Por Juan Antonio García Amado

La sentencia del Pleno del Tribunal Constitucional de 25 de junio de 2015, sobre la posible objeción de conciencia de los farmacéuticos como razón constitucionalmente legítima para la negativa a tener en su farmacia existencias de la llamada píldora del día siguiente y de preservativos es, en mi opinión, una sentencia catastrófica. Muy buenas razones para este juicio ya han sido expuestas por Jesús Alfaro aquí mismo, y a ellas me remito. Contundentes me parecen también los argumentos de la magistrada Adela Asua, en su voto particular a dicha sentencia. A esas críticas me sumo y poco podría añadir a ellas. Y, más allá de discrepancias de fondo con la decisión, no me parece de recibo que resulte tan contradictoria, endeble y elemental la argumentación en una sentencia del Tribunal Constitucional.

Mis consideraciones aquí tratarán de tener un alcance más general, aunque sea tomando pie en este concreto asunto y en esta sentencia que lo resuelve. Nos hallamos ante un tema con una fortísima carga ideológica y en el que es enorme el riesgo de que la lucha entre concepciones morales y políticas muy distantes puedan convertir la aplicación del derecho en un campo de batalla en el que las buenas razones jurídicas sucumban ante el ansia de unos y otros por imponer sus personales creencias a cualquier precio y cueste lo que cueste en términos de calidad y coherencia del sistema jurídico.

Por lo que pueda importar para la valoración de mis modestas tesis, me apresuro a declarar algunos elementos de mi ideología: no profeso religión ninguna, no soy contrario a la regulación del aborto voluntario y creo que las libertades individuales deben estar protegidas en la medida más alta que sea compatible con la igual dignidad básica de los ciudadanos y con el aseguramiento de la igualdad de oportunidades, componente ineludible del Estado social.

Las ponderaciones las carga el diablo

Por muy buena intención que pongamos todos al aplicar los tests de idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto, no tenemos una vara de medir común y mínimamente objetiva, y menos para los casos difíciles que se plantean como conflictos de derechos fundamentales o de principios. No hay ponderómetro. En cuestiones relacionadas con el aborto o los llamados derechos reproductivos esto es absolutamente patente. ¿Acaso no sabemos por anticipado lo que va a resultar de la ponderación de tales o cuales magistrados? La ponderación en el caso concreto y a la luz de las circunstancias del caso concreto nos aboca a un caótico casuismo y hasta nos puede acercar a un cierto ridículo, como cuando, en la mentada sentencia, se consideran cosas tales como que la farmacia en cuestión estaba situada en el centro de Sevilla y en los alrededores había otras en las que se podía adquirir la píldora en cuestión, y hasta supermercados o tiendas donde cabía comprar preservativos. ¿Acaso tiene mucho sentido que se resuelva aquí y por tales motivos en favor del derecho del farmacéutico a la objeción de conciencia y que se decida lo contrario en otro caso en que se trate de la única farmacia de una pequeña localidad o de una que no esté cercana a otras? ¿Es así y con tales parámetros y ponderaciones como podemos y debemos configurar el derecho a la objeción de conciencia o perfilar la extensión de cualquier derecho fundamental? ¿Podemos suponer que los magistrados que en esta ocasión ponderaron y tomaron en cuenta esa particular circunstancia geográfica habrían resuelto en contra del farmacéutico si la farmacia hubiera estado en el extrarradio de la ciudad o fuera la única en diez kilómetros a la redonda?

La universalización

Un mínimo requisito de racionalidad en estos ámbitos valorativos es el de la universalización. Universalizamos cuando lo que mantenemos para un caso estamos dispuestos a sostenerlo igualmente para otros casos iguales y, especialmente, para casos sustancialmente parecidos, no diferentes en nada esencialmente relevante. Cuando decidimos aplicando en nuestro razonamiento reglas generales, estamos en las antípodas del puro casuismo. La universalización es lo opuesto a la ley del embudo.

Una vez sentado el derecho a la objeción de conciencia del farmacéutico que, por sus convicciones morales personales (incluso claramente erróneas en su fundamento, según el dictamen de la ciencia), no quiere tener en su farmacia o dispensar la llamada píldora del día siguiente, tocaría preguntarse si el mismo derecho se lo reconoceríamos al que se negara a servir medicamentos que contuvieran penicilina, si es que profesa una religión que sienta el dogma de que la penicilina es una sustancia diabólica y a través de la que las fuerzas del mal se apoderan del alma de los humanos. Cosas más raras se han visto. O, si no queremos dar tanto vuelo a la fantasía, pensemos en el cocinero de algún comedor público que se negara a preparar platos que tuvieran carne de cerdo. ¿O tal vez ponderaríamos tomando en consideración detalles como el de si los comensales disponían cerca de otro comedor en el que sí se sirvieran platos con todo tipo de carnes?

Contra ese principio de universalización, componente mínimo de cualquier pretensión de racionalidad, se puede atentar por dos vías: no aplicando el mismo patrón de decisión favorable a casos sustancialmente iguales y no aplicando el mismo patrón de decisión desfavorable a casos sustancialmente iguales.

