Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

 

No se puede discutir lo que es un hecho obvio: un país que no tenga presencia allende sus fronteras es un perfecto Don Nadie, incluso a los puros efectos domésticos, porque lo de dentro y lo de fuera -en lo económico y en todo- resultan cada vez menos separables.

La Constitución encarga la dirección de la política exterior al Gobierno (Art. 97), pero eso no significa que el Rey se encuentre ausente. El Art. 63 le atribuye tres cometidos formales que son relevantes, aunque sólo sea por lo simbólico: a) acreditar a los embajadores y otros representantes diplomáticos (de España fuera), sabiendo además que, a la inversa, es él ante quien están acreditados “los representantes extranjeros en España”; b) “manifestar el consentimiento del Estado para obligarse internacionalmente por medio de tratados”; y c) “previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz”. A ello se debe añadir, sobre todo, la función que le dispensa el Art. 57.1: “asumir la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica”.

¿Cómo se traza la raya entre el trabajo del Gobierno -dirigir la política exterior- y el del Jefe del Estado, la más alta representación en las relaciones internacionales? El texto no ofrece pistas interpretativas, fuera de la mención genérica en el Art. 64 al necesario refrendo ministerial (o presidencial en su caso) de “los actos del Rey”, sin detenerse tampoco a explicar mínimamente este concepto. Y la legislación de desarrollo brilla por su ausencia, como en todo lo relativo a la Corona. Cuarenta y dos años en vano.

Por supuesto que la diplomacia -la presencia exterior de un país- es algo que no está monopolizado por los políticos. Hay una diplomacia cultural, que encarnan, entre otras instituciones, los gestores y profesores del Instituto Cervantes (por no hablar de lo que pudiera verse como la iniciativa privada: en las librerías de Alemania se encuentra uno a simple vista las traducciones de los libros de Javier Marías o Fernando Aramburu y eso es hacer patria y de la buena). Y también, sobre todo en Europa, una diplomacia judicial, que es la que tramita, con mayor o menor fortuna, las órdenes de detención y entrega de delincuentes fugados. Qué decir de la diplomacia universitaria, con miles de alumnos Erasmus yendo y viniendo. Y por supuesto una diplomacia empresarial: nuestra presencia en Latinoamérica se explica, más que nada, por Telefónica, como consecuencia sobre todo del desempeño -siempre hay nombres de personas de carne y hueso detrás de las instituciones- de Cándido Velázquez Gaztelu (lástima por cierto que en 1996 se tuviese que prescindir de él, pero colocar al compañero de pupitre era lo más importante). Y también, en el caso específico de México, por la compra de Bancomer por el BBV (aún faltaba la A al final) de Emilio Ybarra: otro que, por cierto, y fusión mediante, tampoco resultó grato al poder a partir de ese mismo 1996. Se conoce que nuestra clase política -no sólo tirios: tirios y también troyanos- tiene las cosas que tiene.

Desde el punto de vista administrativo, disponemos del Servicio Exterior, regulado por la Ley 2/2014, de 25 de marzo. Y a cuyo cargo están los Diplomáticos y también los TECOs, cuerpos funcionariales ambos en los que hay, dicho sea en su honor, gente muy buena.

Pero volvamos al inicio, la raya que separa las competencias de los dos órganos propiamente políticos en la actuación exterior del Estado. La impresión que uno tiene, vistas las cosas con ojos de agosto de 2020, es que el ámbito propio del Rey, sobre todo en relación con los países petroleros de la península arábiga, ha sido mucho más importante que el del Gobierno. Tal vez este último -en sus muchas composiciones a lo largo de tantos años- no ha sabido estar a la altura o quizá es que la gente de aquellos países haya preferido tener como interlocutor a quien consideran que es su hermano, casi su cuate. Las causas habrán estado en lo uno o en lo otro (o en ambos), pero los resultados han sido sin duda esos. Y muchas empresas españolas se han beneficiado, cosa que por supuesto es de celebrar.

El problema está en que los regímenes retributivos (el de los miembros del Gobierno y el del Rey) no son parangonables. De los primeros establece la Constitución en el Art. 98.3 que no podrán ejercer “actividad profesional o mercantil alguna” ni por supuesto cobrar: todo lo que hagan para ayudar a las empresas del país, o sea, hacer lobby, que es su deber, va en el sueldo, como suele decirse. Ni comisiones -salvo delitos de corrupción, claro es- ni tampoco donaciones. Lo cual contrasta poderosamente con el clamoroso silencio relativo a esas mismas actividades (no, por favor, vida privada) si quien las hace es el Monarca. Un boquete constitucional (otro más) que alcanza la categoría de agujero negro. Colarse por él ha sido una tentación. Ya se ha visto que debía resultar irresistible.

Está, no obstante, la Ley 23/1982, de 16 de junio, del Patrimonio Nacional, que se planteó el escenario de “las donaciones hechas al Estado a través del Rey” -Art. 4, apartado 8- y proclamó que esos bienes formaban parte del citado Patrimonio Nacional (nombre por cierto de una deliciosa y divertidísima película de Berlanga, pero no es el momento de salirse del discurso jurídico ni de hacer bromitas), con un régimen de fondo casi idéntico al del dominio público: inalienable, imprescriptible e inembargable.

Habrá que ver en cada caso qué se entiende por esas donaciones -hechas al Estado y en las que el Rey es poco más que un intermediario- y cómo se distinguen de las donaciones dirigidas a este último a título personal. Un deslinde que, desde la perspectiva de las llamadas Monarquías patrimoniales, se encuentra sencillamente carente de todo sentido. Pero lo que importa a estos efectos es la norma española: la del donatario, no la del donante. Lo sucedido con “La Mareta”, en Lanzarote, proveniente de un regalo de rey de Jordania y hoy de propiedad pública, puede explicarse en base a ello: no habría sido tanto un gesto de generosidad personal del anterior titular, sino el cumplimiento de un estricto mandato legal. Que sin embargo, y según parece, no se aplicó en otros casos.

Que un Jefe del Estado despliegue sus buenos oficios para buscar mercados exteriores a las empresas de su país es, se insiste, lo más natural del mundo: eso forma parte de “la más alta representación” en el sentido del Art. 57.1 de la Constitución. El Presidente Federal alemán, cuando sale fuera, se ocupa (o al menos se debe ocupar) de apoyar a la BMW y la Mercedes-Benz. Pero -punto crucial- sin percibir nada a cambio. En España han fallado muchas cosas -el silencio de los medios de comunicación ha sido tan cómplice como en el caso del ex-Presidente de la Generalitat de Cataluña, por poner otra referencia cercana- pero, sabiendo que las normas no son por sí solas garantía de nada, tal vez habría que ir cayendo en la cuenta de que las nuestras son insuficientes o incluso inexistentes -las de la Constitución- o resultan mejorables, como el Art. 4 de la Ley del Patrimonio Nacional, apartado 8.

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Foto: @thefromtheetree