Por Juan Antonio García Amado

Y sobre interpretación con perspectiva de género

 

Planteamiento de la cuestión

La labor judicial de interpretación y aplicación del Derecho tiene que resultar comprensible y controlable, pues si así no fuera quedaríamos los ciudadanos permanentemente expuestos a la arbitrariedad. El razonamiento judicial no ha de ser un manejo esotérico de misteriosos principios o una peculiar alquimia conceptual consistente en que en la redoma se echan los más variados ingredientes y se sueña con que salga algo bien dorado. Y todo ello en el marco de una cultura jurídica de tradición hermética y donde a veces no se sabe muy bien si se practica el ocultismo o si sencillamente se juega al escondite.

La claridad y la precisión metodológicas son imprescindibles para una práctica jurídica razonable y transparente. Me refiero a que quien interpreta y aplica normas debe tener un conocimiento apropiado y congruente de lo que las normas son y de las variedades que de ellas existen y, sobre todo, conviene que sepa cuáles son los significados precisos y coherentes de los términos mismos con los que se describen operaciones como interpretar normas, extender normas por vía de analogía, reducir teleológicamente el alcance de normas o, meramente, aplicar normas.

No tengo un juicio negativo de los tribunales españoles, pero sí temo que vayan siendo poco a poco poseídos por un tipo de teorías del Derecho que cada vez proliferan más en nuestras facultades y para las que todos los gatos acaban siendo pardos, pues la necesaria claridad analítica es reemplazada, en la enseñanza, por una ideología simplona y unas propuestas que recuerdan mucho más la literatura de Pablo Coelho o de Jorge Bucay que a los grandes juristas de nuestra tradición doctrinal. Se nos acumulan los docentes que ni de lejos conocen, pongamos por caso, la diferencia entre una ordenanza municipal y una directiva de la Unión Europea o que ni se imaginan cómo se ubican en el sistema de fuentes los convenios colectivos de trabajo o para qué sirve propiamente el recurso de casación. Si en particular a los iusfilósofos nos faltan los más elementales conocimientos sobre nuestro propio ordenamiento nacional o internacional y si la última sentencia la leímos en los lejanos tiempos de la carrera, se entiende que para muchos queridos colegas el caso jurisprudencial más importante y sobre el que con fruición se diserta en las aulas sigue siendo uno que resolvió en 1889 el Tribunal de Apelaciones de Nueva York, el Riggs vs. Palmer. Hemos pasado de las cosas de Ticio y Cayo a las historietas de Dworkin, pero de lo que ocurre cerca y de cómo será en estos tiempos el Derecho por nuestros pagos, ni noticia ni ganas de tenerla.

Lo que aquí pretendo es introducir algo de claridad en la idea de interpretación judicial de normas jurídicas, lo cual forzosamente va unido a que podamos distinguir cuándo una norma es aplicada en sus términos, interpretados de uno u otro modo de los que estén en debate, y cuándo es una norma nueva la que por vía de analogía se crea, allá donde tal creación no esté vedada. También interesa que diferenciemos entre los argumentos con que una elección interpretativa se fundamenta y las distintas clases que de tales argumentos existen. Un poco de todo eso trataré de exponer de la mano de una interesante sentencia de la Sala Social del Tribunal Supremo, la 419/2023, de 13 de junio.

 

Los hechos del caso, la norma que vienen al caso y el problema que se plantea

El artículo 176 del Real Decreto Legislativo 1/1994, de 20 de junio, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley General de la Seguridad Social establecía lo mismo que hoy se lee en el artículo 226.2 del Real Decreto Legislativo 8/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General de la Ley General de la Seguridad Social. Lo siguiente:

En todo caso, se reconocerá derecho a pensión a los hijos o hermanos de beneficiarios de pensiones contributivas de jubilación e incapacidad permanente, en quienes se den, en los términos que se establezcan reglamentariamente, las siguientes circunstancias:

a) Haber convivido con el causante y a su cargo.

b) Ser mayores de cuarenta y cinco años y solteros, divorciados o viudos.

c) Acreditar dedicación prolongada al cuidado del causante.

d) Carecer de medios propios de vida.

