Por José María Rodríguez de Santiago
Sobre la inconstitucionalidad de la ley de reconocimiento de las Universidades privadas
El art. 5.1 Ley Orgánica de Universidades (LOU) dispone que la creación de Universidades privadas y de centros universitarios privados de los que se adscriben a una Universidad pública es una manifestación del derecho fundamental que el art. 27.6 CE reconoce a las personas físicas o jurídicas a crear centros docentes. Y así lo ha entendido también expresamente el Tribunal Constitucional [para los centros universitarios privados adscritos a una Universidad pública, STC 223/2012, de 29 de noviembre, FJ 6; para las Universidades privadas, STC 131/2013, de 5 de junio, FJ 9 a)].
Llevo unas semanas estudiando la creación en España de otro tipo de centros de enseñanza superior, los centros universitarios extranjeros (art. 86 LOU), y la reflexión sobre la comparación entre los tres supuestos me ha llevado al convencimiento de que no es compatible con el citado art. 27.6 CE el requisito establecido en la LOU de que las Universidades privadas sean reconocidas por ley singular, por los motivos que expongo en esta entrada.
Para que un particular funde en España una Universidad privada es necesaria una decisión adoptada por el Estado o la Comunidad Autónoma en forma de ley (arts. 4 y 5 LOU), lo que significa, al menos, aparentemente, que se trata de una decisión esencialmente política. Para que un centro docente privado (como CUNEF o el Real Centro Universitario María Cristina en El Escorial, por ejemplo) pase a convertirse en un centro universitario adscrito a una Universidad pública, por su parte, es necesario que se celebre entre ellos (el centro y la Universidad) un convenio de adscripción que, evidentemente, también implica una decisión con un importante contenido político (art. 11 LOU). Para crear un centro en el que se imparten enseñanzas universitarias extranjeras basta con una autorización administrativa que se concede sin que exista prácticamente ningún margen de discrecionalidad en favor de la autoridad que decide (art. 86 LOU). Es completamente lógico que la LOU establezca regímenes distintos para impartir enseñanzas oficiales en España y enseñanzas extranjeras. Pero no es ese, en realidad, el objeto de estas consideraciones.
Mientras que la autorización de la autoridad educativa de la Comunidad Autónoma de la que depende el establecimiento del centro universitario extranjero no plantea ningún problema desde la perspectiva del mencionado derecho fundamental, los requisitos para crear una Universidad privada o un centro privado adscrito a una Universidad pública sí parecen presentar un obstáculo aparente a ese derecho. Cuando la iniciativa de un individuo dirigida a la creación de una Universidad privada o un centro privado adscrito a una Universidad pública se hace depender de la voluntad esencialmente política de otro sujeto (el Parlamento que ha de aprobar la ley de creación de la Universidad o la decisión de una Universidad pública sobre si quiere celebrar o no un convenio de adscripción) lo que sucede, en una primera aproximación, es que no existe ningún derecho fundamental; o –mejor dicho-, incluso, que no existe ni siquiera un derecho.
Por lo que se refiere al caso menos conocido de los centros privados adscritos a una Universidad pública, dice la STC 223/2012, de 29 de noviembre, que el convenio de adscripción entre ese centro privado y la Universidad es “resultado de la libertad negociadora de las partes que lo suscriben” (FJ 6). La verdad es que “libertad negociadora” de un poder público y vinculación de ese poder a un derecho fundamental (art. 53.1 CE) son conceptos que casan mal uno con otro.
Pero volvamos al supuesto más llamativo del sometimiento de la creación de las Universidades privadas a una previa ley singular de reconocimiento. Ahora me parece sorprendente que esta regla del art. 63.2 de la Ley 14/1970, de 4 de agosto, General de Educación y Financiamiento de la Reforma Educativa, haya sobrevivido (a través de la Ley de Reforma Universitaria de 1983, y de las dos versiones de la LOU, de 2001 y 2007) a casi 40 años de jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre interpretación y garantía de los derechos fundamentales, a pesar de que esa jurisprudencia se haya podido plantear la cuestión de la inconstitucionalidad del requisito en varias ocasiones.
