Por Gonzalo Quintero Olivares

 

Se dice últimamente que, a veces, los tribunales en lugar de juzgar hechos juzgan épocas. Esa es una idea grávida de transcendencia política y constitucional, cuya invocación no parece importante a quienes la hacen, y el caso es que ha ingresado en el circuito de las frases que aparecen reiteradamente en los más diversos foros, desde las tertulias a los análisis pretendidamente profundos. Pero queda en la penumbra la aclaración de cuándo se ha juzgado un hecho y cuándo una época.

Desde otro planteamiento se dice que hechos y contexto no pueden disociarse, lo cual es cierto, y por lo mismo es comúnmente aceptado que constituye un grave error juzgar el pasado con la mentalidad del presente. Pero hay otra manera de referirse al contexto y surge cuando se dice que una norma puede existir, pero no se debería aplicar si las circunstancias hacen inoportuna esa aplicación. Eso se ha dicho, por ejemplo, de la calificación de desobediencia asignada a la negativa de Torra a retirar una pancarta, tal como le había ordenado la Junta Electoral Central, lo cual ha dado lugar a la condena a inhabilitación dictada por el Tribunal Superior de Justicia (TSJ) de Cataluña y confirmada por el Tribunal Supremo (TS).

Otra sentencia, esta vez absolutoria,  que ha provocado un alud de reacciones es la del caso Bankia. En relación con esta, se ha dicho que lo que se juzgaba en realidad no eran hechos puntuales y concretos, sino una “época”, y, claro está, si un proceso penal se desarrolla bajo esa premisa tiene que chocar antes o después con la realidad, y en ella solo puede contar, como es lógico, el hecho objetivo.

Es evidente que el caso Torra y el caso Bankia no tienen parecido alguno, salvo en un punto tan importante como preocupante: son dos procesos penales que, en opinión de muchos, eran improcedentes, lo que equivale a decir que nunca debieron emprenderse, tesis que otros rechazan.

 

El caso Bankia como el juicio a una época

 

Si los observamos por separado fijando, en primer lugar, la atención en Bankia, tenemos la censura consistente en que el proceso penal abierto en base a que esa entidad salió a Bolsa  sin que su situación económica real fuera debidamente conocida, fue en el fondo un proceso a una época de la vida económica española, que se extiende desde 2009 – en que fue preciso rescatar a la Caja Castilla-La Mancha, a lo que seguirían las gravísimas crisis de Catalunya Caixa, el Banco de Valencia, Cajasur, Caja del Mediterráneo  y algunas Cajas más– hasta 2012, en que la “triunfadora” Bankia se puso al borde de la quiebra. Fue preciso allegar cuantiosos recursos públicos para evitar la catástrofe que acabaron alcanzando la cifra de casi 22.500 millones de euros.

No hay duda de que el cataclismo financiero de aquellos años ha marcado un hito histórico. Salvo media docena de entidades y algunas cajas muy pequeñas, las demás, y, con ellas, algunos bancos, sucumbieron. Eso es una realidad indiscutible. Pero por mucho que así sea, no puede olvidarse que, en algunos casos, fueron al banquillo directivos de Cajas que se habían asignado a sí mismos indemnizaciones millonarias cuando las entidades que administraban ya aproaban el desastre.

Por lo tanto, no es admisible el argumento  de que todo lo que pasó en aquellos años era consecuencia de un error general de planteamiento de la función de las entidades de ahorro, de tanta tradición e implantación en España, que comenzaba por el excesivo número de las mismas y porque se habían metido, muchas Cajas, en camisas de once varas, y por lo tanto está fuera de lugar la entrada del derecho penal en algo que fue parecido a una epidemia financiera. Ese rechazo, sin más, a la ley penal no es de recibo, especialmente si se atiende a las penas que se imponen por delitos económicos-patrimoniales de entidad material mucho menor.

