Por Fernando Pantaleón
Y algo más a propósito del Proyecto de Ley sobre las personas con discapacidad
Sé bien que, al hacerlo, corro un alto riesgo de perder buena parte de mis potenciales lectores; pero debo hacerlo. He de comenzar advirtiendo que esta no es una entrada sobre Derecho matrimonial canónico; que no tiene nada que ver con las “decisiones pontificias” de las que, incomprensiblemente a mi juicio, siguen hablando el artículo VI.2 del Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre asuntos jurídicos de 3 de enero de 1979 y el artículo 80 de nuestro Código Civil.
Podría conseguir recuperar de inmediato bastantes de esos lectores, si escribiese que voy a centrarme en exponer un panorama de las propuestas de nueva regulación sobre las personas –principalmente, los mayores de edad– con discapacidad que contiene el Proyecto de Ley por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo de las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica; Proyecto, este, que se encuentra actualmente en el Senado (BOCG, Senado, 24 de marzo de 2021, pp. 8-66) tras haber sido aprobado por la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados con competencia legislativa plena. Pero escribir tal cosa sería un tanto engañoso.
Lo esencial de esta entrada trata, ciertamente, de uno de los artículos del Código Civil que el referido Proyecto de Ley va a reformar: el artículo 1301 CC; pero en un aspecto que es de carácter mucho más general: que refiere al diseño general de la anulabilidad como tipo de ineficacia de los contratos y, en lo más importante, de la anulabilidad por error –incluido el error en los motivos incorporados a la causa: la falsedad de la causa en el sentido de “causa errónea”, no en el de “causa mentida” propio de la simulación sobre el tipo de contrato querido por ambas partes– y la anulabilidad por dolo.
Con seguridad mis lectores habrían sido muchos más, si hubiera dedicado mi entrada a una tarea que me parece absolutamente inútil: la de pronunciarme sobre la «filosofía” general del mencionado Proyecto de Ley, en relación con la Convención internacional sobre los derechos de las personas con discapacidad, hecha en Nueva York el 13 de diciembre de 2006. Me parece absolutamente inútil, en efecto, en los tan inmoderados tiempos que corren, tratar de mediar moderadamente entre «antipaternalistas» y «paternalistas» extremos.
Los antipaternalistas extremos sostienen que la Convención de Nueva York prohíbe al legislador español impedir que una persona mayor de edad afectada por una discapacidad intelectual o psicosocial, incluso si muy grave o profunda, sea la dueña de la decisión de, por ejemplo, comprar, vender o dar en garantía una cosa de extraordinario valor; esto es, sostienen que la referida Convención prohíbe a los legisladores de los Estado Parte disponer que la dueña de la decisión de celebrar contratos como esos haya de serlo otra persona sin tales discapacidades, actuando como representante de aquella. Y, más todavía, si esa otra persona no tuviera posibilidad razonable de saber lo que aquella, según sus deseos y preferencias, habría decidido al respecto; si no tuviese pauta alguna para replicar la hipotética decisión de la persona con discapacidad misma y hubiese de decidir, por ende, aquello que considerara “objetivamente mejor” para su representada. Estos antipaternalistas extremos suelen acabar afirmando que pensar de modo diferente –admitir, en cualquier modo o medida, que la discapacidad intelectual o psicosocial pueda justificar la intervención imperativa del legislador para proteger a quien la padece frente a sí mismo– constituye un intolerable insulto a las personas con discapacidad, un grave atentado a su dignidad como personas. Y que lo mismo debería predicarse, incluso, de cualquier privilegio jurídico que se reconociera a los mayores de edad con discapacidad frente a “los otros” mayores de edad.
