Por Jesús Alfaro Águila-Real

Ego infrascriptus confiteor hoc meo chirographo me accepisse a Titio mille aureos ut eos impendam legitimae negotiationi, et loco incerti lucri maioris, quod illi ex hac negotiatione posset competere, promitto me illi daturum 6 et ¼ in centum quotannis, et eiusdem summae periculum praestiturum.’

El que abajo suscribe, por este reconocimiento de deuda, declara que ha recibido 1000 monedas de oro de X para invertirlos en un legítimo proyecto empresarial. Y, a cambio de los mayores, pero inciertos beneficios que se pudieran obtener y a los que pudiera tener derecho X como consecuencia del proyecto, promete darle un interés del  6 ¼ por ciento anual y asegurarle contra el riesgo de pérdida del capital

 

La financiación de las actividades comerciales se veía obstaculizada en la Edad Moderna por la prohibición de la usura. Recuérdese que, hasta la Edad Contemporánea, la escasez de moneda convirtió a las economías europeas en economías de crédito. Los comerciantes se financiaban mediante letras de cambio que cargaban elevados intereses. La extensión de la commenda en el comercio mediterráneo llevó a los comerciantes a utilizar una nueva figura, el contrato trino, para salvar tal obstáculo. Los juristas y los teólogos se ocuparon intensamente de la misma y, algunos de ellos, le dieron el nihil obstat, curiosa pero explicablemente, más los teólogos que los juristas.

Como dice DeCock, la historia de la societas y de la compañía de comercio sólo se explican como instrumentos de financiación de las actividades económicas y la legitimidad de los instrumentos de financiación sólo pueden comprenderse si tenemos en cuenta los valores que regían la vida de los europeos de la época. Estos valores actuaban como constricciones muy relevantes de lo que podía hacerse en los mercados. Los comerciantes se esmeraban en “poner el dinero en su uso más productivo” pero lo hacían “en una Sociedad imbuida por los valores cristianos”. Su salvación personal – la de los comerciantes – era tan importante como su ánimo de lucrarse. Las reglas jurídicas no pueden entenderse fuera del contexto que proporciona el ordenamiento moral de la Sociedad. Y estas constricciones afectan, no solo a los grandes principios que informan una institución – el derecho de las organizaciones humanas – sino también al contenido de los acuerdos entre particulares para minimizar los costes de transacción y asignar eficientemente los recursos disponibles (“legal techniques and commercial practice are in constant need of legitimization”). En una época como la actual, en la que la legitimidad de las finanzas y su contribución al bienestar social están siendo puestas en duda con gran fuerza, no es ocioso recordar las épocas en las que esa preocupación impregnaba la labor de los juristas y de los teólogos. A lo mejor necesitamos menos financieros y más juristas que no olviden la estrechísima relación entre Derecho y Moral.

Para lo que sigue, nos hemos basado en el siguiente trabajo (las citas literales son del mismo) Decock, Wim, In Defense of Commercial Capitalism: Lessius, Partnerships and the Contractus Trinus (October 17, 2012) en el que está basada también, esta entrada. También hemos usado Alberto García Ulecia, El contrato trino en Castilla bajo el Derecho Común Historia. Instituciones. Documentos, ISSN 0210-7716, Nº 6, 1979, págs. 129-186

 

El contrato trino y la prohibición de la usura

El contrato trino – nos explica Decock – consistía en una conjunción de un contrato de sociedad, un contrato de seguro y una compraventa, a cambio de una renta periódica. Lo podían celebrar cuatro partes o solo dos.

“En el primer caso, el inversor A celebraba un contrato de sociedad con el comerciante B. A continuación, se aseguraba (frente al riesgo de la pérdida del capital aportado a la sociedad) con C y, en su caso, venía los beneficios esperados de esa empresa social a D que le paga a cambio un interés fijo anual”.

En el segundo caso, – imaginemos – una viuda con ahorros entrega a un comerciante una cantidad para que éste la invierta en un proyecto comercial, por ejemplo, en la venta de unas mercancías en otra ciudad. El comerciante, para reducir la aversión al riesgo de la viuda, le garantiza la cantidad que le ha entregado, es decir, le promete que, pase lo que pase con el viaje comercial, le devolverá lo que le ha entregado. Además, le promete que, durante cada año que dure la aventura comercial, le pagará una cantidad calculada como un porcentaje del capital aportado. A cambio, el comerciante retendrá todos los beneficios que produzca la aventura. Como se ve, es una sociedad comanditaria en la que se garantiza al comanditario la devolución del capital y en la que se sustituye la participación en los beneficios por un interés. O sea, es un préstamo con interés como la copa de un pino. El art. 96.1 LSC sigue diciendo hoy que

“No es válida la creación de participaciones sociales ni la emisión de acciones con derecho a percibir un interés, cualquiera que sea la forma de su determinación”.