Como se ve, se regula la concesión, a cargo de al Seguridad Social, de prestaciones a hijos o hermanos de beneficiarios fallecidos de pensiones contributivas, siempre que tales hijos o hermanos cumplan esas cuatro condiciones que la norma enumera.

Una de tales prestaciones había sido solicitada por la hija de un pensionista que falleció el 14 de noviembre de 2014. La hija solicitante, de más de cuarenta y cinco años, se había dedicado prolongadamente al cuidado de su padre ahora fallecido, convivía con él cuando el fallecimiento, y a su cargo, y no tenía medios propios de vida, pero estaba casada desde 1994. El 30 de abril de 2014 su esposo había sido condenado como autor de un delito de violencia de género por haberla amenazado con un cuchillo. Cuando el padre de ella muere, estaba ella separada de hecho de su cónyuge, separación que venía de cuando aquel delito ocurrió. Pero en esas fechas no estaban todavía divorciados, sino que únicamente separados de hecho.

La sentencia de divorcio tiene fecha de 7 de octubre de 2015; es decir, unos once meses más tarde del fallecimiento del padre pensionista.

Todo el problema jurídico que hay que resolver se resume, pues, según el siguiente esquema: si la norma aplicable (entonces el mencionado artículo 176 de la Ley General de Seguridad Social) exigía (como exige ahora el 226) la condición de estar soltero, divorciado o viudo a la muerte del causante, para tener derecho a la pensión por fallecimiento, ¿es posible otorgar dicha pensión en este caso en que la demandante no estaba ni soltera ni divorciada ni era viuda cuando el padre murió, sino que tenía su vínculo matrimonial sin disolver y ni siquiera había un régimen de separación legal, aunque sí existía separación de hecho?

 

Las alternativas acordes con el Derecho y cómo se llaman esas alternativas

Hay un procedimiento informal y corriente del todo para que podamos sencillamente saber si un hecho, una situación o un estado de cosas encaja o no bajo los términos de una norma: preguntarse si algún hablante de la lengua en cuestión lo identificaría como un ejemplar de lo que la norma menciona. Así, si la norma dice “árbol frutal” y lo que tenemos es un nabo, nadie considerará que al nabo quepa aplicarle directamente y de resultas de la norma lo que para los árboles frutales la norma establezca. En cambio, si lo que tenemos es un manzano plenamente desarrollado y que ya da manzanas, ninguno en sus cabales dudará de que sí es procedente dicha aplicación.

¿Y si se trata de un pino piñonero o de un grosellero (el arbusto ribes rubrum)? Ahí comienzan las dudas razonables y todo pasa por la interpretación, precisamente. Hay objetos prototípicos de lo referido por una palabra o expresión y hay objetos que pueden o no estar referidos por dicha palabra o expresión, en cuyo caso tendremos que precisar el sentido de la expresión en el caso mediante consideraciones referidas a cosas tales como el contexto de uso, la intención del hablante, el marco social de que se trate, el asunto práctico que se quiera resolver, etc., etc. Ahí está el ámbito de la interpretación.

Evidentemente, una piedra no es un árbol frutal y una vaca o un balón de fútbol tampoco lo son, licencias poéticas aparte. Esos son los que la teoría jurídica de impronta hartiana llama candidatos negativos. No hay argumento interpretativo ninguno que nos permita afirmar seriamente que una vaca o un balón son árboles frutales, lo que no quita para que pueda tener sentido que a la vaca o el balón les apliquemos excepcionalmente el mismo tratamiento de los árboles frutales. Pero no porque lo sean y diciendo que es la norma entera la que a ellos aplicamos, repito.

Usted prohíbe a los niños del barrio que lancen piedras en la playa, en la zona en la que toman el sol los veraneantes. Pero los muchachos descubren en las ruinas de una fábrica cercana un montón de bolas de hierro, las arrojan hacia los turistas tostados y ante el reproche de usted los muy taimados responden que no se trata de piedras. Imagino que en un caso así no se embarcará usted en disquisiciones filológicas sobre la noción de piedra y que más bien les dirá que da igual, porque, aunque las bolas de hierro no sean piedras, no se pueden lanzar tampoco, por la misma razón que las piedras o con mayor razón, incluso.

