Por Juan Antonio García Amado
Tomémonos bien en serio lo que en el lenguaje jurídico se denomina el interés del menor. Basándonos en tal seriedad, consideremos la siguiente situación. Un hombre y una mujer convivieron de 2002 a 2008 y tuvieron un hijo, Eulogio, que en la actualidad tiene siete años. Cuando la pareja se separó y dejó de convivir, en 2008, el hombre y la mujer suscribieron ante notario un convenio en el que regulaban las relaciones futuras con su hijo común. En tal convenio se dispuso que la patria potestad sería compartida por ambos y que la guarda y custodia del hijo la tendría la madre, regulándose también el régimen de visitas del padre y que éste abonaría cuatrocientos euros mensuales en concepto de alimentos. Más adelante el padre solicita que la guarda y custodia del hijo sea compartida, la madre se opone y el asunto lo resuelve en Tribunal Supremo en la sentencia que vamos a analizar, de la Sala Primera del Tribunal Supremo, número 616/2014, de 18 de noviembre.
Los hechos, que son tratados como claros y bien probados, son los siguientes. Desde que tenía un año hasta ahora, que tiene siete, el niño ha convivido con la madre y se ha seguido regularmente el régimen de visitas del padre. No se discute que el niño está bien adaptado a ese régimen de vida y en perfecto estado. El sistema de visitas fijado en el convenio originario es muy amplio. Además, las relaciones entre los progenitores han sido afables y constructivas y los dos se han repartido correctamente el cuidado del menor. Esto no lo cuestiona el padre en su demanda. Pero algunas circunstancias han cambiado desde que el convenio se suscribió, como las siguientes: el padre se ha comprado una vivienda a tres kilómetros del domicilio en que vive el niño con su madre; el padre tiene actualmente un horario laboral flexible, que le permitiría estar más tiempo con su hijo y atenderlo más; el niño asiste a un colegio que está a mitad de camino entre la casa de la madre y la del padre.
El hombre aduce que lo más favorable para el interés del menor es que la guarda y custodia se reparta, de manera que pase el pequeño una semana en casa de cada uno, de modo alterno. La madre considera que para la estabilidad del niño más aconsejable que el sistema de vida que tiene establecido no cambie. Y nosotros ahora nos preguntamos:
¿cuál de las dos soluciones es más favorable al interés del menor?
Me parece que es extremadamente difícil concluir que el interés del menor esté en lo uno o en lo otro, caben buenos argumentos a favor de cada una de las dos alternativas. La noción de interés del menor carece de la precisión necesaria como para, por sí sola y sin más, brindar solución al problema. Si los jueces pueden o deben decidir nada más que basándose en el interés del menor, la imprecisión de esa idea o principio, en un caso como este, hará que sea muy extenso, casi absoluto, el margen de discrecionalidad judicial. Aquí, el contenido del interés del menor será ni más ni menos que lo que el juez o tribunal considere para el menor más beneficioso. Tantas vueltas con lo jurídico, milenios enteros, y volvemos al oráculo en pleno siglo XXI.
Si nuestro sistema jurídico no ofrece más pauta de decisión que esa del interés del menor, resultará que, en una situación como la de autos, deja tranquilamente en manos de los jueces la resolución de esas cuestiones referidas a la guarda y custodia. Si resulta que sí existe una pauta legal al respecto, podemos plantearnos de qué manera el principio de interés del menor se relaciona con la aplicación de tal norma legal. Al respecto caben dos posturas. Una, la de entender que dicho principio tiene valor interpretativo, de forma que las dudas que en el caso concreto surjan al aplicar las normas vigentes y pertinentes deben resolverse haciendo que prevalezca, de entre esas soluciones interpretativamente posibles, la que sea más beneficiosa para el niño. Según la postura alternativa, sea cual sea el régimen legal en principio aplicable, el interés del menor debe prevalecer, ha de prevalecer incluso contra esas soluciones legales y excepcionándolas; es decir, diga lo que diga la ley, hay que saltársela cuando tal principio justifique la solución contraria. Ya se ve que estamos ante el tema, tan actual, del papel y el juego de los principios.
Tanto el Juzgado de Primera Instancia como la Audiencia Provincial mantuvieron que no se modificaba la guarda y custodia ejercida por la madre en razón de aquel convenio de seis años atrás. La Audiencia razonó que tal era lo más conveniente para el menor, ya que la situación hasta ahora vigente
“ha ofrecido las condiciones necesarias para un desarrollo armónico y equilibrado del niño, y que podría verse afectado negativamente por el régimen de alternancia que postula el apelante, por más que el mismo ofrezca, al menos en teoría, las aptitudes necesarias para asumir, en plano de igualdad con la otra progenitora, la función debatida”.
