Por Gonzalo Quintero Olivares
El 4 de enero de 2021, la Juez inglesa Vanessa Baraitser denegó la extradición a USA de Julian Assange (que acababa de ser detenido en la Embajada de Ecuador en la que había permanecido 6 años, hasta que el Presidente de aquel país decidió poner fin al hospedaje) estimando que existía un riesgo de suicidio. Contra esa decisión recurrieron los Estados Unidos (EE.UU), y el pasado 10 de diciembre un Tribunal de Apelación de Londres dio la razón al Estado recurrente anulando el fallo del 4 de enero, entendiendo que EE.UU había garantizado un trato adecuado hacia el acusado incluyendo una especial protección de su salud mental, lo cual despejaba el camino de la extradición.
La familia de Assange ha anunciado que recurrirá el fallo, para ella, injusto, ante el Tribunal Supremo argumentando, como cuestión central, que la extradición de Assange constituiría un gravísimo ataque a la libertad de expresión, base de la defensa que también sustentan organizaciones de periodistas y otros grupos de opinión, que a través de las redes recaban firmas en contra de una extradición “incompatible” con la libertad de prensa ( es de ver que en la libertad de prensa se incluye la libertad del hacker para captar y difundir).
Ahí puede surgir un primer problema, de difícil sorteo en la mayoría de los sistemas procesales: la concreción de los motivos que puede examinar el Tribunal Supremo. El argumento inspirado en el ataque a la libertad de información no había sido aceptado por la Jueza Baraitser, pues el fallo de 4 de enero solo admitía el riesgo de suicidio, riesgo que no apreció el Tribunal de Apelación. Quiere eso decir que el Tribunal Supremo inglés tendría que pronunciarse sobre un tema (el ataque a la libertad de información) diferente del que habían enjuiciado las instancias judiciales anteriores y que ya habían rechazado. Que pueda hacerlo dependerá de las normas y usos procesales ingleses, poco asimilables con los europeos continentales, y, por supuesto y por prudencia, nada diré acerca de lo que pueda hacer ese Alto Tribunal.
El tema que, en mi opinión, es jurídicamente preocupante es el del modo en que se valora la aplicación de una institución esencial del derecho penal internacional, cual es la extradición, y comenzaré por una afirmación que, en realidad, es conclusiva: entre democracias consolidadas es justa y necesaria la cooperación penal, y la extradición, cuando no un sistema más ágil como el del mandato europeo de arresto y entrega, es un sistema esencial en esa cooperación, que, además, está rodeado de garantías, y lo que constituye un salto atrás en las relaciones entre Estados de Derecho es la denegación de la extradición y no lo contrario, y no puedo dejar de recordar los muchos y vibrantes enfados que en España han provocado las denegaciones belgas o alemanas de entrega de conocidos personajes reclamados por el Tribunal Supremo, al punto de que se ha dicho que aquellas decisiones eran torpedos contra la subsistencia del régimen europeo de arresto y entrega y hasta del sistema mismo de extradición, lo cual es motivo de preocupación.
Bien es cierto que las virtudes de la extradición como institución dependen de diversas condiciones, comenzando por la importante de la doble incriminación. Son sobradamente conocidos los hechos imputados por USA a Assange, que se resumen en el delito continuado de espionaje y revelación de secretos, y eso es delictivo en cualquier Código penal de un Estado democrático. Otra cosa es que, además, Assange quisiera o no poner en riesgo la seguridad nacional de USA, y que Estados Unidos tenga declarada la guerra a la prensa, como muchos sostienen.
Fuera de duda está que los hechos son delictivos, al margen de valoraciones metajurídicas, tanto para USA como para el Reino Unido, sin entrar en polémicas complementarias, que no afectan esencialmente a la cuestión de la extradición, como las ideas, lanzadas por USA, de que Assange no es ni periodista ni norteamericano, con lo cual no puede beneficiarse de la jurisprudencia favorable a la preeminencia de la libertad de información, ni tampoco la acusación de que publicó nombres de personas que actuaban como informantes en lugares de conflicto bélico poniendo en peligro sus vidas.