Seamos precisos, no ha hecho usted una interpretación de “piedra” que abarque la bola de hierro bajo su significado, sino que ha creado una norma nueva que se suma a la anterior y que prohíbe lanzar bolas de hierro o trozos de hierro como si fueran piedras y aunque no lo sean.

Que tiene sentido preguntarse y decidir si un grosellero es o no es un árbol frutal, a efectos de la norma de turno que habla de “árboles frutales”, está fuera de toda duda. Igual que tiene sentido que yo me pregunte y decida si, cuando mi pareja me pidió que le regale para su cumpleaños unos zapatos, cumplo o no si le compro unas sandalias bien elegantes o unos botines, y sabiendo que si mi regalo consiste en un perfume, no le regalo lo que pidió, por mucho que quiera un servidor estirar el significado del término “zapato”.

En Derecho puede tener mucho sentido extender la consecuencia jurídica de una norma a hechos que no cuadran bajo la referencia de los términos que componen su supuesto de hecho. Y de inmediato hay que aclarar que no se está hablando ahí de decisión contra legem, de vulnerar la norma misma cuya consecuencia se aplica a lo que en su enunciado no se menciona de ningún modo. Esta precisión es crucial. Veámosla con algo de calma.

Supongamos una norma reglamentaria de una institución que diga que en los edificios de tal institución y para el acceso a los pisos superiores, “podrán hacer uso de los ascensores los mayores de sesenta años y los que deban desplazarse en silla de ruedas”. ¿Diríamos que la norma se ve contrariada si un juez estima (omitimos recrearnos en pormenores de posibles escenarios litigiosos) que también pueden usar los ascensores ahí las embarazadas en avanzado estado de gestación, las personas que se desplacen por su pie, pero con muletas o los bebés en sus coches de bebé, acompañados, además, por la persona que lo lleve?

Todo depende de una cuestión interpretativa que es aquí dirimente: cuando la norma alude expresamente a los dos grupos que podrán usar el ascensor ¿nos está indicando que esos dos grupos sí podrán o determina que podrán única y exclusivamente esos dos grupos? No es algo diferente de las dudas que se nos pueden presentar en el uso ordinario de nuestro lenguaje. Si digo “En esta casa vivimos mi cónyuge y yo” puede significar que los dos vivimos en esta casa, lo que no excluye que también vivan aquí nuestros hijos o los hijos de uno de nosotros, o mi suegro…; o puede significar que nada más que nosotros dos vivimos en esta casa.

Los supuestos que en la norma se citan pueden constituir meros ejemplos o un conjunto cerrado y acotado. Si, en un Estado E rige una norma que dispone que “los nacionales de E tendrán derecho a votar en las elecciones generales y locales”, eso puede querer decir que los nacionales pueden votar, sin quedar así excluido que también se autorice el voto de otros, pero también se puede entender en el sentido de que  únicamente los nacionales de E están autorizados para votar. Si una norma ulterior permitiera el voto de algún grupo extranjero, no habría antinomia si la interpretación que se aplica es la primera, pero sí se daría incompatibilidad entre ambas normas si es la segunda.

¿Qué razones puede haber para entender la norma, cualquiera de las de los ejemplos anteriores, de una manera o de la otra? Pues de eso, precisamente, se trata al interpretar, de establecer, con base en variadas razones convincentes, la preferencia de uno u otro de los significados posibles, de la norma en sus términos generales y particularmente de la norma para el caso que se juzga.

 

La sentencia y sus argumentos

En el primero de los fundamentos de Derecho la sentencia describe bien el problema que en el caso se debe despejar:

“La cuestión a resolver es la de determinar si debe reconocerse la prestación en favor de familiares a la hija del pensionista de jubilación que en la fecha del hecho causante estaba legalmente casada, aunque se encontraba separada de hecho de su esposo que meses antes fue condenado como autor de un delito de violencia de género, recayendo finalmente la sentencia de divorcio con posterioridad al hecho causante”.

