Por Antonio Manuel Peña Freire
Introducción: la república vacía
Cada mes de abril asistimos a la teatralización de un sueño primaveral, protagonizado por aguerridos republicanos a los que apenas ralea la barba, que se aplican a monólogos de doscientos ochenta caracteres, en los que se cuestiona la legitimidad de la Monarquía parlamentaria. En este país de repúblicas vacías, en genial expresión de Francisco Laporta, ser “republicano” es casi como ser de izquierdas o de derechas o facha o progresista: ha devenido uno de esos significantes políticamente vacíos, que, sin embargo, son muy eficaces para satisfacer las aspiraciones a la hegemonía de aquellos que creen que la única distribución justa del poder es la que lo concentra exclusivamente en sus manos. Desde un punto de vista más teórico, gran parte del debate es como los significantes de quienes lo promueven: vacío. Las críticas habituales a la legitimidad de la institución monárquica son tan débiles en la teoría como eficaces en la arena política. Incluso diríamos que son tanto más eficaces cuanto más débiles, por razones quizás relacionadas con la solidez intelectual de sus destinatarios, que mejor dejaremos al margen. Otro tanto cabe decir de quienes, en su mayor parte desde el patio de butacas, intentan hilvanar algún argumento en favor de la monarquía, tarea ingrata donde las haya, advirtiendo que es una institución casi de saldo o que cualquier alternativa realista a su actual titular es manifiestamente indeseable. Los argumentos defensivos no suelen ser muy eficaces frente a otros igual de sólidos pero más atrevidos, en especial, si estos se presentan en la forma de un simplón juego de palabras (¡Ni corona ni virus!), repetido al unísono por un coro de patéticos tenores que, con su falsete, inundan de ruido la sala. Sin embargo, lo cierto es que, al final de la representación, la audiencia se marcha a casa resignada y lamentando que la monarquía parlamentaria no sea sino una forma imperfecta de democracia.
Principio democrático en la Constitución española
Mi postura al respeto es otra: no creo que haya ninguna objeción democrática seria a la monarquía parlamentaria. La razón no hay que buscarla en los cada vez más distantes momentos constituyentes, cuando un notable porcentaje de españoles mostró su apoyo a una Constitución que establecía que esa iba a ser la forma política del Estado. En mi opinión, las razones están relacionadas con un delicado equilibrio de dos principios políticos llamados a inspirar el diseño de nuestras instituciones: el principio democrático, que pretende asegurar que gobiernan quienes quieren los ciudadanos y como quieren los ciudadanos y el principio constitucional, que aspira a garantizar los derechos de los ciudadanos, fundamentalmente protegiéndolos de quienes gobiernan. Veámoslas con cierto detalle.
Desde mi punto de vista, ningún demócrata serio –y esto excluye a los atolondrados partidarios de una democracia a la ateniense– debería tener ningún problema especial con el carácter hereditario de la Jefatura del Estado, por la sencilla razón de que lo que el principio democrático exige, en primer lugar, es que se pueda elegir a los miembros de los órganos titulares del poder legislativo, es decir, de los órganos competentes para elaborar las leyes que condicionarán cómo debemos comportarnos y cómo ejercer nuestros derechos. Dicho de otro modo: la democracia exige que al legislador lo elija el pueblo. Y así ocurre en nuestro país, donde es notorio que se elige popularmente a la totalidad de los miembros de Congreso, a la mayoría de los miembros del Senado y a los integrantes de los Parlamentos autonómicos, que son los órganos titulares de la potestad legislativa. Todos sus miembros son elegidos por sufragio universal en elecciones libres y periódicas, con la poco relevante excepción de algunos Senadores, que son designados por las asambleas legislativas autonómicas. La democracia también requiere que el responsable de la dirección política del Estado goce de legitimidad democrática, lo que exige que la cabeza del ejecutivo haya de ser elegida por los ciudadanos directamente o por el órgano en el que estos están representados. De nuevo nuestro país cumple este requisito, pues al Presidente del Gobierno lo eligen los miembros del Congreso de los Diputados por mayoría. Por último, la democracia reclama que quienes han de tomar las decisiones que condicionan materialmente el ejercicio de los derechos de los ciudadanos estén también legitimados democráticamente. Me refiero ahora a los jueces, que no son elegidos, porque la mayoría de ellos han obtenido su plaza por oposición, pero que caben en un régimen democrático en la medida en que sus decisiones se sigan de las leyes aprobadas por los representantes de la ciudadanía, lo que es tanto como decir que su autoridad consiste en hacer efectiva la voluntad de los ciudadanos tal y como está expresada en las leyes. De lo anterior se sigue que nuestro sistema de gobierno no tiene ninguna tara democrática significativa. La tendría si los nobles tuvieran asientos reservados en las Cortes o si la Iglesia hubiese de dar el nihil obstat a los ministros o si los jueces pudieran ignorar resueltamente las leyes para resolver según su propia ideología o para decidir según se grita en las plazas.