Me explico un poco mejor. Quienes piensan que hay base constitucional para hacer valer el derecho del farmacéutico a la objeción de conciencia deberían ser consecuentes y reconocer el mismo derecho a otros en otras muchas situaciones bien similares. Pero los que opinan (opinamos) que no es acertada esa ampliación jurisprudencial del derecho de objeción de conciencia hemos de emplear igual vara de medir en otras tesituras parecidas y donde tal vez nuestra ideología nos vuelve más cercanos o simpáticos a los protagonistas. Si la tesis general es que, fuera del caso excepcional de la objeción al servicio militar, expresamente recogida en la Constitución, no cabe objeción de conciencia sin respaldo en norma legal, sin interpositio legislatoris, santo y bueno y muy de acuerdo; pero, entonces, no hay derecho a la objeción de conciencia en ningún caso que el legislador no haya sancionado. Y punto. Lo que no tiene muy buena presentación es eso tan habitual de ir con los de la feria y volver con los del mercado, el cambio de teoría en función de quiénes sean los implicados y la aplicación de burdos esquemas de amigo y enemigo.

Creo que muchos discrepamos de la referida sentencia del Tribunal Constitucional porque, en efecto, opinamos que un derecho como el de objeción de conciencia no es viable, en nuestro presente Estado constitucional, sin regulación legislativa, sin reconocimiento en una ley con todas las de la ley, si se me permite la expresión. O eso, o el casuismo desorbitado y el caos. Pero, entonces, habremos de estar a las duras y a las maduras. O sea, nada de negarle el derecho al farmacéutico porque no tiene ley que lo ampare y de, a la vez, firmar manifiestos a favor del que por razones políticas de cualquier tipo desobedece abiertamente la ley democrática y hasta se niega a aplicar las sentencias desfavorables. Ese tampoco será objetor, aunque quien quiera lo admire como desobediente o lo exalte como rebelde. Ya está bien de invocar la ley para el enemigo y los principios más enigmáticos, oscuros y reaccionarios para justificar al amigo que se pasa el sistema jurídico entero por salva sea la parte, al menos en lo que no le conviene. Porque mal vamos si esto de la objeción de conciencia deja de ser un problema jurídico tremendo y técnicamente bien complejo y se convierte en una disputa entre católicos y no católicos, por ejemplo, o entre conservadores y progresistas o entre tirios y troyanos.

La regulación legal de la objeción de conciencia

Ciertamente, si el legislador calla, casos como el que nos ocupa deberán resolverlos los tribunales. Y algunos, repito, parece que pensamos que tendrían los tribunales que resolver contra la pretensión de tal derecho cuando una ley no lo acoge. Es así con este derecho, por razones bien evidentes que no voy a glosar aquí por extenso; con otros derechos es diferente, por supuesto. No estoy cuestionando la eficacia directa de la Constitución para la protección de muchos derechos fundamentales.

En el tema específico de la objeción de conciencia, creo que el legislador debería ser mucho más activo. En primer lugar, porque tarea legítima del legislador es la de solucionar muchos conflictos de derechos y de principios constitucionales. Para eso está y para eso ha de servirle su legitimidad democrática. En segundo lugar, porque conviene, en la limitada medida de lo posible, descargar a los jueces del peso de ciertas decisiones que afectan al juego y alcance general de muchos derechos básicos de los ciudadanos. En tercer lugar, porque el carácter general de las normas legales, aun con sus siempre presentes problemas interpretativos, nos libra de la incertidumbre del casuismo jurisprudencial. Ya vemos, en esta misma sentencia, de qué poco le sirve al mismísimo Tribunal Constitucional su propia jurisprudencia precedente y con qué alegría se salta cualquier barrera, so pretexto de que ponderó de nuevo y esta vez salió cruz.

Estoy a favor de un reconocimiento legal generoso del derecho a la objeción de conciencia. Por ejemplo, no me escandalizaría lo más mínimo que una ley reconociera este derecho a los farmacéuticos. Obviamente, frente a ese derecho individual están tanto el interés general como los derechos individuales de otros sujetos. Es el interés general el que probablemente hace inviable la objeción de conciencia al pago de impuestos. Son los derechos de los demás los que habría que proteger frente al riesgo de que, pongamos por caso, todos los farmacéuticos de una ciudad fueran objetores y se negaran a vender anticonceptivos o antibióticos. Pero esas son las ponderaciones que competen al legislador. El legislador puede poner todo tipo de condiciones prácticas para el ejercicio del derecho. Lo hizo el constituyente cuando a la objeción al servicio militar unió la exigencia de prestación social sustitutoria. Creo que, por mencionar solo un detalle, se podría defender la constitucionalidad de una ley que reconociera a los dueños de farmacias el derecho a la objeción de conciencia y que, al mismo tiempo, dispusiera que no pueden esas farmacias ser farmacias de guardia. El que algo quiere, algo le cuesta y a eso estamos acostumbrados. Al fin y al cabo, si usted, por razones que ni siquiera son morales o de estricta conciencia, quiere comprar un coche más potente y que contamina más, debe pagar un impuesto más alto y no invocamos discriminación por esa causa.