Últimamente, el Tribunal Constitucional ha analizado en la STC 223/2012, de 29 de noviembre (sobre la impugnación de diversos preceptos de la versión de la LOU de 2001), “el papel que la ley de reconocimiento de las Universidades privadas cumple en el sistema diseñado por la LOU” (FJ 10). La ceremonia de la confusión que el Tribunal organiza sobre este punto merece ser reproducida en su parte medular:
“La ley singular de reconocimiento (de la Universidad privada) carece de (…) componente fundacional. La ley de reconocimiento no tiene, pues, naturaleza constitutiva, en cuyo caso no podría prescindirse de ella, sino que propiamente tiene la naturaleza de una autorización, y esta naturaleza no se ve alterada por la intervención del legislador (…). Por ello, la exigencia o no de una ley singular de reconocimiento de estas características (…) es una opción de política legislativa que no corresponde a este Tribunal enjuiciar salvo en aquello que pueda vulnerar las competencias autonómicas” (FJ 10).
Por lo pronto, el lector se queda perplejo cuando lee aquí que esta ley “no tiene naturaleza constitutiva” y en el art. 5.4 LOU (el texto legislativo que se está enjuiciando) lee que el reconocimiento de las Universidades privadas (que se realiza por ley del Estado o de la Comunidad Autónoma) “tendrá carácter constitutivo”. ¿Es esto un error desgraciado o una sutil advertencia del Tribunal de que solo interpretando que la ley de reconocimiento “no tiene naturaleza constitutiva” puede considerarse compatible con la Constitución que deba existir esa ley de reconocimiento? Si lo segundo fuera lo correcto, sería indispensable decirlo expresamente, porque, sin esa advertencia, el lector no sabe a qué atenerse. Y examínese, a continuación, esta endiablada frase: “la ley de reconocimiento no tiene, pues, naturaleza constitutiva, en cuyo caso no podría prescindirse de ella…”. Es que eso es exactamente lo que sucede en el régimen de la LOU: que no puede prescindirse de ella.
Al final del párrafo transcrito dice el Tribunal que la exigencia o no de una ley singular de reconocimiento es una “opción de política legislativa” que “no corresponde a este Tribunal enjuiciar” salvo en aquello que pueda vulnerar “las competencias autonómicas”. A mi juicio, es obvio que la exigencia de esa ley de reconocimiento es una opción de política legislativa que sí corresponde al Tribunal examinar, y no solo si el motivo es una alegada vulneración de competencias autonómicas, sino, antes que eso, desde la perspectiva de la compatibilidad de esa opción de política legislativa con un derecho fundamental, como es, en este caso, el derecho a crear centros docentes (art. 27.6 CE).
Pero vayamos ya a la cuestión de la ley de reconocimiento como una “autorización” que concede el legislador. Tampoco se sabe exactamente qué quiere decir el Tribunal con eso.
Primera posibilidad. Es difícil de aceptar que el Tribunal esté argumentando con la idea alemana de la “prohibición general con reserva de autorización”, el modelo, por ejemplo, del derecho a llevar armas en España: está prohibido llevar armas salvo que la prohibición se levante caso a caso por una autorización (en este caso, obviamente, administrativa) que atienda a la especial necesidad particular de seguridad personal. La LOU establecería una prohibición general de creación de Universidades privadas que puede levantarse por una autorización caso a caso que otorga la ley singular del Estado o de la Comunidad Autónoma. Está claro que el concepto de “prohibición general” es esencialmente incompatible con el de “derecho fundamental”. Esta línea argumentativa debe ser descartada.
Segunda posibilidad. La idea de la “autorización” que concede el legislador –segunda posibilidad teórica que se plantea- podría referirse a una autorización discrecional a la que se somete el ejercicio de un derecho fundamental. No puede descartarse, en el plano de la teoría, este segundo esquema explicativo. El ejercicio de algunas actividades económicas que se sitúan bajo la cobertura de la libertad de empresa (otro derecho fundamental: art. 38 CE) también se somete, a veces, a la previa obtención de una autorización discrecional, por alguna razón que, como es lógico, debe identificar la ley reguladora de esa actividad económica, para que la Administración (o el mismo Gobierno) pondere en el procedimiento administrativo la libertad de empresa con la seguridad o la salud públicas, o la protección del medio ambiente, etc., para conceder o no la autorización.