Recordemos que la norma aplicable dispone que tendrán derecho a la prestación quienes, además de cumplir otras condiciones que en el caso no se debaten, sea soltero, divorciado o viudo. En materia de estados civiles, la claridad impera y no es tan fácil encontrar casos dudosos sobre si alguien es soltero, divorciado o viudo. Y, desde luego, en el presente asunto nadie discute que el dictamen jurídico es indudable: la demandante de esa prestación por muerte del padre está legalmente casada cuando el padre fallece. Tampoco es objeto de debate el que tenga que ser ese momento de la muerte el que cuente a efectos de analizar cuál es el estado civil de la hija. Entonces, si tantas cosas están claras, ¿qué se discute?

Al leer la sentencia, queda la impresión de que se están manejando opciones directamente interpretativas de la norma, algo así como determinar si a efectos de dicha norma es ya divorciada la persona que todavía no se divorció, pero que está separada de hecho por motivos de violencia de género y que más adelante, casi un año después, recibirá la sentencia de divorcio. En puridad, no tiene ningún sentido jurídico imaginar que haya casados divorciados antes del divorcio, igual que no hay solteros que cuenten como casados antes de casarse ni viudos que lo sean desde un año antes de la muerte del cónyuge. Con eso no quiere decirse que no quepa extender a esta mujer legalmente casada un tratamiento igual, a efectos de la pensión de orfandad, al que habría tenido si ya hubiera estado formalmente divorciada. Pero eso no es una cuestión de interpretación de la palabra “divorciado”, sino que el tema versa sobre si cabe o no la extensión teleológica de la norma en un supuesto como el que aquí se da. Por supuesto que la disquisición sobre la extensión teleológica presupone resolver antes que nada un asunto de interpretación, pero no consiste éste en dirimir qué significa, en el enunciado de la norma, “divorciado”, sino en establecer si es cerrada o abierta la enumeración de los estados de quienes pueden aspirar a la pensión: solteros, divorciados y viudos. En otras palabras, ¿en algún caso puede atribuirse la pensión a quien todavía es casado (y cumple los otros requisitos, obviamente), sin que con tal atribución se esté vulnerando dicha norma, decidiendo contra legem?

Reparemos en lo absolutamente capital que resulta el que tengamos criterios medianamente claros y metodológicamente manejables sobre ese problema de lo que es extensión válida de la norma y lo que es decisión contra legem. Sin esa claridad, todo requisito legalmente sentado podría tranquilamente entenderse como meramente ejemplificativo y judicialmente dispensable en cuanto apareciera una buena razón de equidad o conveniencia.

Piénsese, por ejemplo, en el artículo 12 de la Constitución española: “Los españoles son mayores de edad a los dieciocho años”. ¿Tendría sentido que lo entendiéramos como que la condición para ser considerado mayor de edad, a los efectos jurídicos oportunos, consiste en tener cumplidos dieciocho años u otra condición similar en cuanto a madurez y responsabilidad? Creo que todos asumimos que quien no tenga dieciocho años no es jurídicamente mayor de edad, aun cuando haya personas de diecisiete que son totalmente maduras y otras de veintidós de una inmadurez despampanante. Ahí nadie reprocha que todos los juristas seamos perfectamente formalistas, a partir de entender de este modo el precepto constitucional: única y exclusivamente los que tengan dieciocho años son mayores de edad; o sea entender que jurídicamente, en el Derecho español, tener dieciocho años es condición necesaria y suficiente para ser mayor de edad, no mera condición suficiente (en cuyo caso serían mayores de edad los de dieciocho, pero podría ser considerado también mayor de edad alguien de dieciséis, mismamente) ni mera condición necesaria (en cuyo caso podría no ser tratado como mayor de edad uno que tuviera dieciocho, pero fuera muy lerdo, obrara con gran inmadurez o no supiera hablar sin respetar la corrección política que los tiempos imponen).

Un ejemplo más. El artículo 1261 del Código Civil dice que

“No hay contrato sino cuando concurren los requisitos siguientes: 1º) Consentimiento de los contratantes. 2ª Objeto cierto que sea materia del contrato. 3ª) Causa de la obligación que se establezca”.

Esas son condiciones conjuntamente necesarias y suficientes y no se nos ocurrirá pensar que la falta de alguno de esos requisitos pueda suplirse por analogía, como si estuviera completamente viciado el consentimiento de una parte pero alegáramos que al consentimiento requerido puede equivaler la buena intención de fondo de las dos partes y que, visto con perspectiva de género, es mejor entender que con la buena intención basta, ya que así resulta favorecida una mujer (o cualquier persona que pueda pertenecer a un grupo socialmente discriminado en ese ámbito de actividad).