¿Y dónde queda el Rey en todo eso? Como avancé, no creo que el hecho de que el Jefe del Estado no sea elegido minore el nivel democrático de nuestro sistema de gobierno: esto solo ocurriría si el Rey fuese titular de algún poder legislativo o si pudiera cesar gobiernos o vetar sus decisiones o si estuviese autorizado a mandar a prisión o a imponer impuestos a los ciudadanos cuando le viniese en gana o lo requiriese su hacienda. Afortunadamente, nada de esto es el caso en nuestro país, porque, según la Constitución, el Rey no ejerce ningún tipo de poder ni legislativo ni ejecutivo ni judicial. Esto quiere decir que una hipotética elección del Jefe del Estado por la ciudadanía no incrementaría el nivel de democracia de nuestro modelo de gobierno más de lo que lo hace la elección del representante de España en Eurovisión por voto de la audiencia de algún programa televisivo.
La Monarquía parlamentaria y el principio constitucional
Ahora bien, aunque el principio democrático no exige que el Jefe del Estado sea elegido por los ciudadanos, siempre que esté privado de poder político efectivo, es verdad que tampoco veta su elección, pues como he sugerido, según ese principio, ese asunto es indiferente. Sin embargo, hay otro punto de vista desde el que no da tan igual.
Como dije, el principio democrático no es el único a tener en cuenta a la hora de dar forma a nuestras instituciones de gobierno. Existe otro principio clave en su diseño: el principio constitucional. Este principio es tan importante como el democrático o más. Desde el punto de vista del principio constitucional, somos ante todo individuos portadores de derechos: entre ellos, está el derecho a participar en las decisiones colectivas, pero junto a este hay otros que podrían verse afectados por esas mismas decisiones y que tienen que ser preservados. Cualquiera que sea la forma de organización política, esta ha de garantizar no solo la participación de los ciudadanos en las decisiones colectivas, sino también que estas decisiones no lapiden sus otros derechos. Las soluciones a este problema no son fáciles, pero, en cualquier caso, es importante que el orden político e institucional tome nota del reto a afrontar y deje claro lo que el principio constitucional prescribe: proteger nuestros derechos también frente a las decisiones comunes, porque aunque todos deben decidir sobre lo común, en común no se puede decidir sobre todo.