Los Estados relacionados en este caso (Inglaterra y Estados Unidos) son, con todos los defectos que se quieran señalar, democracias consolidadas, en un mundo en el que esa condición solo pueden merecerla un limitado número de Estados, entre los que no se cuentan ni Rusia ni China, cuyos métodos para eliminar a críticos y disidentes son de sobra conocidos, así como que ni una ni otra potencia se han molestado nunca en solicitar una extradición, pues actúan, tanto en el interior como en el exterior, al margen de lo que en Occidente se conoce como “vías del derecho”, eliminando a quien sea sin dar explicaciones. Siendo esa la realidad no parece ponderado tratar la extradición de Assange como si fuera una entrega a uno de esos Estados.
Luego surge otro tema, y sé bien que el solo hecho de plantearlo me tiene que acarrear toda clase de críticas y es el de la ‘intangible’ libertad del hacker, cual si fuera el Robin Hood del ciberespacio, idea que se corresponde con la tesis de Steven Levy, autor de una de los textos esenciales en el mundo informático, ”Hackers: Heroes of the Computer Revolution” (1984) , que parte de la legitimación inicial para la libertad de información, divulgación del conocimiento para el fortalecimiento del criterio de los ciudadanos, todo ello en función de la subjetiva valoración que un hacker haga sobre cuáles son los bienes y derechos en conflicto.
Esa es la idea compartida por muchos defensores de Assange, que consideran su proceso como un ataque a la libertad de expresión e información y al derecho a acceder a la información. Cabe observar que esos mismos defensores del personaje en ningún caso ponen en cuestión el modo de acceder a esa información, y eso se relega a la inadmisible condición de “cuestión secundaria”, como si la bondad del fin (decidida por el hacker) neutralizara la intrínseca gravedad de la obtención por entrega de un funcionario desleal o por acceso ilícito a sistemas informáticos. Solo desde un “progresismo” tan ingenuo como absurdo se puede defender que esas rutas de acceso a la información “nunca” dañarán a intereses legítimos o superiores.
Comentario separado merece la idea de que en Estados Unidos esperan a Assange para matarlo luego de una lenta tortura, como seguramente hubiera deseado el energúmeno de Donald Trump. Pero en estos momentos no creo que sea justo sostener eso, especialmente si tenemos en cuenta que, en el tema, tan ligado a las andanzas de Assange, de la divulgación de secretos de guerra, de Vietnam y de Afganistán, se produjo el muy famoso proceso contra el Washington Post (que inspiró mi libro “Los secretos de Estado y la libertad de información”, Tirant lo Blanch, 2020). La conclusión del conflicto, decidida por los Tribunales, fue favorable al Post, dando expresa prioridad a la libertad de prensa y a la libertad de empresa, y fueron esos mismo Tribunales los que analizaron el hermetismo del poder y su capacidad de restringir o cerrar el acceso al conocimiento de las actividades del Estado declarándolas secretos. La jurisprudencia norteamericana sobre el caso del Post es fundamental, pero no legitima ni el hackerismo, ni su ética.
Dicho lo anterior hay que regresar a la cuestión de la legitimidad de la extradición del personaje, en el caso, probable pero no seguro, de que el Reino Unido la ordene. La oposición a esa extradición, en el modo en que se argumenta, considera el Derecho, en su mejor extensión, como algo de lo que se puede y debe prescindir, y, a la vez, estima que la libertad de información no tiene, ni puede tener, límite alguno, y frente a ella no cabe un argumento tan ‘despreciable’ como la seguridad del Estado.
Pero lo peor no sería eso, sino la tesis de que ningún Tribunal puede juzgar lo sucedido. Jurídicamente, y lo he dicho antes citando las tristes experiencias hispanas, la falta de cooperación internacional en materia penal, que es visible en la injustificada denegación de una extradición, es un atraso en el camino de búsqueda de una justicia penal en la que se comprometan los Estados civilizados. No es posible saber lo que, en su momento, si llega, decidirá el Tribunal americano que juzgue a Assange. Tal vez considere que hay que valorar la ‘pena natural’, esto es, los seis años de encierro en la Embajada de Ecuador, que Assange ha de agradecer a la astucia de sus abogados. O tal vez no sea esa la decisión, pero en ningún caso puede acabar el problema sin que se pronuncie un Tribunal.
Foto: Miguel Rodrigo