Por Juan Antonio Lascuraín

 

La violencia de género es una violencia de hombres hacia mujeres. Es más cosas, como veremos, pero parte de su gravedad se sustenta en que el autor es un varón y la víctima una mujer. De ahí que a la hora de tipificarla, de describir los delitos de violencia de género, una de las dos grandes dudas del legislador penal fue la de si recurría a una agravación genérica por “razones de género”, como la que hoy también existe en el artículo 22.4º CP y que tienen otros ordenamientos penales, o, como finalmente hizo, si utilizaba la técnica legislativa de tipo doblemente especial en cuanto a los sujetos: de sujeto activo varón y sujeto pasivo mujer.

Naturalmente esta segunda opción era mucho más intuitiva, precisa y llamativa, en el sentido más noble del adjetivo de capaz de desplegar adecuadamente una función preventiva (Apellfunktion). Pero también era una solución más arriesgada desde la perspectiva constitucional, del principio de igualdad y, más en concreto, desde la perspectiva de la prohibición de discriminación por razón de sexo. ¿No estaremos incurriendo en una especie de acción positiva vedada para el Derecho Penal? ¿Cambia acaso el desvalor de una bofetada o de una amenaza por el sexo de la mano o de los labios? ¿Cambia siempre que el autor sea un varón y la víctima su pareja o quien fue su pareja?

Ninguno de los cuatro artículos que tipificaron delitos de violencia de género y que se incorporaron al Código Penal en el año 2004 fueron objeto de recurso de inconstitucionalidad, pero sí de decenas de cuestiones de inconstitucionalidad interpuestas por jueces, magistradas y magistrados de lo penal. La duda de constitucionalidad era pues una duda seria, o al menos ubicua entre los operadores jurídicos.

Por cierto, que esos cuatro delitos específicamente de género eran los malos tratos, las lesiones, las amenazas leves y las coacciones leves. Esta selección – ¿qué agresiones?; ¿qué delitos tipificamos expresamente como delitos de género? – era la segunda gran duda legislativa a la que me refería y en la que no voy a entrar por no despistarme de la respuesta a la pregunta a la que quiero responder: ¿es posible, es constitucional, prevenir penalmente la violencia de género con tipos que diferencian sujeto activo y sujeto pasivo por su sexo? Y más en concreto, ¿es constitucional la redacción española al respecto?

Esta redacción es una silla de tres patas y no de cuatro: sujeto activo varón, sujeto pasivo mujer, y relación presente o pretérita de pareja. No se contempla – no al menos expresamente – un cuarto elemento relativo a un contexto de dominación o a la intención de instaurarlo.

 

El desvalor de la desigualdad

Naturalmente que para confrontar nuestros actuales tipos de violencia de género, u otros hipotéticos, con el principio constitucional de igualdad lo primero que tenemos que hacer es afilar nuestra vara de medir, ajustar nuestro «legitimómetro»: releer el artículo 14 CE y repasar cómo lo ha interpretado el Tribunal Constitucional. Todavía antes y para la mejor comprensión de la jurisprudencia constitucional no está de más una reflexión previa sobre el desvalor de la desigualdad.

¿Qué es lo que nos fastidia de ser diferenciados? Más técnico: ¿en qué consiste el desvalor de la desigualdad, de las acciones desigualatorias o discriminatorias?

Expresado en términos familiares para los penalistas, siempre he pensado que es un desvalor mucho más de acción que de resultado. Y cuando pienso en ello, recuerdo siempre una anécdota de hace bastantes años, cuando mis hijas eran pequeñas, y me vi envuelto en un rol habitual de padres y madres, que es el de árbitro en una de sus pugnas. En este caso, discutían por ver cuál de las dos se quedaba con un chupachups, que para mi desgracia era único – no había otro en casa – e indivisible – indivisible sin perder su gracia –. Les propuse que lo sorteáramos. Beatriz, mi hija mayor, me miró con desesperación diciéndome: “¡Para ninguna, papá!, ¡para ninguna!”.

La desigualdad nos duele. En lenguaje coloquial diríamos que nos duele en el alma. En lenguaje jurídico decimos que daña eso tan esencial como inconcreto que llamamos “dignidad. Tan inconcreto por, quizás, ambicioso. Dice Jiménez Campo que “la dignidad es palabra tan excesiva que sólo el silencio estaría a su altura”. No pretendo desde luego definir ahora la dignidad humana. Pero tampoco voy a callarme y dejar esta reflexión a medias. Baste con apuntar la intuición de que el daño a la dignidad que supone el trato desigual puede ser mayor, principal, que el daño mismo que supone la privación del bien con el que nos desiguala. El daño menor es quedarse sin chupachups; el daño mayor es que lo tenga mi igual: el sentirme desigualmente tratado. Citando a Tugendhat, el daño radica en que como persona se me conceda un valor distinto y menor.

Es más: valga también el ejemplo del chupachups para constatar que el daño a la igualdad es independiente de la concurrencia de otro daño; es independiente de la privación de un derecho para el desigualado, como por cierto muestra el artículo 314 del Código Penal (tratamiento desigualitario de trabajadores).

