Por Cándido Paz-Ares*

 

1. La primera es la falacia de la prohibición. La Constitución no prohíbe la amnistía, ni siquiera implícitamente. Quienes ahora sostienen lo contrario confunden, en mi laica opinión, el deseo con la realidad. La realidad es que la amnistía no es inconsistente ni con la interdicción de los indultos generales ni con la cláusula del estado de derecho y principios derivados: igualdad, efectividad de la tutela judicial, seguridad jurídica, separación de poderes, etc. A estas alturas no hace falta demorarse en la explicación. La prueba del nueve está en la propia contingencia de las inconsistencias alegadas. Pues si realmente fuesen tales, tendrían que verificarse siempre y en todo lugar. Y no es así. En el tiempo, la Constitución de 1931 demuestra a las claras la posibilidad de convivencia de la prohibición del indulto general (al ejecutivo) y el reconocimiento de la facultad de amnistiar (al legislativo). En el espacio pasa otro tanto: los ordenamientos constitucionales más próximos ponen de relieve que los principios del estado de derecho no están en absoluto reñidos con la admisión de la amnistía como prerrogativa legislativa de gracia. El caso alemán es particularmente elocuente.

Diré aún algo más. En realidad, si se mira con cuidado, la Constitución reconoce expresamente la viabilidad de la amnistía, aunque lo haga de soslayo. A mi modo de ver, el art. 87.3 deja poco margen para la vacilación. El hecho mismo de que prohíba la tramitación de una ley de amnistía por iniciativa popular solo puede entenderse como reconocimiento de que permite sustanciarla por el procedimiento ordinario, a instancia del gobierno o de las propias cortes. En otro caso, el precepto sobraría. Nótese que la única medida de gracia a que puede referirse es la amnistía ya que el indulto es una potestad gubernativa y, además, debiendo ser singular, se aviene mal con el carácter general de la ley.

El reconocimiento constitucional de la prerrogativa de marras no confiere, sin embargo, barra libre al legislador. Su margen de acción estructural es limitado. La amnistía, en la medida en que implica la afectación o no satisfacción de principios importantes del estado de derecho, sólo se legitima al servicio de un objetivo especialmente valioso desde el punto de vista constitucional. Los requisitos consabidos del test de proporcionalidad han de satisfacerse cumplidamente, lo cual se traduce, en lo que ahora importa, en la necesidad de una justificación suficiente.

 

2. Justamente por ahí entra en escena la segunda falacia o falacia de la justificación. Digámoslo claro: la amnistía proyectada carece hoy por hoy de una justificación capaz de enervar la objeción de arbitrariedad. Los argumentos basados en la urgencia de formar un gobierno progresista, de desjudicializar el conflicto territorial catalán o de reconciliar una sociedad dividida a raíz del procés son todos ellos falaces, cuando no mendaces. Por detrás asoman otros tantos sofismas.

El sofisma de la gobernación –el empeño de sanear la amnistía apelando a la conveniencia de formar gobierno, por muy progresista que sea o se pretenda– es el más burdo. De hecho, más que un error de raciocinio, parece una ofensa a la inteligencia. La amnistía es un medio legítimo para alcanzar un objetivo constitucionalmente valioso, pero habrá de convenirse en que el de “evita[r] la repetición electoral para no dar una segunda oportunidad a la derecha”, cabalmente el que le habría atribuido el Presidente en funciones ante el Comité Federal de su partido, no merece tan alta consideración. No hace falta añadir que, estando la Constitución por encima de la política, la investidura de un gobierno no es conceptualmente apta para justificar la acometida o varapalo que ineludiblemente entraña la amnistía para el estado de derecho y sus principios inherentes, especialmente el de igualdad y reserva jurisdiccional. El predicado ‘progresista’ carece de poder taumatúrgico: no purga o purifica el precio que se paga por gobernar. La impresión del carácter venal de la amnistía, lejos de amortiguarse, se afianza cada vez que uno escucha la cantinela del gobierno de progreso.