Como los comerciantes lo sabían, simplemente, entregaban un “recibí” al inversor reconociendo que se les había entregado una cantidad de dinero. La “salvación” teológica y jurídica del contrato trino venía de la mano de la distinción con el simple préstamo de subsistencia con interés. DeCock lo explica así:

“En un préstamo al consumo, la propiedad del dinero se transfiere al prestatario, pero en una societas el capitalista retiene la propiedad del dinero. A los ojos de los escolásticos, la distinción era decisiva porque la propiedad era un título legítimo para conseguir beneficios, mientras que conseguir beneficios (cargando intereses) sobre la base de algo que ya no te pertenecía (el dinero prestado) no lo era.

En términos más generales, mientras que en el préstamo de subsistencia o de consumo, el que pagaba los intereses era el pobre que tenía que acudir al préstamo para pasar un día más, en el contrato trino, el que pagaba los intereses era el empresario y el que podía colocar de forma más segura sus ahorros era el particular, las “viudas y huérfanos” (pupilli et viduae). Como dice DeCock, los autores de la Escuela de Salamanca alabaron esta posibilidad que permitía a viudas, huérfanos, empleados públicos, notarios y, sobre todo, a las instituciones eclesiásticas, colocar su dinero de manera segura en manos de comerciantes recibiendo un interés fijo. De hecho, según nos cuenta García Ulecia, el Doctor Navarro ponía como ejemplo la entrega por el marido de la dote de su mujer. Lessius, mucho después, advertirá de que el inversor asume el riesgo de quiebra del comerciante. García Aulecia narra el caso del que se ocupó Cristobal de Villalón en el que se justifica – hoy diríamos en términos de eficiencia – el recurso al contrato trino para reducir la «asimetría de información» entre el inversor y el comerciante. Como el inversor no estaba en condiciones de controlar lo que hacía con el dinero el comerciante, éste podía engañar fácilmente al inversor respecto de los beneficios realmente obtenidos, de manera que una forma de reducir ese coste de enforcement del contrato (que lo hemos visto también en la commenda y en su utilización preferente respecto del préstamo a la gruesa) consistía, precisamente, en celebrar un contrato trino. De esa forma, la viuda podía despreocuparse de las vicisitudes de la ventura empresarial del comerciante. Recuérdese que la historia de las finanzas es la historia de cómo los comerciantes consiguen financiar sus empresas recabando los ahorros de los no-comerciantes y cómo las instituciones jurídicas se desarrollan para hacer posible tal intercambio.

Como he explicado en otro lugar, el cénit de tal evolución lo proporcionará la sociedad anónima que permite acumular esos ahorros de los no-comerciantes para financiar grandes empresas, primero grandes viajes trasatlánticos y, más adelante, cualquier empresa de cierto tamaño y necesidades de capital con lo que, a la llegada de la Revolución Industrial, la infraestructura jurídica estaba lista para hacer posible la acumulación de capital necesaria y, lo que quizá sea políticamente más importante, para atraer a los propietarios de tierras – a la aristocracia terrateniente – hacia la economía de mercado al proporcionarles medios de invertir sus rentas mucho más atractivos que los disponibles hasta entonces. Hasta entonces, como la fascinante historia de los banqueros de Felipe II nos enseña, los propietarios y los particulares que tenían ahorros solo podían comprar deuda pública o invertir en un viaje de un comerciante (de ahí la importancia del contrato trino). Y el único con reputación para obtener grandes empréstitos era, naturalmente, el Rey Católico que disponía de los impuestos de Castilla y de los metales preciosos de América para garantizar la devolución de esos préstamos. Pero resulta fascinante, en este punto, que los banqueros genoveses distribuyeran entre centenares de particulares los préstamos que realizaban al Rey, diversificando así el riesgo y dando la oportunidad a “viudas y huérfanos” de participar incluso en esa financiación de las guerras de los Austrias por todo el mundo. Lessius parece referirse a esta posibilidad cuando afirma – nos dice DeCock que, gracias al contrato trino, “el príncipe puede tomar dinero a préstamo a tipos de interés relativamente bajos” precisamente porque los comerciantes pueden allegar los fondos a un tipo de interés mucho más bajo que el que se podía obtener mediante letras de cambio. Lessius alabará el contrato trino como una vía para proteger a aquellos que, careciendo de rentas, tenían ahorros y carecían de vías para invertirlos con cierta seguridad:

“el contrato trino era, efectivamente, un camino hacia la salvación. Lessius preguntaba a los escépticos qué les pasaría a los que vivían de los intereses que tales contratos producían si la posibilidad de invertir la riqueza particular de forma segura en contratos de crédito a comerciantes desapareciera”

Pasaría que esas viudas y huérfanos (nos relata DeCock de Lessius) se verían abocados a poner su dinero en manos menos escrupulosas o a recurrir a contratos como la mohatra o el “cambio seco”, es decir, a “pecar” prestando el dinero a interés a otros particulares o, simplemente, a gastarlo, lo que casaba igualmente mal con las virtudes cristianas.

 

El contrato trino y la personalidad jurídica de las sociedades

En términos técnicos, el truco de los escolásticos era que los beneficios que obtenía el empresario derivaban de dinero que era suyo, de manera que no podía haber nada malo en compartir tales beneficios con el que había aportado capital a la empresa comercial. El problema era, pues, justificar por qué el inversor podía recibir un interés fijo en lugar de una parte de los beneficios si no arriesgaba nada ya que el empresario le aseguraba, en todo caso, la devolución del capital.

Una vez que aparecen y se generalizan los seguros, el contrato trino se empieza a hacer aceptable porque se entiende que alguien pueda soportar el riesgo de pérdida de un capital sin ser el dueño de ese capital, del mismo modo que el asegurador garantiza al dueño de una cosa que quedará indemne si la cosa se destruye.

En definitiva, la justificación moral y teológica del contrato trino se basa, pues, en el fondo, en que los beneficiados de su aparición eran los prestatarios, mientras que la prohibición de la usura iba dirigida, lógicamente, contra los prestamistas. Además, y como hemos señalado, la mejor comprensión del seguro y la transferencia de los riesgos encajaba con esa voluntad de proteger a los inversores. A estas dos justificaciones se añade una tercera: la desintegración del préstamo en tres contratos (sociedad, seguro y promesa del pago de un interés fijo) de los que podían – teóricamente – ser partes sujetos diferentes, completó la legitimidad. Según nos narra García Ulecia, este fue el principal argumento de los teólogos de la Escuela de Salamanca para legitimar el contrato trino, en particular, el Doctor Navarro en su Manual de Confesores.

Sin embargo, es una justificación puramente jurídico-formal, en el sentido – inverso – que lo es el argumento del doctor de Bolonia en El Mercader de Venecia: era obvio que, según el contrato, Shylock tenía derecho a matar a Antonio. Pero eso no se habría podido pactar. Las partes pactaron, pues, que tenía derecho a una libra de la carne de Antonio. Para anular tal pacto, el doctor de Bolonia no recurre a la inmoralidad del pacto, sino a su tenor literal: el mismo no incluía ni una gota de la sangre de Antonio. En el caso del contrato-trino, los juristas-teólogos realizan la operación inversa: es obvio que el contrato-trino es un préstamo con interés, pero, dadas las partes, el contrato no es inmoral, ergo, apelamos a que formalmente no es un préstamo con interés y el hecho de que pudiera celebrarse interviniendo cuatro partes distintas apoya la conclusión.

DeCock nos dice que los moralistas lo explican acudiendo a la intentio de las partes (lo que hoy llamaríamos a los motivos de las partes incorporados a la causa que pueden hacer que el contrato deba ser calificado como contrato con causa ilícita o torpe). Como esta doctrina no estaba elaborada en la época (esta doctrina es hija del iusnaturalismo racionalista y de la presunción de que todos los contratos tienen, en principio, causa lícita porque son intercambios voluntarios y que es, por tanto, la causa ilícita lo que ha de ser demostrado), los juristas recurren a la intención de las partes, es decir, a las reglas sobre la interpretación de los contratos:

Los teólogos afirmaban que la intención de las partes era el principal criterio para interpretar los contratos. De esta manera podían argumentar que no se cometía el pecado de la usura porque la gente entregara dinero a un comerciante a cambio de un beneficio fijo anual y una garantía de devolución del capital, siempre que su propósito (intentio) hubiera sido el de celebrar un contrato de sociedad y no un préstamo de dinero. En otras palabras, las doctrinas del contrato triple y el propósito implícito se utilizaron con éxito como medios para debilitar la prohibición de la usura.