No puede menos que sorprender que se haya admitido, como cosa sabida,  que las cuentas de las entidades financieras, por aquellos años, nunca reflejaban la realidad, y que eso era algo así como la veracidad de las virtudes de los productos que ofrecen los mercachifles y trujamanes ambulantes. El problema es que los platos rotos han corrido a cargo del Banco de España. Y, así las cosas, llegamos al punto jurídicamente más grave: la tesis, que planea sobre la absolución acordada en la sentencia de acuerdo con la cual, la aprobación del organismo de control, sea el Banco de España o la Comisión Nacional del Mercado de Valores, opera como una especie de excusa absolutoria, que permite descartar toda clase de responsabilidades, tanto las de los que autorizaron sin cerciorarse de lo que hacían como las de los que consiguieron esas autorizaciones con las habilidades que no viene al caso revisar, pues lo que está fuera de duda es que no debió pasar lo que pasó. Como se ha señalado agudamente, resulta, a la postre, que la operación Bankia fue un fraude, pero sin defraudadores.

 Frente a esa obviedad se aduce, como dije antes, la pseudo-justificación de que eran cosas propias de una época, y las épocas no se juzgan, o, si se prefiere, se desliza una especie de analogía entre la significación que unos hechos tienen en períodos de guerra y la que tienen cuando se restablece la paz: el contexto cambia radicalmente la significación, y, por lo tanto, no es posible juzgar lo que sucedió en una época de desmadre financiero con lo que corresponde a momentos de mayor seriedad.

El problema es que el derecho penal que regía entonces y ahora es, en esencia, el mismo, y la comprensión o tolerancia con lo que sucedía en aquellos tiempos, “otra época”, no deja de asombrar al espectador neutro. Es verdad que las leyes, como dispone el art. 3.1 del Código Civil, se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas, y mucho se ha escrito sobre esa fundamental declaración. Pero cuesta aceptar que por ese camino se pueda llegar a la conclusión de que nadie ha de responder por el hecho de que miles de millones de euros se hayan ido por el sumidero, porque son “cosas de aquellos tiempos” que el derecho penal no puede pretender controlar.

No puede extrañar que muchos ciudadanos hayan sentido, como mínimo, una gran perplejidad ante la sentencia de Bankia, y no se trata de deseos tribales de presenciar castigos públicos y ejemplares, sino de simple comparación con las respuestas penales que reciben otros hechos. Y, como es lógico, el “argumento” de que no puede juzgarse una época, se supone que “excepcional”, con criterios de “normalidad”, cuesta de digerir, especialmente cuando ese ciudadano sabe lo que le puede costar, por ejemplo, una desviación en el cumplimiento de sus obligaciones tributarias. Si se eleva a criterio de argumentación jurídica las características de una cierta época ( la antes reseñada)  de la vida de España habrá que llegar también a dejar fuera de valoración jurídica los muchos abusos de todo tipo (hipotecario, contractual) producidos en los años del “boom” del ladrillo.

El problema será para los pobres profesores de Derecho, que tendrán que explicar a sus jóvenes alumnos una nueva manera de entender cuáles son los modos y fuentes de la interpretación de las leyes. Inevitablemente tendrán que asumir que, con otras denominaciones, estamos regresando a una especie de nuevo uso alternativo del derecho, movimiento hoy olvidado, que en su momento supuso una llamada al compromiso dirigida a animar a los juristas a que dejaran las rutinas y se lanzaran a la construcción de una ciencia comprometida con el progreso del ser humano y útil a las necesidades de la sociedad. El problema fue entonces lo que aquello podía suponer para el garantismo penal, y lo mismo se podría decir ahora si se imponen ideas como la del “modo de hacer” de una época frente a la interpretación ordinaria, con toda su riqueza, de la ley.

 

El caso Torra y la vigencia de la ley

 

Cambiemos de tema, y pasemos a la Sentencia del Tribunal Supremo que confirmó la inhabilitación del Sr. Torra. Las críticas a dicha sentencia se espigan en cuatro direcciones, una, que tiene calado constitucional es que la Junta Electoral Central (JEC) no se incluye en la jerarquía ordinaria y, además, no debería considerarse un órgano superior a la Presidencia de una Comunidad Autónoma al ser su titular el máximo representante ordinario del Estado en ese territorio, por lo que no debiera poder darle órdenes. La otra sostiene que se trata de un hecho incardinable en la libertad de expresión. La tercera apunta a que la pena es desproporcionada en atención a la entidad del hecho, y, por último, se dice que, considerando el clima de alta tensión que reina en Cataluña, la imposición de una pena que conlleva la destitución del Presidente de la CA es muy inoportuna. Es fácil ver que cada uno de esos argumentos es totalmente independiente de los otros.