Y aquí es donde la figura del Jefe del Estado y su singular mecanismo de designación entran de nuevo en escena. Porque el hecho de que la forma política del Estado incluya un elemento no democrático es una manera de rendir tributo al carácter constitucional del Estado, es decir, que el Rey no solo sería símbolo de la unidad y permanencia del Estado, sino que, por no poder ser elegido, es también símbolo de la intangibilidad de los derechos de los españoles. La institución monárquica, desde este punto de vista, es como un gran estandarte colocado en el pórtico del orden político, junto a la entrada a la sala donde se toman las decisiones pero por la parte de fuera, que nos recuerda que ahí se decide entre todos porque es nuestro derecho, pero también que lo que se decide está limitado por nuestros derechos. La Monarquía es una manera de no olvidar ni menospreciar o ignorar que la mayoría no lo puede todo, porque hay cosas sobre las que no se debe poder decidir en común en la medida en que sobre eso solo ha de poder decidir cada uno. Es importante subrayar que el Rey es un símbolo y que no está para garantizar nada: para protegernos frente a las decisiones de quienes gobiernan y que son vulneradoras de nuestros derechos, hay otros mecanismos. La Monarquía es solo una representación simbólica del principio constitucional, una llamada de atención que pretende evitar que el principio democrático se sobredimensione y termine negando el hecho de que la democracia está constituida y limitada por nuestros derechos como ciudadanos. La figura del monarca es un recordatorio de que la democracia es legítima con límites y no lo es sin ellos. Eso y nada más que eso.
Y no es poco, porque pensemos en quienes aspiran a descolgar ese vistoso estandarte, diciendo que «solo es legítima la decisión democrática y, por esta razón, debe elegirse también al Jefe del Estado». Con este único principio en mente, es difícil resistir una deriva jacobina o totalitaria de la democracia, es decir, no es fácil argumentar frente a quien plantea lo que sigue: “ya que la mayoría puede elegir al Jefe del Estado y hacer de quien desee el símbolo de su unidad y permanencia ¿por qué no habría de poder amparar a delincuentes o condenar a inocentes o discriminar a las minorías o perseguir a individuos incómodos?». En una monarquía constitucional, la respuesta no es segura, pero no es tan fácil de olvidar: el blasón dinástico es una manera elegante de recordar que con los derechos de cada uno, la mayoría no debe jugar. En cierto modo, que el Rey no pueda ser elegido es también un derecho de cada uno.
Foto: Julián Lozano www.cuervajo.es
La realeza no es sólo una forma de la Jefatura de Estado. Es un símbolo indefectible de la esencia de la vida misma, que es crecimiento, organización y jerarquía y, por lo tanto, un símbolo de la educación misma, cuyo objetivo es la superación hacia la meta del señorío regio de sí mismo. No sólo está presente en todas las etapas de la historia de la civilización, sino que es tan insustituible por su riqueza simbólica como irrenunciable por su belleza la referencia de ser un príncipe, una princesa, un rey o una reina en cualquier aspecto o ámbito de la vida personal o colectiva. Además de ser una representación del pueblo no sólo más económica sino más eficaz para significar la unidad y la continuidad de toda la ciudadanía más allá de las diferencias ideológicas. En este sentido, una Presidencia de República es tan impotente como ridícula. Como ridículos, por incomprensivos, son los argumentos contrarios que reparan en la posible mediocridad o imbecilidad de los herederos de la Corona: precisamente por eso son más representativos y representan lo que deben, que es el término común y medio de cualquier miembro de la patria. El rey no tiene que ser más inteligente ni más sabio ni más nada que nadie de la Nación: cualquier condición personal vale para representar a toda la nación.
Me parece la enésima justificación de lo injustificable. Bastante creativa, eso sí. Da la sensación de que si en lugar de rey tuviéramos una muñeca hinchable el autor habría encontrado la manera de argumentar que eso es lo mejor para todos.
La verdad es que siento total indiferencia cuando veo a una persona normal y corriente defender la monarquía. Pero me da un escalofrío cuando veo hacer lo mismo a alguien del que se espera un mínimo de racionalidad.
Por supuesto, todas las opiniones son respetables. No quiero que mi comentario se tome a mal.
¿Cuál es su justificación para hablar de «injustificable»? ¿Por qué oculta el mínimo de racionalidad que cabe esperar de una descalificación como la que se permite? Lo respetable absolutamente son las personas, no las opiniones. Las puede haber constitutivas de delito, como la apología del terrorismo. Y, desde luego, sin dar un solo argumento no es que una opinión no sea respetable: es que no es una opinión. Si tiene usted una opinión sobre la realeza, aunque no sea propia, hágase respetar diciéndola. Si no, mejor cállese y respere.
