Por Jesús Alfaro Águila-Real*

 

He defendido que la disolución es la terminación del contrato de sociedad y, por tanto, la de los vínculos obligatorios entre los socios. Ambas conclusiones derivan de ver el Derecho de Sociedades como compuesto de dos piezas: una que forma parte del Derecho de Contratos y otra del Derecho de Cosas. La disolución forma parte de la pieza del Derecho de Contratos pero la disolución no es, como sostiene la doctrina mayoritaria, una novación, ni una modificación del fin común del contrato de sociedad ni, simplemente, la apertura de la fase de liquidación.

Como terminación del contrato de sociedad, la disolución tiene dos efectos trascendentales: obliga prima facie a liquidar las relaciones patrimoniales que se han generado como consecuencia de la celebración del contrato de sociedad (liquidación del patrimonio social) y, como actus contrarius a la creación del sujeto titular del patrimonio (a la personificación del patrimonio social), hace desaparecer lo que de individual tiene el sujeto titular del patrimonio. El patrimonio persiste hasta su liquidación pero, con la disolución, lo que individualiza al mismo (el fin común para el que se constituyó) desaparece porque el fin común deja de serlo de los socios.

Estos dos efectos de la disolución tienen importancia para el examen de la naturaleza de la reactivación (art. 370 LSC). Esta se define, normalmente, como “la vuelta a la vida activa” de la sociedad o la revocación del acuerdo de disolución. En definitiva, la reactivación paraliza la liquidación si es que ésta se había iniciado, restablece los vínculos obligatorios entre los socios que reemprenden la explotación del objeto social.

A mi juicio, si se acepta que la disolución implica la terminación del contrato de sociedad, se sigue que la reactivación supone, necesariamente, la celebración simplificada de un nuevo contrato de sociedad entre todos o parte de los socios de la sociedad disuelta con sucesión universal en el patrimonio de la sociedad disuelta por parte de la sociedad reactivada. De manera que la mejor calificación de la reactivación es la de “modificación estructural”.

Esta calificación da cuenta, mejor que las alternativas, del régimen jurídico al que está sometida la reactivación.

La simplificación en la celebración del nuevo contrato es posible por dos razones.

La primera y bastante obvia (pero que, por esa razón, suele pasar desapercibida) es que es posible imputar a la voluntad hipotética de los socios que acuerdan la reactivación, su voluntad de gobernar el patrimonio social de acuerdo con las mismas reglas que venían utilizando antes de la disolución, es decir, es atribuible a la voluntad hipotética de los socios que si desean revocar el acuerdo de disolución, la sociedad reactivada esté gobernada por las mismas reglas que regían la sociedad disuelta.

La segunda es que el patrimonio social persiste durante la liquidación ya que la disolución no tiene como efecto la extinción del patrimonio, sino, simplemente, la apertura de la liquidación. La persistencia del patrimonio social permite que la sociedad reactivada no adquiera los bienes y derechos y las posiciones obligatorias uti singuli sino que suceda universalmente a la sociedad disuelta en la titularidad del patrimonio.

Estas dos razones permiten a los socios celebrar el nuevo contrato de sociedad de manera muy simplificada en comparación con la celebración del contrato de sociedad original. Ni es necesario realizar aportaciones ni es necesario establecer las reglas de gobierno del patrimonio social. Ni es necesario dotar al patrimonio de los atributos de la persona jurídica (nombre, domicilio, nacionalidad). Las aportaciones, porque no han sido restituidas ni el patrimonio liquidado; las reglas de gobierno porque, como se ha dicho, se puede imputar a la voluntad hipotética de los socios que aceptan la reactivación el sometimiento a las mismas reglas de gobierno vigentes antes de la disolución y los atributos de la personalidad jurídica por la misma razón. Hay, pues, continuidad contractual y “real” entre la sociedad disuelta y la reactivada.

Es por esta razón, quizá, por la que la doctrina mayoritaria tiene dificultades para “ver” en la reactivación la celebración de un nuevo contrato de sociedad.

Para los que definen la disolución como una modificación del fin social que deja de ser la explotación del objeto social y se convierte en un fin liquidatorio, la reactivación se concibe como un “supuesto de paralización del proceso de liquidación…y… el retorno de la sociedad disuelta a la vida activa…” y añaden que no se trata de “un cambio del objeto social”, sino “una vuelta a su pleno ejercicio” sin que se explique, en tal caso, por qué la disolución supone un cambio en el objeto social cuando la disolución y la reactivación, son procesos simétricos.

Tal definición de la reactivación parece una mera descripción metafórica que no remite a ningún régimen jurídico preciso y, por tanto, no auxilia en la cobertura de lagunas de la regulación legal, en la obtención de criterios para resolver posibles antinomias y, en definitiva, en el engarce de la institución en el sistema del Derecho de Sociedades incluyendo su coherencia con el régimen de las sociedades de personas.


* Esta entrada es un extracto del trabajo del autor titulado «La reactivación como modificación estructural: celebración de un nuevo contrato de sociedad y sucesión universal» que se publicará próximamente en el número 62 de la Revista de Sociedades

Foto: Pedro Fraile