el hecho de que no es una persona física y el hecho de que es “jurídica”, de que tiene “agencia jurídica”: que tiene capacidad de obrar con efectos jurídicos, que puede ser titular de derechos y obligaciones, y que para “hacer” ha de tener individuos que “hagan” con efectos sobre la persona jurídica. La sociedad (o la corporación) mercantil es una persona jurídica que se constituye por medio de un contrato de sociedad. Es mercantil la sociedad que se conforma como tal y se dedica a la actividad mercantil (aunque pueden darse sociedades que son formalmente mercantiles pero que tienen un objeto civil).


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