La Directiva de Servicios, por ejemplo, nos ha acostumbrado a pensar en estos términos: el control ex ante (la exigencia de autorización previa, que no está excluido que se conceda con algún grado de discrecionalidad) de una actividad económica (art. 38 CE) puede estar justificado si existe una razón seria (la seguridad o la salud públicas, la protección del medio ambiente…) que justifique ese control conforme a las exigencias del principio de proporcionalidad: adecuación, necesidad y ponderación.
Este esquema salta literalmente por los aires en nuestro caso de sometimiento del ejercicio del derecho fundamental a crear centros docentes (art. 27.6 CE) a una autorización (discrecional) legislativa singular. Por lo pronto, la LOU no identifica mínimamente a qué bien colectivo sirve el establecimiento de esa autorización legislativa, o, lo que es lo mismo, con qué bien público va a ponderarse por el legislador el derecho fundamental afectado. La referencia a la “programación general de la enseñanza universitaria” (art. 4.5 LOU) no cumple esa función, desde luego, por su casi completa falta de definición, por una parte; y, por otra, porque los criterios de esa programación son, en realidad, el objeto del informe de la Conferencia General de Política Universitaria que ha de preceder a la ley de reconocimiento de la Universidad privada.
Pero es que el análisis conforme al principio de proporcionalidad es ya definitivo y concluyente: una autorización discrecional que se otorga por ley constituye una intervención en el derecho fundamental por completo inadecuada, innecesaria y desproporcionada. El control de que se cumplen los requisitos establecidos (es posible que con algún margen de discrecionalidad) por el ordenamiento (en concreto, por un reglamento del Gobierno de la Nación, art. 4.3 LOU) para el ejercicio del derecho fundamental se lleva a cabo mucho mejor por autorización administrativa que por una decisión esencialmente política del legislador, que no requiere –en sentido estricto- de una motivación y que, además, no puede ser impugnada por el titular del derecho fundamental, lo que plantea otro problema muy grave desde la perspectiva del derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE) (véase, por ejemplo, la concesión del estatuto de «hospital universitario»)
La posterior STC 131/2013, de 5 de junio, FJ 10, declaró que la exigencia de una ley de reconocimiento
“sirve para garantizar la calidad de la docencia e investigación y, en general, del conjunto del sistema universitario, así como para asegurar que las Universidades disponen de los medios y recursos adecuados para el cumplimiento de (sus) funciones”.
Eso no es, en absoluto, lo que establece la LOU. Lo que dispone el art. 4.3 LOU, con las mismas palabras que cita el Tribunal, es que “para garantizar la calidad de la docencia e investigación y, en general, del conjunto del sistema universitario” el Gobierno aprobará un reglamento fijando los requisitos para la creación y reconocimiento de Universidades, entre otros, “los medios y recursos adecuados” para el cumplimiento de sus funciones. A mí me parece obvio que para controlar que la iniciativa de una persona física o jurídica que pretende crear una Universidad privada cumple con los requisitos regulados en ese reglamento del Gobierno es mucho más idónea la constatación de ese cumplimiento en un expediente administrativo autorizatorio que la decisión (necesariamente) política de un legislador. Y no hace falta argumentar mucho para caer en la cuenta de que la autorización administrativa permite constatar ese cumplimiento más eficazmente y con una limitación mucho menos intensa en el derecho fundamental que la ley de reconocimiento. Si se tiene en cuenta que el cumplimiento de los requisitos establecidos en el mencionado reglamento del Gobierno es objeto de control por la posterior autorización del “comienzo de actividades” por “el órgano competente de la Comunidad Autónoma” (art. 4.4 LOU), el carácter redundante e innecesario (en el sentido de la segunda exigencia del principio de proporcionalidad) del control legislativo a mí me parece evidente.
