Por Ernesto Suárez Puga

Introducción

La reciente STJUE de 11 de enero de 2024 en el asunto Nárokuj concluyó que el derecho checo no se opone a la Directiva 2008/48/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de abril de 2008, relativa a los contratos de crédito al consumo y por la que se deroga la Directiva 87/102/CEE del Consejo (en adelante, la Directiva de Crédito al Consumo) cuando sanciona con la nulidad del contrato de crédito y la pérdida del derecho al cobro de intereses a los prestamistas que incumplan el deber de evaluar la solvencia del prestatario consumidor.

Este pronunciamiento ha suscitado interés por analizar el pretendido deber de las entidades de crédito de evaluar la solvencia de sus potenciales deudores y su alcance.

Intuitivamente parece que no es necesario imponer tal deber porque comprobar si un deudor determinado tiene (rectius: tendrá en el futuro) capacidad patrimonial suficiente para reembolsar el préstamo que se le ha concedido es algo que el prestamista haría voluntariamente ya que si la falta de solvencia de un deudor provoca el impago del préstamo, el primer perjudicado es el prestamista. Es obvio que tiene los incentivos adecuados para realizar una evaluación óptima de la solvencia del deudor y denegar el préstamo si ésta es insuficiente. Si el legislador impone tal deber es porque están en juego intereses distintos de los del propio acreedor. Estos son de dos tipos: los intereses generales en proteger a los acreedores de las entidades de crédito (efectos sistémicos) y los intereses de los consumidores en ser protegidos frente a los préstamos usurarios y al sobreendeudamiento.

El legislador enmarca la evaluación de la solvencia en lo que denomina prácticas responsables relativas a la concesión de crédito (vid. considerando 26 de la Directiva de Crédito al Consumo o el artículo 29 de la Ley de Economía Sostenible). Con la apelación a la «responsabilidad», se pretende evitar (i) que el prestamista externalice el riesgo de crédito (impago o insolvencia definitiva del deudor) a los acreedores de los bancos. Y se prohíbe que los administradores y directivos de las entidades de crédito den crédito a insolventes a sabiendas de que las consecuencias patrimoniales adversas de sus decisiones se trasladarán a sus acreedores (bonistas, clientes depositantes, etc.), sus socios y, eventualmente, al conjunto de los ciudadanos, si la entidad debe ser rescatada con fondos públicos. Se trata de evitar el azar moral que supone que el que da crédito crea que las ganancias las podrá retener pero que podrá socializar las pérdidas y (ii) el sobreendeudamiento o endeudamiento en condiciones usurarias de los consumidores. En efecto, el azar moral puede estar presente igualmente cuando el prestamita omite cualquier evaluación del riesgo de impago porque la sustituye por condiciones o garantías que convierten al préstamo en usurario. De manera que pueden obtener ganancias incluso o precisamente cuando el contrato se incumple por el deudor. Por ejemplo, cuando se establecen intereses remuneratorios tan elevados o penalizaciones tan desproporcionadas que su pago, incluso parcial, compensa el daño de que no se devuelva total o parcialmente el capital. También cuando se establecen plazos de reembolso tan prolongados que la íntegra devolución del capital concedido se extiende mucho más allá del plazo habitual de mercado del crédito concedido de modo que el prestamista se asegura que la operación será beneficiosa por la carga financiera del pago de intereses durante un largo período de tiempo. Un indicio es que la íntegra devolución de capital se prevea para más allá de la supervivencia previsible del deudor. Otro caso es el de la entidad de crédito que lo concede a sabiendas de que el consumidor lo destinará a juegos o apuestas. El riesgo de pérdida patrimonial en estas actividades es tan elevado que cualquier prestamista no puede desconocer que es muy probable que el deudor no devuelva el crédito. Como se habrá observado,

El control de la evaluación de solvencia debería ser adecuado para detectar si la entidad de crédito está incurriendo en alguna de estas prácticas ‘irresponsables’. No se trata de realizar un juicio sobre la adecuación o la idoneidad de los mecanismos o políticas para conceder crédito o para evaluar la solvencia de sus deudores. Descartado que los prestamistas se dediquen a externalizar injustificadamente el riesgo de crédito que conceden o que estén incurriendo en usura o en conductas favorecedoras del sobreendeudamiento, cabe presumir que adoptan los criterios que consideran más acertados para evitar su ocurrencia, incluida la correspondiente evaluación de la solvencia de sus deudores.

Nuestra tesis tiene la ventaja de evitar los peligros del sesgo retrospectivo que tendría convertir esta carga en un control positivo de idoneidad de los deudores. Téngase en cuenta que la evaluación de solvencia se pone en cuestión cuando ya se ha concedido el préstamo, es decir, cuando el deudor impaga o se encuentra en estado de insolvencia y no es fácil evitar la conclusión, en tales circunstancias, que el deudor ahora insolvente no debió haber recibido el préstamo.

El incumplimiento de esta ‘carga’ tiene, principalmente, consecuencias administrativas (sanciones por infringir normas legales o reglamentarias que regulan su actuación, entre otras, art. 29 de la Ley 2/2011, de 4 de marzo, de Economía Sostenible, art. 14 de la Ley 16/2011, de 24 de junio, de contratos de crédito al consumo, art. 18 de la Orden EHA/2899/2011, de 28 de octubre, de transparencia y protección del cliente de servicios bancarios). Pero, como ya se ha expuesto, el segundo grupo de prácticas ‘irresponsables’ llevarán a los prestamistas a incurrir en las prohibiciones de la Ley de usura (art. 1 de la Ley de 23 de julio de 1908 sobre nulidad de los contratos de préstamos usurarios)  Lo mismo sucedería con los intereses moratorios desproporcionados (art.88.1 TRLCU).


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