Por Gonzalo Quintero Olivares

 

La epidemia, el rebrote, la angustia colectiva mayoritaria generan, entre otras reacciones, cruces de acusaciones de pasividad o ineficacia o de incomprensible tolerancia hacia graves focos de contaminación que siguen generando contagios incontenidamente. En ese marco han entrado en escena los prostíbulos, burdeles, clubs de alterne, y todas las actividades parecidas o asimilables. Se ha señalado que son fuentes de transmisión de la enfermedad. Como era de esperar, la ministra de Igualdad ha aprovechado la ocasión para exigir el cierre de todos los prostíbulos de España en nombre de la salud de las mujeres y, de paso,  la necesidad de acabar para siempre con el proxenetismo.

Planteada así la cuestión todo parece lógico y encomiable. Pero ahondando un poco en el tema surgen inevitables escollos e insuperables contradicciones. En primer lugar, es difícil cuantificar los lugares en que se realizan esas actividades (bares, pisos, clubs, casas), con lo cual el primer problema será elaborar el “censo”, de locales, muchos de los cuales seguramente tendrán alguna licencia de actividad de hostelería o de hospedaje, de bar de copas, sala de fiestas,  baños y masajes, por lo que el cierre de todos esos establecimiento, en contra de lo que debe suponer la ministra, no puede ser tan sencillo.  Hay que suponer que la denuncia de que el derecho es una superestructura de poder al servicio de las clases dominantes ya estará preparada.

Pero dejemos ese aspecto y vayamos a otros que, si se quiere, son más jurídicos  o, incluso, sanitarios. En relación con este último hay una reflexión obligada: si es cierto que en España se cuentan por miles ( imposible dar una cifra) los locales de esa clase, y si las denuncias conocidas de contagio afectan, por lo oído, a menos de una docena en todo el país, la primera conclusión es que esos lugares son infinitamente más seguros que las residencias de ancianos, las fiestas familiares o los botellones, lo cual merece alguna reflexión.

Estoy seguro de que, en este punto de la lectura, si alguien se digna a leer estas páginas, reaccionará diciendo que lo que acabo de escribir es una enormidad, porque no se trata de porcentajes de seguridad, sino de erradicar la prostitución. Nada que objetar a ese propósito, en principio, aunque luego volveré sobre el tema, , pero en tal caso, que no se mezclen los problemas de la Covid y la explotación sexual coactiva de personas, que nada tienen que ver.

En materia de prostitución campan a sus anchas vicios antiguos hispanos. El primero, la hipocresía, pero detrás suyo van las insalvables contradicciones y la superficialidad de los análisis. Cuando se abre un debate sobre la prostitución y sus causas se repiten, con los matices que se quiera, los mismos discursos. Sobre las explicaciones “causales” de la dedicación a la prostitución nadie pone en duda que hay que colocar ante todo el hambre, la desesperación y la violencia en cualquier forma, pero tampoco se pueden excluir otras causas de nuestro tiempo, como pueda ser la drogodependencia, ni es admisible negar la posibilidad de la prostitución como opción personal libremente elegida, y en ese caso no se podría hablar de aplastamiento de la libertad de la mujer.

En todo caso, la falta de regulación jurídica de la prostitución como profesión libre – con independencia de que sobre este tema haya posturas enfrentadas – es por sí sola una muestra de desprecio a la voluntad de la mujer en nombre de una supuesta moral pública y, por si fuera poco, conquista democrática. Esa inmensa laguna jurídica, que alcanza al derecho administrativo y al de la Seguridad social entre otros, se muestra reiteradamente. A poco que se repare en ello, el simple anuncio de que hay que “cerrar” locales implica el reconocimiento de que estaban abiertos desarrollando una actividad que, a contrario senso, no estaba prohibida, aunque se diga que no era lícita. Las categorías de lícito, ilícito y no regulado se manejan por gente que desconoce la diferencia.

Mención separada merece la abundancia de publicidad sobre servicios sexuales de toda clase, lo cual casa mal con la tesis sostenida por algunos según la cual la prostitución es una actividad absolutamente ilegal desde que España firmó en 1949 la Convención por la Supresión del Tráfico de Personas y la Explotación de la Prostitución Ajena. A partir de ese dato algunos, que no citaré, no entienden cómo es posible que exista siquiera un debate entre persecución y reglamentación porque en España la prostitución no es una actividad legal y por tanto no debería existir ningún tipo de regulación, ya que en España la prostitución está abolida, y por lo tanto, la Administración nunca podría regular algo que está prohibido.  Dejaré de lado el extravagante razonamiento jurídico que sostiene esas afirmaciones, pero lo cierto es que una mayoría de la población estima que se trata de una actividad que debería regularse, aun a pesar de que para muchos eso es lo mismo que “legalizar” la prostitución (Sobre la posibilidad de regulación de la prostitución libre es de gran importancia, pese a los años transcurridos, el Manifiesto a favor de la regulación del ejercicio voluntario de la prostitución entre adultos, presentado en  Madrid, el 25 de noviembre de 2006, por el Grupo de Estudios de Política Criminal).