El cambio, según la Audiencia,
“alteraría los hábitos y rutina diaria a la que, desde la ruptura de la convivencia de sus padres, aquél -el menor- viene acostumbrado, repercutiendo negativamente en la estabilidad que el mismo necesita, por lo que no podemos afirmar que, en la actual coyuntura, el régimen propuesto por don Juan Alberto sea el que mejor protege el interés prioritario del repetido menor, frente a aquel otro que, en los términos pactados, ha ofrecido hasta ahora las adecuadas garantías a tal fin”.
El Tribunal Supremo revoca esas sentencias anteriores, decreta la custodia compartida y pone un sistema de “periodos semanales durante los cuales cada progenitor, con ingresos propios, atenderá directamente los alimentos cuando tenga el hijo consigo”. Se fundamenta la decisión en que en las sentencias del Juzgado y la Audiencia
“la valoración del interés del menor no ha quedado adecuadamente salvaguardada. La solución aplicada en la resolución recurrida no ha tenido en cuenta los parámetros necesarios, que aparecen como hechos probados, y ello sin perjuicio de que esta medida pueda ser revisada cuando se demuestre que ha cambiado la situación de hecho y las nuevas circunstancias permiten un tipo distinto de guarda o impiden el que se había acordado en un momento anterior” (FD 4º).
¿Cuáles son esos “parámetros necesarios que aparecen como hechos probados” y que permiten concluir que el interés del menor avala esa solución dada por el Tribunal Supremo en esta sentencia?
Los siguientes:
- “El hecho de que haya funcionado correctamente el sistema instaurado en el convenio notarial no es especialmente significativo para impedirlo, lo contrario supone desatender las etapas del desarrollo del hijo y deja sin valorar el mejor interés del menor en que se mantenga o se cambie en su beneficio ese régimen cuando se reconoce que ambos cónyuges están en condiciones de ejercer la custodia de forma individual, como resulta de la sentencia de 29 de noviembre de 2013”.
- Lo que interesa es “asegurar el adecuado desarrollo evolutivo, estabilidad emocional y formación integral del menor y, en definitiva, aproximarlo al modelo de convivencia existente antes de la ruptura matrimonial y garantizar al tiempo a sus padres la posibilidad de seguir ejerciendo los derechos y obligaciones inherentes a la potestad o responsabilidad parental y de participar en igualdad de condiciones en el desarrollo y crecimiento de sus hijos, lo que sin duda parece también lo más beneficioso para ellos”. Aquí está la sentencia citando una anterior, aquella de 29 de noviembre de 2013.
- “La rutina en los hábitos del menor no sólo no es especialmente significativa, dada su edad, sino que puede ser perjudicial en el sentido de que no se avanza en las relaciones con el padre a partir de una medida que esta Sala ha considerado normal e incluso deseable, porque permite que sea efectivo el derecho que los hijos tienen a relacionarse con ambos progenitores, aun en situaciones de crisis”.
A efectos puramente dialécticos y de puesta a prueba de la argumentación que se acaba de citar, examinemos críticamente esas afirmaciones.
- Primeramente se nos dice que el que la situación actual del menor sea plenamente satisfactoria no quita para que pudiera serle más beneficiosa aún la situación alternativa, la de guarda y custodia compartida y convivencia con cada progenitor por semanas alternas. Efectivamente, puede irle mejor de este modo; o peor. ¿Cómo puede el Tribunal saberlo, si, además, no consta que se hayan tomado en cuenta dictámenes de peritos en la materia ni nada por el estilo? Se nos dice que, si no se opta por la nueva salida, se desatienden “las etapas del desarrollo del hijo”. ¿Cuáles son esas etapas y por qué se desatienden? Estamos ante una afirmación taxativa que no se fundamenta más. No perdamos de vista que el hijo vive en casa de la madre pero el régimen de visitas del padre es amplio y se está ejecutando sin conflictos ni irregularidades. Cómo no estar de acuerdo en que “el mejor interés del menor” está en que “se mantenga o cambie en su beneficio el régimen de su vida”, pero ahí está la madre del cordero: ¿Por qué razones lo cambiamos o lo mantenemos, habida cuenta del mejor interés del menor? Una cosa se sabe con certeza: en el régimen hasta ahora seguido el menor estaba bien y sin trastornos ni alteraciones psicológicas. ¿Es más interesante para él arriesgar con una modificación de su vida que le puede ir mejor… o peor? ¿El que le pueda ir mejor es argumento para alterar el régimen que le va bien?