Por su parte, los paternalistas extremos, presentándose como luchadores “sin complejos” contra el “pensamiento único”–como les gusta denominar al pensamiento razonablemente progresista (liberal, en el sentido norteamericano de la palabra)–, se niegan a admitir que si, a pesar de padecer una importante discapacidad intelectual o psicosocial, el mayor de edad titular de un derecho tiene capacidad básica o elemental de entender y querer el significado y las consecuencias del concreto acto de ejercicio del derecho de que se trate, debe ser él el dueño y señor de la decisión de ejercitarlo o no —ninguna otra persona más capacitada puede tomarla en su lugar—; y que lo que hay que hacer es proveerle de la asistencia o apoyo necesario para que pueda decidir él, y actuar conforme a su decisión, aun a riesgo de equivocarse. Son los paternalistas extremos que podrían llegar hasta sostener, por ejemplo, que los padres de una joven con discapacidad intelectual o psicosocial tienen que poder decidir la esterilización de su hija sin o incluso contra la voluntad de ella, siempre que demuestren hacerlo “por su bien”; y que a la joven misma se le debe prohibir tomar y llevar a efecto la decisión del estilizarse sin o contra la voluntad de sus padres, aunque la haya tomado contando con la mejor información y ayuda en su comprensión y razonamiento.
Excurso sobre la proyectada reforma del régimen de la anulabilidad de los contratos celebrados por las personas con discapacidad
Algo más conviene decir, sin embargo, frente a otra posición que enarbola también el estandarte de combatiente contra el “pensamiento único” –se notará que todo el que se autocalifica así es porque considera que él es el único (inteligente) que es capaz de pensar diferente y (valiente) que se atreve a hacerlo–, pero que, en el ámbito que nos ocupa, considera “pensamiento único” ignorar los intereses de los que contratan con las personas con discapacidad. Y descubre, a la postre, que su verdadero propósito es debilitar, si no suprimir, la protección privilegiada que tradicionalmente ha reconocido nuestro Derecho civil en el terreno de la contratación a las personas con discapacidad intelectual o psicosocial en aras –se nos dice, en una paradigmática muestra del poder mistificador de las palabras– de “la estabilidad contractual”.
Algo más conviene decir, pues me temo que, en el Proyecto de Ley sobre las personas con discapacidad, se está llegando, en esa dirección, absurdamente lejos.
La referida protección privilegiada ha constado, hasta ahora, de las siguientes piezas:
(i) Fijar el dies a quo del plazo de cuatro años de duración de la acción de anulación en el momento en que el incapacitado deja de estarlo y, por ende, sale de la tutela o curatela (artículo 1301.V CC).
(ii) Legitimar también al tutor o curador para ejercitar la acción de anulación (artículo 293 CC).
(iii) No obligar al incapacitado a la restitución sino en cuanto se hubiera enriquecido con la cosa o precio que recibiera (artículo 1304 CC).
(iv) No privarle de la acción de anulación por la pérdida de la cosa que el incapacitado debería restituir, a menos que hubiese ocurrido por su dolo o culpa después de haber dejado de necesidad la tutela o curatela (artículo 1314.II CC).
(v) Y aplicar esas mismas reglas a los contratos celebrados por las personas mayores de edad con discapacidad intelectual o psicosocial que, necesitándolo, no hubiesen sido incapacitadas (o incluso, según una tesis que yo considero menos acertada, considerar nulos de pleno derecho los contratos celebrados por dichas personas, siempre desde la convicción de que ello podría protegerles más, ya que la acción de nulidad no prescribe ni caduca).
En el Anteproyecto de la Ley de que se trata, siendo sustituida la incapacitación por la provisión de “las medidas de apoyo a las personas con discapacidad para el ejercicio de su capacidad jurídica”, entre las que ya no se encuentra la tutela, las cinco piezas que acabamos de enunciar se mantenían en lo esencial:
(i) En el que se proponía como número 4º artículo 1301 CC, se preveía que el plazo de cuatro años de caducidad de la facultad de anulación empezaría a computarse:
“Cuando la facultad se refiera a los contratos celebrados por personas con discapacidad desde que dejen de precisar apoyo para celebrar el contrato”.
Si bien se añadía, en atención a la estabilidad de los contratos: “En todo caso, no podrá ejercitarse pasados cinco años desde la celebración del contrato”. Una disposición que, cabalmente por la natural incertidumbre sobre el momento del acaecimiento de aquel dies a quo, podía tener buen sentido si dejamos de lado la objeción de que un plazo de cinco años es escasamente más largo que uno de cuatro.