No es la única contradicción, hay otras, aunque parece que pasan desapercibidas, como, por ejemplo, que el art.187-1- declare que se entenderá que hay explotación cuando ( a la persona prostituida) se le impongan para su trabajo condiciones gravosas, desproporcionadas o abusivas, de lo que se ha de inferir que, en su momento, el legislador tenía una idea de cuáles eran las condiciones “correctas” (ni gravosas, ni desproporcionadas ni abusivas). Al margen de que en la actualidad se diga que esta regla ha de desaparecer, hay que subrayar no hace tanto tiempo que entró en el CP.

En cuanto a las “reformas penales que se proponen”,  en especial, las contenidas en el Proyecto de ley integral contra la trata de seres humanos y en particular con fines de explotación sexual, impulsado por Podemos, y que, de momento, cuentan con el rechazo de la inmensa mayoría de la doctrina penal, ya habrá momento de hablar, pero sirva como adelanto la idea de suprimir cualquier referencia a la idea de aprovechamiento abusivo y castigar la percepción de cualquier beneficio aunque sea lícito. Como  observa M.Cugat, el Anteproyecto de Ley integral contra la trata de seres humanos y en particular con fines de explotación sexual,  suprime el requisito de “explotación” y tipifica el mero hecho de lucrarse con la prostitución de otro, sin matiz alguno, y con la eliminación de ese elemento estructural necesario, se dará lugar a que entren en la Ley penal un buen número de conductas que no deben ser así tratadas por ser ajustadas a derecho.

Retomando el punto de partida: la epidemia genera toda clase de preocupaciones y también de dislates, y la sola idea de que la Covid sea presentada como la ocasión perfecta para acabar con la prostitución se descalifica por si misma. Algún observador, incluso algunas portavoces de colectivos de trabajadoras sexuales, ha lanzado en público la pregunta, dirigida a la ministra de Igualdad, sobre cuál es su plan para la reabsorción de todas las personas que dejen esa actividad, especialmente considerada la cantidad de nuevos parados que va a generar la crisis económica provocada por la epidemia. Pero es solo un aspecto lateral del tema.

Al decir esto no pretendo, en manera alguna, negar que en relación con la prostitución y la explotación coactiva de personas España tiene un sistema de respuestas jurídicas altamente insatisfactorio, en el que, como dije antes, las ”ideas fuerza” son la hipocresía y la contradicción. Es cierto que tenemos incriminaciones de delitos relativos a la prostitución que tácitamente reconocen la existencia de un ámbito de prostitución no delictiva por no abusiva – al margen de que, como sabemos, carezca de legislación que la regule –. Nuestras leyes no castigan ni a la persona prostituida ni a quien se relaciona con ella sin abuso,  pero también es cierto que esa no ha sido la constante histórica, y como muestra de lo que digo solamente quiero hacer mención a dos ejemplos que no son “arcaicos” sino del siglo XX,  como la consideración de la prostitución como estado peligroso, por la Ley de Vagos y Maleantes, y, en el breve período de vigencia del CP de 1928, el menor castigo previsto para la violación de  prostitutas, por no ser “mujeres honestas”.

Toda la discusión ha de girar necesariamente sobre la libertad sexual, sin olvidar que, dado su carácter de derecho fundamental, no admite “administradores de su ejercicio” ni intérpretes de lo que es libre o no lo es. Solo desde esa premisa se puede desarrollar el debate sobre la viabilidad jurídica de la regulación de la prostitución en nuestro país. Mientras tanto, las que se llaman a sí mismas “trabajadoras sexuales” están condenadas a vivir en la “nada jurídica”, porque así lo ha decidido un grupo de “pensadoras” capaces de afirmar, como preámbulo de su discurso, que esas personas que invocan su libertad no son conscientes de que carecen de ella.