- Se quiere aproximar al menor “al modelo de convivencia existente antes de la ruptura matrimonial”. ¿Al modelo de convivencia anterior a que el niño cumpliera un año? Pues menos de un año tenía cuando sus padres se separaron. También se desea “asegurar el adecuado desarrollo evolutivo, estabilidad emocional y formación integral del menor”. De acuerdo, loables propósitos, pero ¿acaso se nos indica que es más adecuado el desarrollo, mayor la estabilidad emocional y mejor la formación de un niño de siete años cuando convive a con los progenitores no separados que cuando vive en casa de uno de ellos y se lleva a cabo un buen régimen de visitas del otro? Eso, así, ya puede resultar discutible. Pero lo que aquí en verdad se está afirmando es que el desarrollo, la estabilidad y la formación del niño son superiores cuando, no siendo convivientes los padres, vive una semana en cada casa, y más cuando hasta ahora, siete años, ha vivido siempre en la de su madre. ¿Es eso seguro? ¿Quién lo dice y por qué? ¿Y los riesgos de tal cambio para el desarrollo y la estabilidad, para el interés del menor, en suma?
- De pronto se hace referencia a la posibilidad de que los padres sigan ejerciendo sus derechos y obligaciones para con el menor y a su derecho a participar en igualdad de condiciones en el desarrollo y crecimiento de sus hijos. Mas tales derechos poco tienen que ver con el interés del menor, que era de lo que estábamos hablando y es el principio en el que supuestamente se funda la decisión. ¿Debe, en su caso, el interés del menor ceder en algo ante los derechos de los padres y su igualdad en derechos? ¿Insinuamos que hay vulneración de tales derechos cada vez que la custodia no es compartida? ¿Deben sopesarse los derechos de los padres, en suma, cuando se dictamina sobre el interés del menor?
- ¿No es significativa la rutina de los hábitos de un menor de siete años? ¿A partir de qué edad adquirirían sentido las rutinas y hábitos de un menor? ¿De los diez? ¿De los doce? ¿De los quince? ¿Qué respaldo teórico o científico tiene aquella afirmación? ¿Qué dicen los especialistas?
- Se da por probado que las relaciones con el padre han sido muy adecuadas hasta ahora y que el régimen de visitas ha funcionado correctamente, sin tiranteces entre los progenitores, además. Entonces, ¿por qué se entiende que hay que cambiar el régimen de guarda y custodia para que se avance en las relaciones con el padre? En efecto, va habiendo acuerdo en que suele ser mejor para el menor la custodia compartida, y así lo ve también la jurisprudencia reciente. Pero debemos reparar en que aquí no se debate el régimen de guarda y custodia a establecer en el momento de la separación de la pareja, sino sobre qué beneficie más al niño cuando tiene siete años y lleva seis viviendo en casa de la madre y conviviendo con el padre de conformidad con el régimen de visitas. Contrariamente a lo que parece que se insinúa, no es que el hijo estuviera privado de su derecho a relacionarse con el padre, sino que se relacionaba correctamente con ambos, aun cuando habitara con la madre.
Con lo hasta aquí expuesto lo que pretendo es nada más que mostrar a qué tipo de argumentos e inseguridades conduce decidir nada más que aplicando principios considerablemente vagos, como este de interés del menor. O se razona con exquisitos argumentos y muy profundas y bien respaldadas fundamentaciones, o queda la inevitable impresión de que la discrecionalidad total se contamina de apriorismos ideológicos y de más de un prejuicio.
El núcleo jurídico del tema, sin embargo, está en otra parte, parte sobre la que esta sentencia pasa de puntillas. Me refiero al valor de los convenios reguladores o de los acuerdos formales y válidos entre los miembros de la pareja que rompe su convivencia, ya verse su contenido sobre prestaciones económicas entre ellos, ya sobre la organización de relaciones con sus hijos. Estamos ante lo que con cierta frecuencia la jurisprudencia denomina “negocios jurídicos de derecho de familia”.
¿Qué estatuto tienen esos “negocios jurídicos de familia”? Hablamos de aquellos cuya validez no se cuestiona por cosas tales como vicio de consentimiento o porque supongan renuncia a derechos no dispositivos. La gran pregunta es: ¿se trata de negocios jurídicos o contratos a los que resulte plenamente aplicable el régimen general de las obligaciones y, en particular, el artículo 1091 del Código Civil (“Las obligaciones que nacen de los contratos tienen fuerza de ley entre las partes contratantes, y deben cumplirse a tenor de los mismos”)?.