Tan es así, que el análisis jurídico del contrato-trino sirvió para “descausalizar” los contratos, es decir, para que desapareciera la exigencia de probar que las partes no querían cometer el pecado de la usura. Bastaba, pues, que las partes quisieran externamente celebrar un contrato de sociedad. Dado que la Sociedad había cambiado y la transacción realmente celebrada dejó de ser considerada pecaminosa y contraria a la moral, los juristas-teólogos aceptaron que la norma que obligaba a que, en el contrato de sociedad, no hubiera beneficio sin asunción del riesgo dejara de ser una norma imperativa convirtiéndose en meramente supletoria de la voluntad de las partes. El paso final se dará cuando se legitime completamente las aportaciones de dinero a una compañía en forma de préstamo. Dice DeCock, refiriéndose a Summenhart (un teólogo-jurista alemán de la época) que este autor señaló que había que examinar las razones que existen detrás de las normas jurídicas (lo que hoy llamaríamos la ratio de la norma),

… Summenhart propuso una nueva forma de concebir la naturaleza del contrato de sociedad. El teólogo de Tubinga señaló que los elementos naturales del contrato de sociedad eran meras reglas supletorias de la voluntad de las partes, es decir, que estaban potencialmente presentes en todos los contratos de sociedad, pero que las partes podrían “derogar”, esto es, no activar los elementos naturales del contrato por su voluntad. De manera que el hecho de que el inversor está asegurado, a través del pacto de seguro correspondiente, no significa necesariamente que el contrato de sociedad sea nulo. El riesgo puede transferirse al socio gestor sin violar el principio de la justicia en los intercambios, a condición de que el inversor compense al socio gestor por asumir esta obligación adicional.

Y añade que los pasos dados por Summenhart, Eck y más tarde Lessius supusieron, prácticamente un gran ensanchamiento de la libertad contractual.

 

El art. 96.1 LSC, los pactos parasociales y el contrato trino

Recuérdese el artículo 96.1 LSC que he transcrito más arriba. Obviamente, prohíbe una cláusula estatutaria que establezca que las acciones o participaciones número 251 a 500 tengan garantizado un interés del 5 %. Pero no prohíben los pactos entre los socios (pactos parasociales) por los que los socios garantizan a sus consocios un rendimiento fijo por su inversión. Como se ha explicado acertadamente, los límites de la validez de los pactos parasociales no son las las normas imperativas del tipo societario (o sea, las normas de la Ley de Sociedades de Capital), sino las normas imperativas del Derecho Contractual general (incluidas las escasísimas normas imperativas del Derecho de las sociedades de personas). Esta idea refuerza el planteamiento de estos juristas teólogos del siglo XVI y XVII: el sentido actual de la norma del art. 96.1 LSC ha dejado de ser proteger la “esencia” del contrato de sociedad y la obligatoria asunción de riesgo por parte de los socios y ha pasado a ser la protección de los acreedores sociales que han de ser preferentes en el cobro de sus créditos respecto de los accionistas o socios.

De manera que no se puede obligar a la sociedad a pagar ese interés. Pero nada impide que unos socios se obliguen frente a otros a asegurarles la recuperación de su inversión o unos rendimientos determinados. Lessius ensayó esa vía – nos dice DeCock cuando afirma que el contrato trino no es injusto (en términos modernos, contrario a la moral) porque no es un contrato de sociedad sino un contrato sui generis (innominado) que tiene su propia causa (diríamos hoy) distinta de la causa del contrato de sociedad. Obsérvese que Lessius, según nos dice DeCock, considera que las obligaciones las asume el comerciante (no la sociedad, por las razones que veremos inmediatamente). Este es el texto de Lessius recogido por DeCock nota 99 que se entiende, más o menos (el contrato trino no son tres contratos, es uno sólo aunque incluya tres relaciones):

‘Hinc patet, hos tres contractus posse fieri per modum unius contractus innominati, do et facio ut des et facias, nimirum, Trado tibi hanc meam pecuniam ad negotiandum (exponens eam periculo et privans me illius commoditate) et do tibi totum lucrum, ut tu ea negotieris et te obliges ad reddendam sortem et ad solvendum 6 ¼ in centum. Vel sic, Si velis mea pecunia negotiari, assecurare sortem et obligare te ad solvendum 6 ¼ in centum, tradam tibi meam pecuniam et concedam tibi totum lucrum. Hîc non sunt tres contractus a se mutuo independentes, sed unus solus involvens omnia, quae utrimque sunt conferenda et commutanda