Ya se lo ha dicho el argumento, aunque sea menos retórico y no utilice 1000 palabras para explicarlo: si Vd considera un símbolo a la forma de la Jefatura del estado actual y que esa ha de ser su función, cualquier cosa serviría (como la muñeca, el estandarte o un Síndico de los Derechos Intangibles…). Vaya defensa de la Monarquía.
No, señor Carlos: no serviría «cualquier cosa» para simbolizar la unidad y continuidad de una ciudadanía nacional por encima de diferencias ideológicas: tendría que ser una persona (no animal ni cosa) y tendría que carecer de afiliación, adscripción o expresa preferencia ideológica, limitándose a representar y a recordar la Constitución que nos constituye como ciudadanos de una nacionalidad jurídico-política. Y eso no lo puede hacer un representante de cualquier partido político, costando además usualmente bastante más dinero, como ocurre con las Presidencias de República. Eso sólo puede hacerlo un rey, como en España elegimos (da igual su origen: lo ratificamos) en 1978. Estamos hablando de un símbolo de la realeza, no un símbolo en general o de cualquier cosa.
Quizá debería usted predicar con el ejemplo, pues no me cabe en la cabeza que una persona le diga a otra «mejor cállese y respete» cuando esta solo ha expresado su opinión. No sé si percibe la contradicción en la frase. Si hay alguna falta de respeto en mi comentario anterior espero que sea eliminado.
Por lo demás, no creo que deba dar necesariamente mi opinión sobre la realeza a la hora de criticar una defensa de la misma. Eso sería como si un crítico de cine tuviera por obligación que explicar cómo habría hecho él la película.
El asunto es más sencillo. Siempre intento leer a quienes defienden la monarquía, sobre todo para comprender los puntos de vista ajenos y poner a prueba los propios. Y no hace falta ser muy hábil para darse cuenta de que todos caen en el mismo error: ir de la conclusión a la evidencia. Dado que hay monarquía, lo mejor es que la haya.
Daniel, lo suyo ya no me parece cuestión de entendimiento , sino de voluntad. Es una pena, pero no hay peor ciego que el que no quiere ver. Porque desde el punto de vista intelectual la cosa es clarísima: usted ha faltado al respeto por llamar «injustificable» a los intentos de justificación del articulista y de mí mismo. Y, además, sin justificarlo con ningún argumento: eso sí que es una contradicción. Falta usted a la verdad cuando dice que no hay argumentación auténtica. Eso me parece una evidencia clara para concluir que a usted la verdad y el respeto le importan un pimiento, aunque presuma de ello, claro. Lo único que parece importarle es hacerse notar aunque no tenga ninguna idea digna de nota.
Me ha pillado, lo que me gusta es hacerme notar. Qué mejor modo que publicar un comentario sin apellidos, ni fotografía ni enlace de ningún tipo.
Escribe además, sin conocerme de nada, que la verdad y el respeto me importan un pimiento. Qué rápido se ha olvidado de eso de que lo respetable son la personas.
Pero no se queda ahí, sino que además miente con total desvergüenza. Yo solo he escrito «injustificable» una vez y es evidente que con ese término me refería a la monarquía, no a la defensa de la misma que hace el autor y mucho menos a la de usted, con quien no había mediado aún palabra.
Por lo demás, me quedo con las alusiones que hace en su primer comentario a la riqueza simbólica y a belleza de la monarquía, pues al final todo se reduce a eso. Todo lo demás son argumentos ad hoc para no reconocer la parte irracional que todos tenemos, pero que en algunos asoma más que en otros.
La rabia y la poca tolerancia que demuestra ante opiniones diferentes es reflejo también de esa irracionalidad, que causa frustración cuando se la arrincona.