Resumir los argumentos en pro y en contra es poco menos que imposible, pues cada postura tiene a su vez su “trastienda” , y así no son iguales los motivos que llevan a la oposición frontal de la Iglesia católica, para la cual la reglamentación es la legitimación del pecado (sin dejar de reconocer el encomiable esfuerzo que realizan muchas organizaciones católicas y religiosos y religiosas por ayudar a las personas prostituidas que desean ayuda) o las feministas, para las que eso sería el reconocimiento y aval a la mayor forma de violencia contra la mujer. Los partidarios de la legalización o reglamentación también difieren en sus bases argumentales , que van desde la invocación al respeto a la libertad de cada cual para hacer lo que quiera hasta la necesidad de contar con una intervención del derecho como modo único de proteger a las personas prostituidas.

España ha conocido desde muy antiguo el debate entre abolicionismo, legalización o reglamentación. Los liberales que masacraría Fernando VII ya abordaron la idea de someter la prostitución a una protección sanitaria, naciendo así la práctica de las reglamentaciones de la prostitución que se hacían en cada ciudad , estableciendo controles, zonas, arbitrios, etc., que se extenderían a partir de mediados del siglo XIX.

Hay que advertir, no obstante, que,  en paralelo a esas reglamentaciones, el CP de 1850 criminalizaba, aunque solo fuera como falta, la práctica de la prostitución infringiendo los reglamentos de policía (art.485, 8). La vía de las reglamentaciones duraría hasta bien entrada la República, y únicamente se puede anotar algún intento de unificar las diferentes ordenanzas municipales en una sola Ley, lo que no llegó alcanzarse. Mientras tanto, a partir de 1873, se toleraba la existencia de mancebías o casas de lenocinio.

Por supuesto que también hubo un movimiento abolicionista fuerte que se desarrolló durante la Restauración y cuya figura más representativa, para los penalistas, fue sin duda Concepción Arenal (especialmente su “Oda a la esclavitud “, de 1886). Pero el abolicionismo no recibiría sanción legal hasta el Decreto de abolición de la prostitución de 1935, cuya eficacia práctica se vería muy menguada por el inminente estallido de la Guerra Civil.

Como es lógico, los partidarios del abolicionismo invocan las decisiones de la IIª República, que sin duda tomó o intentó tomar importantes decisiones relacionadas con la igualdad entre mujeres y hombres, y sus reformas no serían recuperadas hasta el retorno de la democracia y la Constitución de 1978. En el breve período republicano, se aprobó la igualdad de derechos de ambos sexos, en lo civil y en lo político, se reguló el derecho al aborto, el matrimonio civil y el divorcio de mutuo acuerdo, así como la supresión del delito de adulterio aplicado sólo a mujeres, como volvería a ser tras la Guerra, el reconocimiento de hijos naturales y la patria potestad compartida, y también se abolió la prostitución reglamentada.

De acuerdo con esos antecedentes, para algunos queda descartada la mera posibilidad de regular la práctica de la prostitución, olvidando que la sociedad española de 2020 nada tiene que ver con la de 1932, y por lo tanto trasponer una posición política de aquel tiempo, que tenía a su vez una coherencia con el brutal grado de sumisión y postración de la mujer unido a la terrible extensión del analfabetismo y la pobreza, y las más crueles actitudes sociales sobre la virginidad, que se plasmaban en el hecho conocido de que la pérdida de la misma sin matrimonio no dejaba a la muchacha, si era pobre, otra salida que la huida del pueblo camino del prostíbulo. Por supuesto que esas situaciones de terrible postración se pueden dar entre muchas inmigrantes que proceden de países en los que la situación de la mujer no es parangonable a la de España, y respecto de esos colectivos el derecho penal ha de desplegar toda su fuerza.

Otras contradicciones: al término de la contienda se regresó al régimen de reglamentación sanitaria de la prostitución y se volvieron a abrir los burdeles, pero simultáneamente la Ley de Vagos y Maleantes declaraba el ejercicio de la prostitución como estado peligroso. Y así se llegó a 1956, en que era aceptado el ingreso de España en la Organización de las Naciones Unidas, y en muestra de integración se promulgaron los decretos abolicionistas que expresamente invocaban la antes citada Convención internacional para la represión de la trata de seres humanos y de la explotación de la prostitución, de 1949, que, efectivamente, consideraba ilícito el tráfico de personas para la prostitución. Gracias a aquellas decisiones la prostitución, lejos de ser eliminada, se expulsó a las calles y a la clandestinidad, con todo lo que eso supone y que es sobradamente conocido, y que, como antes dije, contradice la ingente presencia de la prostitución en cualquier lugar de España, con sus anuncios y su publicidad.