No soy experto en la materia, ni mucho menos, y ruego disculpas si yerro o algo importante se me escapa. Lo que me pregunto es esto: si el acuerdo es válido y parangonable al contrato, y si obliga como, según el art. 1091 obligan los contratos, ¿hay base jurídica para que una de las partes pueda solicitar la alteración del régimen de derechos y obligaciones alegando un cambio de circunstancias que, además, ni son esencialísimas ni eran completamente imprevisibles cuando el acuerdo se suscribió y se formalizó, y base jurídica para que un juez pueda modificar dicho régimen “contractual” con base en un principio aplicado “a pelo”, como es, en este caso, el del interés del menor?
Si a la cuestión anterior respondemos afirmativamente, me vienen otras dos preguntas, que tal vez son resultado de mi ignorancia. Una, ¿con carácter general pueden o deben alterarse los contenidos de un contrato que obliga “con fuerza de ley” (art. 1091) cuando, durante su vigencia y aplicación, acaban pareciendo opuestos a las exigencias de algún principio? Si es así, supongo que estamos introduciendo una alteración muy sustancial en nuestro derecho de obligaciones y contratos. Pero si lo vemos bien y seguimos respondiendo afirmativamente, surge una pregunta más: ¿vale al efecto cualquier principio, o cualquier principio de raigambre constitucional, o sólo algunos de ellos y, en su caso, cuáles? Tiéntese la ropa el principialista entusiasta que continúa con aquellas afirmaciones, porque, en tal caso, habremos dado con la piedra filosofal y ya tendremos argumentos jurídicos perfectos para justificar el incumplimiento o la transformación de las obligaciones contractuales en muchos casos, en muchos casos de contratos cuya validez no está en cuestión, pero cuyo cumplimiento por el obligado que sin engaño ni vicio se comprometió chirría desde el punto de vista de algunos de tales principios, empezando por el sacrosanto de justicia, siguiendo por el de Estado social y continuando por un montón de derecho sociales y principios rectores de la organización social y económica. Aunque sufra el “principio” de autonomía de la voluntad, secuela del derecho fundamental de libertad (art. 17 CE).
No digo que esté mal todo ello, habrá que meditarlo despacio. Pero dos exigencias deben acompañarnos en ese tránsito, si queremos seguirlo: la de congruencia y la de valoración de las consecuencias, buenas o malas, que tiene meterle tal carga de profundidad al sistema contractual y al art. 1091 del Código Civil.
Más de uno, con buen criterio, me dirá que parto de un error de base, como es el de considerar que a esos convenios reguladores o “negocios jurídicos de derecho de familia” se les aplica el régimen general de los contratos y el artículo 1091 del Código Civil. Ahí tenemos el gran e interesantísimo problema de dogmática civilista; sé, aunque superficialmente, que en eso existe buena discusión. Pero me he puesto a buscar sentencias del Tribunal Supremo en las que se trate de tales “negocios jurídicos de derecho de familia” y me he encontrado con que es el propio Tribunal Supremo el que viene declarando a menudo que ese, el contractual, es el régimen jurídico aplicable a tales convenios de las parejas . Con un peculiar matiz: cuando el contenido del convenio versa sobre prestaciones económicas entre esas dos personas, no hay cambio de circunstancias que valga, fuera de las legalmente tasadas (por ejemplo en el art. 101 del Código Civil) y cuando en el acuerdo no se pactó que la prestación económica (por ejemplo, pensión compensatoria) se mantendría aun en el caso de que concurriera alguna de esas causas legales de extinción . ¿Será que en esto no concurren nunca principios que puedan justificar la cesación de las obligaciones y derechos contractualmente asumidos? Raro parece. ¿Será que los principios los traemos a colación cuando nos apetece y los dejamos de lado cuando nos da la gana? Es posible. Pero, si así fuera, tendríamos que los principios están sirviendo de gran excusa para una apoteosis de casuismo, para la desmesurada extensión de la discrecionalidad de los jueces y la consiguiente ampliación de su poder, y para la galopante licuación del Derecho y de la dogmática jurídica. Pura justicia del caso concreto, lo cual no significa sino imperio del prejuicio en lugar de imperio de la ley.
Más allá del aspecto legal considero que es importante tener presente las demandas y necesidades del menor,con apoyo psicológico y hasta testigos que den referencia de cómo es el entorno de éste. Porque la verdadera o menor solución sería que quienes pelean por los menores tuvieran asesoría o apoyo terapéutico,aunque no fuese terapia de pareja,que les permitiera reconocer en realidad las necesidades del menor y no las riñas personales,como es que suele suceder.