(ii) El que se proponía como párrafo segundo del artículo 1302 CC rezaba así:
“Los contratos celebrados por personas con discapacidad provistas de medidas de apoyo para el ejercicio de su capacidad de contratar, prescindiendo de ellas cuando fueran precisas, podrán ser anulados por aquel a quien corresponda prestar la medida de apoyo, por ellas mismas cuando dichas medidas se extingan, o por sus herederos, durante el tiempo que faltara para completar el plazo, si la persona con discapacidad hubiera fallecido antes del transcurso del tiempo en que pudo ejercitar la acción”.
La frase “cuando dichas medidas se extingan” era poco afortunada: las personas con discapacidad perfectamente podían y tenían que poder ejercitar antes la facultad de anular el contrato, con las medidas de apoyo que precisaren.
(iii) El que se proponía como artículo 1304 CC estaba redactado como sigue:
“Cuando la nulidad proceda de la minoría de edad o de la discapacidad de alguno de los contratantes, este contratante no está obligado a restituir sino en cuanto se enriqueció con la prestación recibida”.
(iv) La redacción del propuesto como segundo párrafo del artículo 1314 CC era esta:
“Si la causa de la acción fuera la minoría de edad o la discapacidad de alguno de los contratantes, la pérdida de la cosa no será obstáculo para que la acción prevalezca, a menos que hubiese ocurrido por dolo o culpa del reclamante después de haber cesado la causa de la impugnación”.
(v) Y el que se proponía como párrafo tercero del artículo 1302 CC rezaba así:
“Si no estuvieran establecidas medidas de apoyo, la legitimación para anular el contrato corresponderá, además de a la persona con discapacidad y a sus herederos, al Ministerio Fiscal”.
En evidente referencia a la persona con discapacidad intelectual o psicosocial para la que no estuviesen establecidas medidas apoyo, pese a precisarlas para la celebración del contrato en cuestión.
En el Proyecto de Ley publicado en el Boletín Oficial del Congreso de los Diputados de 17 de julio de 2020, los textos que acabamos de transcribir para los artículos 1301.IV, 1304, 1314 y 1302.III CC permanecían iguales. Pero cambiaba la redacción propuesta para el párrafo segundo del artículo 1302 CC:
“Los contratos celebrados por personas con discapacidad provistas de medidas de apoyo para el ejercicio de su capacidad de contratar, prescindiendo de ellas cuando fueran precisas, podrán ser anulados por ellas mismas cuando dichas medidas se extingan. También podrán ser anulados por sus herederos, durante el tiempo que faltara para completar el plazo, si la persona con discapacidad hubiere fallecido antes del transcurso del tiempo en que pudo ejercitar la acción”.
Se proyectaba, pues, eliminar la legitimación de “aquel a quien corresponda prestar la medida de apoyo”. No tengo datos para saber con certeza por qué. Quizás se debiera, no tanto a un deseo de reforzar “la estabilidad de los contratos”, como a la idea de que mantener esa legitimación comportaba admitir que la persona con discapacidad dejase de ser la dueña de la decisión sobre el contrato: aquel a quien correspondiera prestar la medida apoyo podría anular el contrato sin o, incluso, contra la voluntad de aquella. Ahora bien, además de que una interpretación sensata impondría rechazar esta última hipótesis, ¿se ha olvidado el caso en que la medida de apoyo fuese, excepcionalmente, la curatela representativa? ¿Y no se generaba una patente contradicción de valoración con la legitimación para anular que, en el párrafo tercero del mismo artículo 1302 CC, se continuaba reconociendo al Ministerio Fiscal?
Pero es que, en el Proyecto de Ley que ha pasado al Senado, tras ser aprobado por la Comisión de Justicia del Congreso con competencia legislativa plena:
(i) El propuesto como número 4º del artículo 1301 CC reza:
“Cuando la acción se refiera a los contratos celebrados por personas con discapacidad prescindiendo de las medidas de apoyo previstas, cuando fueran precisas, desde la celebración del contrato”.