Aun a precio de repetirme, quiero recordar que el debate se circunscribe, por supuesto, a la prostitución absolutamente libre – o todo lo “libre” que la opción por un trabajo pueda ser – y voluntaria. El primer problema surge cuando se niega que pueda haber nadie que prefiera el trabajo sexual a otro. Es frecuente oír que nadie elige el trabajo de la prostitución por placer o atractivo, como si, en cambio, esa propiedad adornara a la totalidad de los trabajos que se hacen, desde fregar suelos a enterrar muertos o trabajar de peón en invierno en las carreteras, y la lista podría aumentarse.

Todo lo que se refiera a la prostitución coactiva o intimidatoria o, incluso, explotadora de la necesidad, queda fuera de consideración. Por lo tanto, y como es lógico, el debate en torno a la reglamentación de la prostitución se centra en la prostitución libre y voluntaria, y es ahí donde entra en juego la reacción opositora, cuyos argumentos, respetables en el terreno humano, pero no contundentes en el plano del razonamiento jurídico, se concentran en unas ideas muy precisas, dejando de lado los razonamientos dominados por la tesis irrenunciable de que la prostitución es el “mal absoluto” que nunca puede ser facilitado por el derecho .

Se añaden otras censuras, y esas son: que la prostitución nunca puede ser libre; que la regularización aumentaría sin freno alguno el número de personas prostituidas, y , en fin, que se trata de cosificación del ser humano que el derecho de un Estado civilizado no puede admitir, y, si lo hace, tendrá también que aceptar toda clase de contratos incompatibles con la dignidad de la persona.

Realmente se trata de críticas contundentes; pero todas coinciden en un mismo punto: dejar de lado la voluntad de la persona afectada, que se tiene por irrelevante, por no reparar en que la tesis de que se trataría de un “fomento de vocaciones” no entra en el hecho personal, sino en valoraciones sociales de dudoso rigor. La crítica centrada en la “cosificación” del ser humano tiene, también, un grado importante de hipocresía en un mundo que ve cómo las personas se transforman en cifras estadísticas para el trabajo, los servicios, las prestaciones, y tantas otras cosas. Sostener que la reglamentación de la prostitución cosifica al ser humano y no, en cambio, los controles sobre inmigración – por supuesto, necesarios – o repatriación de inmigrantes clandestinos, es poco proporcionado.

En lo que atañe a las explicaciones jurídico-penales todo se resume en una sola idea: la aceptación de la legalización de la prostitución libre no es posible porque en ello no van solo los derechos e intereses de la persona que decide prostituirse, sino también otros derechos e intereses diferentes y que le exceden, y por lo tanto la razón de la prohibición nacerá de esa consideración metaindividual. De esa manera se establece un paralelismo (inadmisible) con otros problemas penales, como, por ejemplo, el consumo de drogas, en donde no solo se contempla el daño a la salud del consumidor, sino también la capacidad destructiva para la salud colectiva; pero la analogía o parecido entre unas y otras cuestiones no puede ir más allá del punto en el que hoy están: que ni el hecho de ingerir drogas ni el de ejercer la prostitución son por sí solos ilícitos.

En este ámbito se trata solo de decidir lo que el derecho debe hacer para proteger a las personas y preservarlas del abuso y de la explotación, y en esa dirección hay que defender la necesidad de que existan y aún se amplíen y perfeccionen los tipos de delitos relativos a la prostitución. Fuera de eso es patente que la persona que libremente comercia con su cuerpo gana dinero, lo que no se puede decir del consumidor de drogas, y eso, por sí solo, es bastante para que el parecido sea nulo, dejando de lado las valoraciones morales que cada cual pueda hacer de la acción de prostituirse o de cualquiera otra incompatible con los principios y creencias que cada uno profese.

Esos bienes e intereses superiores a la persona, no son tan transcendentales como para, en su nombre, relegar a esas personas al abandono por parte del derecho   – que ese y no otro es su irremisible destino – porque, en el fondo, aunque jamás se diga abiertamente eso implica la convicción de que las personas que toman ese camino no son conscientes de lo que hacen y es preciso sustituir su voluntad por su propio bien. Otra explicación audible es que se trata de una profesión mala en sí misma y por eso no se puede permitir ni en la hipótesis de su ejercicio libre y voluntario.

El volumen de contradicciones que laten en esos razonamientos es palpable. La manera en que se descarta la vigencia del derecho constitucional a la libertad es sorprendente. El modo en que se estima fuera de la cuestión y del debate la realización por dinero de espectáculos o películas pornográficas que incluyen relaciones sexuales expresas también queda descartada. Por supuesto que nadie niega que todo lo que se dice en pro del abolicionismo absoluto no va a alcanzar a la llamada prostitución de lujo. Hasta ahí podríamos llegar.