Por Juan Antonio Lascuraín Sánchez 

Disculpen si resulta cansino recordar el abecé del Estado democrático y de Derecho, basado en que todos los ciudadanos somos decisores, libres e iguales. Unos, que son elegidos por todos, hacen las leyes, y las hacen iguales para todos. Otros, los jueces, que procuramos que sean sabios e independientes, aplican esas leyes y lo han de hacer también igualitariamente: sin separarse de las mismas y sin distingos en función de las personas a las que se aplican, sean Agamenón o su porquero. Si el juez se pasa, si actúa arbitrariamente (al margen de la ley) o parcialmente (por simpatía o antipatía con las partes del conflicto que tiene que resolver, o velando por intereses propios), hemos diseñado recursos para que reconsidere su decisión o para que sea revisada por otros jueces de rango superior. En última instancia, si todo ello no funciona y la injusticia es grave (hay vulneración de derechos fundamentales), nos queda el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. No está de más recordar que nuestros procedimientos judiciales han diseñado motivos de queja específicos contra la supuesta inquina judicial: desde la invocación preferente del derecho fundamental a un juez ordinario, independiente e imparcial, hasta la recusación del juez; desde la falta de trascendencia penal del comportamiento objeto de acusación (invocación de la atipicidad de tal conducta), hasta la prohibición de las inquisiciones penales generales (el instructor busca y rebusca en la entera vida del imputado hasta encontrar algún delito). Y, en fin, no sobra subrayar que la legitimación de la labor judicial procede fundamentalmente de su sujeción a la ley democrática y de cómo seleccionamos a los jueces, que no caen del cielo de oscuros intereses parciales, sino que acceden a su función por sus conocimientos jurídicos tras largos años de estudio, y cuya incorporación al Tribunal Supremo, que es la instancia que al final decide el modo correcto de interpretar las leyes, depende de un órgano, el Consejo General del Poder Judicial, cuyos componentes son elegidos por el Parlamento. Por su parte, los doce magistrados y magistradas del Tribunal Constitucional, que no pertenece al poder judicial y que es el garante último de la constitucionalidad de las leyes y de la vigencia de los derechos fundamentales, son designados por el Congreso (cuatro), por el Senado (cuatro), por el Gobierno (dos) y por aquel Consejo (dos).

Todos estos son mecanismos de lucha contra eso que ahora, no sé muy bien por qué, llamamos lawfare. Son estrategias democráticas para que los jueces se ciñan a su función de aplicar la ley y de hacerlo igualitariamente. Y desde luego no forma parte de las mismas el control parlamentario sobre la labor judicial. No ya solo porque abundaría en el peligrosamente excesivo poder del Ejecutivo, que ya tiende a fagocitar el Legislativo, sino también porque arruinaría en la meta la garantía de la aplicación igualitaria del fruto de la voluntad popular: sería en realidad el control último de mayorías legítimamente parciales sobre la aplicación de la ley. Atentos si no a lo que nos enseña la historia y a lo que nos muestran los estándares internacionalmente reconocidos de calibración de la calidad democrática de un sistema, cuyos parámetros insisten machaconamente en la separación de poderes y particularmente en la independencia del judicial.

Como ya imaginarán, todo esto viene a cuento del críptico párrafo del acuerdo entre el PSOE y Junts en el que se proyectan unas “comisiones de investigación” cuyas conclusiones “se tendrán en cuenta en la aplicación de la ley de amnistía en la medida que pudieran derivarse situaciones comprendidas en el concepto lawfare o judicialización de la política, con las consecuencias que, en su caso, puedan dar lugar a acciones de responsabilidad o modificaciones legislativas”.

La oscuridad del párrafo habla ya bastante mal de un acuerdo que juega con fuego, y no obsta desde luego a su comprensión más amenazante, que ha tenido la virtud de suscitar una raramente unánime protesta de todas las asociaciones judiciales. Frente a ciertas interpretaciones del mismo que proceden de uno de los partidos firmantes, el socialista – y que tienen algo de la mítica pregunta de Groucho Marx “¿A quién va a creer?, ¿a mí o a lo que ven sus ojos?” -, del texto se infiere un presupuesto y tres proyectos de decisiones políticas, a cuál peor. El presupuesto es el de que pueden darse casos en los que los jueces no van a actuar imparcial e independientemente, por las razones legales que les vinculan, sino por razones de preferencia política. Que van a darse “situaciones comprendidas en el concepto de lawfare o judicialización de la política”. La duda aquí ofende bastante y deslegitima mucho, porque es una duda tan contundente que se convierte en operativa, que pone en marcha un mecanismo corrector (y este es el primer proyecto).

El diseño de ese mecanismo corrector es bastante difuso. Tras acordar “la ley de amnistía”, se dice que “en este sentido” y “en la aplicación de la ley” se tendrán en cuenta lo que concluyan unas comisiones de investigación – así, en plural -, se supone que parlamentarias, sobre los supuestos excesos judiciales. Sea una comisión sobre la aplicación judicial de la ley de amnistía o se trate más ambiciosamente de otras misteriosas comisiones de las que nada más se dice en el acuerdo, lo cierto y verdad es que se instituirán en una especie de ocasional Requetesupremo, para velar por la actuación de los jueces, para detectar si hubo resoluciones de lawfare. No sabemos si se refieren solo a los jueces amnistiadores o a otras resoluciones judiciales. Lo que sí sabemos es que ese velar no será meramente poético, sino que se anuncia como un velar coercitivo, pues del mismo se pueden derivar “acciones de responsabilidad” (segundo proyecto). Y que ese velar amenaza, quizás, con una ampliación de la ya tan difícilmente digerible ley de amnistía (tercer proyecto), si de esto tratan las anunciadas “modificaciones legislativas”, como sugiere el enmarcamiento de estos acuerdos en el párrafo dedicado a la citada ley.

Esto ya se acercaría al colmo. Vale que en situaciones muy excepcionales pudiera caber una amnistía, y en España sabemos de ello por nuestra Transición, con todo lo que supone de descuajaringar el sistema, pues en realidad consiste en que el legislador decide que los jueces no apliquen en algunos casos nuestras leyes más importantes, las penales, a la vez que tales leyes no son cuestionadas. Todo en envite y en embate a la igualdad de los ciudadanos, a la separación de poderes, a los esenciales bienes protegidos por tales leyes y a la tutela de los ciudadanos victimizados por tales delitos que ahora se olvidan (ya sea el policía apedreado o el ciudadano golpeado por la policía). Pero si la ampliabilidad de la ley es lo que refleja el ambiguo texto, ¿vamos no hacia una ocasional amnistía sino hacia una amnistía permanente revisable?

Ese eventual horizonte del control parlamentario de los jueces y de una amnistía abierta es sobrecogedor, porque arrumbará la garantía última de los derechos de los ciudadanos: los jueces. Cuenta la leyenda que a Federico II el Grande, rey de Prusia, le molestaba el humilde molino de un campesino porque afeaba la estética de su vecino palacio. A las presiones del rey para que le vendiera el molino, bajo amenaza de expropiación, el labriego simplemente le espetó: “Todavía hay jueces en Berlín”.


Este artículo fue publicado el 27 de noviembre de 2023 en el diario EL MUNDO

Foto: Pedro Fraile