A veces el propio ordenamiento señala que los elementos de una lista son exclusivos y excluyentes, como cuando en el artículo 848 del Código Civil leemos que

“La desheredación sólo podrá tener lugar por alguna de las causas que expresamente señale la ley”

y los artículos 852 y siguientes enumeran esas causas alternativas de desheredación. Otras veces va de suyo que la enumeración legal señala condiciones imprescindibles, de las que ninguna puede faltar y a las que ninguna más cabe añadir. Y hay muchos casos también en que resulta sumamente discutible el carácter de la norma que enumera condiciones o cabe extenderlas o desatenderlas sin vulneración plena de la norma en cuestión.

Eso último es lo que entiendo que ocurre con la mentada norma del artículo 176 de antes y 226 de ahora de la Ley General de Seguridad Social. A primera vista, parece que las condiciones que la norma sienta para tener derecho a la pensión de orfandad son taxativas e inexorables. Pero siempre cabe preguntarse si hay en la norma y en su marco teleológico motivos que hagan pensar que con la norma es compatible resolver a favor de la persona que no es ni soltera ni divorciada ni viuda cuando el causante fallece, pero que está separada de hecho por causa de violencia de género y más tarde se divorcia.

En otras palabras, negar la pensión a quien cumpla todos y cada uno de los requisitos supone incumplimiento flagrante de la norma, pero conceder la pensión a esta mujer, ¿la vulnera también? La cuestión decisiva, es, pues, la de cómo entender esas condiciones, si como suficientes y necesarias o meramente como suficientes, en el sentido que antes se indicó.

No es así como se percibe el razonamiento de la sentencia, y por eso me parece acertada en su fondo, pero metodológicamente equívoca y conceptualmente poco clara. Explico ahora por qué.

Primeramente, en la sentencia se nos recuerda que

“En interpretación de este precepto son muy numerosas las sentencias de esta Sala IV en las que se ha dicho que la situación de separación de hecho no es equiparable a la separación legal o divorcio, y que este requisito debe en todo caso concurrir en la fecha del hecho causante, sin que pueda considerarse cumplido porque se haya iniciado con anterioridad el procedimiento judicial o los trámites para su preparación”.

Tenemos ahí un primer equívoco sutil. La interpretación no determina qué fenómenos son “equiparables” bajo algún criterio, sino cuáles forman parte o no de la referencia de un término o expresión. Bajo muchos puntos de vista, si mi pareja me ha pedido de regalo unos zapatos y le compro un estupendo perfume son equiparables los zapatos y el perfume: por su precio, por su función para la buena presencia social, por el afecto que expresa el que los regala, etc., pero un perfume no son unos zapatos. De igual manera, hay muchos modos de entender como equiparable la separación de hecho y el divorcio, pero una separación de hecho no es un divorcio. Esto es, no hay cómo decir que los separados de hecho están a los efectos de la norma divorciados, aunque sí quepa ver si equiparar las dos situaciones es posible desde el punto de vista legal y con el fin de dilucidar si la extensión de los efectos del divorcio a quien está separado de hecho es o no es compatible con la norma en cuestión, aunque no esté esa extensión expresamente amparada por su letra. En eso consiste la extensión teleológica, también llamada extensión por analogía.

Ciertamente, cuando se citan en la sentencia otras resoluciones de la misma Sala del Tribunal Supremo en las que se niega la pensión de orfandad o una similar, como la de viudedad, a quien no está divorciado, sino separado de hecho, se expresa que lo que no resulta viable es tal extensión analógica, para lo cual se aporta una razón de peso: la de que la persona todavía legalmente casada es beneficiaria de la obligación de alimentos por su cónyuge, por lo que no se hallaría, al menos en principio, en la situación de falta de medios de subsistencia que la propia normativa de la pensión requiere: “porque mientras tanto los deberes de los cónyuges subsisten y pueden reclamarse alimentos con la extensión prevista en al normativa del Código Civil” (fundamento tercero, con cita de la STS 640/2020).