Y no termino sin comentar que ese argumento que usted repite de que la monarquía es más barata que una república lo he escuchado muchas veces a personas que cinco minutos después debatían quién debía abandona la casa de Gran Hermano. Tal es el nivel.
Ahora sí, he terminado. Me gusta el debate pero solo quien sabe debatir y aquí empiezo a pensar que pierdo el tiempo.
Un saludo
Cuando exprese alguna opinión, o sea, un argumento, le diré si me da rabia. Mientras tanto, sí, pillado: me da rabia que alguien entre con descalificaciones en un debate al que no aporta ni una sola idea ni dato. Y además con la poca vergüenza de tildar de «desvergüenza» lo que no entiende. Quizá es sólo falta de nivel de quien escucha o trata a gente que ve Gran Hermano. Será cuestión de nivel. Intelectual y moral: incapacidad de ver la viga en el propio ojo.
Claro que usted ha calificado de «injustificable» no sólo la monarquía, sino mis opiniones y las del articulista, porque lo ha hecho indirectamente (directamente tendría que haber dado lo que no tiene: ideas y argumentos): si después del artículo y mi alegato sigue Ud. considerando «injustificable» la monarquía, es considera que los argumentos del articulista y los míos no sirven para nada y son «injustificables».
Se precipita Ud. a decir «injustificable», «mínimo de racionalidad», «desvergüenza», falta de «nivel», etc. En la escuela los niños dicen una cosa que podría aplicársele: «el que lo dice, lo es, … »
Y es que donde las dan las toman. El que dice se expone a que le contradigan. Hay que pensarse las cosas antes de soltar la boca o la pluma. A ver si aprende. Para ofender y descalificar lo que no se entiende, ya sobra gente.
Leo en este interesante texto, con el que en más de una ocasión coincido, una frase que me sorprende algo: «no creo que haya ninguna objeción democrática seria a la monarquía parlamentaria». A mi se me ocurre una objeción: la de la experiencia, o sea la trayectora de los reyes que hemos tenido. Incluso en alguno en el que muchos acordaríamos que tuvo grandes momentos, al final, el largo tiempo de permanencia en la jefatura del estado ha permitido constatar no ya su debilidad, sino incluso la desvergonzonería en una gestión de su alto oficio en provecho creamatístico particular. Sí, ya se, esto solo es argumento para desechar a los reyes malos o sinvergüezas que hemos tenido, no a los que tendremos y que seguro que serán buenos durante toda su vida. Pero es que justificar la inmortalidad de los seres humanos no es fácil.
En fin, tampoco me hace mucha gracia eso de tener que verme excluido del grupo de «democratas serios» o verme ostraido al de los «atolondrados», por eso de no ver que la herencia deba ser el criterio que determine llegar a ser rey y jefe de un estado democrático. Ese argumento quizá podría ser un poco más fino.
Estimado Andrés, como autor del texto, agradezco sus palabras y su lectura atenta y crítica. La suya es la única nota, entre las críticas, en la que he podido encontrar algún argumento merecedor de respuesta. Déjeme decirle que me reafirmo resueltamente en lo sustancial de mi argumento (“no creo que haya ninguna objeción democrática seria a la monarquía parlamentaria»), que no veo negado en su comentario, pues como usted bien señala, la suya es una objeción a las personas que han ocupado esa posición y no a la institución como tal, ni a la potencial carga simbólica del principio constitucional como límite a variantes populistas y jacobinas del principio democrático, que era lo básico sobre lo que yo quería insistir.
Pero es verdad que no se puede obviar su crítica: muchos de los titulares reales (valga el juego de palabras) de la Corona no han hecho ningún mérito para merecer el honor correspondiente. No soy historiador ni psicólogo evolutivo, pero no creo que esto se deba a alguna disposición genética que corre por el linaje y tiendo a pensar que podría ser un reflejo del contexto social y político general. Probablemente no hemos tenido mejores reyes por las mismas razones por las que no hemos tenido mejores presidentes y probablemente los ciudadanos de otras monarquías parlamentarias los han tenido mejores por las mismas razones que explican lo acertado, en general, de sus opciones electorales.