He destacado únicamente las palabras que reflejan la modificación a la que ahora me estoy refiriendo. Algo diré después sobre el cambio de “facultad” por “acción”. Ahora merece ser resaltada la contradicción de valoración entre tal cambio de criterio sobre el dies a quo y el propuesto como párrafo segundo del artículo 1299 CC, que, “para las personas con discapacidad provistas de medidas de apoyo que establezcan facultades de representación”, prevé que los cuatro años de duración de la acción rescisoria “no empezarán a computarse hasta que se extinga […] la medida representativa de apoyo”.
(ii) El tenor de los que se proponen que sean los párrafos segundo, tercero y cuarto del artículo 1302 CC es el siguiente:
“Los contratos celebrados por personas con discapacidad provistas de medidas de apoyo para el ejercicio de su capacidad de contratar prescindiendo de ellas cuando fueran precisas, podrán ser anulados por ellas, con el apoyo que precisen.
También podrán ser anulados por sus herederos, durante el tiempo que faltara para completar el plazo, si la persona con discapacidad hubiere fallecido antes del transcurso del tiempo en que pudo ejercitar la acción”.
Estos contratos también podrán ser anulados por la persona a la que hubiera correspondido prestar el apoyo cuando haya existido mala fe por parte del otro contratante”.
Sin duda ha sido un acierto sustituir la frase “cuando dichas medidas se extingan” por las palabras “con el apoyo que precisen”.
La reaparición de la legitimación de “la persona a la que hubiera correspondido prestar el apoyo”, pero sólo para el supuesto de que “haya existido mala fe por parte del otro contratante”, deja bien claro que el objetivo pretendido no es reservar exclusivamente la decisión sobre el contrato a la persona con discapacidad, sino otorgar prevalencia a la protección “del otro contratante” cuando no haya existido su mala fe por parte. Ello comporta, como es evidente, llevar la protección de este, frente a la de la persona con discapacidad, mucho más allá de la que normalmente se deriva de la constancia de las medidas de apoyo en el Registro Civil y en el Registro de la Propiedad en los términos prescritos en el mismo Proyecto de Ley.
En fin, no me resisto a manifestar lo extraño que me parece que la sanción de la “mala fe por parte del otro contratante” –¿en qué consistirá dicha mala fe: en que este fuera consciente de que estaba contratando con una persona con discapacidad? ¿habrá que añadir que, además, haya obtenido ventaja aprovechándose de dicha circunstancia?–, que la sanción de la mala fe –decía– sea la referida ampliación de la legitimación para anular. Me parece una ocurrencia de última hora y bastante insensata.
(iii) El propuesto como artículo 1304 CC está redactado así:
“Cuando la nulidad proceda de la minoría de edad, el contratante menor no estará obligado a restituir sino en cuanto se enriqueció con la prestación recibida. Esta regla será aplicable cuando la nulidad proceda de haber prescindido de las medidas de apoyo establecidas cuando fueran precisas, siempre que el contratante con derecho a la restitución haya actuado de mala fe”.
(iv) La redacción del que se propone como artículo 1314 CC es esta:
“También se extinguirá la acción de nulidad de los contratos cuando la cosa, objeto de estos, se hubiere perdido por dolo o culpa del que pudiera ejercitar aquella.
Si la causa de la acción fuera la minoría de edad de alguno de los contratantes, la pérdida de la cosa no será obstáculo para que la acción prevalezca, a menos que hubiese ocurrido por dolo o culpa del reclamante después de haber alcanzado la mayoría de edad.
Si la causa de la acción fuera haber prescindido el contratante con discapacidad de las medidas de apoyo establecidas cuando fueran precisas y hubiera existido mala fe por parte del otro contratante, la pérdida de la cosa no será obstáculo para que la acción prevalezca”.
Tanto para este texto, como para el antes transcrito para el artículo 1304 CC, dese por reproducida mi extrañeza sobre que sean las señaladas las sanciones previstas para la mala fe del otro contratante.