Insisto, no se estaba interpretando en esa jurisprudencia que separado de hecho se pueda interpretar como incluido en la referencia de “divorciado” ni se estaba excluyendo la extensión analógica, sino que se afirmaba que existía una razón en contra de la extensión analógica en tales casos en que el cónyuge podía y debía prestar alimentos.

Frente a dicha jurisprudencia anterior prácticamente unánime, la sentencia que analizamos introduce un elemento a tener en cuenta y que va a tratar como determinante: que la separación de hecho de la mujer solicitante obedecía a que había sido víctima de un delito de violencia de género por su marido. ¿Excluía eso la obligación de alimentos por parte de ese marido condenado, separado de hecho y todavía no divorciado? Seguramente no, pero lo cierto es que si la situación excluye la pensión y si el divorcio de diez meses después excluye la obligación de alimentos del cónyuge que ya no lo es, la mujer se queda sin recursos y parece fuera de duda que la finalidad protectora de la norma del 176 LGSS (ahora 226) se frustra irremisiblemente. Ahí es donde comparece la imprescindible interpretación teleológica, que debería siempre ser así explicitada.

Más que aclarar cómo concurre ese requisito de la extensión teleológica ligado al fin protector de la misma norma sobre la pensión, lo que la sentencia hace es deslizarse por el camino más fácil de razonar sobre la violencia de género y la interpretación con perspectiva de género. No digo que no sea apropiado, en su debido contexto, sino que en el razonamiento de la sentencia se oscurecen tanto esa regla interpretativa, como lo que propiamente es la analogía. Veamos cómo y por qué.

Con abundante cita de precedentes, se subraya que es absurdo exigir, como condición de la referida pensión, que la mujer que ha sido víctima de un delito violento de su marido siga conviviendo con él hasta el divorcio, de modo que si el causante fallece en ese tiempo intermedio entre la violencia y el divorcio, se queda sin la pensión si dejó de vivir con el maltratador. Ahí está la fuerza del argumento de fondo, en lo que podemos llamar una incoherencia valorativa, consistente en que la protección que la pensión significa en un plano quede subordinada a la desprotección de la mujer en el otro.

Como la sentencia recuerda, la convivencia no debe entonces exigirse, sino que la ruptura de la misma se impone “para proteger a la víctima de la violencia de género”: la convivencia no se rompe “por la libre voluntad de la mujer que forma parte de la unión de hecho, sino porque la violencia ejercida sobre esta última hace imposible la convivencia” (fundamento cuarto, con cita de la STS, sala 4ª, d272/2023). Ahora llegamos a la pregunta decisiva y más de fondo: Si, muy excepcionalmente, el delito violento hubiera sido cometido por la esposa contra el esposo (por ejemplo, un intento de homicidio o un delito de lesiones) y fuera el marido el que reclamara la pensión aquí en cuestión en circunstancias como las que aquí se dan, ¿cambiaría algo de la doctrina que se está sentando en esta sentencia? ¿Y si hubiera pasado lo mismo en un matrimonio de hombres o uno de mujeres?

Entiendo que nada cambiaría y sería el mismo el absurdo el decirle al marido en situación de dependencia del progenitor fallecido antes del divorcio y durante la separación de hecho posterior al delito de ella, que no puede percibir la pensión porque no estaba divorciado, sino nada más que separado de hecho. En otras palabras, en un ordenamiento axiológicamente consistente es el absurdo de tener que soportar la convivencia con el cónyuge violento y peligroso lo que da sentido a la extensión teleológica de la norma, no el género, sexo u orientación sexual de los protagonistas. Repito, esto es así en un sistema valorativamente coherente y donde lo que cuente sea la dependencia y la circunstancia de los sujetos, sin discriminación por razón de sujeto o de género.

Si alguien objeta a lo anterior que con mi razonar pongo trabas a la protección de mujeres maltratadas y víctimas de violencia de género, mi réplica resulta obvia: ¿cuáles trabas para la protección de la mujer víctima de delitos de género se derivan de que se extienda la misma protección a los varones casados con mujeres o casados con otros hombres, o a las mujeres casadas con mujeres, si, además, la pensión en debate no la tiene que pagar la otra parte, sino la Seguridad Social?