Porque su argumento con apenas modificaciones, cabría referirlo a muchos de los jefes del ejecutivo elegidos en, digamos, los últimos ciento cincuenta años, sin que ello sea obviamente una razón para desechar el método democrático como el apropiado para su designación, sino si acaso una invitación a perfeccionar los procedimientos de elección y control y a promover una cultura de la responsabilidad política entre la ciudadanía que nos lleve a ser exigentes con las cualidades, el discurso y el desempeño de quienes se postulan para ocupar algún cargo y que actúe también como incentivo para que estos se desempeñen razonablemente en el ejercicio de sus funciones, algo que, lamentablemente, no parece ser el caso. Mi impresión es que el día en que eso se logre, si es que se logra, solucionaremos de una tacada dos problemas: el del escaso nivel de nuestros representantes electos y el cuestionable desempeño de los jefes del Estado no electos. Mientras tanto, elegir al jefe del Estado solo nos llevará a reproducir en la Jefatura del Estado los errores que recurrentemente cometemos en la arena política y en el camino habremos “desactivado” el argumento antijacobino implícito en el carácter no electivo del Jefe del Estado.
En cualquier caso, que la Corona sea un símbolo y que sea su dimensión no electiva la que constituye su dimensión simbólica, no significa que su titular tenga que inmune frente a cualquier responsabilidad. No estaría, por tanto, de más tomar en serio sus argumentos y pensar en algunas modificaciones singulares en el estatuto de la Jefatura del Estado, tendentes quizás a desbloquear la rendición de cuentas por actos manifiestamente inapropiados.
Mi texto la verdad es que tenía un propósito muy limitado: poner de manifiesto en el principio constitucional limita al democrático y que es bueno que haya indicadores en el sistema institucional que nos recuerden esa dimensión, porque la tendencia natural, por pura lógica política, es a que el principio democrático se sobredimensione.
No creo que mi argumento sea concluyente a favor de la Monarquía y, lógicamente, tendría que ser complementado por argumentos de los partidarios genuinos de la institución monárquica y relativos a la importancia de la tradición, de la sucesividad generacional como símbolo de la continuidad y permanencia del Estado o de la vinculación intergeneracional de los nacionales, etcétera. Pero a mí, como le dije, lo que me preocupan son quienes pretenden sobredimensionar el principio democrático y la Corona solo me interesa en tanto que blasón de respuesta frente a sus pretensiones totalizantes.
Sobre sus últimas palabras, quiero decirle que mi texto tiene un contexto: el de los eslóganes antimonárquicos habituales, que proliferan siempre en abril, que considero poco fundados. Otro comentarista ha señalado que, en su opinión, el nivel de los argumentos de los partidarios de la monarquía está a la altura de los debates de “Sálvame”, lo que me lleva a pensar que quizás estos debates susciten su interés, pero, en cualquier caso, es justo eso lo que se puede decir de muchos de los eslóganes habituales en defensa de la República e incluso de su personal diatriba (la del otro comentarista, no la suya). Solo a ellos me refería en la introducción a mi nota. Y es cierto, como usted señala, que no todos los que cuestionan la legitimidad de la monarquía en España forman parte de ese grupo ni participan de ese estilo: es obvio que no es su caso (de usted). Mi propuesta no es incompatible con un debate con los argumentos de personas como usted. Si en el párrafo introductorio de mi texto no quedó claro, la responsabilidad es exclusivamente mía y usted y quienes participen de sus planteamientos merecen una disculpa, que no es extensiva, sin embargo, a los otros dos comentaristas críticos. Espero que estas palabras mías de ahora, compensen mi poco tino inicial.