El sofisma de la desjudicialización se desmonta también sin mayor esfuerzo. Las cosas  son como son: si el conflicto catalán se ha ‘judicializado’ es porque ha funcionado el estado de derecho. Escandaliza por ello oír que fue una equivocación tratar de resolver el problema acudiendo a los tribunales. ¡Cómo si existiese alternativa a la tan denostada ‘estrategia punitivista’! ¿Acaso las autoridades encargadas de la acción penal podrían haberse cruzado de brazos ante delitos tan flagrantemente cometidos? El argumento no mejora cuando se sugiere además que los tribunales se habrían propasado. Este es sin duda el pensamiento que subyace al Dictamen de Sumar cuando justifica la amnistía “por la falta de proporcionalidad con la que se adoptaron ciertas resoluciones judiciales”. Invocar la desjudicialización para legitimar la amnistía equivale a configurar la medida de gracia como un instrumento de rectificación de las sentencias judiciales y, por tanto, como vía de invasión de un ámbito reservado al poder judicial por parte del poder legislativo. Este promulga las leyes, pero es aquel quien las aplica. La separación de poderes no es otra cosa. ‘Desjudicialización’ es una palabra mágica, como antes lo era ‘gobernación’ o ‘gobernabilidad’. Quizá pueda sonar bien en alguna ocasión o en alguna instancia, pero los juristas sabemos que envenena el discurso público. Propicia la politización, la banalización y la desnaturalización del derecho.

El sofisma de la reconciliación es menos tosco tal vez, pero en el contexto actual suena igualmente a hueco. El país no vive una situación convulsa o de excepción como la que forzó las amnistías de la Restauración o la República. La amnistía no es hoy una ‘cuestión existencial’ como lo fue entonces. En nuestras circunstancias de normalidad democrática, la concordia pretendida y “la búsqueda de una solución política y negociada al conflicto” no se logra por una vía en la que al infractor no se le exige contrapartida alguna, ni siquiera la ‘renuncia a la unilateralidad’ y una mínima satisfacción moral a la ciudadanía que sufrió su formidable desafío. Eso no es reconciliación, sino claudicación o rendición. La idea de que el Estado es el perdonante y no el perdonado no puede desdibujarse en ningún momento sin provocar ira, resentimiento y desafección en el grueso de la población. En ello sí nos va la convivencia. En resumen: no es admisible en esta hora una amnistía política sin que el infractor regularice moral y políticamente su situación. ¿Concebiría alguien una amnistía fiscal no condicionada al pago o regularización de la deuda tributaria pendiente?

 

3. La ausencia de una justificación suficiente o confesable revela fallas estructurales en el proceso de deliberación y, a la postre, un déficit de legitimación democrática. Tropezamos así con la tercera falacia de esta desdichada amnistía, la falacia de la representación. No basta en efecto con constatar que la decisión cuenta con el respaldo mayoritario de la cámara. La representación política ganada en las urnas no se sostiene en el aire. Necesita mantener un hilo de unión con la soberanía popular, como oportunamente observó Pedro Cruz, un hilo que en nuestro caso se halla mortalmente amenazado a causa de diversas anomalías.

La primera es la falta de autenticidad. El pecado original de la parte mayoritaria de la coalición es notorio: no haber planteado en la campaña electoral su intención o disposición a apoyar la amnistía; peor aún, haberse manifestado resueltamente contra ella. No hay que encarecer la gravedad de esta contradicción con los propios actos desde la óptica de la representación política. La maniobra, vista retrospectivamente, solo tiene un nombre: burla o insolencia. Se nos dice ahora que la amnistía no estaba en los planes del partido socialista, que es fruto de un cambio impuesto por el resultado electoral. Pero sabiéndose de antemano que la amnistía sería obligada para gobernar en el escenario más probable, justamente el que se ha producido tras elecciones, ¿cómo no iba a estar en sus planes? Donde seguro que no estaba era en los planes de los votantes. La burla se convierte en escarnio cuando además se insinúa –como hizo el ex Presidente Rodríguez Zapatero– que la amnistía entonces rechazada era de una naturaleza distinta de la que ahora se bendice.