Y lo argumenta jurídicamente señalando que, en el contrato trino, la garantía de la devolución del capital no deriva del contrato de sociedad, sino de la celebración de un contrato añadido, el contrato de seguro, del que son partes, lógicamente, el asegurador – el comerciante – y el asegurado – el socio inversor –. Así contesta a Domingo de Soto que había argumentado furiosamente contra la licitud del contrato trino pero había admitido su validez si el que aseguraba la devolución del capital al inversor era un tercero y no el propio comerciante: “la obligación de garantizar la devolución del capital no deriva del contrato de sociedad, sino de un nuevo contrato, el de seguro”

Y añade – Lessius – que la posición del inversor, en caso de quiebra del comerciante era la del comitente (rectius, la del asegurado frente al asegurador), no la del socio, de manera que tendría un derecho de separación para recuperar el capital aportado y, por tanto, una preferencia respecto de los acreedores del comerciante.

Este argumento, sin embargo, estaba extendido entre – los teólogos y juristas españoles del siglo XVI (según nos narra García Aulecia) que habían admitido la licitud del contrato trino en los casos en los que el aseguramiento del capital era un pacto extra societatemsiendo el hecho de que se hubiera asegurado el capital con un tercero distinto del «compañero» la prueba de dicho carácter (Francisco García). Obsérvese cómo los juristas habían apreciado que, aunque vinculado al contrato de sociedad, el pacto de aseguramiento y el de intereses tenían autonomía, es decir, que dichos dos pactos añadidos al de sociedad no tenían causa societatis sino causa propia pero que los tres se hallaban vinculados por la voluntad de las partes. En la comprensión moderna, diríamos que esos dos pactos añadidos, el de aseguramiento y el de pago de intereses, no formaban parte del contrato de sociedad sino que eran pactos parasociales celebrados entre los socios, de manera que no habría objeción alguna a su validez porque los pactos parasociales sólo están sometidos al Derecho de contratos y no al Derecho de Sociedades.

Naturalmente, estamos en una época en la que la personalidad jurídica de las sociedades no había sido todavía elaborada teóricamente (es producto, también del iusnaturalismo racionalista del siglo XVIII), de manera que es perfectamente explicable que los juristas más avanzados, que no podían recurrir a la distinta personalidad jurídica de la sociedad y de sus socios pero entendían correctamente que era el socio gestor el que asumía el compromiso frente al socio-inversor y no la sociedad, utilizaran las categoría de los essentialia negotii y los naturalia negotii para resolver la cuestión o la categoría de los contratos coligados. Y dijeran que la ligazón entre beneficios y riesgo no es un elemento esencial del contrato de sociedad.  Es un elemento natural que ¡los socios! pueden derogar si uno de los socios asume el riesgo de la empresa y deja al abrigo del mismo a otro de los socios. La cuestión es, entonces, en términos morales – y así lo plantea Lessius – si esa asunción de riesgos añadidos por parte del socio comerciante se ve compensada adecuadamente, lo que es fácil de argumentar ya que el comerciante retenía todo el upside de la aventura comercial, es decir, la mayor rentabilidad de la empresa sobre el tipo de interés prometido al inversor. Esto es bastante para descartar que estemos en presencia de una societas leonina. Este es el razonamiento también de otros autores como Alfonso de Narbona que, ya entrado el siglo XVII, nos dice García Aulecia, defendió la legitimidad del contrato trino sobre la base de que estos contratos añadidos no desvirtuaban el contrato de sociedad.

Con la aparición de las sociedades anónimas, esto es, de las sociedades con estructura corporativa, el problema se resuelve. Pero la maravillosa figura de la “corporación” no estaba todavía disponible para el desarrollo de empresas comerciales en el siglo XVI.

En fin, es de interés también la insistencia de Lessius (siguiendo a Molina) en que el comerciante invirtiera los fondos del inversor en la ventura comercial (es decir, que no lo usara para cubrir cualquier gasto propio). ¿Por qué eso era relevante? Porque, de esa forma se asegura el destino empresarial de los fondos. Recuérdese, una vez más, que la prohibición de la usura iba dirigida a los préstamos de subsistencia o consumo. Pero, económicamente, porque eso suponía infringir el contrato con el inversor, ya que, al dar a los fondos un destino distinto del acordado con él, se incrementa el riesgo de quiebra del comerciante (porque destina los fondos a usos no productivos) y, por tanto, el riesgo de que el inversor no reciba lo prometido.


La imagen destacada es un retrato de Lessius en el Museo Británico