Si en lo anterior, que entiendo por completamente conciliable con el planteamiento feminista más exigente y con el afán protector más depurado, estoy en lo cierto, entonces la argumentación de la sentencia va descaminada, porque al mencionar solamente normas protectoras de la mujer, induce a creer que si el sexo de los protagonistas del caso estuviera invertido, no procedería conceder la pensión al reclamante varón no divorciado, pero sí de hecho separado, de la mujer que amenazó con matarlo o que intentó matarlo.

Dice la sentencia, por ejemplo, que

“Viene de lejos la implicación de esta Sala en la aplicación de la perspectiva de género como mandato interpretativo que emana del art. 4 LO 3/2007, de 22 de marzo (LOIEMH), a la hora de efectuar la integración normativa en relación con situaciones en que están en juego instituciones jurídicas encaminadas a la consecución de la igualdad efectiva de oportunidades de hombres y mujeres” (fundamento cuarto, con cita de la STS 167/2023); o que “Juzgar con perspectiva de género supone la interpretación de las normas procurando la mayor igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres ( STS 997/2022, de 21 de diciembre, rcud. 3763/2019), en tanto que se trata de un principio informador del ordenamiento jurídico y, como tal, se integrará y observará en la interpretación y aplicación de las normas jurídicas. Ello significa, por un lado, que la igualdad entre mujeres y hombres constituye valor supremo del ordenamiento jurídico; y, por otro, que consecuentemente, la aplicación de tal principio debe considerarse criterio hermenéutico imprescindible para la interpretación de las normas jurídicas”.

Ciertamente, pero ¿en verdad se avendría el Tribunal a fallar, en un caso igual con los géneros invertidos o entre parejas del mismo sexo, que el solicitante no mujer que ha sufrido la violencia del otro cónyuge no es jurídicamente merecedor de la pensión porque no estaba divorciado cuando murió el causante? Quiero pensar que no. Pero, si tengo razón, la decisión no es tanto dependiente de una interpretación con perspectiva de género, cuanto de una interpretación teleológica de la norma de base que se atiene al fin protector de la norma y que no quiere que el precio del amparo que la norma brinda sea el de convivir con el cónyuge violento hasta que la sentencia de divorcio recaiga.

O tal vez no incurre en inconsecuencia la sentencia y es el sesgo del lector el que deforma el panorama. Porque lo que acabo de proponer es perfectamente compatible con estos otros argumentos que en la sentencia leemos:

“Aplicando en consecuencia la obligada interpretación de la Ley con perspectiva de género, la conclusión no puede ser otra que la de extender a la prestación en favor de familiares ese mismo criterio ya acuñado respecto a las pensiones de viudedad de las parejas de hecho, que exime el requisito de convivencia cuando la ruptura de la relación obedece a la circunstancia de que la mujer ha sido víctima de violencia de género.

Eso mismo sucede en el caso del matrimonio cuando la separación de hecho es igualmente consecuencia de una situación de violencia de género, que por ese motivo debe equipararse en estos supuestos a la de la separación legal que la norma contempla como elemento habilitante para el acceso a la prestación en favor de familiares” (fundamento cuarto).

Todo depende, pues, de qué entendamos por perspectiva de género aquí. Si la interpretación con perspectiva de género avala el dar en este caso la razón a la mujer que solicita la pensión, pero impide que se le otorgue tal pensión el hombre que se encontrara en idéntica situación respecto de cualquier cónyuge suyo autor de un delito violento, sea mujer o sea otro hombre (y que también impediría que recibiera su pensión la víctima mujer de una esposa así violenta), la discriminación es intolerable.

Mucho más oportuno parece buscar argumentos que permitan la extensión por vía de analogía a toda persona casada que en un caso como este haya sido víctima de violencia de su pareja, que todavía no haya terminado de divorciarse y que haya dejado de convivir con quien la amenaza o maltrata. Y qué duda cabe de que beneficiarias de este planteamiento serán ante todo mujeres acosadas, agredidas y amenazadas por lamentables y muy estúpidos machos. Pero si buscamos coherencia en la aplicación de las normas y algo de justicia, lo determinante no ha de ser la estadística, sino la protección adecuada de las víctimas, de todas las posibles víctimas, sea el que sea su sexo, su género, su raza, su religión, su opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.