(v) En fin, ha desaparecido el texto originariamente propuesto como párrafo tercero del artículo 1302 CC; generando, con ello, la duda de si la legitimación para anular un contrato celebrado por una persona con discapacidad para la que, pese a necesitarlas, y en concreto para celebrar un contrato de ese tipo, no se hayan establecido medidas de apoyo, le corresponderá sólo esa persona durante cuatro años desde la celebración del contrato; o si, por entenderse que se trata de un caso de nulidad de pleno derecho, estará legitimado para pedir la declaración de tal nulidad cualquier interesado, incluido el Ministerio Fiscal, sin plazo alguno. Me temo que, si acabaren convirtiéndose en Ley las actuales redacciones que acaban de transcribirse para los artículos 1301.IV, 1302, 1304 y 1314 CC, la primera de las posiciones no carecerá de defensores.
Dejo aquí este ya largo excurso. El lector habrá intuido que me encuentro mucho más cerca de las propuestas de regulación del Anteproyecto de Ley, corrigiendo defectos de redacción como alguno arriba señalado. Y es que estoy convencido de que el tenor de la Convención de Nueva York no obliga a tratar a las personas con discapacidades intelectuales o psicosociales, en materia de Derecho de la contratación, igual que a las personas no afectadas por tales discapacidades, también para eliminar toda norma de privilegio a favor de aquellas: estoy convencido de que no prohíbe esa discriminación positiva. En fin, no me convence el argumento de que los pretendidos privilegios serán en realidad barreras, puesto que los demás sujetos del tráfico serán reacios a contratar con las personas con tales discapacidades. Serán reacios a contratar con ellas, si saben o sospechan que las tienen, y no están asistidas por las personas que deben prestarles los apoyos que en cada caso sean precisos. ¿Y es razonable que sean las personas con discapacidades intelectuales o psicosociales no aparentes las que soporten el riesgo de los malos contratos celebrados sin apoyo con los otros contratantes “sin mala fe”?
Espero que al lector de mis reflexiones le haya divertido tanto como a mí constatar que puedan coincidir en la respuesta afirmativa, tanto los antipaternalistas extremos, como los sedicentes críticos del “pensamiento único”, pero sólo en defensa de “la estabilidad contractual”. Nótese, en fin, que lo más coherente para unos y otros sería predicar la absoluta desaparición de las personas con discapacidad en los artículos 1301, 1302, 1304 y 1314 CC: defender que los mayores de edad con discapacidad, aunque se trate de una importante discapacidad intelectual o psicosocial, solamente podrán anular los contratos que celebren por las mismas causas que los demás mayores de edad –esto es, probando en cada caso haber sufrido al tiempo de contratar violencia, intimidación, error o dolo, o falta de capacidad de entender y querer–; e incluso teniendo en cuenta, para excluir en su caso la anulación, las medidas de apoyo de las que hayan dispuesto –que hayan utilizado o, incluso, rechazado voluntariamente– para celebrar el contrato de que se trate. ¿Puede creerse que la Convención de Nueva York impone al legislador español tamañas enormidades?
Retomemos el hilo de la consumación
He dejado escrito que me encuentro mucho más cerca de las propuestas de redacción de los artículos 1301, 1302, 1304 y 1314 CC que contenía el Anteproyecto de Ley sobre las personas con discapacidad; pero soy consciente de que, a estas alturas del proceso legislativo, no es realista pensar que puedan volver a adoptarse con carácter general. Me dedicaré, pues, en lo que sigue a defender el pequeño regreso al Anteproyecto y al Proyecto de Ley al que se refiere el título de esta entrada.
Conviene comenzar recordando el tenor de los vigentes párrafos primero, segundo y cuatro del artículo 1301 CC:
“La acción de nulidad sólo durará cuatro años:
Este tiempo comenzar a correr: […]
En los [casos] de error, o dolo, o falsedad de la causa, desde la consumación del contrato”.
Tanto en los referidos Anteproyecto y Proyecto, las correspondientes propuestas de redacción del mismo artículo rezaban así:
“La facultad de anular el contrato caducará a los cuatro años y este tiempo empezará a computarse: […]
2.º En los [casos] de error o dolo, desde que el legitimado para anular hubiese conocido o debido conocer la causa de la anulabilidad”.