La efectividad de la inhabilitación del Sr. Torra era el fin de una crónica de una muerte anunciada. Se produjo, como era de esperar, y, como también era de esperar, fue acompañada de una modesta concentración ante el Palau de la Generalitat y unos valerosos incendios de contenedores a cargo de los CDR como cuerpo de acción del independentismo. Lo más destacable, a la vez que lo más oculto, es la manera en que se ha presentado la cuestión de fondo por el propio Torra y los habituales atlantes y cariátides del independentismo: ha sido expulsado del cargo por haber colocado una pancarta reclamando la libertad de los presos, y, como quiera que esa pancarta es una manifestación de la libertad de expresión, derecho reconocido en la Constitución española y en las diferentes Cartas europeas, a la larga se declarará injusta la decisión del Tribunal Supremo confirmando la previa del TSJ de Cataluña.

El pequeño problema es que eso es falso. El TS no ha dicho, ni lo hizo tampoco el TSJ, que esa pancarta o cualquiera otra parecida no cupiera en la libertad de expresión, sino algo bien diferente: que durante la campaña electoral las autoridades han de observar una conducta neutra sin realizar propaganda en la línea de una u otra de las formaciones concurrentes. Esa fue la razón de que la Junta Electoral Central ordenara la retirada de pancartas, y ahí comenzó todo, pues Torra, tal vez mal asesorado o deseoso de protagonizar algún episodio épico de bajo coste, declaró que no reconocía la autoridad de la Junta Electoral, en la que frecuentemente han estado representados también los partidos nacionalistas como el suyo, CDC. Decir que el cese deriva de que en España no hay libertad de expresión, como “reconocerá Europa”, es simplemente una falacia, como lo sería decir que en España está prohibido beber vino porque a uno lo han castigado por conducir borracho, o que está prohibido prender fuego porque alguien fue detenido quemando un contenedor, acción que, además, es presentada como libertad de expresión en la subforma de protesta ígneo-plástica.

Negar la autoridad de la JEC, que actúa en el seno del Congreso de Diputados, conduce por fuerza a una conclusión: que durante los períodos electorales la JEC solo puede dar algunas órdenes, pero no a cualquiera ni sobre cualquier tema, lo cual dejaría abierto un espacio “desregulado”, coda difícil de admitir. Por demás, no es la primera vez que la JEC dicta prohibiciones, en algún caso de gran repercusión, como cuando prohibió la celebración de manifestaciones durante la jornada de reflexión, con ocasión de las elecciones Locales y Autonómicas del 22 de mayo de 2011. Cuestión distinta es que alguien, con toda legitimidad, quiera promover un cambio de la Ley de Régimen Electoral, pero ese es otro tema.

A renglón seguido, los que reconocen que el problema fue la desobediencia, sugieren que la pena de inhabilitación resultaba desproporcionada en relación con la “entidad de la desobediencia” que solo fue negarse a retirar una pancarta, y, vista así la cuestión la inhabilitación por no retirar la mencionada pancarta, resulta excesiva, especialmente si se tiene en cuenta la tensión ambiental que hay en Cataluña. Llegados a este punto es cuando,  tácitamente, se exige algo así como, de nuevo,  un uso “alternativo” del derecho cuando se trate de problemas catalanes, y tanto da si se trata de desobedecer a la Junta Electoral, al Tribunal Supremo o al Tribunal Constitucional: todo ha de ser valorado de manera diferente, y sin dejarse dominar por lo que diga la Ley.

El problema es mucho más grave de lo que parece, pues a la postre se cuestiona la vigencia de la Ley, y no que ésta sea acertada o sus sanciones proporcionadas.

Dicho lo anterior, no puede negarse que, políticamente, el “cese” del Presidente de una Comunidad Autónoma, es de una enorme gravedad, y eso no se difumina ni por la particular personalidad de Torra, un activista declarado vicario en la Tierra de Puigdemont y, por demás, un personaje especialmente inadecuado para dirigir la acción política en estos difíciles y convulsos tiempos, ni tampoco diciendo que dura lex sed lex.

Eso nos llevaría a otro debate, sin duda necesario, pero, entre tanto, quizá sería bueno dejar de hablar de “politización de la justicia”, como tanto gusta decir a unos y a otros, y pensar un poco en la judicialización de la política, pues no son los jueces y fiscales los que salen a la búsqueda de asuntos.


Foto: Miguel Rodrigo Moralejo