La segunda anomalía es la falta de imparcialidad de la parte minoritaria de la coalición, cuyos votos resultan sin embargo decisivos. El mal que la aflige –un ‘conflicto de interés’ axiomático– no es menos grave toda vez que “puede influir de manera inadecuada –lo digo delicadamente, tomando a préstamo los términos del Reglamento del Parlamento catalán– en el cumplimiento de sus deberes como diputado”. Recuérdese: la ‘autoamnistía’ es una práctica universalmente proscrita. En el acuerdo PSOE-Junts firmado el día de ayer se lee que el perímetro de la amnistía se estirará todo lo que sea necesario para procurar la inmunidad o impunidad por crímenes (blanqueo de capitales, corrupción y cuantos otros quieran incluirse en ese cajón de sastre que es el lawfare), cuya única conexión con el procés es haber sido cometidos por independentistas. Este es quizá el mejor ejemplo de cómo los dirigentes de un partido primero y sus diputados probablemente después hacen uso de sus prerrogativas para beneficiase a sí mismos y a las personas de su círculo más próximo, desatendiendo por completo sus deberes fiduciarios. No es fácil de entender. Como tampoco lo es que el partido socialista se haya prestado por un puñado de votos a este juego infernal, que muchos jueces pueden interpretar como insinuación o acusación velada de prevaricación.

La tercera anomalía alude a la inevitable falta de fiabilidad del proceso de formación de la ‘voluntad general’ derivada de la conmixtión de gracia e investidura. El solo hecho de negociarse la amnistía en el contexto y como condición para la formación del gobierno la deja irremisiblemente tocada. Ahí está el origen de todos los males. La pregunta cada vez menos contrafáctica que habrá que hacerse al final del camino –¿habría habido amnistía si no hubiese sido precisa para la investidura?– pone el dedo en la llaga. La respuesta la sabemos todos. Internamente la ha expresado con vigor el disidente más valiente: “esta no es una amnistía para la convivencia, es una amnistía para la investidura” (Odón Elorza). Uno se percata así de que la convivencia o la reconciliación o la pacificación es la causa falsa de la amnistía, siendo la causa verdadera –una que los iusprivatistas no dudarían en calificar de causa turpis– la conservación del poder. La negociación llevada a cabo bajo la pendencia de la investidura ha dejado al desnudo también la lógica cada vez más coactiva y extractiva de los partidos independentistas. ¿Cabe esperar algo distinto de las negociaciones que aguardan en el futuro para la ‘estabilidad de la legislatura’ a que se refiere el último punto del acuerdo PSOE-Junts?

Dejo de lado la espinosa cuestión relativa al consenso necesario para adoptar una amnistía de tal transcendencia constitucional. Lo hago, no porque no me parezca una mayúscula irresponsabilidad política y moral adoptarla con la ajustadísima mayoría de que dispone la coalición, sino porque no tengo la seguridad de que esta circunstancia, a diferencia de las previamente comentadas –la falta de autenticidad, la falta de imparcialidad y la falta de fiabilidad–, valga por sí sola para fundar un argumento jurídicamente eficaz. No cabe duda, sin embargo, de que acentúa la gravedad de las anteriores, cuya relevancia no cabe menospreciar relegándola al campo no justiciable de la política. La cláusula constitucional del estado democrático no lo permite.

 

4. La envergadura de las denunciadas falacias de la justificación y la representación abocan la amnistía en ciernes a una estrepitosa y humillante declaración de inconstitucionalidad. ¿Puede hacerse algo para evitarla? La respuesta más coherente con la igualmente denunciada falacia de la prohibición es un sí. Pero un sí tan exigente que en esta hora no es más que una quimera. Pues, en efecto, no bastaría con paliar los defectos de justificación exigiendo una ‘renuncia a la unilateralidad’, sobra decir que genuina y sin reservas. Sería necesario además subsanar los defectos de representación asegurando que la conexión con la soberanía popular queda finalmente restablecida. Para lo cual, una de dos: o bien se consulta al pueblo soberano supeditando la aprobación de la amnistía a un referéndum ratificativo, o bien se sella un pacto de lealtad constitucional en toda regla (no será difícil encontrar cerca modelos en que inspirarse), en términos que permitan suponer, más allá de toda duda razonable, que el interés público ha prevalecido y se ha realizado por encima de cualquier interés partidista. Tertium non datur.


* Publicado en El Confidencial, edición del 10 de noviembre de 2023

foto: JJBOSE