Pues bien:
La propuesta de sustituir “sólo durará” por “caducará” era, en mi opinión, merecedora de aplauso. Doctrina muy autorizada ha sostenido y sostiene que debe entenderse que el plazo de cuatro años del vigente artículo 1301.I CC es el plazo de prescripción de la pretensión de restitución de la prestación realizada en ejecución del contrato anulable y ya anulado. Pero, aun dejando aparte la literalidad del precepto (pues comienza por confundir nulidad y anulabilidad), carece de buen sentido que el plazo de prescripción no sea el mismo, el general de las pretensiones personales del artículo 1964 in fine CC, para la restitución derivada de la declaración de nulidad de un contrato nulo de pleno derecho y para la derivada de la anulación de un contrato anulable. Lo sujeto al plazo de cuatro años, como defiende doctrina igualmente autorizada, es la acción o facultad de anulación, cuyo ejercicio hará nacer, en su caso, la pretensión o las pretensiones de restitución de las prestaciones ya efectuadas (cf. artículo 1303 CC); pretensiones, esas, sujetas al plazo general de prescripción de quince años hasta la Ley 42/2015, de 5 de octubre, y de cinco años desde la entrada en vigor de la disposición adicional primera de dicha Ley.
Merecedora de aplauso era también la propuesta de sustituir “acción de nulidad” por “facultad de anular”. No sólo por lo obvio –no confundir nulidad y anulabilidad (cf. ya el vigente artículo 293 CC)–, sino por dos importantes razones:
Dejar bien sentado que, como se corresponde con la naturaleza de la caducidad, lo que es objeto de esta es una facultad de configuración jurídica –aquí la facultad de anular el contrato– o, con una terminología más usual en la doctrina comparada, un derecho potestativo extintivo.
Y hacer mucho más fácil de sostener la muy sensata tesis de que la facultad de anular puede ejercitarse extrajudicialmente mediante declaración de voluntad recepticia: que no tiene necesariamente que ejercitarse mediante demanda o reconvención.
El lector experto sabe muy bien que las tres piezas citadas –facultad que caduca y que puede ser ejercitada extrajudicialmente– definen el modelo de la anulabilidad que es absolutamente dominante en los mejores ordenamientos jurídicos, y el acogido en los Principios sobre los Contratos Comerciales Internacionales de UNIDROIT, los Principios del Derecho Europeo de Contratos y el Draft Common Frame of Reference.
Acertada me parecía también la propuesta de suprimir, en el párrafo cuarto, el caso de la “falsedad de la causa”, dado que indudablemente contempla un supuesto concreto de error –el que la jurisprudencia denomina “error sobre los motivos incorporados a la causa”–, y para evitar a los estudiantes (y algunos aplicadores) del Derecho español la perplejidad que les produce que el Código Civil emplee las expresiones “causa falsa” y “falsedad de la causa” en dos sentidos radicalmente diferentes: el de “causa errónea”, en el caso de anulabilidad que contempla el vigente artículo 1301.IV CC; y el de “causa mentida”, simulación sobre el tipo de contrato, en el caso de nulidad que contempla el artículo 1276 CC.
Ahora bien, la merecedora de mi aplauso más encendido tenía que ser la propuesta de abandonar como dies a quo del plazo de cuatro años, en los casos de error o dolo, “la consumación del contrato”, para sustituirla por el momento en el que quien sufrió uno de dichos vicios del consentimiento conoció o debió conocer que lo había padecido al tiempo de contratar.
En la segunda parte de esta entrada explicaré las razones de mi entusiasmo ante dicha propuesta de reforma, que, desgraciadamente, está a punto de frustrarse. Y es que, en el Proyecto de Ley sobre las personas con discapacidad que, tras su aprobación por la Comisión de Justicia del Congreso, con competencia legislativa plena, se encuentra hoy en el Senado, los que están propuestos como párrafo primero y número 2º del artículo 1301 CC, rezan como sigue:
“La acción de nulidad caducará a los cuatro años. Ese tiempo empezará a correr: […]
2.º En los [casos] de error, o dolo o, falsedad de la causa, desde la consumación del contrato”.
(Continuará)
* La segunda parte, aquí
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