Si lo esencial del daño a la igualdad es la diferenciación irrazonable entre personas, la medida de ese daño va a depender de las razones – de las sinrazones – de esa diferenciación y de la medida de esa diferenciación, en el entendido de que aquí no importa tanto la materialidad de la privación, como acabo de apuntar, como lo que aporta de sentido a la minuspersonalización. Vuelvo al chupachups: mucho mejor que la razón sea el azar a que sea la edad – te quedas sin él porque eres la mayor – y mucho peor sería que fuera el sexo, la raza o la causa de la filiación. Peor aún sería que fuera el sexo femenino, el origen africano o la filiación extramatrimonial. Y en ese daño se ahondaría si no se tratara de un chupachups, sino un viaje a Disneylandia.

Así es como ha leído el Tribunal Constitucional nuestro artículo 14 CE, con la coma inicial con espíritu de punto y aparte. De un modo consolidado y creo que alabado por la doctrina constitucionalista, ha entendido que este artículo (“Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”) distingue entre factores de diferenciación especialmente hirientes – “odiosos” llega a decir el Constitucional -y por ello difícilmente tolerables, que son los que expresamente menciona y los a ellos asimilables (“nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquiera otra condición o circunstancia personal o social”), y el resto de factores de diferenciación. Y ha llevado esta frontera entre factores de diferenciación hasta el punto de hablar de dos derechos distintos – o a dos contenidos del derecho a la igualdad -, que, con dudosa fortuna semántica, denomina como el genérico derecho a la igualdad y el más exigente derecho a no ser discriminado.

En relación con esta jurisprudencia quisiera aún reflejar dos datos más. Que para la “odiosidad” del factor es importante el arraigo histórico del factor de discriminación: su tradición cultural en la segregación de ciudadanos. Y que estos factores son bidireccionales, pero no operan con la misma intensidad en las dos direcciones. Es peor una discriminación normativa o aplicativa por ser mujer que por ser varón, por ser negro que por ser blanco, por ser homosexual que por ser heterosexual. No quiero dispersarme, que en algún momento tendré que hablar de Derecho Penal, pero, como luego subrayaré, parecería sensato que el Tribunal Constitucional diera un paso más y señalara que la discriminación de dirección suave es una mera desigualación.

 

Desigualaciones razonables

Si leemos sin más el artículo 14 CE llegamos a la conclusión de que el legislador no puede diferenciar entre sujetos. No puede desigualar y mucho menos discriminar. Y en este punto puede que estén pensando en que les hago la pregunta de Groucho Marx en Sopa de Ganso: “¿A quién va a creer usted? ¿A mí o a lo que ven sus propios ojos?”. Porque basta un vistazo al BOE para dar la razón a Rubio Llorente cuando afirma que en realidad legislar es diferenciar. Unos pagan más impuestos que otros; se subvenciona unas actividades empresariales y no otras; se pena más la malversación de funcionarios que la administración desleal de particulares.

La razón estriba en el sometimiento del principio formal de igualdad al principio sustancial de igualdad. El legislador desiguala, frente al 14 CE, para igualar, conforme le indica el 9.2 CE. Y es que, como afirma el Tribunal Constitucional en la sentencia sobre la paridad electoral (STC 12/2008), la igualdad sustancial es “elemento definidor de la noción de ciudadanía”: es propia “de la caracterización del Estado como social y democrático de Derecho con la que se abre el articulado de nuestra Constitución y que trasciende a todo el orden jurídico”.

De ahí que sea sensata la lectura que hace el Constitucional del artículo 14 CE. No es tanto como “no diferencies” como un “diferencia solo cuando sea razonable”. Transcribo un párrafo reiterado de su jurisprudencia, como fórmula de tres requisitos para la legitimación de una norma ex art. 14:

los condicionamientos y límites que, en virtud del principio de igualdad, pesan sobre el legislador se cifran en una triple exigencia, pues las diferenciaciones normativas habrán de mostrar, en primer lugar, un fin discernible y legítimo, tendrán que articularse, además, en términos no inconsistentes con tal finalidad y deberán, por último, no incurrir en desproporciones manifiestas a la hora de atribuir a los diferentes grupos y categorías derechos, obligaciones o cualesquiera otras situaciones jurídicas subjetivas”.

Este mismo estándar de análisis de la legitimidad de las desigualaciones vale para las discriminaciones, dándole no obstante el Tribunal alguna vuelta de tuerca, a la luz de la mayor incisividad de estas en la dignidad de la persona. Y así, afirma que en las normas discriminatorias “el canon de control, al enjuiciar la legitimidad de la diferencia y las exigencias de proporcionalidad resulta mucho más estricto”, y que el punto de partida es el de “la irrazonabilidad de diferenciación” (STC 3/2007): existe una fuerte presunción de ilegitimidad que debe arrumbar el propio legislador en su propuesta.

En realidad, como tantas veces, estamos ante un juicio global puro de proporcionalidad: “No diferencies salvo que en pos de un fin constitucionalmente loable no tengas más remedio y ello te merezca finalmente la pena”. Y naturalmente, como discriminar tiene mayores costes que diferenciar, ha de prestarse atención a la entidad y a la cuantía del beneficio de la diferenciación: va a ser más complicado que merezca la pena la discriminación. Es más, y esa es la presunción que invoca el Tribunal Constitucional: en principio, no merece la pena.


Foto: Villa Tugendhat, Brno  fuente: Wikipedia

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