Está justificado, en mi opinión, que la LOU parta de la idea regulativa de que el correcto funcionamiento de las Universidades privadas no se va a llevar a cabo solo conforme a las reglas del mercado, sino que exige el control público de que estas cumplen ex ante y ex post con los requisitos del Real Decreto 420/2015, de 29 de mayo, de creación, reconocimiento, autorización y acreditación de Universidades y centros universitarios, sobre profesorado, estándares de la actividad docente e investigadora, instalaciones (aulas, bibliotecas, etc.), garantías financieras y compromisos de mantener las enseñanzas de forma que puedan terminarlas los estudiantes que las han empezado, etc. Pero esa idea regulativa no se puede llevar a la práctica con la previsión de un control (necesariamente político) por el legislador, sino aplicando con seriedad las medidas, más eficaces, de control administrativo. De ahí el título elegido para esta entrada: “menos control político y más control administrativo”-
Tercera posibilidad. A mi juicio, la peor de las hipótesis teóricas sobre lo que quiere decir el Tribunal Constitucional con el término “autorización” es esa en la que posiblemente está pensando el Tribunal, sin decirlo expresamente: que la ley de reconocimiento de la Universidad debe ser, en realidad, materialmente, una “autorización reglada” aunque la otorgue el legislador. Esta tesis no hay manera de articularla en un régimen de democracia parlamentaria y separación de poderes como el español. Una ley orgánica del Estado (la LOU) no puede convertir un Parlamento autonómico (ni sus propias Cortes Generales) en un órgano administrativo que (¡aplicando criterios establecidos en un Real Decreto del Gobierno!) otorga una autorización que se considera vinculada a precisos preceptos reglamentarios. Una ley orgánica del Estado no puede modificar (ni siquiera para casos singulares) el carácter de “decisor político” que tiene el órgano primario de representación democrática. Los parlamentarios votan “lo que quieren” conforme a sus criterios políticos. Es seguramente incompatible con el art. 23.1 CE, que –entre otras cosas- garantiza la libertad de decisión conforme a criterios políticos de los representantes de los ciudadanos, pretender que los parlamentarios se sometan, para emitir su voto relativo al proyecto de ley de reconocimiento de una Universidad privada, a los criterios técnicos que establece el RD 420/2015. El legislador aplicando criterios fijados por un reglamento del Gobierno es el mundo al revés. Me imagino a un funcionario al servicio de la Asamblea autonómica repartiendo entre los Diputados el texto del citado RD 420/2015 y advirtiéndoles: “mañana no voten ustedes conforme a sus criterios políticos; interioricen los preceptos reglamentarios y decidan como funcionarios”.
Si se quiere mantener la exigencia de la ley de reconocimiento de las Universidades privadas, desde el punto de vista de la interpretación constitucional, a mi juicio, es más fácil sostener que el art. 27.6 CE se refiere a la libertad de creación de centros escolares y que no existe como tal derecho fundamental el de crear otros centros distintos, que no son (solo) centros docentes, como son las Universidades. Parece que esa es la interpretación dominante, por ejemplo, del precepto paralelo al art. 27.6 CE en la Constitución alemana: art. 7.4 de la Grundgesetz (BVerfGE 37, 314/320). El problema es que, como ya se ha dicho, el propio art. 5.1 LOU establece que la creación de Universidades privadas es una manifestación del derecho fundamental que el art. 27.6 CE reconoce a las personas físicas o jurídicas a crear centros docentes.
Para quien comparta la opinión de que la ley de reconocimiento de las Universidades privadas es un requisito no compatible con el derecho fundamental a la creación de centros docentes (art. 27.6 CE), seguramente la lectura de la (ya citada) STC 131/2013, de 5 de junio, será también desconcertante. La opinión de la mayoría (FJ 10) y las opiniones discrepantes (5 votos particulares tiene la decisión) centran el debate en la cuestión de si existe, desde la perspectiva del derecho a la igualdad (art. 14 CE), alguna justificación objetiva, razonable y proporcionada a la regla de la LOU que dispensa a las Universidades de la Iglesia Católica del requisito del reconocimiento por ley singular. Ni siquiera se desliza la idea de que el problema pudiera estar en la compatibilidad con la Constitución de ese requisito, establecido con carácter general y del que se dispensa a las Universidades de la Iglesia. La opinión mayoritaria acierta a ver algo que podría haber sido el punto de partida de una reflexión en la línea de lo que yo considero acertado, en concreto, se dice (FJ 10):
“conviene tener presente que la exigencia de una ley de reconocimiento no es, ni mucho menos, una cuestión baladí…”.
¡Y tanto que no lo es! Pero ninguna conclusión relevante en cuanto a la defensa del derecho fundamental se extrae de la constatación de que someterlo a una previa ley de reconocimiento no es una bagatela. La dispensa se declara incompatible con el art. 14 CE. Y el resultado es –desde mi punto de vista- muy insatisfactorio: la imposición de la igualdad en la inconstitucionalidad, la igualación por abajo…
Universidad de Heidelberg. La foto es del Bundesarchiv,